Este texto inédito de Javier Cercas es un adelanto del primer volumen impreso en español de la revista. En las librerías este mes, ya está disponible para pre-pedido como parte de nuestra oferta de suscripción a la edición en español.
Quiero empezar aclarando que, a pesar de la insistencia de mis amigos del Grand Continent, yo no me siento autorizado a hablar de los asuntos que nos reúnen aquí, no al menos con la competencia que tendrán otros –yo no soy politólogo, no soy periodista, ni siquiera soy historiador—. Yo simplemente soy un novelista, y los novelistas, como decía Cervantes, sabemos un poquito de todo, pero no sabemos mucho de nada.
Lo que sí soy es un ciudadano común y corriente, que sabe que la palabra «política» viene de «polis», que significa más o menos «ciudad»; y que la ciudad es de todos. También pienso que la política es algo demasiado serio para dejarla en manos de los políticos. Y, por último, pero no menos importante, también soy un europeísta peligroso. Al menos en esto, creo que soy muy español. No sólo porque España sigue siendo unos de los países más europeístas de la Unión, sino también, y sobre todo, porque los españoles sabemos muy bien lo que es vivir fuera de Europa política y mentalmente durante siglos. Y por eso, los mejores españoles siempre soñaron con que nuestro país abandonase el aislamiento, el oscurantismo, el atraso, la ignorancia de un imperio en decadencia y regresase a Europa, que para ellos representaba la razón, la ciencia, el progreso, las libertades. Eso es, en gran medida, lo que sigue representando Europa para nosotros; o al menos para mí.
Una utopía razonable para impedir la guerra
Me parece que una Europa unida es la única utopía razonable que hemos inventado los europeos. Utopía esta vez no en el sentido etimológico — etimológicamente significa «no-lugar», o como traducía de manera muy bonita Francisco de Quevedo, uno de los mayores poetas de nuestra lengua: «no hay tal lugar»1—. Aquí se trata entonces más bien del sentido, mucho más común hoy, de proyecto ideal y deseable para todos. Eso es lo que es para mí la Unión de Europa: el proyecto más ambicioso, urgente, revolucionario y necesario del siglo XXI. Lo es para mí, y lo era para mucha más gente antes de la crisis tremenda de 2008. En Europa hemos conocido muchas utopías atroces, paraísos teóricos convertidos en infiernos reales; en cambio, utopías razonables, que yo sepa, sólo tenemos la Unión de Europa. Entre otras razones, porque es el único proyecto que puede preservar la paz, la prosperidad y la democracia en el continente.
Ustedes me perdonarán, pero tengo aquí que recordar algunas cosas absolutamente obvias, que todo el mundo conoce, pero que todo el mundo olvida constantemente —yo el primero— y que, sin embargo, son fundamentales.
La primera es que el deporte europeo por excelencia no es el fútbol, como la gente suele creer; es la guerra. Durante el último milenio, los europeos nos hemos matado entre nosotros sin darnos un solo mes de tregua. Y ello de todas las formas posibles: en guerras de cien años, de treinta, en guerras civiles, de religión, étnicas o en guerras mundiales que, en realidad, eran básicamente europeas. Estas últimas, en el siglo pasado, fueron realmente espeluznantes. Entre agosto de 1914 y mayo de 1945, desde Madrid hasta Alboga, desde el Ártico hasta Sicilia, se calcula que un centenar de millones de personas —mujeres, hombres, niños— perecieron a causa de la violencia, de la hambruna, de la deportación, de la limpieza étnica.
Obviamente, el germen de la Unión Europea surge del horror de esa carnicería indescriptible, y de la convicción de que nada semejante debía repetirse en Europa. Y el resultado de esa convicción no es menos evidente, pero tampoco menos asombroso. Mi padre conoció la guerra, mi abuelo hizo la guerra, mi bisabuelo y mi tatarabuelo y probablemente todos mis antepasados conocieron o hicieron la guerra; pero yo no la conozco. Es decir, yo pertenezco a la primera generación de europeos que, al menos hasta hace año y medio, cuando Rusia invadió ignominiosamente Ucrania, no conocía una guerra a gran escala y de alcance europeo. Por supuesto, todos recordamos las guerras de la antigua Yugoslavia, que fueron verdaderamente espantosas, pero creo que fueron guerras mucho más localizadas, que no tuvieron el alcance global que tiene la guerra de Ucrania. No estoy diciendo que la voluntad de crear una Europa unida haya sido el único elemento que ha permitido esa paz casi inédita —Michel Serres decía que era la paz más larga desde la Guerra de Troya—; lo que digo es que, sin esa voluntad, la paz hubiera sido imposible.
Hay una segunda razón por la que la Unión de Europa me parece el proyecto político más atractivo y ambicioso de nuestro tiempo. Sabemos que Europa fue durante siglos el centro del mundo; pero también sabemos que ya no lo es. Y no pasa un día sin que oigamos que lo único que nos queda por hacer a los europeos frente al empuje de las grandes potencias emergentes es, como diría otro gran poeta español, Jaime Gil de Biedma, languidecer como nobles arruinados entre las ruinas de nuestro pasado glorioso2. Esto es una tontería. No hay que sucumbir a ese pesimismo. Es verdad que el peso de nuestros países en el mundo, tomados uno a uno, es cada vez menor —sobre todo si lo comparamos con las grandes potencias emergentes como China, la India, Brasil, etc.—, pero también es verdad que juntos todavía gozamos de un poder enorme. Sin ir más lejos, hasta el Brexit éramos la mayor economía del mundo. Asimismo, hay que reconocer que el peso político –e incluso el cultural y científico– de la Europa unida es aún escaso. Pero ello no se debe a que esté unida, sino precisamente a que no lo está lo suficiente. Los viejos Estados se resisten con uñas y dientes a ceder soberanía y convertirse en un único Estado federal. (Sé muy bien que los políticos europeos se ponen nerviosos cuando oyen la palabra federal aplicada a Europa. Pero es la palabra que yo uso: yo no creo que una Europa federal sea imposible o indeseable; yo creo que debería ser nuestra gran aspiración).
La utopía desde luego está muy lejos de realizarse. Nadie puede estar satisfecho del funcionamiento de la Unión Europea, entre otras razones porque el déficit democrático de sus instituciones sigue siendo muy grande, lo que quizá es uno de sus principales problemas: ese déficit es una de las cosas que impide que aquello que fue a la fuerza un proyecto elitista, nacido de la lucidez de un puñado de intelectuales y políticos que a mediados de siglo se conjuraron para que no se repitieran los dos apocalipsis que acaban de arrasar el continente, se convierta en lo que debe ser: un proyecto popular directamente respaldado y protagonizado por la ciudadanía.
La tercera y última razón no es menos importante que las dos anteriores. Los tratadistas políticos clásicos solían considerar que lo ideal para el desarrollo de la democracia es lo que dice Rousseau en El contrato Social: «un Estado muy pequeño en donde se pueda reunir el pueblo y en donde cada ciudadano pueda sin dificultar conocer a los demás». Esta recomendación era entonces sumamente sensata, pero ya no lo es para nuestros días. Ahora, uno de nuestros principales problemas políticos consiste en que, en las economías globalizadas de la actualidad, las grandes corporaciones transnacionales poseen un poder tan descomunal que acaban imponiendo sus normas a los gobiernos de los países, sobre todo a los países pequeños, que carecen del poder suficiente para enfrentarse a ellas y deben por lo tanto someterse a sus dictados. Esto significa que una Europa de verdad unida, que reúna el poder de múltiples Estados, representa tal vez la única posibilidad de que, en nuestras sociedades, la política pueda frenar el poder ciego y omnímodo de la economía y se convierta en el instrumento que pueda permitirnos preservar una democracia digna de tal nombre. Habermas, entre otros y con toda la razón, ha insistido sobre este asunto cuando dice que la democracia en un solo país no puede siquiera defenderse contra los ultimatos de un capitalismo furioso que traspasa las fronteras nacionales.
De Europa a los europeos: hacer lo común
Concordia, democracia y prosperidad: esos son los tres pilares que, aunque de manera totalmente insuficiente e insatisfactoria, han contribuido a sustentar la Unión Europea. Y permítanme sugerir que una Europa federal, es decir, una Europa capaz de conciliar la unidad política con la diversidad cultural y lingüística, podría tener como lema uno de los primeros lemas de los Estados Unidos: «E pluribus unum»; es decir: de muchos países, lenguas, culturas, tradiciones e historias, un solo Estado. Eso es para mí el proyecto federal: no sólo un proyecto histórico sin precedentes, sino también la gran empresa política del siglo XXI, en cualquier lugar.
Ahora sólo falta que los europeos estemos a su altura. Para ello, faltan muchas cosas, aunque solamente mencionaré aquí dos. La primera ya la he evocado: se trata de que Europa deje de ser un proyecto elitista y pase a convertirse en un proyecto popular. Para lograrlo, la Unión debe democratizar a fondo sus instituciones y abrir cauces de participación de la ciudadanía. Es cierto que los europeos, o muchos europeos comunes y corrientes, no ignoran que muchas decisiones que afectan a su vida cotidiana se toman en Bruselas. Pero para la inmensa mayoría de ellos, la Unión Europea aún no es un proyecto propio. Es decir, un proyecto entrañable. La prueba es que la Unión está muy lejos todavía de concitar la adhesión personal, racional, hasta sentimental con que cuentan las viejas naciones.
La segunda tarea no es menos decisiva. En realidad, lo es casi más y es incluso quizá más compleja. Se trata de sustituir el paradigma competitivo y excluyente del nacionalismo, que ha regido Europa durante los últimos siglos, por la mentalidad y el paradigma cooperativo e incluyente del federalismo. Esto es muy complejo. Históricamente, el primero —dentro del cual vivimos todavía— viene a decir lo siguiente: una lengua es igual a una cultura e igual a una nación e igual a un Estado.
En cambio, el paradigma o modelo federalista propugna un único Estado plurilingüístico, pluricultural y a ser posible postnacional. Un Estado en el que el sentimiento nacional sea una cuestión privada y no pública, como lo es el sentimiento religioso en nuestras sociedades laica. Dicho de otra manera, se trata de buscar la unión política sin confundir unidad con uniformidad: debemos respetar la diversidad lingüística, cultural e incluso identitaria de cada uno, pero sin olvidar que lo que nos une a los europeos, y a los seres humanos en general, es mucho más importante que lo que nos separa —y además es lo que nos hace mejores y más fuertes—.
Estas dos tareas son ímprobas, sobre todo la última, que implica un cambio de mentalidad, pero creo que también son absolutamente esenciales para la construcción de una Europa unida de verdad.
«No se puede poner puertas al campo»: el imperativo de ampliarse
Dicho todo esto, quisiera terminar añadiendo algo sobre la cuestión de la ampliación que se está discutiendo ahora. Es un asunto tan complejo por lo menos como otro asunto igual de fundamental, el de los refugiados. Ambos están de alguna forma relacionados, y más unidos de lo que creemos.
Se diga lo que se diga, hay muchas razones para acoger con la máxima generosidad posible a las miles y miles de personas que buscan cada año asilo en Europa. No se trata sólo de inmigrantes, se trata también de fugitivos que huyen de la desesperación, a veces de una muerte violenta. Dentro de todas las razones para recibirles, la primera y más importante es de orden moral: es totalmente abyecto tener a miles y miles de personas —incluidos ancianos y niños— sobreviviendo en condiciones espantosas en nuestras fronteras, a la espera de cruzarlas. No hay forma humana de justificar que, sólo en lo que llevamos de año, más de 2.500 personas han muerto cruzando o intentando cruzar el Mediterráneo. Permitir ese apocalipsis diario equivale a hundirse en la ignominia y a tirar a la basura la misma razón de ser de Europa.
La segunda razón es legal. Lo que está ocurriendo desde hace años, y lo sabemos todos, viola de manera flagrante no sólo la Declaración de Derechos Humanos de 1948, sino la Convención de los Refugiados de 1951 y la Convención Europea de Derechos Humanos de 1953. Negándonos a conceder a esa gente el derecho a tener derechos estamos colocándonos simplemente fuera de la ley.
La tercera razón es política. Es evidente que los enemigos de Europa están encantados con nuestra política de asilo, que constituye para ellos una confirmación de que la libertad, la igualdad y la fraternidad de la retórica occidental es sólo eso: retórica, un mero instrumento para seguir oprimiendo a gentes de todo el mundo. Y la peor política que puedes hacer es la que tu enemigo quiere que hagas.
La cuarta razón es económica. Los economistas lo dicen y lo repiten: necesitamos a los refugiados tanto como ellos nos necesitan a nosotros. Como decía un economista relevante español hace poco, en países como los nuestros, envejecidos, con bajas tasas de natalidad, los refugiados serán quienes paguen nuestras pensiones
Como ven, estamos hablando de motivos prácticos, incluso egoístas. Y existen muchos más, sin contar el puro sentido común: como decimos en español, no se puede poner puertas al campo.
El modelo de la novela para lograr la Unión
Pero, como decía, el problema de los refugiados conecta con el de la ampliación, es decir, con el de la incorporación a la Unión de países con tradiciones culturales, políticas e incluso religiosas distintas —como por ejemplo es el caso de Albania, cuya religión mayoritaria es la musulmana—. Porque se dice a menudo que, si accedemos a acoger a personas tan diferentes de nosotros, peligra o puede peligrar la identidad de Europa, nuestros valores de libertad política, de tolerancia religiosa, de igualdad ante la ley. Esto, lo sabemos, se dice mucho. Lo que plantea en definitiva este discurso es una pregunta: si no estaremos arriesgándonos a la muerte de Europa a manos de lo que no es Europa. Pues la respuesta debe ser clara: taxativamente, no. Sobre todo, si Europa entiende de una vez por todas que su mejor destino consiste en imitar una de sus mejores invenciones, tan necesaria para la modernidad como la ciencia.
Me refiero por supuesto a la novela. Éste es un género europeo, acuñado por Cervantes como un género de géneros, como un artefacto mestizo, esencialmente versátil, casi infinitamente maleable, como una especie de monstruo mutante y omnívoro que se alimenta de todo lo que encuentra a su alrededor. Y que, a medida que lo hace, se metamorfosea sin dejar nunca de ser él mismo.
Así se explica la historia de la novela, que aprendió con Cervantes a asimilar los demás géneros, con Balzac a asimilar la historia, con Flaubert a asimilar la poesía, con los grandes novelistas de principios de siglo como Thomas Mann o Robert Musil a asimilar la filosofía o el ensayo y que está aprendiendo también a asimilar últimamente el periodismo. Esa voracidad, ese apetito insaciable es la garantía de la vitalidad perdurable de la novela. Y también de la de Europa. Esta sólo puede construirse en el futuro como se construyó en el pasado: asimilando lo que no es Europa, apropiándose creativamente de otras culturas y de otros valores, convirtiéndolos en europeos y demostrando que así es capaz de erigir una sociedad más libre, más próspera y más pacífica que cualquier otra. Una sociedad en la que todos aspiren a vivir y a la que todos quieran parecerse. La identidad de la novela, como la de Europa, consiste en su diversidad, en su capacidad para asumir otras identidades sin dejar nunca de ser ella misma. Ahí radica, tanto para la novela como para Europa, su fuerza y su futuro.