La Historia adora las consecuencias imprevistas. El último ejemplo es particularmente irónico: el intento del presidente Vladimir Putin de restaurar el Imperio ruso recolonizando Ucrania le abrió la puerta a una Europa postimperial, una Europa que ya no tiene imperios dominados por un solo pueblo o nación ni en tierra ni a través de los mares. Es una situación que el continente nunca ha visto antes.
Sin embargo, paradójicamente, para asegurar este futuro postimperial y hacerle frente a la agresión rusa, la propia Unión debe adoptar algunas de las características de un imperio. Debe contar con un grado suficiente de unidad, de autoridad central y de eficacia en la toma de decisiones para defender los intereses y valores compartidos de los europeos. Si cada Estado miembro tiene derecho de veto sobre decisiones vitales, la unión se tambaleará, interna y externamente.
Los europeos no están acostumbrados a verse a sí mismos a través de la lente del imperio, pero hacerlo puede ofrecer una perspectiva esclarecedora e inquietante. De hecho, la propia Unión tiene un pasado colonial. Como documentaron los académicos suecos Peo Hansen y Stefan Jonsson, en la década de 1950, los arquitectos originales de lo que acabaría por ser la Unión consideraban que las colonias africanas de los Estados miembros eran parte integrante del proyecto europeo. Incluso mientras los países europeos libraban guerras casi siempre brutales para defender sus colonias, los funcionarios hablaban, elogiosamente, de «Eurafrica» y trataban las posesiones de ultramar de países como Francia como pertenecientes a la nueva Comunidad Económica Europea. Portugal luchó por mantener el control de Angola y Mozambique hasta principios de la década de 1970.
La lente del imperio es aún más reveladora cuando se observa, a través de ella, a la gran parte de Europa que, durante la Guerra Fría, estuvo detrás de la Cortina de Hierro, bajo el dominio comunista soviético o yugoslavo. La Unión Soviética era una continuación del Imperio ruso aunque muchos de sus dirigentes no fueran rusos étnicos. Durante y después de la Segunda Guerra Mundial, incorporó países y territorios (incluidos los Estados bálticos y Ucrania occidental) que no habían formado parte de la Unión Soviética antes de 1939. Al mismo tiempo, extendió su imperio hasta el mismo centro de Europa, lo que incluye gran parte de lo que, históricamente, se había conocido como Alemania central, rebautizada como Alemania oriental.
[Si encuentra nuestro trabajo útil y quiere que el GC siga siendo una publicación abierta, puede suscribirse aquí.]
En otras palabras, había un Imperio ruso interior y otro exterior. La clave para entender tanto a Europa del Este como a la Unión Soviética, en la década de 1980, era reconocer que se trataba de un imperio, y de un imperio en decadencia. La descolonización del imperio exterior se produjo de forma excepcionalmente rápida y pacífica, en 1989 y 1990, pero, a continuación, de forma aún más sorprendente, se produjo la desintegración del imperio interior en 1991. Esta desintegración fue provocada, como suele ocurrir, por el desorden en el centro imperial. Más inusualmente, el golpe final fue asestado por la nación imperial central: Rusia. Hoy, sin embargo, Rusia se esfuerza por recuperar el control sobre algunas de las tierras que abandonó empujándose hacia las nuevas fronteras orientales de Occidente.
Fantasmas de imperios pasados
Cualquiera que haya estudiado la historia de los imperios debería haber sabido que el colapso de la Unión Soviética no sería el final de la historia. Los imperios no suelen rendirse sin luchar, como demostraron los británicos, franceses, portugueses y «euroafricanistas» después de 1945. En un pequeño rincón, el Imperio ruso contraatacó con bastante rapidez. En 1992, el general Alexander Lebed utilizó la 14ª Guardia Armada rusa para ponerle fin a una guerra entre los separatistas de la región del nuevo Estado independiente de Moldavia, situada al este del río Dniéster, y las fuerzas legítimas moldavas. El resultado fue lo que aún es el paraestado ilegal de Transnistria, en el extremo oriental de Moldavia, situado en la frontera con Ucrania. En la década de 1990, Rusia también libró dos guerras brutales para mantener el control de Chechenia y apoyó activamente a los separatistas de las regiones georgianas de Abjasia y Osetia del Sur.
Sin embargo, mientras Moscú intentaba recuperar algunos de sus territorios coloniales perdidos, la Unión estaba preocupada por la culminación de la transición de imperios a estados que caracterizó a Europa en el siglo XX. La violenta desintegración de Yugoslavia y el divorcio pacífico de las partes checa y eslovaca de Checoslovaquia volvieron a llamar la atención sobre los legados de los Imperios otomano y austrohúngaro, respectivamente, que se habían disuelto formalmente al final de la Primera Guerra Mundial. Los Estados multinacionales postimperiales no tienen por qué desintegrarse en Estados-nación y, si lo hacen, no es necesariamente lo mejor para las personas que viven en ellos. Sin embargo, simplemente, es una observación empírica de que así es como ha tendido a ser la historia europea reciente. De ahí, el intrincado mosaico actual de 24 Estados individuales en Europa, al este de lo que solía ser la Cortina de Hierro (y al norte de Grecia y Turquía), mientras que, en 1989, sólo había nueve.
La mayor ofensiva neocolonial de Rusia comenzó con la declaración de Putin de un curso de confrontación con Occidente en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en 2007, donde denunció el orden unipolar liderado por Estados Unidos. A continuación, en 2008, arrebató, por la fuerza, Abjasia y Osetia del Sur del poder de Georgia. Se intensificó con la anexión de Crimea y la invasión del este de Ucrania, en 2014 lo que inició una guerra ruso-ucraniana que, como los ucranianos le recuerdan con frecuencia a Occidente, ya lleva nueve años. Para adaptar una frase reveladora del historiador A. J. P. Taylor, el año 2014 fue el punto de inflexión en el que Occidente no supo moverse. Nunca se sabrá qué habría pasado si Occidente hubiera reaccionado, en ese entonces, con más contundencia, reduciendo su dependencia energética de Rusia, deteniendo el flujo de dinero sucio de Rusia que pulula por Occidente, suministrando más armas para Ucrania y lanzando un mensaje más sustancial para Moscú. No obstante, no cabe duda de que esa actitud habría colocado tanto a Ucrania como a Occidente en una posición diferente y mejor en 2022.
Mientras Rusia retrocedía, Occidente se tambaleaba. El año 2008 marcó el inicio de una pausa en lo que había sido una notable historia de 35 años de ampliación del Occidente geopolítico. En 1972, la Comunidad Económica Europea, predecesora de la Unión, contaba con sólo seis miembros; la OTAN, con sólo 15. En 2008, sin embargo, la Unión Europea ya contaba con 27 Estados miembros y la OTAN con 26. Los territorios de ambas organizaciones se extendieron por Europa central y oriental, incluidos los países bálticos, que habían formado parte del Imperio interior soviético-ruso hasta 1991. Aunque Putin había aceptado, a regañadientes, esta doble ampliación de Occidente, cada vez le temía y se resentía más.
En la cumbre de la OTAN celebrada en abril de 2008 en Bucarest, la administración del presidente estadounidense George W. Bush quería iniciar seriamente los preparativos para que Georgia y Ucrania ingresaran a la OTAN, pero los principales Estados europeos, entre ellos, Francia y, en especial, Alemania, se opusieron firmemente. Como solución de compromiso, el comunicado final de la cumbre declaró que Georgia y Ucrania «se convertirán en miembros de la OTAN en el futuro», pero sin especificar medidas concretas para que eso ocurriera. Esto era lo peor de ambos mundos. Aumentaba la sensación de Putin de que Estados Unidos amenazaba los restos del Imperio ruso sin garantizar la seguridad de Ucrania ni de Georgia. Los tanques de Putin entraron en Abjasia y Osetia del Sur apenas cuatro meses después. Las posteriores ampliaciones de la OTAN incluyeron los pequeños países del sureste de Europa, Albania, Croacia, Montenegro y Macedonia del Norte, hasta alcanzar el total actual de 30 miembros de la Alianza, pero estas incorporaciones apenas cambiaron el equilibrio de poder en Europa oriental.
Al mismo tiempo, la expansión de la Unión se estancó no por la resistencia rusa, sino por la «fatiga de la ampliación» tras la admisión de nuevos miembros de Europa central y oriental en 2004 y 2007, junto con el impacto de otros grandes desafíos para la Unión. La crisis financiera mundial de 2008 le cedió el paso, a partir de 2010, a una larga crisis de la eurozona, seguida de la crisis de los refugiados de 2015-16, del Brexit y de la elección del presidente estadounidense Donald Trump, en 2016, del auge de movimientos populistas antiliberales en países como Francia e Italia y de la pandemia de COVID-19. Croacia entró en la Unión en 2013, pero Macedonia del Norte, aceptada como país candidato en 2005, sigue esperando. El planteamiento de la Unión con respecto a los Balcanes occidentales en las dos últimas décadas evoca el recuerdo de la viñeta del New Yorker de un hombre de negocios que, por teléfono, le dice a un interlocutor obviamente inoportuno: «¿Qué tal nunca? ¿Nunca es bueno para usted?».
La Europa “entera y libre” de George H. W. Bush
Para ilustrar, una vez más, la veracidad de un dicho de Heráclito, «la guerra es el padre de todo», la mayor guerra en Europa desde 1945 ha desbloqueado ambos procesos y le abrió el camino a una nueva, grande y consecuente ampliación de Occidente hacia el Este. Todavía en febrero de 2022, en vísperas de la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia, el presidente francés Emmanuel Macron seguía expresando reservas sobre la ampliación de la Unión para incluir los Balcanes occidentales. El canciller alemán, Olaf Scholz, apoyaba la ampliación, pero quería trazar la línea hasta ahí. Luego, cuando Ucrania resistió, valiente e inesperadamente, el intento de Rusia de apoderarse de todo el país, el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky metió a la Unión en aprietos.
La opinión ucraniana había evolucionado en las tres últimas décadas, a través de los acontecimientos catalizadores de la Revolución Naranja en 2004 y las protestas del Euromaidán en 2014, y su presidencia ya mostraba una fuerte orientación europea. En consecuencia, pidió, en repetidas ocasiones, no sólo armas y sanciones, sino, también, la adhesión a la Unión. Resulta sorprendente que esta aspiración a largo plazo figurara entre las tres principales demandas de un país que se enfrenta a la perspectiva inminente de una ruinosa ocupación rusa.
En junio de 2022, Macron y Scholz estuvieron con Zelensky, en Kiev, junto con el primer ministro italiano Mario Draghi -que había respaldado la perspectiva de adhesión un mes antes y contribuyó, notablemente, a que sus colegas cambiaran de opinión, como lo cuenta Antonio Funiciello– y el presidente rumano Klaus Iohannis. Los cuatro visitantes se declararon partidarios de que la Unión aceptara a Ucrania como candidato a la adhesión. Ese mismo mes, la Unión hizo oficial su postura al aceptar, también, a Moldavia como candidato (con algunas condiciones preliminares para ambos países) y al enviar una señal alentadora a Georgia de que la Unión podría concederle el mismo estatus en el futuro.
La OTAN no ha hecho ninguna promesa formal de este tipo para Ucrania, pero, dado el alcance del apoyo de los Estados miembros de la OTAN para la defensa de Ucrania (dramáticamente simbolizado por la visita del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, a Kiev a principios de este año), ahora, resulta difícil imaginar que la guerra pueda terminar sin algún tipo de compromiso de seguridad de facto, si no de jure, por parte de Estados Unidos y otros miembros de la OTAN.
Mientras tanto, la guerra ha impulsado a Suecia y Finlandia a ingresar a la OTAN –aunque las objeciones turcas han retrasado ese proceso-. La guerra también condujo a la Unión y a la OTAN a una asociación más claramente articulada como, por así decirlo, los dos brazos fuertes de Occidente. A largo plazo, el ingreso a la OTAN de Georgia, Moldavia y Ucrania sería el complemento lógico de la adhesión a la Unión y la única garantía duradera de estos países frente a un renovado revanchismo ruso. En su intervención, en la reunión anual del Foro Económico Mundial, celebrada, este año, en Davos, nada menos que el ex-Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger apoyó esta perspectiva y señaló que la guerra que, supuestamente, la neutralidad de Ucrania ante la OTAN debía evitar ya había estallado. En la Conferencia de Seguridad de Múnich, celebrada en febrero, varios líderes occidentales apoyaron, explícitamente, el ingreso de Ucrania a la OTAN. El comunicado oficial de la cumbre de la OTAN celebrada en Vilna a mediados de julio de 2023 todavía no comprometía a Ucrania a ingresar en la OTAN, debido a las reservas de Estados Unidos y Alemania. Pero todos los mensajes enviados por los líderes de la OTAN (incluido Emmanuel Macron), así como los firmes compromisos de los distintos Estados de continuar con su apoyo militar, han claramente sugerido que Ucrania avanzaría en esa dirección una vez finalizada la guerra.
El proyecto de incorporar al resto de Europa del Este, aparte de Rusia, a las dos organizaciones clave del Occidente geopolítico es un proyecto cuya ejecución requerirá muchos años. La primera doble ampliación de Occidente hacia el Este tardó unos 17 años, si se cuenta desde enero de 1990 hasta enero de 2007, cuando Bulgaria y Rumania ingresaron a la Unión Europea. Entre las muchas dificultades evidentes, vemos que las fuerzas rusas ocupan, actualmente, partes de Georgia, Moldavia y Ucrania. Para la Unión, existe un precedente de admisión de un país que tiene regiones que su gobierno legítimo no controla: parte de Chipre, Estado miembro, está controlada, de hecho, por Turquía. Sin embargo, no existe tal precedente para la OTAN. Lo ideal sería que las futuras rondas de ampliación de la OTAN se hicieran en el contexto de un diálogo más amplio sobre la seguridad europea con Rusia, como ocurrió durante las rondas de ampliación de la OTAN hacia el Este de 1999 y 2004, en la última de las cuales se consiguió, incluso, el acuerdo a regañadientes de Putin. No obstante, es difícil imaginar que eso vuelva a ocurrir, a menos que, en el Kremlin, haya un líder muy diferente.
Puede que haya que esperar hasta la década de 2030 para lograr esta doble ampliación, pero, si se produce, representará otro paso gigantesco hacia el objetivo identificado en un discurso que pronunció, en 1989, el presidente de Estados Unidos George H. W. Bush: Europa entera y libre. Europa no termina en ninguna línea clara (aunque, en el Polo Norte, termina en un punto), sino que, simplemente, se desvanece a través de Eurasia, a través del Mediterráneo y, en cierto sentido significativo, incluso, a través del Atlántico. (Canadá sería un miembro perfecto de la Unión). Sin embargo, con la finalización de esta ampliación hacia el Este, se reuniría más Europa geográfica, histórica y cultural que nunca en un único conjunto interrelacionado de comunidades políticas, económicas y de seguridad.
Además, se tiene la cuestión de una Bielorrusia democrática post-Lukashenko, si consigue liberarse de las garras de Rusia. Otra fase, que, también, podría abarcar a Armenia, Azerbaiyán y Turquía (miembro de la OTAN desde 1952 y candidato aceptado a la Unión desde 1999), podría contribuir a un mayor fortalecimiento geoestratégico de Occidente en un mundo cada vez más posoccidental, pero la enorme escala de la tarea que la Unión acaba de asumir, combinada con las circunstancias políticas dentro de esos países, constituye una perspectiva que no figura en la agenda actual de la política europea.
La Unión transformada
Esta visión a largo plazo de una Unión ampliada, en asociación estratégica con la OTAN, plantea dos grandes interrogantes al momento: ¿qué pasará con Rusia y cómo puede ser sostenible una Unión Europea de 36 Estados miembros que casi llega a 40? Es difícil responder a lo primero sin saber cómo será la Rusia posterior a Putin, pero una parte importante de la respuesta dependerá, en cualquier caso, del entorno geopolítico exterior que se cree al oeste y al sur de Rusia. Este entorno es directamente susceptible de ser modelado por los responsables políticos occidentales de un modo diferente a la evolución interna de una Rusia en declive, pero con armamento nuclear todavía.
Desde el punto de vista político, el discurso más importante sobre este tema, lo pronunció Scholz en Praga, el pasado mes de agosto e inmediatamente traducido y comentado en las páginas del Grand Continent. Reafirmando su nuevo compromiso con una gran ampliación de la Unión hacia el Este (incluidos los Balcanes occidentales, Moldavia, Ucrania y, a mayor plazo, Georgia), insistió en que, al igual que en anteriores rondas de ampliación, ésta requeriría una mayor profundización de la unión. De lo contrario, una Unión de 36 Estados miembros dejaría de ser una comunidad política coherente y eficaz. En concreto, Scholz abogó por una mayor «votación por mayoría calificada», un procedimiento de toma de decisiones de la Unión que requiere el asentimiento del 55 % de los Estados miembros, que representen, al menos, el 65 % de la población del bloque. Este proceso garantizaría que un solo Estado miembro, como la Hungría de Viktor Orban, ya no pudiera amenazar con vetar otra ronda de sanciones para Rusia ni otras medidas que la mayoría de los Estados miembros considera necesarias. En resumen, la autoridad central de la Unión necesita fortalecerse para mantener unida a una comunidad política tan grande y diversa, aunque siempre con controles y equilibrios democráticos y sin un único hegemón nacional.
El análisis de Scholz es, evidentemente, correcto y es doblemente importante porque procede del líder de la potencia central de Europa, pero ¿esto, en sí mismo, no es una versión de imperio? Un nuevo tipo de imperio, es decir, basado en la adhesión voluntaria y el consentimiento democrático. La mayoría de los europeos rechazan el término «imperio» porque lo consideran algo perteneciente a un pasado oscuro, intrínsecamente malo, antidemocrático y antiliberal. De hecho, una de las razones por las que los europeos hablan más de imperio en los últimos tiempos es el auge de movimientos de protesta que les exigen a las antiguas potencias coloniales europeas que reconozcan, admitan y reparen los males causados por sus imperios coloniales. Así que los europeos prefieren el lenguaje de la integración, de la unión o de la gobernanza multinivel. En The Road to Unfreedom, el historiador de Yale Timothy Snyder caracteriza la contienda entre la Unión y la Rusia de Putin como «integración o imperio», pero la palabra «integración» describe un proceso, no un estado final. Contraponer los dos conceptos es, más bien, como hablar de «viaje en tren vs. ciudad»; el método de transporte no describe el destino.
Evidentemente, si, por «imperio», se entiende el control directo sobre el territorio de otros pueblos por parte de un único Estado colonial, la Unión no es un imperio. Sin embargo, como argumentó otro historiador de Yale, Arne Westad, ésta es una definición demasiado estrecha de la palabra. Si uno de los rasgos definitorios de imperio es la autoridad, el derecho y el poder supranacionales, entonces, la Unión ya tiene algunas características importantes de imperio. De hecho, en muchos ámbitos políticos, la legislación europea prevalece sobre la nacional, que es lo que tanto enfurece a los euroescépticos británicos. En materia de comercio, la Unión negocia en nombre de todos los Estados miembros. La jurista Anu Bradford ha documentado el alcance mundial del «poder regulador unilateral» de la Unión en todos los ámbitos, desde las normas sobre productos, la privacidad de los datos y la incitación al odio en Internet hasta la salud y seguridad de los consumidores y la protección del medio ambiente. Su libro tiene un subtítulo revelador, aunque un tanto hiperbólico: How the European Union Rules the World («Cómo la Unión Europea gobierna el mundo»).
Además, el imperio más longevo de la historia europea, el sacro Imperio romano-germánico, era, en sí mismo, un ejemplo de sistema de gobierno complejo y multinivel, sin una única nación o Estado hegemónico. La comparación con el sacro Imperio romano-germánico ya fue realizada, en 2006, por el politólogo Jan Zielonka, que exploró un «paradigma neomedieval» para describir la Unión ampliada.
Una fuente especialmente pertinente apoya esta idea de la Unión. Dmytro Kuleba, ministro de Asuntos Exteriores de Ucrania, ha descrito la Unión Europea como «el primer intento de construir un imperio liberal», en contraste con el intento de Putin de restaurar el Imperio colonial ruso mediante la conquista militar. Cuando hablamos con él, en el Ministerio de Asuntos Exteriores ucraniano de Kiev, en febrero, explicó que la característica clave de un imperio liberal es mantener unidas a naciones y grupos étnicos muy diferentes «no por la fuerza, sino por el imperio de la ley». Visto desde Kiev, se necesita un imperio liberal y democrático para derrotar a uno antiliberal y antidemocrático.
Varios de los obstáculos para alcanzar este objetivo también están relacionados con la historia imperial de Europa. La politóloga alemana Gwendolyn Sasse argumentó que Alemania debe «descolonizar» su visión de Europa del Este. Es una versión inusual de la descolonización. Cuando se habla de que el Reino Unido o Francia deben descolonizar su visión de África, se quiere decir que estos países deben dejar de verla (consciente o inconscientemente) a través de la lente de su propia historia colonial anterior. Lo que Sasse sugiere es que Alemania, con su larga fascinación histórica por Rusia, tiene que dejar de ver a países como Ucrania y Moldavia a través de la lente colonial de otro: la de Rusia. Anna Colin Lebedev comparte la misma observación.
Los legados y recuerdos imperiales de las antiguas potencias coloniales de Europa occidental también obstaculizan la acción colectiva europea de otras maneras. El Reino Unido es un ejemplo evidente. Su salida de la Unión tuvo muchas causas, pero, entre ellas, estaba una obsesión por la soberanía estrictamente legal que se remonta a una ley de 1532 que promulgaba la ruptura del rey Enrique VIII con la Iglesia católica romana y que afirmaba, resonantemente, que «este reino de Inglaterra es un imperio». La palabra «imperio» se utilizaba, aquí, en un sentido más antiguo, que significaba autoridad soberana suprema. El recuerdo del Imperio británico de ultramar «en el que nunca se ponía el sol» también contribuía a la creencia errónea de que el Reino Unido no tendría problemas en solitario. «Solíamos dirigir el mayor imperio que el mundo ha visto jamás y con una población doméstica mucho más pequeña y un servicio civil relativamente diminuto», escribió Boris Johnson, el líder más influyente de la campaña Leave, en el periodo previo al referéndum Brexit de 2016. «¿De verdad somos incapaces de hacer acuerdos comerciales?».
[Si encuentra nuestro trabajo útil y quiere que el GC siga siendo una publicación abierta, puede suscribirse aquí.]
En el caso de Francia, los recuerdos de la grandeza imperial del pasado se traducen en una distorsión diferente: no el rechazo a la Unión, sino una tendencia a tratar a Europa como Francia en sentido amplio.
Luego, está la percepción de Europa en lugares que fueron colonias europeas o que, como China, sintieron el impacto negativo del imperialismo europeo. A los académicos chinos, se les enseña a contemplar y a resentir un «siglo de humillación» a manos de los imperialistas occidentales. Al mismo tiempo, el presidente Xi Jinping e intelectuales orgánicos chinos como Wang Huning o muy cercanos al partido como Jiang Shigong –en textos traducidos y comentados en el Grand Continent– se refieren, con orgullo, a las continuidades, desde los anteriores imperios civilizatorios de la propia China hasta el actual «sueño chino» de rejuvenecimiento nacional.
Si Europa quiere hacer valer su posición ante países postcoloniales como la India y Sudáfrica, debe estar más consciente de su pasado colonial. También, podría ayudar señalar que un gran número, cada vez mayor, de Estados miembros de la Unión en Europa del Este fueron objeto del colonialismo europeo, no sus perpetradores). Cuando los líderes europeos recorren, hoy, el mundo presentando a la Unión como la encarnación sublime de los valores poscoloniales de la democracia, de los derechos humanos, de la paz y de la dignidad humana, con frecuencia, parece que se les olvidó la larga y reciente historia colonial de Europa; al resto del mundo, no. Ésa es una de las razones por las que países poscoloniales como la India y Sudáfrica no se han alineado con Occidente en la guerra de Ucrania. Las encuestas realizadas a finales de 2022 y principios de 2023, en China, la India y Turquía, para el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores –en colaboración con el proyecto de investigación Europe in a Changing World de la Universidad de Oxford, que codirijo– muestran lo lejos que están de entender lo que está ocurriendo en Ucrania como una lucha independentista contra la guerra rusa de intento de recolonización.
Imperios superpuestos
Más allá de esto, está el hecho de que, como ha dejado claro una vez más la guerra en Ucrania, Europa sigue dependiendo, en última instancia, de Estados Unidos para su seguridad. Macron y Scholz hablan mucho de la necesidad de «soberanía europea». Sin embargo, cuando se trata de apoyo militar para Ucrania, Scholz no ha estado dispuesto a enviar una sola clase de armas importantes (vehículos blindados de combate, tanques) a menos que Estados Unidos también lo haga. Es una extraña versión de la soberanía.
No cabe duda de que la guerra ha galvanizado el pensamiento y la acción europeos en materia de defensa. Scholz ha integrado a la lengua inglesa una nueva palabra alemana, Zeitenwende -aproximadamente traducido por punto de inflexión histórico-, y se ha comprometido a un aumento sostenido del gasto alemán en defensa y de la preparación militar. Que Alemania volviera a tomarse en serio la dimensión militar del poder no sería un hecho menor en la historia europea moderna.
Polonia tiene previsto crear el mayor ejército de la Unión y una Ucrania victoriosa tendría las fuerzas armadas más grandes y mejor preparadas de Europa fuera de Rusia. La Unión cuenta con un Fondo Europeo para la Paz, que, durante el primer año de la guerra en Ucrania, gastó unos 3800 millones de dólares para cofinanciar el suministro de armas de los Estados miembros para Ucrania. La presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, propone, ahora, que el Fondo Europeo para la Paz encargue directamente municiones y armas para Ucrania y compara la situación con la adquisición de vacunas por parte de la Unión durante la pandemia de COVID-19. De este modo, la Unión cuenta, también, con los modestísimos inicios de la dimensión militar que, tradicionalmente, pertenece al poder imperial. Si todo esto sucede, el pilar europeo de la alianza transatlántica debería fortalecerse significativamente y liberar, así, más recursos militares estadounidenses para enfrentar la amenaza de China en el Indo-Pacífico. No obstante, aún es improbable que Europa pueda defenderse por sí sola de cualquier amenaza exterior importante.
Aunque la propia identidad fundacional de Estados Unidos es la de una potencia anticolonial, tiene, en la OTAN, un «imperio por invitación», según la expresión del historiador Geir Lundestad. Para explicar su uso de la palabra «imperio», Lundestad cita el argumento del ex-Consejero de Seguridad Nacional de EEUU Zbigniew Brzezinski de que «imperio» puede ser un término más descriptivo que normativo. Este imperio antimperial de Estados Unidos es más hegemónico que el europeo, pero menos que en el pasado. Como ha demostrado repetidamente el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, y, también, Scholz, a su manera, Estados Unidos no puede limitarse a decirles a los demás países miembros de la OTAN lo que tienen que hacer. Por lo tanto, esta alianza también tiene una pretensión creíble de ser un imperio por consentimiento.
Se puede llevar demasiado lejos el lenguaje del imperio. Comparar la Unión y la OTAN con imperios del pasado revela diferencias tan interesantes como las semejanzas. Desde el punto de vista político, ni la Unión Europea ni Estados Unidos se presentarán nunca como un imperio ni harían bien en hacerlo. No obstante, analíticamente, vale la pena reflexionar sobre el hecho de que, mientras que, en el siglo XX, la mayor parte de Europa fue testigo de la transición de imperios a Estados, el mundo del siglo XXI sigue teniendo imperios y necesita nuevos tipos de imperio para enfrentarlos. Que Europa consiga realmente crear un imperio liberal lo bastante fuerte como para defender los intereses y valores de los europeos dependerá, como siempre en la historia de la humanidad, de la coyuntura, de la suerte, de la voluntad colectiva y del liderazgo individual.
He aquí, pues, la sorprendente perspectiva que revela la guerra de Ucrania: en las «fracturas de la guerra extendida», la Unión como Imperio postimperial, en asociación estratégica con un Imperio postimperial estadounidense, para impedir la reaparición de un Imperio ruso en declive y frenar a un Imperio chino en ascenso.