Hablando de la historia de España en el siglo XIX, usted menciona en particular la larga resistencia del antiguo régimen. ¿Son las próximas elecciones testimonio de la larga resistencia del franquismo en la España contemporánea?
No, el franquismo es un falso problema. Los españoles han depurado el franquismo, al menos desde el punto de vista institucional y político. También la sociedad se ha transformado progresivamente. En el momento de la transición, había funcionarios que habían servido al franquismo y que sirvieron al nuevo sistema democrático. Algunos lo hicieron con gran entusiasmo, porque ya aspiraban, de manera subterránea, a esa transición democrática, y otros, quizá, con más resistencia. Eso era absolutamente claro en el ejército. Era el ejército de Franco y existía por y para el general Franco. Pero en menos de treinta años, los que se habían formado bajo Franco ascendieron a puestos de responsabilidad sin pretender derrocar la democracia. Esta generación se ha retirado. Hoy, el ejército español es comparable a todos los ejércitos europeos. Puede que todavía no sea el cuerpo más progresista de la sociedad española, pero no hay nostalgia del franquismo.
Sin embargo, todavía hay familias con un apego tradicional al franquismo. La misa de entierro de Franco, por ejemplo, fue celebrada por el hijo del teniente coronel Tejero, que dirigió el intento de golpe de Estado en España el 23 de febrero de 1981. A pesar del resurgimiento del integrismo católico en España, éste sigue siendo residual.
Por otra parte, el franquismo sigue siendo un principio activo en la política. En primer lugar, porque la izquierda tiene todo el interés en mantener vivo el franquismo, ya que su rechazo forma parte de su tradición política. Y en segundo lugar, porque es obvio que no se puede explicar la historia de España sin los cuarenta años de franquismo.
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¿Cómo entiende la excepción ibérica? ¿Por qué ha desaparecido?
Desapareció porque pasaron cuarenta años, que es el tiempo que tarda en borrarse la memoria fundacional.
Yo añadiría que hubo una doble excepción ibérica: en primer lugar, el hecho de que los regímenes dictatoriales nacidos en los años treinta -o incluso en los años veinte en el caso de Portugal- pudieron durar hasta mediados de los años setenta. En segundo lugar, la capacidad de salir de la dictadura a través de una transición negociada que construye una cultura democrática, para la que el recuerdo de la dictadura es obviamente algo que no se puede comprometer. Rápidamente se optó por «echar al olvido» toda referencia al franquismo.
El inconveniente es que después de cuarenta años, se desvanece. Hay cambios generacionales: alguien como Pedro Sánchez, nacido en 1972, no tiene memoria consciente del franquismo. Zapatero, que llegó al poder en 2004, sólo tenía diecisiete años en 1978. No votó la Constitución, porque no podía. Hoy, la generación que viene se ha criado en un mundo democrático.
La dictadura y el final de la dictadura se enseñan muy poco en España. Hay una falta de cultura histórica gigantesca entre las generaciones jóvenes: todos mis colegas universitarios españoles me dicen que los jóvenes ya no saben realmente quién es el general Franco. Los reflejos de una cultura política estructurada han sido sustituidos por la amnesia. Pero no es ni voluntaria ni determinada.
Tales condiciones han dado lugar a crisis financieras -las de 2008 a 2013 fueron absolutamente catastróficas-, crisis nacionales -el asunto catalán que culminó en 2017 pero que también ha estado en el centro de la actualidad desde 2012- y un cambio completo en la composición social y cultural de España -de ser una sociedad muy homogénea, se ha convertido en una sociedad multicultural con el fenómeno de la migración-. En 1995, menos del 1% de la población española era de origen extranjero, mientras que hoy la proporción es del 14% de la población. Se trata de flujos migratorios enormes que han sido posibles gracias a la prosperidad, aunque las condiciones se endurecieron en la época de la gran crisis. La España de hoy es profundamente diferente de la España de 1975.
La crisis económica, el nuevo radicalismo político, la cuestión migratoria en un entorno geopolítico cambiado y el cuestionamiento del futuro de España, todo ello explica el renacimiento -o más bien el nacimiento- de temas comparables a lo que estamos viendo en el resto de Europa, es decir, una deriva autoritaria.
No olvidemos que Vox es un partido nacido de una escisión del Partido Popular. Sus militantes eran hostiles a la complacencia de la dirección del PP frente a los nacionalismos periféricos. En esas condiciones, quisieron construir un pequeño partido de oposición nacional que reivindicara el nacionalismo español. Su expansión es inseparable de la crisis catalana. En segundo lugar, el partido retomó temas que existían en el resto de Europa.
A menudo se pone a España como ejemplo por el trabajo memorial que ha hecho en las dos últimas décadas. ¿Su modelo ha alcanzado sus límites? ¿O se trata de un proceso normal que simplemente nos obliga a reinventar el aprendizaje del pasado reciente?
Hay que repensar la educación en España. La enseñanza de la Historia está siendo masacrada. Es evidente que los jóvenes españoles carecen de la cultura política necesaria para entender de dónde vienen y hacia dónde van.
Muchos jóvenes piensan, por ejemplo, que la transición a la democracia fue impuesta. Olvidan el proceso de negociación entre los partidos. Muy a menudo, el plan de estudios se detiene en la Segunda República (1931-1939). Ahí hay una laguna… que da lugar a lagunas sumamente importantes.
También hay que recordar que la enseñanza de la historia en España está dividida en 17 comunidades autónomas. El plan de estudios nacional representa sólo la mitad de la base, mientras que la otra mitad se establece a nivel local.
En Les fractures de l’Espagne, usted pretende alejarse del exotismo que confina a España a una excepción ibérica que se aplica a todos los ámbitos. Pero, ¿percibe alguna característica importante de España en su relación con el pasado y con la política?
Sí, creo que la forma en que el mundo exterior mira a España corresponde con la forma en que los españoles se encierran en su propio pasado. Eso los lleva a una especie de repetición estéril, oscilando entre «realmente somos una excepción», «somos ingobernables» y «nadie nos entiende».
Mi objetivo es descifrar las coordenadas propias de España en el contexto de una comparación europea. Si tomamos al continente en su conjunto, la derrota de los antiguos regímenes tardó 150 años (1789-1945), porque las sociedades agrarias de Europa Central y Oriental no se desmantelaron sino hasta 1945. Del mismo modo, la secularización fue un proceso que duró 200 años. Es imperativo que los españoles salgan de su diálogo consigo mismos para enfrentarse al resto de Europa y entenderse mejor.
En cuestiones de memoria, me llama mucho la atención que en España haya una especie de ceguera. Todo está estructurado en torno a la Guerra Civil. Hay, por ejemplo, una virtual incapacidad para pensar en la Segunda Guerra Mundial. Una anécdota sobre Artur Mas, el presidente de la región catalana, lo dice todo: cuando fue a Yad Vashem, firmó en el libro de visitas y escribió: «El pueblo catalán entiende al pueblo judío porque también ha sufrido mucho». Es una ignorancia histórica increíble. Y no es un caso aislado: vemos esa asimilación del pueblo judío al pueblo catalán en varias ocasiones.
Tal incapacidad de la política española para pensar su historia en un contexto más amplio me parece extremadamente problemática. Además, las carreras universitarias están muy regionalizadas y dependen de la lógica de las comunidades autónomas. Eso significa que, si haces una tesis de historia en España sobre el nazismo, no conseguirás un puesto universitario, mientras que si haces una tesis sobre política local en la provincia de Soria, tienes posibilidades de hacer carrera. Ese fenómeno contribuye al agotamiento del debate político e histórico.
Sánchez es reconocido por su capacidad para llevar la voz española a la escena europea y por ser bien visto por sus colegas europeos. ¿Cómo definiría el término de “sanchismo”, actualmente en el centro de la campaña electoral en España?
Es una pregunta extremadamente difícil porque la historia de Sánchez es la de una maniobra política que se ha convertido en una aventura política.
El punto de partida es la crisis del Partido Socialista Obrero Español tras 2011, cuando perdió las elecciones generales frente a Mariano Rajoy. El Partido Socialista obtuvo el 28% de los votos, menos que su primer resultado en 1977. Hubo pánico a bordo: una situación casi catastrófica. Alfredo Pérez Rubalcaba, un viejo militante del partido, recibió las riendas del partido y venció a Carme Chacón en un congreso en el que el resultado se decidió por pocos votos. Pero ese congreso fue manipulado. Carme Chacón no pudo asumir el liderazgo del Partido Socialista en 2012 porque procede de la federación catalana del Partido Socialista. Era la segunda vez que se eliminaba a un candidato catalán. Josep Borrell ya había ganado las primarias en 1999, pero el aparato del partido consiguió dejarlo fuera. En resumen, el partido ha estado históricamente dividido.
Sin embargo, las cosas se están estabilizando, con Alfredo Pérez Rubalcaba al frente de importantes negociaciones: en concreto, acompañó las negociaciones en torno a la abdicación de Juan Carlos entre 2012 y 2014. Fue una operación muy delicada en la que PP y PSOE trabajaron juntos para preservar una institución que era herencia de la transición.
Después, se retiró. El partido eligió entonces a Pedro Sánchez, concejal madrileño, que se presentó únicamente para pacificar al partido. Su vocación era servir a los demás dirigentes del partido. Tiene fama de ser guapo, por lo que se espera que sirva como imagen positiva del partido.
En junio de 2016, cuando Mariano Rajoy estaba en una posición relativamente favorable para presidir el gobierno -siempre que el PSOE se abstuviera-, Pedro Sánchez adoptó una postura muy firme y se opuso a la abstención, llamando al grupo parlamentario a votar en contra de la investidura. Eso lo llevó a ser defenestrado por el comité federal en una dramática sesión en octubre de 2016. Mientras el PSOE decidió abstenerse, Pedro Sánchez, que era diputado, votó en contra del gobierno de Rajoy.
Entonces renunció y se propuso recuperar el partido. Sin recursos, partió con un pequeño equipo a recorrer las federaciones. El partido se preparó para el congreso apoyando a su candidata Susana Díaz, presidenta de Andalucía. La federación andaluza, que es muy importante, siempre ha liderado el partido. Pero esa vez, contra todo pronóstico, en mayo de 2017, Pedro Sánchez ganó las primarias con el 50.3% de los votos. A partir de entonces, tomó el control del aparato del partido eliminando a todos los antiguos dirigentes para construir un partido que él pudiera controlar.
En junio de 2018 intentó una moción de censura, una primicia histórica. Tuvo el olfato para hacerlo porque, 15 días antes, Rajoy había logrado un verdadero éxito al aprobar el presupuesto. En circunstancias normales, ganar esa votación le habría garantizado otros 18 meses en el cargo. Pero Sánchez, que había asegurado a los nacionalistas vascos que no tocaría los presupuestos de Mariano Rajoy, consiguió derribar al gobierno conservador y ponerse al frente de un gobierno socialista en minoría.
El 19 de abril de 2019, Sánchez ganó las elecciones con la posibilidad de formar mayoría absoluta si formaba coalición con Ciudadanos. Optó por rechazar esa opción, lo que provocó una segunda votación. En contra de lo que había previsto, perdió tres escaños en los comicios de noviembre.
Armado con una enorme capacidad de recuperación, se inventó una «mayoría Frankenstein» -término utilizado por Alfredo Pérez Rubalcaba- en coalición con Podemos. En general, salió bien y el gobierno consiguió aprobar varias leyes importantes. Por ejemplo, el salario mínimo aumentó más de 40% en un contexto especialmente difícil debido al Covid y a la guerra de Ucrania. En el plano macroeconómico, los resultados también fueron bastante favorables. Por último, Pedro Sánchez ha logrado reinstalar de forma duradera a los socialistas en el gobierno.
A fin de cuentas, ¿existe el sanchismo?
Probablemente no. En cambio, tiene un verdadero talento para dar forma a la política y utilizar las debilidades de sus oponentes para devolver al Partido Socialista a la posición central que una vez ocupó en la política española, con una nueva generación y nuevos objetivos. Ése es quizá el mayor legado del sanchismo.
Pero hoy se enfrenta a una última prueba: si gana las elecciones del 23 de julio, será el líder absoluto del Partido Socialista durante mucho tiempo. En cambio, si pierde, el ajuste de cuentas será violento. En tal caso, no quedará nada del sanchismo.
Ya sea desde un punto de vista dinástico o institucional, la monarquía española ha sido un punto de conflicto recurrente desde el siglo XIX. ¿Cuál es la situación en la actualidad? En 2017, Felipe VI asumió su papel de defensor de la soberanía española durante la crisis catalana. ¿Fue un error implicarse tanto?
En 2017, el rey Felipe estaba muy preocupado por la situación y sabemos que la relación con Mariano Rajoy no era buena. El rey consideró que era absolutamente necesario hablar con los catalanes y que había que encontrar una solución política, pero no tiene poder para imponer su voluntad. El discurso del 3 de octubre de 2017 fue en realidad una intervención para obligar al gobierno de Rajoy a reaccionar, porque no pasaba absolutamente nada. Por otro lado, había una dificultad real, que era simplemente el respeto a la Constitución. Por supuesto, en Cataluña se percibió muy mal, como una intervención del gobierno de Rajoy. En realidad, el rey estaba desempeñando su papel institucional, pero no contó con la ayuda de la clase política ni del gobierno.
Pedro Sánchez, aunque respete el sistema institucional, no quiere convertir al rey en un elemento central del juego político. Su objetivo es reducirlo a un papel de representación, cuando en teoría tiene un papel más importante.
En realidad, el asunto no es sencillo porque el problema es Juan Carlos, no Felipe. En 2014, su abdicación forzada se debió a sus payasadas, sobre todo sentimentales. Al final, nos dimos cuenta de que el verdadero problema era financiero.
La prueba de fuego será la muerte de Juan Carlos. Hasta entonces, se plantearán dos cuestiones. La primera se refiere al funeral. ¿Qué hacer y cómo hacerlo? En segundo lugar, estará la cuestión de la herencia. El rey Felipe ya resolvió esta cuestión renunciando a su parte, pero la prensa estará inevitablemente atenta para ver cuánto reciben las hermanas del rey, y las sumas serán sin duda considerables. El reto para el rey Felipe es desvincularse de ese engorroso padre, asegurando al mismo tiempo la continuidad dinástica.
Es fascinante constatar que el problema de los Borbones en España es permanente. No hay miembro de esa dinastía que no haya dado lugar a escándalos. Ha existido durante tres siglos, pero sigue siendo extremadamente frágil y quebradiza. Sin embargo, siempre consigue mantenerse.
¿Cómo lo ha conseguido?
En 1868, cuando Isabel II fue derrocada tras una serie de escándalos, sobre todo financieros, nadie habría apostado un céntimo por la restauración de los Borbones. Sin embargo, Cánovas del Castillo había triunfado con Alfonso XII. Cuando Alfonso XIII abandonó España en 1931, de nuevo nadie habría imaginado que la dinastía pudiera restaurarse.
Y, a pesar de todo, volvieron. Por supuesto, Franco fue decisivo, pero pocos imaginaban que Juan Carlos sería capaz de mantenerse. Cuando lo coronaron, muy poca gente estaba presente. Estaban el presidente alemán, el presidente francés Valéry Giscard d’Estaing, el vicepresidente estadounidense Rockefeller, el duque de Edimburgo y nada más. Asumían un riesgo político al estar allí, y al final Juan Carlos consiguió encarnar la imagen de una España de éxito. Eso quedó espectacularmente demostrado en los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992. Además, Juan Carlos frenó el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, lo cual estableció su autoridad y le dio legitimidad.
Felipe es el heredero de esta historia terriblemente complicada. Se encuentra en la encrucijada de una exposición mediática que es necesaria para la monarquía -aunque la debilite- y un papel político que depende enteramente de la confianza que sea capaz de generar y de la que la clase política esté dispuesta a otorgarle. El día que la clase política considere que debe convertirse en una República, la abandonará sin ninguna dificultad.
Es importante subrayar que la monarquía no tiene ninguna capacidad real de iniciativa, aparte de la fuerza simbólica que pueda ir acumulando poco a poco. Por el momento, está en manos de otros actores políticos que pueden tener interés en mantenerla o, por el contrario, en desestabilizarla y destruirla.
Para las monarquías europeas, el derecho divino ha dado paso a la legitimidad popular, que forma parte de su «fuerza simbólica». En la monarquía española hay otras figuras muy populares, entre las que destaca la reina Letizia. ¿Cuál es su papel? ¿Puede contribuir a estabilizar la corona española?
Cuando se casaron, en 2004, un amigo español me dijo que Letizia quería acabar con la monarquía española. Al principio, esta divorciada de izquierda escandalizó a la aristocracia española. Hoy, la misma gente dice que, de hecho, es ella quien está salvando la monarquía española gracias a su profesionalismo.
En realidad, Letizia no es la más popular: los dos miembros más populares de la familia real son el rey y la reina Sofía. Sin embargo, Letizia es muy importante para el rey porque lo ha sacado del círculo cerrado de su padre. Le ha dado un punto de apoyo en la sociedad española: la monarquía está ahora mucho más en contacto con su propio país.
Esto no cambia el hecho de que ella no es espontáneamente popular. Es más bien rígida. Sin duda fue terriblemente difícil llegar a ser reina de España cuando era nieta de un taxista e hija de un periodista. Se dijo un torrente de horrores sobre ella y se vio limitada a su papel de mujer durante mucho tiempo. Con motivo de la visita del presidente Sarkozy a España, la prensa sacó una foto de Carla Bruni y Letizia de espaldas para comparar sus caderas. Despreciable. Creo que Letizia ha asumido que es sólo una imagen, pero con mucha inteligencia, porque en realidad está en pleno proceso de modernizar el entramado de la Casa Real. También está muy comprometida con la educación de sus hijas, y quiere que ellas reflejen la imagen de la sociedad española.
Todas esas operaciones estarán sometidas a la prueba de fuego que supondrá la muerte de Juan Carlos y seguramente también la desaparición de la reina Sofía. Quizá llegue un momento en que los españoles se digan a sí mismos que todo eso no es más que folclor.
¿Qué camino cree que tomará España en los próximos años, entre la mística de la unanimidad nacional que propugnan los nostálgicos del franquismo y los nacionalismos regionales que se están expresando?
La cuestión de la unidad nacional se ha vuelto aún más tensa debido a la gran crisis que rodea el asunto catalán. Lo que hay que entender es que, en realidad, la democracia española está íntimamente ligada a la descentralización: el pacto de democratización se llama pacto de democratización y descentralización. Los efectos de ésta, sobre todo en materia de políticas públicas, han sido muy positivos porque están muy cerca de los ciudadanos.
Pero luego vimos el desarrollo, en el País Vasco y luego en Cataluña, de una retórica radical hostil a la idea de la unidad de España. Cuando la ETA planteó ese tipo de retórica, fue extremadamente marginal e hizo mucho daño a la sociedad española y vasca, pero a cambio también creó un sentimiento de unidad en torno a los valores democráticos. El mejor símbolo de ello fue el asesinato de Francisco Tomás y Valiente, expresidente del Tribunal Constitucional y jurista progresista de extraordinario prestigio, asesinado en la Universidad Autónoma de Madrid el 14 de febrero de 1996. Tras su muerte, se produjeron manifestaciones multitudinarias, especialmente de estudiantes, para reivindicar el legado democrático que representaba.
Fue allí donde apareció el símbolo de las manos empapadas en pintura blanca para significar el poder de los números. Es una ilustración de lo que Habermas podría llamar constitucionalismo democrático. La identidad de España deriva de su capacidad para encarnar la identidad de una democracia liberal, garantizando los derechos de sus ciudadanos frente a los grupos violentos.
Pero esta secuencia llegó a su fin con la desaparición de ETA en 2011 -y el terrorismo dejó de representar una amenaza directa- y eso es bueno. Pero deberían haberse encontrado formas de reafirmación democrática.
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Al mismo tiempo, el nacionalismo catalán se convirtió en independentismo. Esto llevó al desarrollo de un discurso de odio y xenofobia hacia el resto de España. Hasta ahora, las dos comunidades habían convivido sin demasiadas dificultades: ciertas declaraciones catalanas poco amables con el resto de España habían sido ignoradas por no ser centrales. Pero a principios de la década de 2010, el discurso se volvió extraordinariamente odioso hacia el resto de España, lo que provocó una vuelta al rechazo de Cataluña, que se cristalizó en un nacionalismo excluyente en torno a la unidad -que recuperó ciertos elementos franquistas-.
Tenemos que tener mucho cuidado de no ser anacrónicos. En particular, hay que distinguir Cataluña como entidad política y lingüística. Franco nunca tuvo una política anticatalana (desde el punto de vista lingüístico): en 1960, el director de La Vanguardia, que era franquista, escribió un editorial quejándose de un sermón en catalán en la misa a la que había asistido un domingo. Fue despedido dos días después.
Pero hay una reconstrucción que presenta la historia del catalán como lengua oprimida, para reivindicar hoy el uso del catalán en la enseñanza.
En ese sentido, ¿cómo entender la crisis de 2017?
La crisis de 2017 -y esto no ha sido suficientemente valorado en el resto de Europa- es, por tanto, una crisis de fondo, porque afecta a la unidad nacional y a los valores constitucionales: ¿podemos decir que la voluntad del pueblo interpretada por un partido es superior al texto de la Constitución, sobre todo cuando ésta es democrática?
En definitiva, el futuro de la unidad de España me parece convaleciente. La crisis de 2017 ya pasó, pero Cataluña ha llegado a un impasse político. Hay que intentar encontrar el camino de la unidad en un momento de extrema tensión.
De las elecciones podría salir una buena noticia: el líder de la derecha Alberto Núñez Feijóo fue presidente de Galicia durante 13 años. De convertirse en presidente del gobierno español, sería el primer presidente de una comunidad autónoma que pasa de ese cargo al de presidente del gobierno español. Feijóo podría demostrar así que puede ser un conservador no centralizador. Podría modernizar la derecha española, demostrando que el sistema de comunidades autónomas es ya el sistema español: es perfectamente posible gobernar un país con 17 comunidades autónomas. Sin embargo, si depende demasiado de Vox, se verá obligado a adoptar una postura unitaria totalmente hostil al sistema de comunidades autónomas.
En realidad, pues, hay dos caminos para la derecha española: una evolución federalista; o tensiones identitarias y unitarias.
Lo mismo ocurre actualmente con el Partido Socialista. No puede llevar un proyecto nacional, porque se ha cortado a sí mismo la capacidad de llegar a acuerdos con el Partido Popular y reconstituir ese espacio de transición democrática. Si pierde las elecciones, quizás entonces se produzca una recomposición política del Partido Socialista. Lo ideal sería una derecha moderada y un Partido Socialista renovado -pero eso llevaría unos diez años- para pensar juntos en federalizar España.
España parece haber perdido a menudo el interés por las instituciones europeas, a pesar de que su población es muy proeuropea. ¿Qué papel ha desempeñado la UE en la historia reciente de España, más allá de los vínculos que suelen establecerse entre transición democrática y pertenencia a la Unión Europea?
Los españoles siguen siendo fundamentalmente entusiastas de la Unión, forma parte de su cultura política reciente. Todos los gobiernos españoles han sido euroentusiastas y buenos alumnos de la Unión Europea. Hay, sin embargo, algunos matices. El 1 de julio comienza la presidencia española de la Unión Europea. Era un acontecimiento importante, y el gobierno de Sánchez había dicho que se tomaría en serio esos seis meses. Sin embargo, el calendario político interno se ha impuesto -el 23 de julio hay elecciones-, por lo que la presidencia española queda debilitada -pase lo que pase, no habrá gobierno en España antes de septiembre-.
Así que hay una especie de inmadurez por parte de la clase política, sin jugar con Europa, como están haciendo algunos populistas europeos. No obstante, Vox empieza a adoptar una postura euroescéptica, aunque tenga poca repercusión. Los votantes del partido votan más a favor de España que en contra de Europa.
¿Qué lugar ocupa el imaginario imperial en la España contemporánea?
España ha tenido la experiencia de ser tanto el primer imperio colonial como la primera nación descolonizada. A lo largo del siglo XIX, es interesante observar la dificultad que tuvieron los españoles para pensar el lugar de España. La primera Constitución de 1812 establecía que todos los españoles de ambos hemisferios eran españoles; en 1837, sólo lo eran los habitantes de la península. En ese momento, Cuba, que era parte integrante de España, se vio expulsada a la periferia colonial.
Eso da lugar a disonancias muy divertidas: en todos los manuales de historia de España se dice que la primera línea férrea española se construyó en Cuba. Por tanto, ¡Cuba es española!
En resumen, la realidad está ahí. Pero hubo un punto de inflexión en 1898, cuando España quedó reducida a la península y dejó de ser una realidad geopolítica. Fue ignorada y marginada hasta el punto de quedar al margen de las convulsiones globales del siglo XX: aunque la Guerra Civil española fascinó a Europa, España no participó en las dos guerras mundiales. No fue hasta que España volvió a Europa cuando recuperó una forma de influencia, en forma de poder blando, pero sin capacidad de proyección.
Debido a esta marginación, la dictadura de Primo de Rivera y el franquismo hicieron un gran uso del imaginario hispanoamericano: el Día de la Raza, el 12 de octubre, es una celebración del Imperio. En el nacionalismo español existe la idea de que el país fue un gran pueblo civilizador y que América Latina es hija de España.
Parte de la experiencia española está ligada a la conciencia de que fue una gran potencia y que ahora está en declive. Pocos países en el mundo han vivido esta experiencia. Conviene comparar las experiencias española, británica y francesa. España dejó definitivamente de ser una potencia en 1898, y tardó casi un siglo en asimilar ese choque. No estoy lejos de pensar que a los franceses y a los británicos les llevará el mismo tiempo.
Hoy, esa dimensión imperial de España no es un remordimiento, sino más bien una meditación sobre lo que se perdió y las razones del fracaso.