Hace ciento diez años, la cristalización de una sucesión de crisis le daba un vuelco a Europa, y luego al mundo. El mundo que conocíamos en 1914 dejó de ser de repente el mundo que conocíamos en 1913.
¿Cómo explicar este giro? Para ver con claridad las macrocrisis, a veces necesitamos aumentar la escala de análisis, hasta el final del año. Para ayudarnos a pasar de 2023 a 2024, pedimos al historiador francés Pierre Grosser que encargue diez textos, uno por cada década, para estudiar y contextualizar puntos de inflexión más amplios. Primer episodio: 1913-1914.
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Cuando se acercaban las fiestas de 1913, Auguste Célestin Collard, comerciante de vinos en Reims, no podía imaginar que unos meses más tarde se encontraría en el frente, movilizado con el 332º regimiento de infantería, como millones de otros europeos1. ¿Hablaba con su esposa Félicie de las crisis internacionales que se habían convertido en un tema recurrente en los periódicos en los últimos años? ¿Qué sabía de los problemas internacionales de los Balcanes? Nunca lo sabremos. Lo único cierto es que no podía prever que la movilización del verano de 1914 desembocaría en una guerra de una magnitud sin precedentes, que provocaría la caída de cuatro imperios, mataría a nueve millones de personas y alteraría radicalmente las estructuras de las relaciones internacionales tal y como existían desde el siglo XVII.
El año 1914 ocupa un lugar único en la historia de las relaciones internacionales. Marcó el final de lo que el historiador británico Eric Hobsbawm describió como el largo siglo XIX2. Arraigada en los acontecimientos de los años precedentes, la crisis de julio de 1914 encarna la brutal transición que llevaría a Europa y al resto del mundo al siglo XX. La transición de 1913 a 1914 es rica en enseñanzas. Analizarla nos permite captar, en un breve espacio de tiempo, las cuestiones internacionales que definieron el fin de siglo. Nos permite observar la rápida transformación del sistema internacional en los años que precedieron al estallido de la guerra y cuestionar cierta concepción del conflicto como inevitable. Esta convicción se vio respaldada por la visión retrospectiva que surgió tras la guerra. Basta pensar en lo que escribió Paul Valéry en 1931: «Desde hace 40 años, Europa está suspendida a la espera de un conflicto que sabemos que será violento y de una magnitud sin precedentes. Ninguna nación puede estar segura de que no se verá implicada»3.
Interpretación de los orígenes de la guerra
A partir de la década de 1920, el examen de los orígenes del conflicto se centró en la cuestión de la responsabilidad. Este periodo se caracterizó por la publicación de documentos diplomáticos -que generalmente presentaban un corpus documental cuidadosamente seleccionado- y de memorias de los actores políticos y militares. El análisis se centra en la secuencia de acontecimientos y decisiones que condujeron a la guerra y, en el contexto altamente cargado del periodo, Alemania aparece como principal responsable del inicio de las hostilidades4. Durante un tiempo, la Segunda Guerra Mundial relegó el análisis de los orígenes de la guerra a los márgenes del análisis histórico. No fue hasta 1961, con la publicación deGriff nach der Weltmacht; die Kriegszielpolitik des kaiserlichen Deutschland, 1914/18 (Los objetivos de guerra de la Alemania imperial), del historiador alemán Fritz Fischer, cuando se revitalizó la historiografía de los orígenes de la guerra5. Las sucesivas obras de Fischer suscitaron una fuerte polémica al afirmar que Alemania había buscado la guerra en nombre de un proyecto imperialista. A pesar de las limitaciones de sus conclusiones, alimentaron la renovación de los estudios sobre los orígenes del conflicto. Posteriormente, gracias a la influencia del enfoque estructuralista, varios trabajos examinaron el lugar de los factores ideológicos, económicos e industriales en el contexto histórico que condujo a la guerra. También inspiraron a los politólogos en su búsqueda de un constructo teórico para conceptualizar el estallido de la guerra6.
Sin embargo, al observar la secuencia de decisiones o los factores estructurales, esos análisis hacen inevitable el estallido del conflicto. Así lo confirma un tópico frecuentemente utilizado para explicar el inicio de la Gran Guerra: la multiplicación de las crisis alimentó las tensiones estructurales que, como un largo crescendo, alcanzaron finalmente su punto álgido en julio de 1914.
En los últimos años, la investigación histórica ha desplazado el centro del análisis de las estructuras a los individuos7. Esta investigación propone un análisis multinacional que, basándose en el proceso de toma de decisiones, estudia las visiones a veces contrapuestas y específicas de los actores, así como su percepción del equilibrio internacional. Más concretamente, el análisis se centra en las cuatro potencias que protagonizaron los acontecimientos: Alemania, el Imperio Austrohúngaro, Rusia y, por último, Serbia8. El estallido de la Gran Guerra en agosto de 1914 fue el resultado de los riesgos asumidos como consecuencia de la ruptura de la cooperación internacional.
El contexto antes de 1913: el Concierto Europeo
El estallido de la guerra en 1914 puso fin a un siglo de paz en Europa. En 1815, el Tratado de Viena organizó el sistema internacional en torno al concepto de Concierto Europeo. Funcionaba de la siguiente manera: las grandes potencias eran colectivamente responsables de la estabilidad del sistema internacional; en caso de conflicto, el uso de la fuerza como instrumento de las relaciones internacionales implicaba la definición de objetivos precisos. Cuando éstos se alcanzan, comienzan las negociaciones de paz y el conflicto se resuelve mediante el arbitraje de una o varias de las grandes potencias. Por ejemplo, la guerra de Crimea terminó en 1856 con una solución negociada de las disputas entre los beligerantes, en particular Rusia y el Imperio Otomano. Al mismo tiempo, las grandes potencias controlaban las ambiciones internacionales de las potencias secundarias. En palabras de Carl Bouchard, la estabilidad del Concierto Europeo se basa en el hecho de que «la vitalidad del sistema internacional es proporcional a la capacidad de los actores para superar las crisis y restablecer así rápidamente un equilibrio que se ha visto momentáneamente alterado»9.
El Concierto Europeo se inscribe en una perspectiva que hace del uso de la fuerza -y por tanto de la guerra- una herramienta legítima para regular las relaciones internacionales. En consecuencia, cuando la diplomacia no consigue resolver un conflicto, el recurso a la guerra es legítimo. Como ejemplo, citemos lo que Luis XIV hizo grabar en sus cañones: ultima ratio regum, el último argumento del rey. En la segunda mitad del siglo XIX, el uso de la fuerza volvió al primer plano de las relaciones internacionales. Desde la perspectiva de los responsables europeos, el uso de la fuerza y el derecho a declarar la guerra eran elementos clave de la soberanía de los Estados. Las dos conferencias internacionales celebradas en La Haya en 1899 y 1907 así lo reflejaron. El objetivo de esas conferencias no era evitar la guerra, sino contener y limitar el uso de la fuerza en la guerra10. A lo largo del siglo XIX, las relaciones entre las grandes potencias se caracterizaron por un delicado equilibrio entre la promoción de los intereses nacionales y la moderación de los objetivos. Los responsables políticos eran conscientes de que la guerra corría el riesgo de ser el corolario de cualquier gran fracaso diplomático11.
El final del siglo XIX fue testigo del debilitamiento de este sistema. En 1888, Alemania, bajo el liderazgo de su nuevo emperador Guillermo II, trastocó el sistema existente. El emperador consideró que Alemania era ahora lo suficientemente poderosa como para liberarse del sistema, arrastrando consigo a las demás grandes potencias. El aislamiento voluntario de Alemania condujo a la creación de dos sistemas de alianzas a partir de 1898. Alemania, el Imperio Austrohúngaro e Italia, por un lado, y Francia, Rusia y Gran Bretaña, por otro. El primer sistema de alianzas, la Triple Alianza, fue un legado del sistema diplomático construido por el canciller alemán Otto von Bismarck para mantener aislada a Francia tras su derrota en 187112. El segundo sistema de alianzas, la Triple Entente, nació en 1907 tras un largo proceso diplomático. Comenzó en la década de 1880 con el acercamiento económico entre Francia y Rusia y, en 1892, con acuerdos militares entre ambos países. En 1904, la relajación de las relaciones entre Francia y Gran Bretaña, gracias a la resolución de sus disputas coloniales, condujo a la firma de la Entente Cordial. Esto supuso un giro diplomático importante para los dos países, pues puso fin a un siglo de antagonismo recurrente. Sin embargo, esta reconciliación no constituye una alianza militar formal. El principal objetivo del acercamiento era iniciar conversaciones técnicas sobre la ayuda militar y naval que Gran Bretaña podría proporcionar a Francia en caso de conflicto con Alemania. En agosto de 1907, tras la resolución de su rivalidad imperial en Asia, Gran Bretaña y Rusia unieron sus fuerzas diplomáticas para formar la Triple Entente con Francia. Ya se tratara de la Triple Alianza o de la Triple Entente, estas organizaciones eran esencialmente alianzas defensivas y su funcionamiento evolucionó hasta 1914. Las alianzas eran fluidas y su puesta en práctica no era automática: era el resultado de negociaciones entre las potencias.
La transformación resultante es significativa, ya que la capacidad para gestionar los intereses nacionales y regular las crisis internacionales es cada vez más compleja y, sobre todo, menos flexible. El mantenimiento de la cohesión de los sistemas de alianzas se está superponiendo gradualmente a la estabilidad general del sistema internacional. Al mismo tiempo, aunque la fuerza seguía siendo un medio legítimo de regular las relaciones internacionales, la composición de los ejércitos estaba cambiando a finales del siglo XIX. La movilización de masas y las transferencias tecnológicas derivadas de la industrialización modificaron la naturaleza de las fuerzas militares, tanto cuantitativa como cualitativamente. En caso de conflicto, era probable que se enfrentaran ejércitos con números imponentes y una potencia de fuego sin precedentes. Además, el desarrollo y la densificación de las redes ferroviarias aceleraron el ritmo de las maniobras militares.
1913: un equilibrio precario
En retrospectiva, el periodo 1913-1914 revela los profundos cambios que trastornaron el sistema en el que se habían basado hasta entonces las relaciones internacionales. El año 1913 representó un delicado punto de equilibrio, con el Concierto europeo minado por una serie de crisis que habían comenzado en 1911.
Lo que la historiografía ha calificado de segunda crisis marroquí se explica por el deterioro de la cohesión del Imperio Otomano. En abril de 1911, Francia, que ya estaba presente en Marruecos, aprovechó los disturbios internos para extender su influencia sobre el país y, al igual que Gran Bretaña en Egipto, establecer un protectorado. Alemania, en respuesta a la presión de grupos imperialistas y nacionalistas, envió una cañonera a Agadir el 1 de julio como forma de protesta; esta acción contravenía un acuerdo internacional de 1909 que prohibía la presencia de fuerzas militares en Marruecos, con la excepción de tropas francesas y españolas. La tensión aumentó y el envío de la cañonera alemana se consideró una provocación y una amenaza para Francia. A pesar de los intentos franceses de conciliación, el clima era belicoso a ambos lados del Rin: la guerra era posible. Para sorpresa de Alemania, Gran Bretaña afirmó su apoyo incondicional a Francia, a pesar del riesgo de guerra. La intervención británica obligó a Berlín a dar marcha atrás. La crisis se calmó y se negoció un pacto. A cambio del establecimiento del protectorado francés en Marruecos, Alemania obtuvo una compensación territorial en el África ecuatorial. Sin embargo, nadie quedó satisfecho con el resultado de la crisis marroquí. Los intentos de apaciguamiento entre Alemania y Gran Bretaña fueron en vano. La amenaza de guerra llevó a las grandes potencias europeas a reforzar sus dispositivos militares, incluyendo la revisión de los planes militares, el aumento de los efectivos y la densificación de las redes ferroviarias hasta las fronteras.
La intervención británica en la crisis marroquí pareció consolidar la incipiente alianza militar entre Gran Bretaña, Rusia y Francia. En Alemania crecía el temor a un cerco imperial, en el que sus fuerzas militares se verían atrapadas en un movimiento de pinza entre Francia y Rusia. Este temor explica el plan de guerra alemán propuesto en 1891 por el general prusiano Alfred von Schlieffen. Las tropas alemanas atacarían inicialmente Francia, aprovechando la lentitud del proceso de movilización ruso, antes de avanzar hacia el este para golpear a Rusia. En estas circunstancias, la rapidez de ejecución es esencial y no puede sufrir ningún contratiempo.
Dicho esto, la consecuencia más importante de la crisis marroquí fue sin duda el debilitamiento del Imperio Otomano. Pone de relieve la importancia del área geopolítica otomana, que hasta entonces había desempeñado un papel estabilizador en los Balcanes y el norte de África. Sin embargo, desde finales del siglo XIX, las tensiones internas del imperio lo han convertido en un coloso con pies de barro, cuyos componentes codician las grandes potencias.
En este contexto, Italia, que había llegado tarde a la carrera por las colonias, decidió en septiembre de 1911 crear su propio protectorado en Tripolitania, sin consultar a sus aliados alemanes y austriacos. La decisión de Italia tuvo consecuencias de gran alcance y reflejó el deterioro del concierto europeo13. Los responsables italianos eran conscientes de que la invasión de Tripolitania podía debilitar al Imperio Otomano y repercutir en sus regiones balcánicas, donde su autoridad era cuestionada. Las Grandes Potencias fueron incapaces de moderar las intenciones italianas, que se vieron amplificadas por la inesperada resistencia de las tropas otomanas. La imposición de un protectorado sobre Tripolitania se convirtió en una anexión de la región, a la que se añadió Cirenaica. Las presiones británicas, rusas y austriacas desembocaron en el Tratado de Lausana, firmado el 18 de octubre de 1912, que confirmaba la victoria italiana. El acuerdo dio a Italia un punto de apoyo en el norte de África y demostró la decadencia del Imperio Otomano.
El debilitamiento del Imperio Otomano en el norte de África tuvo repercusiones en los Balcanes. Desde 1909, los Estados balcánicos emprendieron una política de desafío a la autoridad otomana. La conquista italiana de Tripolitania aceleró la formación en 1912 de la Liga Balcánica -integrada por Bulgaria, Serbia, Grecia y Montenegro- bajo los auspicios de Rusia. A pesar de los intentos de moderación de Francia y Rusia, la Liga buscó el conflicto con el Imperio Otomano. Sus miembros lanzaron un ultimátum a Turquía el 13 de octubre. Ante el desafío a su autoridad en la región, Turquía declaró la guerra el 17 de octubre. El conflicto duró varias semanas y fue extremadamente violento. Se cometieron numerosas atrocidades contra la población civil. Francia, Alemania y Gran Bretaña querían alcanzar una paz rápida para evitar la intervención de Austria en el conflicto. El Tratado de Londres, firmado en mayo de 1913, impuso una paz precaria. Las turbulencias regionales tuvieron consecuencias de gran alcance: las aspiraciones nacionalistas de las poblaciones balcánicas, la codicia de las potencias regionales y, sobre todo, la presencia de intereses rusos y austriacos en la región podían tener una cascada de repercusiones que afectarían a las ya inestables relaciones entre las potencias europeas.
Más allá de los intereses específicos de los miembros de la Liga, el conflicto sacudió el Concierto Europeo y la estabilidad del sistema internacional. El papel estabilizador del Imperio Otomano en los Balcanes quedó en entredicho. Turquía se interponía en el control ruso de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos. La exclusión del poder otomano en los Balcanes supuso el choque de intereses entre los imperios austrohúngaro y ruso. Desde finales del siglo XIX, ambas potencias codiciaban la región como zona de influencia. Para Rusia, la presencia de poblaciones eslavas -en Serbia, entre otros lugares- suponía un relevo de su influencia en la región. Por otro lado, Austria consideraba necesario controlar esta zona para contener el nacionalismo eslavo, que corría el riesgo de avivar las llamas de la independencia dentro de su imperio. Más concretamente, deseaba mantener a raya las ambiciones territoriales de una joven nación surgida de la desintegración inicial del Imperio Otomano a finales del siglo XIX: Serbia. Serbia quería convertirse en una potencia regional y poner bajo su égida a las poblaciones eslavas de los Balcanes; tenía la mira puesta en la provincia austriaca de Bosnia, que contaba con una gran población eslava. La lucha por la influencia entre Austria y Serbia va más allá del contexto regional. Rusia, potencia tutelar de Serbia, compartía la opinión de Austria de que esta zona era vital para sus intereses.
Sin embargo, el tratado de paz firmado en Londres era frágil y el acuerdo no satisfizo a los miembros de la Liga Balcánica. Bulgaria y Serbia no lograron ponerse de acuerdo sobre el destino de Macedonia y la guerra estalló de nuevo entre los antiguos aliados el 29 de junio de 1913. Los resultados para Bulgaria fueron catastróficos, ya que perdió gran parte de lo ganado durante la primera fase del conflicto en favor de Serbia, que vio crecer su influencia en la región. El Tratado de Bucarest, firmado el 10 de agosto de 1913, puso fin a la segunda fase del conflicto. Confirmó el estatus de Serbia como potencia regional. Las repercusiones en el sistema internacional fueron considerables. Por un lado, las guerras balcánicas demostraron el papel perturbador de los pequeños Estados, difíciles de controlar por las grandes potencias tradicionales. En segundo lugar, los tratados de paz firmados tras las dos guerras balcánicas no estabilizaron la región ni las relaciones entre Rusia y Austria. Por último, los tratados diluyeron la influencia austriaca en los Balcanes. Austria temía los efectos del creciente poder de Serbia en sus provincias, especialmente en Bosnia-Herzegovina. El aparente debilitamiento de Austria repercutió en su alianza con Alemania. Berlín, calibrando su equilibrio de poder con Rusia, temía el debilitamiento de su aliado austriaco.
Una última crisis sacudió los Balcanes en otoño de 1913, cuando Serbia alentó un levantamiento en Albania. Temiendo que su provincia bosnia fuera el próximo objetivo, Viena lanzó un ultimátum y obligó a Belgrado a dar marcha atrás. Este incidente puede parecer anecdótico, pero en ese momento Austria se estaba distanciando del Concierto Europeo y actuaba sin consultar a las grandes potencias. Ahora estaba decidida a frenar las ansias de poder de Serbia.
Sin embargo, en Berlín, Londres y París, los responsables adoptaron públicamente discursos pacifistas afirmando que el objetivo primordial de su política exterior era mantener la paz en Europa: sólo una guerra defensiva justificaba el uso de la fuerza14. El discurso del canciller alemán Bethmann Hollweg ante el Reichstag en abril de 1913 es revelador. En el marco de los debates parlamentarios sobre el aumento de los efectivos militares, afirmó que era necesario garantizar la paz y asegurar la seguridad de Alemania. Reconoció el deseo de paz de sus oponentes, pero reiteró que la guerra seguía siendo el último recurso. Francia respondió en agosto de 1913, a costa de intensas tensiones políticas y sociales, con la ley de los tres años: prolongaba un año el servicio militar y, al igual que Alemania, aumentaba el número de soldados movilizables en nombre de la seguridad y la paz15.
El final de 1913 demostró que el Concierto Europeo luchaba por estabilizar y controlar el equilibrio internacional. La situación era paradójica. Desde el exterior, ciudadanos, periodistas y otros observadores tenían la impresión de que el Concierto Europeo funcionaba. A pesar de su proliferación, las crisis seguían contenidas. Dentro de las cancillerías, sin embargo, la situación era más ambigua. Los responsables políticos confiaban menos en la eficacia del sistema, al tiempo que se sentían amenazados por sus adversarios. Esto refuerza la importancia de los sistemas de alianzas como principal fuente de su seguridad.
El año 1914
El comienzo de 1914 encarnó esta paradoja. Las crisis de los años anteriores habían demostrado que, a pesar de la retórica marcial, las disputas entre las grandes potencias podían resolverse diplomáticamente. A pesar de las crisis, no hubo movilización de sus fuerzas militares. Incluso la rivalidad naval entre Alemania y Gran Bretaña, que había alimentado las tensiones entre ambos países desde principios de siglo, estaba en vías de recuperación. En estas circunstancias, el diplomático británico Sir Arthur Nicolson consideró que el sistema internacional se había consolidado16. El apaciguamiento parecía imponerse. En enero de 1914, para destacar la cooperación económica franco-alemana en Turquía, el presidente Raymond Poincaré cenó en la embajada alemana en París. Una primicia en 40 años. Sin embargo, las potencias europeas prosiguieron sus preparativos militares y, en algunos casos, precisaron la naturaleza de su colaboración en caso de conflicto. Tanto en Alemania como en Austria-Hungría, Francia, Rusia o Gran Bretaña, los responsables políticos y militares estaban convencidos de llevar a cabo una política exterior defensiva. A partir de entonces, cualquier cambio en el equilibrio de poder en Europa se consideraba, sobre todo para Alemania, Austria y Rusia, una cuestión existencial que amenazaba su supervivencia. En el inestable equilibrio de poder de principios de 1914, la defensa de los intereses nacionales primó sobre la preservación del Concierto Europeo y la estabilidad del sistema internacional.
La muerte del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, a manos de un nacionalista bosnio, parecía ser un punto de inflexión entre la preservación del Concierto Europeo y la consolidación de las alianzas. Lo que en un principio se consideró una noticia exótica suscitó poca preocupación en las capitales europeas por las consecuencias del atentado. A pesar de los rumores, había pocas pruebas de la implicación del gobierno serbio. Sin embargo, el ataque del 28 de junio abrió una ventana de oportunidad para Austria. A la luz de los acontecimientos de 1913, Viena quería aprovechar la situación para contener la influencia serbia en Bosnia mediante una guerra regional. Anteriormente, Alemania había intentado frenar la actitud belicosa de Austria hacia Serbia. Ya no era el caso. El 6 de julio, Alemania informó formalmente a su aliado de su apoyo incondicional. El 23 de julio se envió un ultimátum a Serbia, aprovechando la ausencia del presidente francés y su primer ministro de visita en Rusia. Los responsables alemanes hicieron una apuesta importante. Conscientes del peligro de una intervención rusa en apoyo de Serbia, aceptaron el riesgo de prolongar la guerra. Por un lado, si Austria actuaba con rapidez, Rusia se encontraría con un hecho consumado y no podría reaccionar. Por otro lado, si Rusia entraba en guerra contra Austria, Alemania acudiría en ayuda de su aliado. Esta decisión estuvo motivada por dos factores: el temor a ver debilitado de nuevo a su aliado austriaco y el análisis del Estado Mayor sobre las condiciones de la guerra con Rusia. Los militares alemanes consideraban que el rearme y la modernización del ejército ruso corrían el riesgo de colocar a Alemania en una posición de debilidad frente a Rusia a partir de 1917. Según los responsables alemanes, si iba a haber una guerra europea, era mejor ahora que más tarde. La evidencia era inequívoca. Al optar por ganancias a corto plazo y aceptar el riesgo de una guerra generalizada, los aliados austro-alemanes estaban inclinando la balanza internacional hacia un enfrentamiento generalizado entre las grandes potencias europeas.
El 23 de julio, la entrega del ultimátum a Serbia causó estupor. El 24 de julio, Alemania anunció que la crisis era un asunto austro-serbio. Esta declaración fue un mensaje apenas velado a Rusia para que se mantuviera al margen del conflicto austro-serbio. Sin importarle la conciliación de Serbia, Austria decidió que no cumplía las exigencias del ultimátum y declaró la guerra a Serbia el 28 de julio de 1914. Gran Bretaña intentó organizar una conferencia internacional, pero Alemania y Austria se opusieron. Belgrado fue bombardeada el 29 de julio. En tales circunstancias, San Petersburgo no podía abandonar a un aliado eslavo en los Balcanes: estaban en juego su credibilidad en la alianza con Francia y Gran Bretaña y el equilibrio de poder con Viena y Berlín. Tras informar a Austria que podría restringir su intervención si se relajaban las condiciones del ultimátum a Serbia, Rusia inició su proceso de movilización el 30 de julio. A su vez, corría el riesgo de movilizar al ejército alemán. A partir de entonces, los preparativos militares primaron sobre la diplomacia. El 1 de agosto, Alemania declaró la guerra a Rusia y movilizó su ejército. El 3 de agosto, declaró la guerra a Francia. Desde el momento en que Rusia empezó a movilizar su ejército, la entrada de Alemania en la guerra era una certeza. La guerra en dos frentes, contra Francia y Rusia, exigía la aplicación inmediata de su plan militar.
Cuando estalló la guerra, los pueblos de Europa quedaron estupefactos. Jean Guéhenno lo explica retrospectivamente: «Teníamos 20 años. Era un mes de julio despejado y el sol brillaba en toda Europa. Todo parecía preparado para nuestro triunfo. Nuestros pensamientos, como la tierra, estaban madurando. Aún no sabíamos cómo vivir, pero estábamos viviendo. Y de repente estalló la guerra, porque un archiduque austriaco, cuyo nombre ya nadie conoce, había sido asesinado en Sarajevo”17. En pocos días, millones de hombres se movilizaron, entre ellos Auguste Célestin Collard, y se dirigieron a las fronteras.
En agosto de 1914, la guerra era evitable. Era el resultado de decisiones voluntarias tomadas en Viena, Berlín, Moscú y París. La transición de 1913 a 1914 fue crucial en este contexto: durante ese periodo, tres potencias asumieron el riesgo de abandonar el sistema del Concierto Europeo. Austria, Alemania y Rusia se negaron a comprometerse en la gestión a largo plazo de las tensiones balcánicas y a subordinar la crisis de junio de 1914 a la estabilidad del sistema internacional. Por consiguiente, los acontecimientos de julio de 1914 deben analizarse desde la perspectiva del sistema de alianzas en el que tuvieron lugar. Al centrar el análisis en la transformación del equilibrio de poder dentro de su alianza, Alemania, Rusia y Austria minimizaron los efectos de sus acciones sobre el equilibrio global del sistema internacional. La sucesión de crisis no acentúa las tensiones, ya que éstas se resuelven mediante la negociación y el compromiso. Sin embargo, la transición de 1913 a 1914 demuestra que los responsables dudaban entre recurrir al Concierto Europeo o asumir riesgos para obtener beneficios a corto plazo. Se prefirió la segunda opción. El Concierto Europeo perduró un siglo.
Las primeras batallas de 1914 relegaron a un segundo plano las cuestiones que estaban en el origen de la guerra. Las pérdidas humanas fueron tan grandes que a finales de septiembre se contaban por centenares de miles. En estas condiciones, se produjo una transformación radical de las relaciones internacionales: la fuerza, y por tanto la guerra, dejó de considerarse un medio legítimo de regular las relaciones internacionales. ¿Cómo justificar el sacrificio de millones de individuos en nombre de conceptos abstractos como el equilibrio de poder o el Concierto Europeo? En palabras de Raymond Aron, los ciudadanos de los países beligerantes constatan que «hay, pues, una especie de contradicción interna en el mundo de las relaciones interestatales, en la medida en que a menudo existe una aparente desproporción entre el papel que desempeñan los individuos y las consecuencias de sus actos»18.
El ejemplo de Auguste Célestin Collard, mencionado al principio de este texto, da fe de ello. Al principio del conflicto, cuando fue movilizado, su familia tuvo que huir de su casa de la calle Gambetta en Reims, a dos pasos de la catedral. La ciudad quedó bajo el fuego de los cañones enemigos hasta el final de la guerra. Su casa fue una de las 300 mil casas francesas destruidas durante la guerra19. Auguste Célestin Collard también es tristemente representativo de los 1 350 000 franceses declarados «muertos por Francia» durante el conflicto20. Murió el 25 de agosto de 191721. Dejó huérfana a su hija Suzanne, una de los 721 mil pupilos de la nación adoptados por el Estado francés al final de la guerra22.
Notas al pie
- Registro de matrícula, «Auguste Célestin Collard», Archivos departamentales de la Marne, 1R1317.
- Eric Hobsbawm, La era del imperio, 1875-1914, España, Crítica, 2007 [1987].
- Paul Valéry, Regards sur le monde actuel, París, Librairie Stock, 1931, p. 195.
- Jacques Droz, Les causes de la Première Guerre mondiale. Essai d’historiographie, París, Seuil, 1978 [1973], pp. 11-51; Pierre Renouvin, Les origines immédiates de la guerre, 28 juin – 4 août 1914, París, Alfred Coste, 1925.
- Fritz Fischer, Griff nach der Weltmacht; die Kriegszielpolitik des kaiserlichen Deutschland, 1914/18, Dusseldorf, Droste, 1961.
- Ver, Kenneth Waltz, Theory of International Politics, Nueva York, McGraw-Hill, 1979.
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