¿Cómo explicar un punto de inflexión? Para ver con claridad las macrocrisis, a veces necesitamos aumentar la escala de análisis, hasta el final del año. Para ayudarnos a pasar de 2023 a 2024, pedimos al historiador francés Pierre Grosser que encargue diez textos, uno por cada década, para estudiar y contextualizar puntos de inflexión más amplios. Tras los dos primeros episodios sobre 1913-1914 y 1923-1924, he aquí el tercero sobre el punto de inflexión de 1934.

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La Historia es una ciencia humana cuya singularidad reside en describir las formas en que la humanidad se inscribe en el tiempo1. Por su propia naturaleza, el tiempo es un continuo, por lo que cada periodo histórico es una construcción artificial definida arbitrariamente. Cada uno de esos periodos se sitúa entre un «antes» y un «después», porque son las características o rasgos específicos identificados por los historiadores en una determinada temporalidad —generalmente entre dos acontecimientos significativos— los que dan coherencia y fuerza a la periodización elegida. En este marco, la cuestión de las cesuras y los basculamientos cronológicos se plantea con agudeza, ya que la definición de los orígenes de un fenómeno depende intrínsecamente de lo que le sucedió y, al mismo tiempo, enfrenta al investigador con el riesgo del escollo teleológico. Sin embargo, la misión primordial del historiador es hacer inteligible el pasado y darle sentido. No puede, por tanto, ignorar los giros ni las inflexiones que identifica, cuidando de integrar en su análisis las expectativas de los contemporáneos2. Así pues, el año 1934 parece ser el momento en que el mundo comenzó a deslizarse por la pendiente resbaladiza que conduce al retorno de un nuevo enfrentamiento generalizado.

El examen de las causas de la Segunda Guerra Mundial ha generado abundante bibliografía. Se han examinado sucesivamente diversos elementos del contexto —como el Tratado de Versalles, la crisis económica mundial de 1929, la personalidad de Hitler, el peso de las ideologías, las ambigüedades y debilidades de las potencias aliadas y el pacifismo3—. Estas reflexiones sobre los fundamentos de la crisis también se han completado con una exploración de los procesos que permiten pensar cronológicamente las etapas y afinar así la explicación de la desintegración del sistema europeo e internacional creado tras la Primera Guerra Mundial.

Tras la firma de los tratados de paz, las tensiones siguieron siendo elevadas4. Sólo después de los Acuerdos de Locarno, firmados en octubre de 1925, se produjo una relativa tregua. El pacto Briand-Kellogg de renuncia a la guerra como instrumento de política nacional, firmado en París en agosto de 1928, marcó el punto culminante de la distensión internacional. Sin embargo, pronto empezaron a aparecer nubarrones en el cielo aún relativamente sereno de la paz. Los años de 1932 a 1934 parecen haber sido el periodo durante el cual las discusiones entre las potencias, ya difíciles de por sí, se rompieron, y los desacuerdos y tensiones empezaron a enconarse nuevamente. A finales de los años setenta, el gran historiador de las relaciones internacionales, Jean-Baptiste Duroselle, identificó 1932 como el comienzo de la «decadencia»5, opinión de la que ha hecho eco recientemente Paul Jankowski, que considera el invierno de 1932-1933 como el momento en que Europa emprendió el camino hacia una nueva confrontación6. No obstante, podemos cuestionar la inevitabilidad de ciertas dinámicas identificadas muy al principio de la cronología. Como nada está escrito de antemano, sin duda es mejor tratar de determinar el posible punto de no retorno, que en este caso podría situarse en 1934, año que da validez a los temores de los dirigentes políticos contemporáneos, que han permanecido vagos hasta ahora.

Los años de 1932 a 1934 parecen haber sido el periodo durante el cual las discusiones entre las potencias, ya difíciles de por sí, se rompieron.

MATTHIEU BOISDRON

Sea como fuere, pongamos el cursor donde lo pongamos, está claro que en este periodo de unos dos años aproximadamente —del otoño de 1932 al otoño de 1934— confluyeron tres factores cuyos efectos convergieron: una sucesión de “cortes” a los tratados de paz, la exacerbación del nacionalismo y los retrocesos democráticos bajo el peso de las dificultades económicas y sociales y, por último, los primeros fracasos graves de la seguridad colectiva bajo la égida de la Sociedad de Naciones.

Hitler en el Buckeberg en 1934. © Chicago Tribune/TNS/Sipa USA/SIPA

Los tratados de paz: ¿documentos sin valor?

El periodo que nos ocupa se caracterizó —sobre todo— por el cuestionamiento, en pequeños pasos sucesivos, de los principios establecidos en los tratados de paz. Y como primer punto de estos principios por las reparaciones financieras que Alemania tuvo que pagar a las potencias aliadas.

En virtud del artículo 231 del Tratado de Versalles, Alemania debía aceptar su responsabilidad en el estallido de la guerra y, por tanto, indemnizar por los daños causados durante el conflicto. A falta de un acuerdo general al respecto entre las potencias aliadas, el texto sólo estipulaba que la suma debía fijarse antes de mayo de 1921 y que, para esa fecha, Alemania debía haber efectuado un pago anticipado de 20 mil millones de marcos-oro, parte del cual debía abonarse en especie. En la conferencia de Spa (julio de 1920), que determinó el reparto entre las potencias beneficiarias, Francia se llevó la mejor parte y obtuvo el 52% del total, cantidad aún por determinar. En mayo de 1921, tras difíciles debates, se acordó finalmente la suma de 132 mil millones de marcos-oro. Alemania, que tuvo que ceder a las presiones franco-británicas, aceptó pagar 2 mil millones al año y ceder alrededor de una cuarta parte de sus exportaciones. Sin embargo, a finales de 1921, el gobierno alemán pidió una moratoria alegando que no podía pagar las indemnizaciones de guerra. El cambio de gobierno en Francia y luego en Alemania tensó las relaciones. El primer ministro Raymond Poincaré pretendía obligar a Alemania a pagar, mientras que el canciller Wilhelm Cuno puso fin a la «política del arreglo» (Erfüllungspolitik) iniciada por su predecesor. Como consecuencia, Poincaré decidió intervenir militarmente y ocupar el Ruhr en enero de 1923 para arrebatar a Alemania una «prenda productiva». Al darse cuenta de que su política había fracasado, Cuno dimitió en agosto de 1923, dando paso a Gustav Stresemann, que pidió inmediatamente la apertura de negociaciones7. En un contexto particularmente difícil para Alemania, Poincaré pensó que podría obtener condiciones favorables ganando tiempo.

Sin embargo, la rápida recuperación de Alemania supuso la sentencia de muerte para los planes de Francia. Al mismo tiempo, el franco estaba en apuros: atacado, su valor no había dejado de bajar desde el otoño de 1922. En octubre de 1923, Poincaré aceptó la propuesta estadounidense de crear una comisión de expertos para reexaminar la cuestión de las reparaciones, pero se vio obligado a hacer concesiones tras solicitar el apoyo de un banco estadounidense en marzo de 1924 para apuntalar el franco. El Plan Dawes, firmado en julio de 1924, proponía un acuerdo provisional de cinco años acompañado de un préstamo internacional para sostener la economía alemana. Los reembolsos anuales, el primero de los cuales se fijó en mil millones de marcos-oro, debían aumentar gradualmente hasta alcanzar los 2 500 millones de marcos-oro en 1928. A cambio, el Ruhr fue evacuado progresivamente a partir del verano de 1925. Aunque la estrategia francesa fracasó, la resolución de la crisis franco-alemana inauguró una era de distensión. En septiembre de 1926, Alemania se convirtió en miembro de la Sociedad de Naciones, el mismo día en que entraron en vigor los Acuerdos de Locarno, que debían garantizar la seguridad colectiva europea tras el fracaso del Protocolo de Ginebra negociado en 1924. Pero la relajación de las tensiones ocultaba una inversión del equilibrio de poder en Europa. El Plan Dawes autorizó la entrada masiva de capital estadounidense en Europa a través de préstamos e inversiones. El «triángulo financiero de la paz» permitía a Alemania pagar las reparaciones a los Aliados, que a su vez podían pagar sus deudas a Estados Unidos. En ese sistema, Alemania era la principal beneficiaria porque recibía mucho más capital (sobre todo en forma de inversiones) del que pagaba en concepto de reparaciones. Para Francia, de 1924 a 1929, el saldo entre las reparaciones alemanas y las deudas entre aliados era positivo, pero apenas equilibrado si se añadía la deuda comercial de guerra.

A mediados de la década de 1920, la relajación de las tensiones ocultó una inversión del equilibrio de poder en Europa.

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Bajo esas condiciones, la continua reevaluación de las reparaciones abrió la puerta a una revisión más completa de algunas de las condiciones para la paz. La expiración del plan Dawes dio paso al Plan Young. El saldo de la deuda alemana —teniendo en cuenta los pagos ya efectuados— se fijó en 109 600 millones de marcos-oro. Los pagos se escalonaron hasta 1988. Pero sólo quedan por pagar incondicionalmente 22 600 millones. El pago de los 87 mil millones restantes está supeditado a que Estados Unidos mantenga su exigencia de deudas con sus aliados. Se reconoció implícitamente un vínculo formal entre las deudas de los aliados y las reparaciones de guerra, exigencia reiterada por Francia, pero Estados Unidos se negó a aceptar la suspensión del pago de la deuda en caso de impago alemán. En agosto de 1929 se adoptó el Plan Young en la Conferencia de La Haya, durante la cual las potencias aliadas se comprometieron a evacuar Renania antes de finales de junio de 1930, es decir, cinco años antes del plazo fijado en el Tratado de Versalles. Sin embargo, la crisis económica que asoló al mundo a principios de los años treinta derrumbó inmediatamente este sistema. Ante el repentino vuelco de la situación económica, Alemania, incapaz de hacer frente a sus deudas, solicitó una moratoria. Aceptada por las grandes potencias europeas, la cuestión de la suspensión de pagos alemana debía estudiarse en la Conferencia de Lausana (junio-julio de 1932). Dado que Londres y Roma habían aceptado el principio de la supresión de las reparaciones, París pidió a Berlín que efectuara un último pago estimado de 3 mil millones de marcos-oro (y a Estados Unidos que renunciara al mismo tiempo a sus deudas de guerra)8. De los 132 mil millones de marcos-oro exigidos a Berlín, se calcula que sólo se pagaron 23 mil millones (9 500 millones de ellos a Francia)9. En consecuencia, la Cámara de Diputados francesa puso fin al reembolso de las deudas de guerra en diciembre de 1932. El impago de las deudas entre aliados, pero sobre todo de las reparaciones, que fue la causa de ello, minó innegablemente la ya debilitada solidez del Tratado de Versalles, cuyas disposiciones se vieron así incapaces de resistir la cambiante situación internacional. Liberada de la carga de esta pesada deuda, Alemania pudo iniciar el rearme en condiciones más fáciles a partir de 1934.

A estas cuestiones financieras se sumaron dificultades más específicamente políticas. En el verano de 1932, además del abandono de las reparaciones, Alemania exigió el reconocimiento de la igualdad de derechos en materia de armamento (Gleichberechtigung), por considerar que el desarme que se le había impuesto en Versalles debía ser el primer paso hacia el desarme general y que, en ausencia de éste, tenía derecho a sentirse liberada de sus obligaciones. Sus propuestas de un acuerdo directo con Francia sobre la cuestión de las reparaciones y el desarme fueron rechazadas por París, por lo que Berlín se retiró de la conferencia de desarme que se había inaugurado en Ginebra en febrero de 1932 hasta que se atendiera su demanda. En diciembre, las potencias conceden a Berlín el desarme a cambio de un compromiso no vinculante de establecer un sistema que garantice la seguridad de todos los países europeos.

Violentos enfrentamientos durante una huelga en Minneapolis en junio de 1934. © Wikimedia Commons

Pero fue sin duda el plan de revisión de los tratados de paz, conocido como “Pacto de las Cuatro Potencias”, negociado a iniciativa de Italia con Francia, el Reino Unido y Alemania, el que tuvo mayor repercusión en el clima general de seguridad en el continente. En su discurso en Turín en octubre de 1932, Mussolini abrió la puerta a un acuerdo directo entre las cuatro potencias europeas para establecer una política común en el continente y en materia colonial, incluida la posibilidad de revisar las fronteras resultantes de los tratados de paz, sobre todo en Europa central y oriental. El objetivo del Duce, al reconstituir una forma de acuerdo europeo, era restablecer la influencia de Italia en el corazón de la Europa danubiana apoyándose en particular en los países revisionistas —Austria, Hungría y Bulgaria— y, al mismo tiempo, alejar de la zona la influencia alemana y, de paso, la francesa. Aunque el Pacto de las Cuatro Potencias, firmado en julio de 1933, fue finalmente desmantelado por Francia bajo la presión de sus aliados cercanos Polonia, Rumania, Checoslovaquia y Yugoslavia —estos tres últimos países formaban la Pequeña Entente10—, su negociación dejó profundas huellas y tuvo un efecto duradero en la confianza, aunque nunca llegó a entrar en vigor porque no fue ratificado por todos los firmantes11.

Para Francia, de 1924 a 1929, el saldo entre las reparaciones alemanas y las deudas entre aliados fue positivo, pero apenas equilibrado si añadimos la deuda comercial de guerra.

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En resumen, las concesiones hechas por las «principales potencias aliadas y asociadas», según la terminología del Tratado de Versalles, fueron vistas por las potencias llamadas «revisionistas» como condiciones previas más que como aperturas o muestras de buena voluntad. No obstaculizaron en absoluto el crecimiento de las fuerzas nacionalistas y, al contrario, tendieron a validar su narrativa, ya que el endurecimiento del equilibrio de poder parecía capaz de producir resultados en su beneficio.

[Leer más: los demás episodios de nuestra serie sobre el siglo XX en diez finales de año]

La exacerbación del nacionalismo y los retrocesos democráticos

Estas evoluciones se producen bajo un contexto más general de retrocesos de las democracias y auge de los regímenes autoritarios, muchos de ellos inspirados en la modernidad del fascismo.

Aunque los regímenes autoritarios empezaron a surgir en Europa a principios de la década de 1920, el ritmo del cambio se aceleró bruscamente a partir de principios de la década de 1930. Hungría, tras la experiencia del régimen comunista de la República de los Consejos, vio cómo se restablecía, en el verano de 1919, una monarquía de fachada en la que el poder ejecutivo se concentraba en manos de un regente, el almirante Miklós Horthy, nombrado para el cargo en marzo de 1920. En octubre de 1922, Benito Mussolini fue nombrado presidente del Consejo y en pocos meses instauró una dictadura fascista en Italia. En mayo de 1926, el mariscal polaco Józef Piłsudski fomentó un golpe de Estado e instauró en Varsovia un régimen personal con tintes autoritarios. Ese mismo mes, Portugal se convirtió en una dictadura militar, antes de que António de Oliveira Salazar fundara el régimen conservador y corporativista del Estado Novo en marzo de 1933. En diciembre de 1926, la joven República Lituana cayó en manos del exjefe de Estado y figura nacionalista Antanas Smetona, que estableció un régimen personal. En septiembre de 1928, Ahmet Zogu, jefe de gobierno y presidente de la república albanesa desde enero de 1925, derrocó el régimen y se proclamó rey con el nombre de Zog I. En enero de 1929, el soberano del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, Alejandro I, instauró una dictadura y rebautizó el país con el nombre de Yugoslavia. En marzo de 1933, Engelbert Dollfuss en Austria y Adolf Hitler en Alemania tomaron el poder. Le siguieron Estonia con Konstantin Päts en enero de 1934, Letonia con Kārlis Ulmanis en mayo de 1934, Bulgaria con Boris III en enero de 1935, Grecia con Ioánnis Metaxás en agosto de 1936, Rumanía con Carol II en febrero de 1938 y, por último, España, de la que se hizo cargo Francisco Franco en abril de 1939. En este movimiento —tanto si la instauración de esas dictaduras venía de abajo como si se impusieron desde arriba- observamos que el año 1933-1934 constituye una especie de punto medio.

Los cimientos de todas las democracias parlamentarias, incluidas las más antiguas y sólidas, se tambalearon. Francia se vio particularmente afectada. El sangriento motín del 6 de febrero de 1934, aunque no fue —como los comunistas y socialistas trataron inmediatamente de presentarlo— un intento de golpe de Estado fascista, reveló, por su violencia y la magnitud de sus consecuencias políticas, el agotamiento de las instituciones democráticas de la Tercera República12. La polarización de la sociedad francesa reflejada en dicho acontecimiento se vio acompañada de un marcado aumento del nivel de violencia política. La incapacidad del Estado para prevenir los efectos de la violencia contribuyó al debilitamiento internacional del país, especialmente cuando la violencia se dirigía contra el Estado y sus representantes. El asesinato del presidente de la República, Paul Doumer, el 6 de mayo de 1932 por un inmigrante nacionalista ruso o, lo que fue aún más grave, el asesinato en Marsella, el 9 de octubre de 1934, del ministro de Asuntos Exteriores, Louis Barthou, y del rey de Yugoslavia, Alejandro I, por un nacionalista búlgaro miembro de la Organización Revolucionaria Interna de Macedonia, durante una visita oficial de este último, causaron un daño duradero a la imagen de Francia entre sus aliados cercanos13. Es inevitable pensar que la opinión pública, y por ende los dirigentes políticos, estaban hundidos en el desconsuelo. Como explica el historiador Maurice Vaïsse, el pacifismo incondicional fue durante mucho tiempo minoritario en Francia en el periodo de entreguerras, debido a lo temeroso que estaba el país ante la posible venganza de Alemania. Se situaba principalmente a la izquierda del espectro político, aunque con matices considerables. No fue hasta 1934, como consecuencia del deterioro de la situación internacional, cuando «el pacifismo se hizo profundo y generalizado», comenzó a trascender la división derecha/izquierda y acabó por «paralizar la política exterior francesa»14.

Aunque los regímenes autoritarios empezaron a surgir en Europa a principios de la década de 1920, el ritmo del cambio se aceleró bruscamente a partir de principios de la década de 1930.

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Aunque menos sacudido que su aliado francés, el Reino Unido tampoco fue inmune a este fenómeno. Aunque la profunda crisis económica y social no afectó realmente la estabilidad política del país, que mantuvo una sólida mayoría conservadora durante toda la década, Londres, incluso antes que París, se embarcó —en parte por anticomunismo— en una política de apaciguamiento y conciliación hacia Alemania. Preocupado por evitar la hegemonía francesa en el continente europeo, el gobierno británico se mostró inicialmente sensible a los argumentos alemanes y apoyó la recuperación económica de Alemania en los años veinte. Más tarde, en el contexto de las negociaciones de desarme que se iniciaron en Ginebra en la segunda mitad de la década, Alemania encontró en el Reino Unido un aliado comprensivo. Mientras Francia, aislada en el concierto de las grandes potencias sobre esta cuestión, buscaba garantías de seguridad, Londres cuestionaba públicamente la orientación de su política exterior. Desaprobaba el acercamiento a la Unión Soviética iniciado en 1932 y, en 1934, el proyecto de «Pacto Oriental» que el ministro de Asuntos Exteriores francés, Louis Barthou15, intentaba establecer contra Alemania. Londres, sobre todo, al concluir unilateralmente, en junio de 1935, un acuerdo naval bilateral que autorizaba a Berlín a disponer de una flota de guerra equivalente al 35% del tonelaje de la Royal Navy, torpedeó inmediatamente el «frente de Stresa» que se había construido laboriosamente apenas dos meses antes, en abril, con Francia e Italia para obstaculizar a Alemania, que acababa de reintroducir el servicio militar obligatorio y no ocultaba ya sus intenciones sobre Austria. Hubo que esperar hasta marzo de 1939 para que la secesión eslovaca de Checoslovaquia, inmediatamente seguida de la anexión de Bohemia-Moravia por Berlín, constituyera una violación del Acuerdo de Múnich, firmado sólo seis meses y medio antes por iniciativa del primer ministro británico Neville Chamberlain.

La parálisis, pero también la complicidad de las democracias en los sucesivos desafíos al sistema internacional instaurados en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, acompañaron así, e incluso prepararon, el fracaso de la seguridad colectiva.

Manifestantes reunidos en la Place de la Madeleine, en París, el 6 de febrero de 1934. © Wikimedia Commons

Los graves fallos de la seguridad colectiva

Mientras que en la década de 1920 la Sociedad de Naciones cumplió su papel y logró evitar que estallaran conflictos potencialmente destructivos —en los Balcanes en particular—, la tendencia se invirtió a partir de principios de la década de 1930.

La primera fase del conflicto sino-japonés, que estalló en septiembre de 1931 con la agresión japonesa contra China y terminó con la retirada de Japón de la organización internacional en la primavera de 1933, fue el primer aviso serio. En 1932, el estallido de una corta guerra de nueve meses entre Colombia y Perú, seguida de un conflicto mucho más largo de casi tres años entre Bolivia y Paraguay (la guerra del Chaco), acentuó la impresión de impotencia de la institución. Sin embargo, en un mundo todavía muy polarizado por Europa, los enfrentamientos periféricos no suscitaron una preocupación inmediata. No obstante, anunciaron nuevas dificultades, que cristalizaron a finales de 1933 y principios de 1934.

La conferencia de desarme, inaugurada en Ginebra en febrero de 1932, se estancó rápidamente. Paralizada durante largas sesiones por los desacuerdos, las discusiones se hicieron imposibles una vez que Hitler se convirtió en jefe del gobierno alemán en enero de 1933. En octubre, Berlín se retiró de la Conferencia de Desarme y de la propia Sociedad de Naciones. En abril de 1934, Francia anunció que se negaba a discutir esas cuestiones bilateralmente con Alemania —que se estaba rearmando en secreto— y que en adelante garantizaría su seguridad por sus propios medios. Sin embargo, los intentos de resistencia tuvieron poco efecto. El Pacto Oriental de Louis Barthou chocó tanto con la falta de apoyo británico como con las divisiones que empezaban a surgir entre los aliados orientales de Francia. En primer lugar, en enero de 1934, Polonia firmó un pacto de no agresión con Alemania, resquebrajando el sistema de alianzas inversas establecido laboriosamente por Francia en la segunda mitad de 192016. Los nazis mostraron entonces su determinación asesinando en julio de 1934 al canciller austriaco Dollfuss, que, aunque era un líder autoritario, también se oponía ferozmente a cualquier perspectiva de un Anschluß con Alemania. La muerte del rey de Yugoslavia en octubre de 1934 permitió finalmente que Milan Stojadinović se convirtiera en jefe de gobierno en junio de 1935, lo que invirtió gradualmente las alianzas de su país y forjó lazos más estrechos con Alemania, cosa que debilitó permanentemente la fuerza de la Pequeña Entente.

En cuanto a las dos grandes potencias que seguían al margen del sistema internacional —Estados Unidos y la URSS—, su cambio de posición acentuó esa tendencia dañina. Aunque nunca se había adherido oficialmente a la Sociedad de Naciones, Estados Unidos, que seguía siendo aislacionista, había desempeñado sin embargo un papel discreto, pero a veces decisivo17. En 1934, la Comisión Nye inició audiencias en el Senado estadounidense sobre las razones de la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, en un país centrado en su recuperación económica. El no intervencionismo se afirmó aún más: se aprobaron tres leyes de neutralidad en 1935, 1936 y 193718. Respecto a la Unión Soviética, que al firmar un tratado en Rapallo en abril de 1922 con la Alemania de Weimar, había encontrado un medio para romper su aislamiento, empezó, entre 1925 y 1932, una normalización de sus relaciones con la mayoría de sus vecinos (Finlandia, los países bálticos, Polonia y Turquía), así como con Francia; y a participar en el juego de la seguridad colectiva trabajando, por ejemplo, en la redacción de una convención que definiera la agresión, adoptada en julio de 193319. Tras la llegada de Hitler al poder, las relaciones germano-soviéticas —que ya habían empezado a deteriorarse bajo la República de Weimar— empeoraron. A partir de 1934, Stalin llevó a cabo una reevaluación estratégica que llevó a la URSS a poner fin a la estrategia de «clase contra clase» adoptada en 1928 y a declararse partidaria de apoyar la formación de «frentes populares» con otras fuerzas de izquierda no comunistas. A pesar de la firma de un pacto franco-soviético en mayo de 1935, la política de apertura no tuvo el éxito esperado. Las potencias que se beneficiaron de los tratados de paz —el Reino Unido en particular— siguieron desconfiando y, por anticomunismo, se mostraron hostiles en general a la Unión Soviética. Moscú se sintió rápidamente decepcionado por la política de apaciguamiento hacia Alemania y de ahí las consecuencias posteriores que se obtuvieron en agosto de 1939, cuando se firmó el pacto germano-soviético20.

En 1934, el no intervencionismo se afirmó aún más en Estados Unidos.

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La reanudación de los debates entre Estados fuera del marco de la Sociedad de Naciones contribuyó a marginar a la organización internacional, que se esforzaba, cada vez con menos éxito, por encontrar soluciones e imponer el arbitraje. Ante el deterioro de la situación internacional, se impuso la defensa de los intereses individuales de los Estados, y cada uno de ellos trató de beneficiarse, incluso en detrimento de los demás —aunque fueran sus propios aliados— y por encima de una situación de seguridad que entonces se veía aún más amenazada.

Las SA desfilan ante Hitler en Nuremberg, septiembre de 1934. © Wikimedia Commons

El año 1934 fue testigo de una disminución en el campo de las posibilidades y de un cierre de las opciones posibles para los dirigentes de las grandes potencias firmantes de los tratados de paz. Europa se vio envuelta en una dinámica que se hizo más abiertamente conflictiva como consecuencia del endurecimiento de las posiciones de las potencias llamadas «revisionistas», encabezadas por Berlín. Alemania estaba ahora dirigida por un movimiento político que no era sólo una forma exacerbada del revanchismo alemán, sino también un deseo de cambiar radical y definitivamente el orden político y social del mundo, cuya verdadera naturaleza aún escapa a muchos observadores y dirigentes de la época. La duplicidad y la ocultación de objetivos se convirtieron en una estrategia diplomática para desmarcarse del frente de potencias opuestas a la revisión de los tratados de paz. El apaciguamiento de Polonia por parte de Alemania para romper su aislamiento tras su salida de la Sociedad de Naciones, y el cambio de actitud hacia la URSS —que tranquilizó a Londres— fueron los principales ejemplos.

Aunque el equilibrio de poder militar seguía favoreciendo en gran medida a las potencias aliadas, esta opción ya no estaba sobre la mesa, como lo había estado a principios de los años veinte. En 1934 también se acentuaron las diferencias entre las principales democracias occidentales y sus aliados. Cada vez estaban más en desacuerdo sobre la naturaleza de la respuesta que había que dar a los desafíos del sistema internacional. A este respecto, la primera ruptura grave —que quedó sin respuesta y que significó la consecuencia del rompimiento de ese vínculo—  fue la remilitarización de Renania en marzo de 1936. Por otra parte, las potencias aliadas eran prisioneras del ordenamiento jurídico de un sistema internacional —el de la Sociedad de Naciones— que ellas habían hecho nacer y del que, por esa razón, no podían liberarse, a diferencia de las potencias revisionistas que pretendían primero debilitarlo y luego desmantelarlo, y cuya labor de socavarlo se veía facilitada por el hecho de que no tenían que cumplir ningún deber de solidaridad hacia terceros países.

Aunque la toma de conciencia de los actores contemporáneos llegó obviamente más tarde, 1934 puede considerarse un año “decisivo” y de “ruptura” en el sentido de que el cambio en el equilibrio de poder que se produjo reveló una poderosa dinámica que impulsó profundos cambios en el sistema internacional.

Notas al pie
  1. Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, París, Armand Colin, 1949, reeditado en 2011, p. 52.
  2. Sobre este tema, véase el número especial: «Y a-t-il des tournants historiques. 1905 y el nacionalismo», Mil neuf cent. Revue d’histoire intellectuelle, nº 19, 2011/1.
  3. Pierre Grosser, Pourquoi la Seconde Guerre mondiale?, Bruselas, éditions Complexe, 2004, reeditado en París, éditions Archipoche, 2022.
  4. François Cochet (dir.), Les guerres des années folles (1919-1925), París, Passés Composés, 2021; Isabelle Davion, Stanislas Jeannesson (dir.), Les traités de paix (1918-1923). La paix les uns contre les autres, París, Sorbonne Université Presses, 2023.
  5. Jean-Baptiste Duroselle, La décadence, 1932-1939, París, Imprimerie nationale, 1979.
  6. Paul Jankowski, Todos contra todos. L’hiver 1933 et les origines de la Seconde Guerre mondiale, París, Passés Composés, 2022.
  7. Stanislas Jeannesson, Poincaré, la France et la Rhur, 1922-1924, Estrasburgo, Presses universitaires de Strasbourg, 1998.
  8. Sylvain Schirmann, Les relations économiques et financières franco-allemandes, 1932-1939, Vincennes, Institut de la gestion publique et du développement économique, 1995, pp. 20-32.
  9. Vincent Touzé, «»Alemania pagará» (1918-1932). Chronologie d’un échec et essai d’analyse cliométrique contrefactuelle de l’impact générationnel des réparations allemandes», Revue de l’OFCE, vol. 171, n°1, 2021, pp. 279-310.
  10. Formada a principios de los años veinte como alianza antirrevisionista y antihúngara, a partir de mediados de la década la Pequeña Entente obtuvo el apoyo militar y político de Francia. Véase en particular Jean-Philippe Namont, «La Petite Entente, un moyen d’intégration de l’Europe centrale?», Bulletin de l’Institut Pierre Renouvin, vol. 30, no. 2, 2009, pp. 45-56; y Matthieu Boisdron, Gwendal Piégais, «Repenser la Petite Entente. Acteurs et pratiques d’une coalition du temps de paix», 20 & 21. Revue d’histoire, vol. 152, n°4, 2021, pp. 3-14.
  11. Anne-Sophie Nardelli-Malgrand, La rivalité franco-italienne en Europe balkanique et danubienne, de la Conférence de la Paix (1919) au Pacte à quatre (1933) : intérêts nationaux et représentations du système européen, tesis doctoral en Historia, bajo la dirección de Georges-Henri Soutou, Université Paris IV, 2011, pp. 745 y 827-830.
  12. La revuelta dejó 13 manifestantes muertos esa noche. También murió un policía. Véase Serge Berstein, Le 6 février 1934, París, Gallimard, 1975; y Pierre Pellissier, 6 février 1934, París, Perrin, 2000, pp. 320-321.
  13. Thomas Bausardo, «Au-delà de l’attentat de Marseille du 9 octobre 1934. La coopération antiterroriste franco-yougoslave durant l’entre-deux-guerres», 20 & 21. Revue d’histoire, vol. 152, n°4, 2021, pp. 61-71.
  14. Maurice Vaïsse, «Le pacifisme français dans les années trente», Relations internationales, nº 53, 1988, pp. 37-52.
  15. Matthieu Boisdron, «Le projet de pacte oriental (février 1934-mai 1935)», Guerres mondiales et conflits contemporains, vol. 220, nº 4, 2005, pp. 23-43. 220, nº 4, 2005, pp. 23-43.
  16. Sobre este aspecto, véase Isabelle Davion, Mon voisin, cet ennemi. La politique de sécurité française face aux relations polono-tchoslovaques entre 1919 et 1939, Berna, Peter Lang, 2009; Frédéric Dessberg, Le Triangle impossible. Les relations franco-soviétiques et le facteur polonais dans les questions de sécurité en Europe (1924-1935), Berna, Peter Lang, 2009; François Grumel-Jacquignon, La Yougoslavie dans la stratégie française de l’entre-deux-guerres, aux origines du mythe serbe en France, Berna, Peter Lang, 1999; Traian Sandu, Le système de sécurité français en Europe centrale-orientale. L’exemple roumain. 1919-1933, París, L’Harmattan, 1999.
  17. Ludovic Tournès, Les États-Unis et la Société des Nations (1914-1946). Le système international face à l’émergence d’une superpuissance, Berna, Peter Lang, 2016.
  18. Jean-Baptiste Duroselle, De Wilson à Roosevelt. Politique extérieure des États-Unis (1913-1945), París, Armand Colin, 1960, pp. 239-267.
  19. Sabine Dullin, Des hommes d’influences, les ambassadeurs de Staline en Europe 1930-1939, París, Payot, 2001.
  20. Jean-Baptiste Duroselle (dir.), Les relations germano-soviétiques de 1933 à 1939, París, Armand Colin, 1954; Mikhail Narinski, Elisabeth du Réau, Georges-Henri Soutou, Alexandre Tchoubarian (dir.), La France et l’URSS dans l’Europe des années 30, París, Presses de l’Université Paris Sorbonne, 2005.