O Europa actúa junta y se convierte en una unión más profunda, una unión capaz de dirigir la política exterior y de defensa, así como todas sus políticas económicas, o me temo que la Unión Europea sólo sobrevivirá en forma de mercado único.

Mario Draghi

Los últimos cinco años han confirmado, si es que aún hacía falta una confirmación, que la historia no llega a su fin. Nuestro «gran continente» ha quedado atrapado en la vorágine de una historia que se creía acabada, pero que en cambio ha reanudado su influencia en las instituciones, la política, la cultura, la vida social y la vida privada. La pandemia y las crisis internacionales han obligado a las instituciones europeas a tomar decisiones que van mucho más allá del rígido marco de los Tratados, y mucho más deprisa de lo que la Unión estaba acostumbrada.  

Sin embargo, una pregunta sigue sin respuesta: ¿es posible ir más lejos en el proceso de integración, o basta ya con una Unión llamada a reaccionar ante las crisis, como una especie de Comité de Seguridad Pública? La respuesta no es clara. Una cosa es cierta: una Europa mínima no parece capaz de detener los vientos de nacionalismo y populismo que soplan en su contra. Hasta ahora, el proceso de integración ha estado mediatizado por las posibilidades reales y concretas que presentaban las condiciones. A pesar de ello, el proceso de ampliación a otros países está en marcha, prueba tangible de que el proyecto europeo sigue representando una perspectiva concreta de prosperidad y libertad para los países no europeos. 

Aunque el desafío que plantean las autocracias a nuestras democracias es real y tangible, el espacio democrático europeo desempeña un papel global sin precedentes. Las fuerzas políticas europeas, empezando por las progresistas, deben desarrollar una nueva conciencia. Hacer este espacio más eficaz, sus instituciones más funcionales, sus procesos de toma de decisiones más claros e inmediatos, es ante todo la tarea de la izquierda. Porque sólo mediante la participación efectiva de los ciudadanos europeos podrá el proceso de integración recuperar el ritmo de la historia.

Una historia compleja

La Unión Europea tal como la conocemos hoy es el resultado de décadas de ajustes institucionales y funcionales a unas condiciones nacionales e internacionales en constante cambio. Los últimos 40 años, a caballo entre los siglos XX y XXI, han modificado radicalmente sus fronteras y su fuerza. La caída del Muro de Berlín, la reunificación de Alemania, la ampliación al Este, el proceso de globalización, la interdependencia económica y la extensión de las cadenas de valor, la consolidación de nuevas potencias mundiales antes marginales en la escena internacional y los cambios demográficos asociados han obligado a los dirigentes europeos a revisar continuamente el proceso de integración. 

Maastricht (1992), Niza (2001), Atenas (2003), Lisboa (2007) han sincronizado el tiempo de las opciones europeas con el tiempo de la historia en una fructífera simetría entre las aspiraciones políticas y la necesidad del momento. No se puede negar que ha habido errores, limitaciones y empujones imprudentes, como en el caso de la Convención, el proceso de constitucionalización abandonado tras los referendos de los Países Bajos y Francia en 2005. Dicho esto, al menos hasta Lisboa, el continente supo interpretar y aportar cierta coherencia a las necesidades y oportunidades que se presentaban: las aspiraciones de libertad y democracia de los grandes países obligados a soportar el yugo soviético; las funciones institucionales adecuadas, en las condiciones dadas, para la ampliación; la integración económica sostenida a través de la política monetaria. 

La izquierda europea ha desempeñado un papel protagonista en estos cambios, prestando un apoyo decisivo a sólidos proyectos de reforma. Lo que ha sido definido con una excesiva dosis de aproximación y homologación por el término «Tercera Vía», en los años noventa y particularmente en Estados Unidos y el Reino Unido, supo imprimir la necesaria superación de las fronteras políticas e ideológicas determinadas en los Estados-nación y supo interpretar, representándolo, el crecimiento de una clase media cosmopolita, protagonista de las grandes transformaciones tecnológicas que se estaban produciendo en la época. En la Europa continental, ese proceso encontró algunas reticencias, en parte debido a ciertas especificidades nacionales de los países menos expuestos a los cambios económicos y financieros internacionales radicales, mientras que sus partidos de izquierda procedían de tradiciones diferentes, más impermeables al discurso de la Tercera Vía. 

Hasta el Tratado de Lisboa, el continente supo interpretar y aportar cierta coherencia a las necesidades y oportunidades que se presentaban.

GIUSEPPINA PICIERNO

El tiempo nos permitirá hacer un balance más preciso -aunque nunca definitivo- de este momento político. Ha corrido mucha agua bajo el puente, y no creo que nadie crea razonablemente que puede aferrarse a ese ideal. No es una cuestión de sensibilidad política y cultural, sino, más trivialmente, de que esas herramientas ya no sirven para afrontar los retos del mundo contemporáneo. No obstante, creo que podemos aprender una lección de la Tercera Vía. Si, por un lado, ha contribuido a la liberación de energías, conocimientos y libertades desconocidos en la historia de la humanidad, por otro, esas mismas energías, ya no contenidas por los cercos de las políticas nacionales de protección y control, se han desarrollado en contra del crecimiento equilibrado que se había imaginado, contribuyendo al aumento de las desigualdades y a la marginación de sectores enteros de la sociedad. Y cuando el crecimiento no es equilibrado, los primeros en pagar las consecuencias son los de «en medio», la misma clase media que se suponía iba a crecer y prosperar. Esto provoca inquietud e insatisfacción en este segmento de la sociedad en el que, por su carácter plural y móvil, se suelen llevar a cabo grandes procesos de reforma en el sentido democrático, institucional y económico. Por supuesto, no se trata sólo de la reducción de los ingresos, sino también de la progresiva erosión de funciones y estatus. 

La integración europea ha pagado el precio y, con ella, la izquierda. No es casualidad que, después de Lisboa, en la segunda década del siglo XXI, los mayores reveses los hayan sufrido tanto la primera como la segunda. La crisis de la deuda soberana, la rigidez de las políticas presupuestarias, la insuficiencia de instrumentos para hacer frente a crisis imprevistas, la competencia comercial y productiva mundial en su apogeo, la excesiva volatilidad de la economía financiera en detrimento de la industrial, y el desgaste de las rentas del trabajo y de las profesiones liberales desencadenaron una tormenta perfecta de la que se benefició la retórica soberanista y nacionalista. La crisis griega y el Brexit fueron explosiones provocadas por un detonador colocado río arriba. Pero sería un error ver sus orígenes únicamente en la esfera social. Los factores son múltiples y complejos, y reducirlos únicamente a las desigualdades de renta y de recursos sería parcial. 

Las dimensiones de la soberanía

Cuando pensamos en Europa, probablemente lo primero que nos viene a la mente es el euro, las monedas que llevamos en el bolsillo de Le Havre a Sevilla, y de Hamburgo a Caserta. No era en absoluto una conclusión previsible. Tanto en las difíciles fases que precedieron como en las que siguieron, el clima que rodeó a la moneda única y su adopción fue a menudo incandescente.

Muchas fuerzas políticas populistas han hecho del euro un chivo expiatorio, la única causa de la pérdida de poder adquisitivo de los sectores más pobres de la sociedad. Pero eso no es todo. Muchos comentaristas y académicos de Europa y Estados Unidos han expresado sus dudas sobre la viabilidad y eficacia de una política monetaria común para países con características de desarrollo tan desiguales. Suprimir la «válvula de seguridad» de la devaluación monetaria a los países europeos en dificultades no estaba exento de riesgos. 

Cuando pensamos en Europa, probablemente lo primero que nos viene a la mente es el euro, las monedas que llevamos en el bolsillo de Le Havre a Sevilla, y de Hamburgo a Caserta.

GIUSEPPINA PICIERNO

En su momento, algunas críticas parecían fundadas. En los 20 años transcurridos desde la entrada en vigor del acuerdo, estas preocupaciones han resultado en gran medida infundadas. Las economías nacionales se han adaptado, aunque parcialmente, a dejar de depender de esa «válvula de seguridad», y a apoyarse en la capacidad industrial, el ritmo de desarrollo tecnológico y de investigación productiva, y la calidad del trabajo y de la formación, más que en la devaluación de la moneda nacional, herramienta típica de las economías más atrasadas.

En sus intenciones, el proceso de la moneda única por etapas forzadas habría actuado como desencadenante de un amplio y generalizado reparto de las políticas económicas y sociales y de la democracia. En una maniobra que algunos han calificado de fáustica, los dirigentes europeos se convencieron de que «acuñar moneda» era una condición esencial para definir un nuevo perímetro de soberanía europea, limitando de hecho la de los Estados nacionales. Tenían razón sólo a medias. 

Por supuesto, hoy sería imposible hablar de tensiones y avances en el proceso de integración sin la solidez de este pasaje. E incluso hoy, después de años de contaminar el debate público, nadie se refiere a la salida del euro. Sencillamente porque ningún ciudadano europeo cree que sea razonable prescindir de él. Incluso si los instrumentos de que dispone el BCE siguen siendo insuficientes en comparación con los que se atribuyen a instituciones similares como la Reserva Federal, con el tiempo y en condiciones excepcionales, tras la crisis griega, ha demostrado no obstante ser adecuado, incluso en las crisis de deuda pública nacional. Pero el verdadero problema está en otra parte, y es mucho más amplio y profundo: la parcialidad e insuficiencia absoluta de la política monetaria por sí sola. El conjunto de dimensiones del poder en el que se desarrolla una nueva soberanía más lograda es naturalmente más amplio.

Aunque el desafío que plantean las autocracias a nuestras democracias es real y tangible, el espacio democrático europeo desempeña un papel global sin precedentes.

GIUSEPPINA PICIERNO

No utilizo la palabra soberanía por casualidad. Es un término que se ha visto saturado por los malentendidos generados por una lectura exclusivamente nacionalista. Si queremos hacer un balance serio del futuro de Europa, no debemos dejarnos intimidar por esta palabra. La dimensión política, la dimensión social y la dimensión económica son las dimensiones que, juntas, han fecundado el mejor periodo de regímenes democráticos europeos desde la Segunda Guerra Mundial. Han marcado la edad de oro de los Estados-nación europeos, caracterizada por un crecimiento equilibrado y por los avances democráticos y sociales más significativos de la historia de la humanidad. Los Estados-nación resolvieron la relación entre soberanía popular y Estado garantizando que la expresión de la soberanía popular quedara absorbida dentro de los límites y las formas que proporcionaba la organización del Estado. Su eficacia, sin embargo, ha cambiado profundamente; un mundo cada vez más interconectado socava cada vez más estos equilibrios, dentro de unas fronteras nacionales sometidas a tensiones globales que socavan sus propios fundamentos. Por eso Europa es necesaria, no para arrebatar soberanía al pueblo, sino para adaptarla al curso de la historia. Cuando hablamos de la inadecuación de Europa en los escenarios internacionales, en los conflictos, en las crisis económicas y sociales, no hablamos de una organización internacional neutral, sino de una realidad democrática que debe expresar plenamente su poder, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Debe ser capaz de expresar su soberanía a través de la voluntad de los pueblos, unos apoyando a los otros. 

[Leer más: pensar la Europa que se amplía con nosotros]

Reformas y aliento vital  

La soberanía nacional, como ya se ha mencionado, encontró su legitimidad en la soberanía popular. Ésta se expresó a través de las formas y límites establecidos en los pactos constitucionales, la mayoría de los cuales se redactaron en la segunda mitad del siglo XX. El sufragio universal, los derechos políticos y sociales y las libertades individuales son todos ellos valores universales a los que se dio forma concreta y significado dentro de las identidades nacionales. El demos nacional fue una síntesis de estos elementos, consolidados por los grandes partidos populares y las organizaciones sociales.

Sin embargo, es esencial aclarar un punto que a menudo se malinterpreta: el déficit democrático que padecemos, incluso si excluimos las exageraciones de un debate público a menudo irreal, no tiene su origen en el marco europeo. La crisis de los Estados-nación, y por tanto de la democracia tal y como la conocemos, es un fenómeno universal, que afecta a todas las democracias, incluidas las extraeuropeas. Vayamos más lejos: el Estado-nación está en crisis incluso allí donde los métodos de control son claramente antidemocráticos: en este sentido, sería engañoso confundir la gestión autoritaria de ciertos regímenes con la fuerza ejercida antaño por los Estados-nación. Pero ese es otro tema. 

En el fondo de la cuestión está el papel de Europa, que no debe considerarse únicamente como una potencia que sustituye a Estados que se han vuelto demasiado débiles. Más bien, la Unión representa el mayor experimento democrático, capaz de resolver los problemas que plantea nuestro mundo globalizado contemporáneo. Este segundo aspecto, estrechamente ligado al primero, parece hoy desgraciadamente descuidado. En una visión utilitarista, que por razones obvias ha prevalecido durante la crisis pandémica, Europa puede aportar soluciones parciales a las numerosas cuestiones de desarrollo y desigualdad, pero no logrará asentar su dimensión política.

Nadie ha imaginado nunca a Europa a escala de un superestado y superando por decreto a los Estados nacionales. Del mismo modo, es difícil imaginar una supersoberanía: la cantidad y la calidad se condicionan mutuamente, y los cambios cuantitativos, aunque sean puramente cuantitativos, conducen a cambios cualitativos. Pero la insuficiencia de los Estados-nación no puede resolverse en una dimensión postdemocrática. Y si en el pasado podíamos considerar que bastaban expedientes graduales de ingeniería institucional, ahora este proceso necesita un momento de reformas globales, a la vez inteligentes y decisivas. Estas reformas deberán dotar a la Unión de instrumentos adecuados que refuercen la legitimidad democrática y popular de su utilización. No hay dimensión económica sin política fiscal, por ejemplo. Sin ella no es imaginable ninguna forma de redistribución, ninguna ayuda a las empresas, ninguna prestación de servicios básicos, empezando por la sanidad y la educación.

La diversidad de los 27 regímenes fiscales de la UE crea desequilibrios perjudiciales en un contexto de competencia mundial. La ausencia de una política fiscal armonizada debilita también la política de cohesión. Aunque un sistema fiscal único para toda Europa parece inviable a corto plazo, son concebibles y compatibles formas graduales de armonización, especialmente basadas en la producción y el trabajo. Es difícil, si no imposible, imaginar una Europa social sin una política fiscal común. Del mismo modo, es difícil imaginar la Unión sin una política exterior y de defensa común sólida, que incluya potencialmente la creación de un ejército común. Se trata de una necesidad conocida y evidente. Pero se ha hecho aún más urgente tras la agresión de Rusia contra Ucrania y el ataque terrorista contra Israel del 7 de octubre. 

El Mediterráneo y nuestras fronteras orientales no son sólo cuestiones regionales, sino encrucijadas cruciales para la dinámica del mundo globalizado de hoy. Estas regiones están en el centro de fenómenos migratorios que no son simples cuestiones de política interior o de seguridad, sino que tienen un carácter fundamentalmente diplomático. También son escenario de conflictos que amenazan el multilateralismo, la autonomía, la integridad territorial y la libertad de las naciones. También se enfrentan a problemas medioambientales y alimentarios especialmente graves. 

En este contexto de reformas urgentes, es evidente la necesidad de restablecer las jerarquías en el seno de las distintas instituciones de la Unión, confiando a la institución parlamentaria, única expresión democrática directa, el papel que corresponde a toda asamblea: la iniciativa legislativa. Del mismo modo, debe revisarse radicalmente el principio de unanimidad, que permite a un solo jefe de Estado o de gobierno, representante de uno de los 27 Estados miembros, tener una influencia igual a la de los 26 restantes. Se trata de un enorme desequilibrio democrático, que es también un freno evidente a la capacidad de decisión. 

El Mediterráneo y nuestras fronteras orientales no son sólo cuestiones regionales, sino encrucijadas cruciales para la dinámica del mundo globalizado de hoy.

GIUSEPPINA PICIERNO

Las reformas mínimas necesarias se conocen desde hace mucho tiempo. No son oscuramente técnicas ni innecesariamente complejas, y han sido objeto de debate público europeo durante más de 20 años. A este respecto, un consejo viene del pasado, de la generación que inició el proceso de integración europea tras la Segunda Guerra Mundial. En 1951, Alcide De Gasperi dijo a la Asamblea del Consejo de Europa: «La construcción de herramientas y recursos técnicos y de soluciones administrativas es sin duda necesaria, y debemos estar agradecidos con quienes han asumido la tarea. Estas construcciones forman el armazón: representan lo que el esqueleto para el cuerpo humano. Pero, ¿no existe el peligro de que se desintegren si no se les da hoy un aliento vital?” ¿Cómo debemos interpretar hoy esta referencia al «aliento vital»?”

El fracaso de los referendos celebrados en Francia y los Países Bajos en 2005 sobre el Tratado Constitucional Europeo, la crisis griega, el auge de los partidos nacionalistas y populistas y el Brexit nos han convencido de que la integración europea debe protegerse de la expresión de la voluntad popular. El temor a exponer el proceso a las constantes fluctuaciones de la opinión no era injustificado: hay que admitir que Europa no tiene aún la solidez necesaria para recurrir constantemente a la expresión electoral o referendaria sobre el destino de su integración y sus instituciones. Pero hemos llegado a un punto en el que debemos liberarnos de estos temores y resolver el dilema utilizando las herramientas de la política, la democracia y el consenso.

Si, como he dicho antes, un componente esencial del demos nacional es la identidad y las distintas dimensiones de la soberanía, no podemos imaginar hoy una democracia sin demos, que se ocuparía únicamente del segundo factor, el kratos. Estoy convencida de la existencia del demos europeo, basado en la ciudadanía y en sus derechos y valores universales. La sostenibilidad medioambiental y social de la producción y el consumo, los derechos y libertades civiles, la lucha contra la desigualdad de género, la libertad de circulación, información y educación, los principios de subsidiariedad y solidaridad, la apertura a la aceptación y la integración, y la promoción y protección de los derechos humanos son ya la esencia de la ciudadanía. Eso es el demos. Todo esto sólo es aparentemente contradictorio con las identidades nacionales y los principios de soberanía.

Si la generación del primer europeísmo se ha extinguido y la siguiente está en declive, la siguiente es la generación del nuevo europeísmo, para la que el marco de expresión de las actividades humanas y de la formación cultural es ya europeo y global. Ninguna generación habla con una sola voz. Pero en un momento de profunda inquietud e incertidumbre, es indiscutible que la generación actual abraza la idea de ciudadanía europea. 

El futuro de los progresistas y demócratas europeos

Si los términos y los ámbitos de la democracia y la soberanía están cambiando, la política debe cambiar con ellos, interpretando y acompañando esta nueva era. Debe anticiparse a ella, dadas las condiciones actuales. El desfase en la evolución del papel y de las funciones de las instituciones y de los actores políticos europeos forma parte del déficit democrático. El debilitamiento progresivo del papel de los partidos y de las organizaciones sociales representativas se debe también -aunque no sea la única razón- a su falta de adaptación al nuevo espacio abierto por la integración europea y a los embriones de nueva soberanía que expresa Europa. Lógicamente, si aumenta el número de ciudadanos afectados por las decisiones de una institución, debe aumentar también la representación de intereses, lo que exige un cambio en la calidad de esa representación. Hasta ahora, esto sólo ha ocurrido de forma muy limitada, recordando ciertas dinámicas jacobinas de círculos restringidos más que de movimientos e iniciativas populares. Éstas deben diversificarse: la antigua formación de las élites dirigentes, que fomenta la uniformidad y el conformismo, resulta ahora inadecuada.

Los factores de pluralismo en Europa se han reforzado a todos los niveles, ya sean sociales, económicos, culturales, nacionales, ideológicos o religiosos. La sociedad abierta es un gran logro, y representarla en sus aspiraciones generales implica necesariamente apertura. Los partidos transnacionales deben ser abiertos y plurales, no sólo en sus características organizativas, sino también en sus orientaciones políticas y valores. Esto se aplica a todas las corrientes políticas europeas, y más aún a la izquierda. Debe ser transnacional, o se contentará con revivir su glorioso pasado socialdemócrata. Es necesario redescubrir la razón de ser social de la izquierda en Europa, del otro, pero no cumplirá plenamente su función y seguirá siendo impotente si no transforma su relación con el federalismo y la participación. Sólo así recuperará su función popular y social.

La vieja formación de las élites dirigentes, que fomenta la uniformidad y el conformismo, resulta ahora inadecuada.

GIUSEPPINA PICIERNO

Representar las aspiraciones del demos europeo; defender y fortalecer a la clase media en la transición ecológica y digital; reducir la marginación que inevitablemente producen los grandes avances tecnológicos; promover el conocimiento, la formación y el empleo cualificado para contrarrestar la tentación de retroceder; apoyar los valores de libertad y justicia en los que se basa la razón de ser de Europa en el mundo: éstas son las piezas del rompecabezas que la izquierda está llamada a ensamblar para afirmar la posibilidad de que la ciudadanía europea integre las identidades nacionales y la necesidad de soberanía, no absorbiéndolas, sino armonizándolas. Si el demos de la ciudadanía europea no emerge como solución a la crisis democrática de las décadas de hierro y fuego que hemos vivido, ni la izquierda ni Europa tendrán futuro, ya que Europa quedaría reducida a un contrato entre naciones. 

Por el contrario, necesitamos redescubrir el sentimiento de que nuestros destinos están entrelazados, no por fatalidad o mera necesidad, sino por ambición compartida y elección generacional. Más que un proceso, se trata de una visión con objetivos claros y un horizonte definido. Este será el terreno de las próximas elecciones europeas. Para la derecha de las naciones y el nacionalismo, esto está claro. Si el debate público se repliega a los asuntos nacionales, los resultados electorales serán variables, país por país, pero no decisivos. Si la izquierda consigue mantener y aglutinar el consenso y la vitalidad en torno a esta visión, uniendo a los partidos políticos de tradición socialista y socialdemócrata, pero ampliando las alianzas a todos aquellos que creen que esta visión es el fundamento de una nueva política, desempeñará su papel para toda Europa, a favor de una democracia más sólida, de una soberanía más eficaz, para reducir las desigualdades. Para lograrlo, hay que renovar los partidos, sus estructuras y sus iniciativas, restablecer la confianza en ellos, en la participación política y en el futuro. Esta es la condición de una política que sepa mirar más allá del tiempo de la generación que la promueve, asumiendo el tiempo de la responsabilidad frente a la generación siguiente, la misma a la que se dirige el plan NextGenerationEU. Y si esto significa renunciar a parte de su propia identidad nacional y de su historia, no será para la supervivencia de un viejo partido, sino para el nacimiento de un partido nuevo, más grande, federal y contemporáneo. Esta es la savia de la que hablaba Alcide de Gasperi. Nunca los tiempos han exigido tanto valor.