¿Cómo explicar un punto de inflexión? Para ver con claridad las macrocrisis, a veces necesitamos aumentar la escala de análisis, hasta el final del año. Para ayudarnos a pasar de 2023 a 2024, pedimos al historiador francés Pierre Grosser que encargue diez textos, uno por cada década, para estudiar y contextualizar puntos de inflexión más amplios. En este último episodio de la serie, Frédéric Charillon profundiza en las desilusiones del punto de inflexión de 1993-1994.

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Fue hace 30 años. Las certezas se habían evaporado. Durante casi medio siglo, actores y observadores de las relaciones internacionales habían pensado en el mundo a través del prisma de una bipolaridad que desapareció en el espacio de unos meses, entre noviembre de 1989 y diciembre de 1991. Elegido en noviembre de 1992, Bill Clinton tomó posesión del cargo en enero siguiente. A sus 46 años, era el primer presidente estadounidense de la posguerra fría y, sobre todo, el primero nacido después de la Segunda Guerra Mundial. La nueva Federación Rusa había perdido casi el 25% de su territorio y el 50% de su población frente a la antigua Unión Soviética. En Europa, la Comunidad Europea se transformaba en Unión en un intento de adaptarse a las convulsiones en curso. La Alemania reunificada se convierte en el nuevo centro de gravedad geográfico del continente. ¿En qué se convertirían Asia, África, Medio Oriente, el Mediterráneo y Sudamérica sin la Guerra Fría?

La transición de 1993 a 1994 estuvo llena de esperanzas, pero también de preocupaciones e interrogantes. Ni el futuro del sistema internacional ni el de las grandes potencias estaba claro. La nueva era posbipolar había sido inaugurada por grandes conflictos. La guerra de Kuwait en 1991 movilizó a una coalición victoriosa de más de 900 mil hombres, liderada por Estados Unidos contra el Irak de Sadam Husein en nombre del derecho internacional, y que incluía a países árabes desde Marruecos hasta Arabia Saudita e incluso Siria. Sin embargo, el líder iraquí permaneció en el poder y se le permitió reprimir despiadadamente tanto a los kurdos del norte como a los chiíes del sur. ¿Qué era ese nuevo mundo? 

¿En qué se convertirían Asia, África, Medio Oriente, el Mediterráneo y Sudamérica sin la Guerra Fría?

FRÉDÉRIC CHARILLON

En 1990, mucho antes de Internet, una importante obra, Turbulence in World Politics, del politólogo estadounidense James Rosenau, predecía unas nuevas relaciones internacionales compuestas por vientos en contra, arbitradas por ciudadanos cada vez más competentes y críticos. El autor nos advertía que ya no debíamos intentar describir el mundo en términos de una única ecuación, como «bipolaridad» o «unipolaridad». En su lugar, debíamos reconocer el desorden, la «turbulencia». Estados como Checoslovaquia, Yugoslavia y, por supuesto, la URSS se desintegraron. Otros, como Yemen y Alemania, se reunificaron. Los sistemas políticos autoritarios pudieron ser derribados, como el comunismo en Europa del Este. Algunos, por último, pudieron mantenerse mediante la represión, como en Pekín tras las manifestaciones de la plaza de Tiananmen.

La noche del 31 de diciembre de 1993, el mundo parecía haber perdido la brújula. El año 1994 no traería más puntos de referencia. 

Esperanzas efímeras 

¿Debíamos ser optimistas o pesimistas a finales de 1993? Ese año fue el de la esperanza de paz israelo-palestina en Medio Oriente, y el de la publicación del artículo de Samuel Huntington (en la revista Foreign Affairs) que anunciaba guerras entre culturas y civilizaciones («¿Un choque de civilizaciones?»). También fue el año en que se concedió el Premio Nobel de la Paz al presidente sudafricano Frederik de Klerk y al líder del CNA Nelson Mandela (que llegó a ser presidente de Sudáfrica en 1994) por su contribución al fin del apartheid, pero también fue el año en que comenzó la primera guerra civil en el Congo.

Empecemos por las esperanzas de paz y estabilidad. El avance más espectacular de 1993 fue sin duda el apretón de manos entre el primer ministro israelí Yitzhak Rabin y el líder palestino Yasser Arafat en el jardín de la Casa Blanca con el presidente estadounidense Bill Clinton el 13 de septiembre. En paralelo a la conferencia de Madrid de 1991 sobre un proceso de paz en Medio Oriente, se celebraron conversaciones confidenciales entre israelíes y palestinos en la capital noruega de Oslo. Todos esos esfuerzos culminaron con la tranquilizadora imagen del 13 de septiembre y el inicio de un proceso que, como sabemos, tenía como objetivo la entrega gradual de territorios a una nueva Autoridad Palestina, en Gaza y Cisjordania. El 4 de mayo de 1994, el llamado acuerdo de Jericó-Gaza otorgó a dicha Autoridad nuevos poderes, aunque limitados. Asimismo, el 26 de octubre de 1994 se firmó un tratado de paz israelo-jordano (los acuerdos de Wadi Araba) entre Israel y Jordania, que supuso la segunda normalización de relaciones entre Israel y un Estado árabe, tras la paz israelo-egipcia de 1978. Podíamos imaginar entonces un Medio Oriente y un Mediterráneo en paz. Incluso podíamos soñar con una zona de prosperidad compartida en torno a un Tratado de Libre Comercio de Medio Oriente, apoyado económica y políticamente por los países occidentales y, en particular, por la nueva Unión Europea.

El Presidente estadounidense Bill Clinton y el Presidente ruso Boris Yeltsin discuten sobre las formas de consolidar la democracia en la antigua Unión Soviética durante su histórica cumbre en Vancouver, Columbia Británica, Canadá. © Casa Blanca vía CNP Photo vía Newscom

En otros lugares, la integración regional avanzaba, y con ella la esperanza de estabilización, acompañada de la lógica de la prosperidad compartida. Tras el fin del comunismo en Europa y la perspectiva de integrar a nuevos miembros de Europa Central y Oriental en el Mercado Común, las instituciones europeas debían preparar tanto la ampliación como la consolidación de sus mecanismos conjuntos de toma de decisiones (o «profundización»). El 1 de noviembre de 1993, la Comunidad Económica Europea (junto con las otras dos Comunidades, la Comunidad del Carbón y del Acero (CECA) y la Comunidad de la Energía Atómica (CEEA)) se convirtió en la Unión Europea, marcando la entrada en vigor del Tratado de Maastricht firmado en febrero de 1992, que se basaba en tres pilares: las Comunidades Europeas, la Política Exterior y de Seguridad Común y la cooperación policial y judicial. No era sólo la esperanza de una Europa reunificada y más tranquila tras la Guerra Fría, sino también la de una «Europa poderosa», un nuevo actor estratégico internacional capaz de contribuir a la paz mundial. Al otro lado del Atlántico, las negociaciones sobre un Tratado de Libre Comercio de América del Norte desembocaron en la entrada en vigor del TLCAN el 1 de enero de 1994, creando otra enorme zona de libre comercio en torno a Estados Unidos, Canadá y México. Al sur del continente, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay firmaron en diciembre de 1994 un protocolo que establecía las reglas del futuro Mercosur.

No era sólo la esperanza de una Europa reunificada y más tranquila tras la Guerra Fría, sino también la de una «Europa poderosa», un nuevo actor estratégico internacional capaz de contribuir a la paz mundial. 

FRÉDÉRIC CHARILLON

La esperanza de un «mundo feliz» se apoderó de las cancillerías. El diálogo entre la nueva Federación Rusa y la OTAN fue un poderoso símbolo de ello. La luz verde que dio la moribunda URSS en 1991 a la coalición contra Irak (a pesar de haber sido aliada en el pasado) había suscitado la esperanza de un «mundo de la ONU», en el que el Consejo de Seguridad ya no se vería obstaculizado por la rivalidad sistemática entre superpotencias. Tras la creación del Consejo de Asociación Euroatlántico en 1991, Rusia se unió a la Asociación para la Paz en 1994. El Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START) entre Estados Unidos y la Unión Soviética, firmado en 1991, entró en vigor el 5 de diciembre de 1994. Ya en 1993 comenzaron las negociaciones sobre un tratado START II (que entró en vigor en 2001). El nuevo presidente ruso, Boris Yeltsin, que se había opuesto al regreso de los comunistas a Moscú en 1991, congenió claramente con el presidente estadounidense Clinton. Su personalidad afable atrajo a Occidente y lo tranquilizó sobre el futuro de un mundo amenazado durante mucho tiempo por la guerra nuclear. Moscú llegó incluso a firmar un Acuerdo de Asociación y Cooperación con la Unión Europea en Corfú, en junio de 1994. 

Gracias a los esfuerzos franco-alemanes, Europa también pudo felicitarse por las iniciativas para proteger a las minorías nacionales y fomentar la cooperación regional en Europa Central y Oriental. Un Pacto de Estabilidad para Europa, propuesto por el primer ministro francés Edouard Balladur (julio de 1994), fomentaba el respeto de las fronteras y el diálogo entre Estados y minorías. En 1995 lo firmaron en París 52 países. Un Convenio Marco para la Protección de las Minorías Nacionales, elaborado a instancias del ministro alemán de Asuntos Exteriores, Klaus Kinkel, fue un paso en la misma dirección (adoptado en noviembre de 1994). Con todo ello se pretendía allanar el camino para la ampliación de la Unión Europea a los países de Europa Central y Oriental que habían salido del comunismo.

También se esperaba someter al mundo al imperio de la ley y poner fin a siglos de teoría política que distinguían entre sistemas políticos nacionales ordenados por la autoridad de un poder estatal legítimo y la jungla de las relaciones internacionales, esencialmente anárquicas y regidas únicamente por la ley del más fuerte. El 25 de mayo de 1993 se creó el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY, Resolución 827 de la ONU) para procesar y juzgar a los responsables de violaciones del derecho humanitario en la ex Yugoslavia. Mucho después de los tribunales de Nuremberg y Tokio que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, se esperaba establecer una justicia internacional para castigar a los disidentes.

Sin embargo, esas perspectivas adolecían de dos graves debilidades: eran ingenuas y pretenciosas. Ingenuas porque los procesos lanzados entonces eran optimistas, como las especulaciones intelectuales sobre un «mundo feliz» o el «fin de la historia», por utilizar el título del famoso libro de Francis Fukuyama. Como sabemos, el proceso israelo-palestino no sobrevivió al asesinato del primer ministro Itzhak Rabin en 1995. El acuerdo firmado por la administración estadounidense en Ginebra con Pyongyang en 1994 para poner fin al programa nuclear de Corea del Norte tampoco cumplió sus promesas. Desde el 24 de febrero de 2022, conocemos el valor que tiene para Vladimir Putin el Memorándum de Budapest firmado el 5 de diciembre de 1994 (Bielorrusia, Kazajstán, Ucrania, Estados Unidos, Reino Unido y Rusia), que garantizaba la integridad territorial y la seguridad de las antiguas Repúblicas Socialistas Soviéticas (RSS), incluida Ucrania, a cambio de que ratificaran el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (TNP), es decir, la entrega a Moscú de las armas nucleares desplegadas en su territorio.

En segundo lugar, la pretensión, porque muchos análisis occidentales de la evolución de las relaciones internacionales se basaban en el supuesto de que el resto del mundo quería parecerse a Occidente; que los alemanes del Este llorarían de alegría al verse subsumidos en la Alemania liberal tras la reunificación; que el Sur esperaba con impaciencia y gratitud las recomendaciones y directrices de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial; que el «buen gobierno» liberal sólo haría felices a los pueblos, a pesar de la brutalidad -inevitable al principio- de sus métodos económicos; que inmensas civilizaciones con historias tan ricas como la rusa, la china o la iraní también deseaban fervientemente parecerse a las sociedades occidentales; que una vez desaparecida la bipolaridad, la mayoría de los conflictos en el Sur morirían por sí solos, ya que no eran más que reflejos de una dinámica de enfrentamiento entre Moscú y Washington, enfrentamiento que ya había terminado después de que Estados Unidos hubiera ganado brillantemente la Guerra Fría, hecho que sus antiguos adversarios reconocieron sin duda alguna, con la cabeza gacha. Todo eso debería haber sido risible. Pero tales reflexiones se tomaron en serio.

El cielo se oscurece

En realidad, los primeros signos de tensión y disfunción del nuevo sistema internacional ya estaban presentes en 1993. 

En primer lugar, estaba claro que las expectativas generadas por el anuncio de una nueva «potencia europea» se verían defraudadas. En 1993, el politólogo Christopher Hill lo anunciaba en el Journal of Common Market Studies, en un artículo con un título evocador: «The Capability-Expectations Gap, or Conceptualizing Europe’s International Role»1. Europa, profetizaba, no tendría los medios para cumplir sus ambiciones ni, sobre todo, para satisfacer las esperanzas depositadas en ella tras el anuncio de sus sueños estratégicos. Al comienzo de la explosión de la antigua Yugoslavia, el ministro de Asuntos Exteriores luxemburgués, Jacques Poos, pudo haber anunciado en 1991 que «había llegado la hora de Europa», pero en 1993 y 1994 lo que se vio fue la impotencia de Europa, tanto en los Balcanes como en Medio Oriente. Es cierto que los europeos consiguieron evitar graves tensiones entre ellos. Alemania y Francia, enfrentadas por el reconocimiento de la independencia de Eslovenia y Croacia, no pasaron de algunos enfados y muecas. Si recordamos las consecuencias de los desacuerdos franco-alemanes sobre los Balcanes en el pasado, el resultado era inesperado, pero insuficiente para convertir a Europa en un verdadero actor estratégico de calibre mundial. En Medio Oriente, a medida que se intentaba trazar el futuro de la región tras los acuerdos del 13 de septiembre de 1993, también quedó claro que Europa era, en el mejor de los casos, un acompañante verbal o un donante, tal vez un espectador en un asiento lejano, pero desde luego no un actor importante de lo que ocurría en su entorno estratégico inmediato.

Sobre todo, los conflictos de los Balcanes revelaron atrocidades que se creían imposibles en la era de los canales de noticias mundiales y las imágenes por satélite. Medio siglo después del «nunca más» de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, los europeos se mostraron incapaces de evitar una limpieza étnica a dos horas de vuelo de París. Entre 1991 y 1995, ciudades enteras dieron nombre a masacres de siniestro recuerdo: Bijeljina, Ahmići, Tuzla o Srebrenica en Bosnia-Herzegovina; Vukovar en Croacia… También en ese caso, los primeros cambios en la guerra llegarían con los Acuerdos de Dayton en 1995, preparados en gran parte por Francia, pero impuestos en última instancia por Estados Unidos.

En Medio Oriente, a medida que se intentaba trazar el futuro de la región tras los acuerdos del 13 de septiembre de 1993, también quedó claro que Europa era, en el mejor de los casos, un acompañante verbal o un donante, tal vez un espectador en un asiento lejano, pero desde luego no un actor importante de lo que ocurría en su entorno estratégico inmediato. 

FRÉDÉRIC CHARILLON

A la nueva Rusia, de la que se esperaba que fuera democrática, tampoco le iba muy bien. El año 1993 estuvo marcado por una grave crisis constitucional entre el presidente Yeltsin y el Parlamento ruso. Un asalto militar al edificio del Parlamento (octubre de 1993), que dejó decenas de muertos, condujo a la introducción de un fuerte sistema presidencial. Sabemos lo que Vladimir Putin haría después con él.

Sobre todo, el periodo 1993-1994 marcó el fracaso de las ambiciones occidentales de rehacer el mundo trayendo la paz a través de iniciativas diplomáticas o, en caso necesario, mediante una intervención militar exterior. Durante un tiempo se pensó que la expedición kuwaití de 1991 había inaugurado una nueva era marcada por el triunfo del derecho internacional, defendido por una comunidad internacional unificada. En realidad, se trataba de un anacronismo. El mundo que se avecinaba sería un mundo en el que la mayoría de los intentos occidentales fracasarían.

Los acuerdos de paz israelo-palestino e israelo-jordano auspiciados por Washington, alabados por todas las partes como logros importantes e irreversibles, fueron en realidad rechazados sobre el terreno por las sociedades afectadas. Los grandes proyectos de cooperación económica entre vecinos chocaron tanto con el escepticismo de las empresas israelíes, que no deseaban desarrollar coproducciones con actores árabes con estándares industriales muy inferiores, como con la hostilidad de la opinión árabe, que rechazaba cualquier colaboración con Israel. En Jordania, a pesar de la tranquilidad que daba el «pequeño» rey Hussein, algunos periódicos publicaron listas de empresas nacionales que habían aceptado trabajar con el Estado hebreo, como listas negras de colaboradores a denunciar. Los planes de un acuerdo de libre comercio en Medio Oriente o de cooperación transfronteriza bilateral, por ejemplo en el sector turístico entre las ciudades vecinas de Eilat (Israel) y Aqaba (Jordania), en el Mar Rojo, quedaron en papel mojado. El regreso del partido Likud al poder en Israel truncó definitivamente todas las esperanzas.

Los acuerdos de paz israelí-palestino e israelÍ-jordano auspiciados por Washington, alabados por todos como logros importantes e irreversibles, fueron en realidad rechazados sobre el terreno por las sociedades afectadas. 

FRÉDÉRIC CHARILLON

En Somalia, el fiasco estadounidense fue clamoroso. Tras la resolución 794 de las Naciones Unidas, a finales de 1992, que autorizaba el despliegue de una fuerza multinacional en Somalia, las primeras tropas estadounidenses llegaron a Mogadiscio, acompañadas de contingentes franceses, italianos, canadienses, australianos y pakistaníes. Bautizada como «Restore Hope», la operación se descarriló en 1993. En octubre, una operación de comandos estadounidenses para capturar al señor de la guerra Mohamed Farrah Aïdid terminó con dos helicópteros Black Hawk estadounidenses derribados por milicianos somalíes. Las imágenes de los cadáveres de los soldados estadounidenses arrastrados por las calles de Mogadiscio por una multitud jubilosa desencadenaron la retirada estadounidense al año siguiente, tras el fracaso en la captura del «general» Aïdid. Somalia sumida en el caos, Estados Unidos humillado por adversarios muy inferiores: 20 años después de Vietnam, la guerra asimétrica alcanzaba a Occidente, pronto acompañada de dos nuevos espectros, la proliferación de Estados colapsados y el fracaso del «cambio de régimen».

Julio de 1994, el Frente Patriótico Ruandés durante una patrulla fronteriza. © Teun Voeten/Sipa Press

En África, la situación ruandesa seguía sonando como una tragedia a la que Occidente no sólo no había puesto fin, sino que incluso se le acusaba de haber agravado. A pesar de los Acuerdos de Arusha de 4 de agosto de 1993, que preveían el reparto del poder entre el gobierno, el Frente Patriótico Ruandés y los demás partidos políticos, y el despliegue de una fuerza de mantenimiento de la paz de la ONU (UNAMIR), y tras la muerte de los presidentes Habyarimana (Ruanda) y Ntaryamira (Burundi) en su avión derribado cerca de Kigali, comenzó el genocidio de tutsis y hutus moderados. Las masacres culminaron entre abril y julio de 1994, donde murieron 800 mil personas, a pesar de la operación Turquesa dirigida por París, a la que se acusó de haber permitido escapar, entre los dos millones de hutus que abandonaron el país, a algunos responsables de genocidio.

De los Balcanes a África, pasando por Medio Oriente y Argelia, aún sumida en una terrible guerra civil, el mundo de 1993-1994 ya no se parecía a la comunidad internacional en paz en un feliz «fin de la historia» que nos habíamos imaginado.

¿30 años de fracaso?

En 1993 soñábamos con muchas cosas: una Rusia democrática y liberal, con Boris Yeltsin como arquitecto; una paz israelo-palestina basada en dos Estados, bajo supervisión estadounidense; una Europa estratégica al servicio de la paz, esperando una política exterior y de seguridad común; una China que se abriera al mundo y abriera su sistema político, después de muchos avances: los primeros contactos directos con Taiwán desde 1949, la confirmación de la política de reforma y apertura iniciada por Deng Xiaoping hacia una «economía socialista de mercado», la elección por sufragio universal de la mitad de los diputados de la Asamblea Popular Nacional, la adhesión del país, poco después, al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT)… También había esperanzas de una Asia más tranquila, donde Japón admitiera públicamente su responsabilidad por los crímenes de la Segunda Guerra Mundial (en el verano de 1993); de un África donde las convenciones nacionales de 1990-1993 daban esperanzas de una verdadera transición democrática; de un mundo regionalizado donde los principales bloques económicos y políticos regionales podrían formar juntos un sistema de gobernanza mundial y, en consecuencia, una comunidad internacional capaz de resolver sus principales problemas.

¿Quién es el responsable de las oportunidades perdidas?

FRÉDÉRIC CHARILLON

30 años después, ninguna de estas esperanzas se ha hecho realidad. ¿Qué pasos nos hemos perdido? ¿Quién es el responsable de las oportunidades perdidas? ¿Hemos sobrestimado el atractivo de la democracia y subestimado la resistencia de los regímenes autoritarios y la fascinación que aún pueden generar? Cuando lanzamos las «superautopistas de la información» (la expresión fue acuñada por el vicepresidente estadounidense Al Gore bajo la administración de Clinton en 1993), precursoras de internet, ¿no vimos que esas tecnologías, de las que se esperaba que inundaran los regímenes autoritarios con debates procedentes de las democracias liberales, también permitirían a los regímenes autoritarios destilar su falsa información en sistemas políticos abiertos? ¿O hemos estado demasiado preocupados por los gobernantes y no lo suficiente por el pueblo? ¿Nos desviamos del ideal de desarrollar la democracia al intentar imponerla por la fuerza en la década de 2000, cuando el «cambio de régimen» se convirtió en la obsesión de la «diplomacia transformadora» de la administración de George W. Bush? La guerra de Irak de 2003, impuesta arbitrariamente, borró la guerra de Kuwait de 1991, librada en nombre de la ley. La guerra contra el terrorismo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el reconocimiento de Kosovo en 2008 y la guerra de Libia en 2011, entre otras, han borrado los intentos de consenso realizados en los años noventa.

A finales de 2023 y principios de 2024, no queda nada de las esperanzas de paz en Medio Oriente. En su lugar, el choque de civilizaciones de Samuel Huntington se ha convertido en el mantra de muchos gobiernos.

Notas al pie
  1. Vol.31, n°3, septiembre de 1993.