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Un observador atento de la actualidad política y mediática española habrá percibido el lugar que ocupa el pasado en los debates políticos y en los medios de comunicación. Y no un pasado cualquiera: las discusiones, debates y polémicas se centran principalmente en los años 30, la Guerra Civil de 1936-1939 y los cuarenta años de dictadura. A pesar del consenso alcanzado por buena parte de la historiografía sobre las responsabilidades del golpe de Estado de 1936 que desencadenó el conflicto, o sobre el carácter fundamentalmente represivo de la dictadura, no parece que éste haya calado realmente en el debate público. Peor aún, el discurso experto de los historiadores es regularmente puesto en entredicho por los tertulianos, participantes habituales en debates televisivos, las tertulias, a las que es muy aficionado el público español, y que actualizan los relatos elaborados por la propia dictadura para asentar su legitimidad, especialmente en torno a la responsabilidad de los gobiernos de la Segunda República (1931-1939) en el estallido de la guerra. Lejos de ser objeto de un repudio incuestionable e indiscutible, algunas características del dictador y de su régimen son recuperadas o incluso reivindicadas por ciertas fuerzas políticas y sectores de la sociedad: volvemos a escuchar que Franco trajo a España el orden, la paz, la prosperidad, la seguridad social.
Hasta hace unos años, sin embargo, la dictadura era un tema debatido casi exclusivamente en ámbitos académicos. Su regreso al debate público coincide con la reaparición de los huesos de las víctimas de la dictadura a principios de la década de 2000, gracias a la movilización de asociaciones memorialistas por la apertura de las fosas comunes que puntean la geografía española. Las demandas de “verdad, justicia y reparación” de las víctimas y sus descendientes llevaron al gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero a aprobar una primera ley de memoria en 2007, la llamada “Ley de Recuperación de la Memoria Histórica”. Pero esas mismas demandas chocaron con una ola revisionista que terminó encontrando eco en ciertos sectores de la sociedad. La polémica en torno al pasado se ha reavivado con la exhumación del cadáver del dictador en octubre de 2019 y ha subido un grado más en otoño de 2021, durante el debate de una nueva ley de memoria propuesta por el actual gobierno de coalición (PSOE y Unidos Podemos) para sustituir a la de 2007. El objetivo de esta nueva ley sería completar lo que la primera dejó en el tintero: condenar públicamente la dictadura, celebrar la memoria de sus opositores, hombres y mujeres, como constructores de la democracia española y -sobre todo- aplicar parcialmente una justicia transicional que nunca se ha puesto realmente en práctica en España, en particular mediante la creación de una Fiscalía específicamente dedicada a establecer la verdad sobre los crímenes del franquismo, aunque éstos no sean posteriormente objeto de tratamiento judicial. La ley supondría también la desaparición de la Fundación Francisco Franco, dedicada a la memoria del dictador y que conserva sus archivos (no sólo privados). Estos objetivos, y en general la política memorialista del actual gobierno son calificados de “totalitarios” o incluso “franquistas” por una parte de la derecha, en un curioso giro paradójico que no parece chocar a la gran mayoría de la sociedad española1. Sin embargo, el proyecto de ley no aborda realmente lo que se ha dado en llamar el “modelo español de impunidad”, basado en la Ley de Amnistía aprobada en 1977, la cual impide cualquier proceso judicial por violaciones de los derechos humanos cometidas durante la dictadura. Algunos partidos a la izquierda del Gobierno, como Esquerra Republicana de Catalunya, no se han privado de recordárselo. Sin embargo, las voces críticas de ese pasado franquista y sus efectos en la sociedad española se ven cada vez más desplazadas en el debate público por una ultraderecha muy ofensiva, que se ha materializado en la existencia del partido político VOX. España ya no puede presumir, como ocurría antes de la aparición de esta fuerza política en 2014, de ser prácticamente el único país de Europa donde la ultraderecha tiene una existencia política residual. Esta “excepción ibérica” era generalmente explicada aludiendo a que, en España y en Portugal, la larga experiencia de las dictaduras de extrema derecha habría blindado a la población contra estas ideologías. Sin embargo, el nacimiento de VOX a partir de una escisión del Partido Popular parece apoyar otra hipótesis: la extrema derecha española se habría alojado en el seno del partido conservador, fundado por un antiguo ministro de la dictadura. Sin pretender dar una respuesta completa o definitiva, las siguientes líneas intentan aportar algunos elementos para entender la siguiente pregunta: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí, más de cuarenta y cinco años después de la muerte del dictador?
Cadáveres molestos y batallas de memoria
El 24 de octubre de 2019 los restos de Francisco Franco, que yacían en el enorme mausoleo del Valle de los Caídos, dedicado a la memoria de los muertos de la guerra civil (principalmente del bando franquista), son exhumados y posteriormente enterrados de nuevo en un cementerio privado en una austera ceremonia. Esta exhumación, a la que se opuso hasta el último momento la familia Franco (entre cuyos miembros se encuentra Luis de Borbón, duque de Anjou y pretendiente al trono francés, bisnieto del dictador y del rey depuesto en 1931, Alfonso XIII), ha revelado profundas divisiones ideológicas que van mucho más allá del destino final del cadáver del dictador. Su permanencia en el Valle de los Caídos y la propia existencia del monumento representaba de alguna manera la normalización del pasado dictatorial, a pesar de que tras la muerte de Franco en diciembre de 1975 el Valle de los Caídos se había ido transformando en un reducto folklorizado para nostálgicos de la dictadura. A pesar de ello, no deja de ser cierto que Franco era el único dictador de Europa enterrado en un monumento de estas dimensiones y visibilidad, en el que recibía periódicamente homenajes de sus partidarios. Su presencia masiva a pocos kilómetros de Madrid, pero sobre todo la resistencia a la exhumación del cadáver del dictador y a la transformación del monumento en un centro de interpretación de la memoria de la dictadura, son un recordatorio de que España, o al menos parte de su sociedad y de su clase política, no ha renegado del pasado franquista. Así, el momento de la exhumación dio lugar a un sinfín de artículos de prensa e intervenciones en los medios de comunicación recordando los logros del dictador y de su régimen; la decisión del presidente del Gobierno, el socialista Pedro Sánchez, de no conceder al dictador los homenajes debidos a un ex jefe de Estado en el momento de su exhumación también suscitó las críticas de la derecha. Como un recordatorio de la forma en que se ha enseñado la historia en las escuelas españolas durante buena parte de la democracia, el franquismo sigue siendo “el régimen anterior”, sin calificativos, un periodo normalizado e incluso reivindicado por un sector de la población que creció durante aquellos años. En este contexto hemos asistido a la reaparición de la expresión “franquismo sociológico” que el sociólogo J.F. Tezanos ya había teorizado al final de la dictadura2. Con este concepto, Tezanos caracterizaba un ethos de la sociedad española, fruto de la larga socialización franquista, que impregnó a la población de valores directamente derivados de la ideología nacional-católica de la dictadura: conservadurismo, rechazo a lo diferente, nacionalismo español exacerbado, respeto al orden y a la autoridad, entre otros.
El cadáver demasiado visible del dictador puede compararse con las decenas de miles de cadáveres de las víctimas de la dictadura que aún yacen en fosas comunes o en las cunetas de las carreteras de toda España. Estos cadáveres ocultos se hicieron repentinamente visibles a principios de la década de los 2000, cuando comenzó el movimiento de apertura de fosas que, ampliamente difundido por los medios de comunicación, se ha convertido en el símbolo de los esfuerzos de una parte de la sociedad española por restablecer un relato sobre el pasado dictatorial que diera a los vencidos de la guerra y a las víctimas de la dictadura el lugar que les corresponde. El movimiento asociativo y memorialista construido en torno a estas exhumaciones se autodenominó “movimiento por la recuperación de la memoria histórica” y fueron las reivindicaciones de estas asociaciones las que llevaron al gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero a aprobar en 2007 la primera ley memorialista de la democracia española: la ya mencionada “Ley de Memoria Histórica”. En ella se decretaba la desaparición de los símbolos franquistas del espacio público, la reparación de las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura, y la ilegitimidad (pero no la anulación) de las sentencias dictadas por los tribunales franquistas por motivos políticos. De hecho, la ley no se atrevió a tocar el corpus jurídico de la dictadura, lo que hubiera podido abrir la puerta a una anulación de toda su jurisprudencia, incluidas las leyes que constituyen la base del actual orden democrático. La propia exhumación de Franco, y la transformación de su mausoleo en un centro de memoria, también formaba parte del programa. La ley también autorizaba la exhumación de fosas comunes, pero delegaba la tarea de hacerlo a las asociaciones. Asimismo, no se contemplaba el enjuiciamiento de los responsables de las violaciones de derechos humanos durante la dictadura. El tratamiento de los cadáveres de las víctimas quedó así relegado a la esfera privada y se consideró una cuestión humanitaria, antropológica o incluso arqueológica, pero no política o judicial: eran vistos como restos de una época pasada, no como víctimas de un crimen político.
A pesar de su relativa timidez, la ley de 2007 desencadenó numerosas protestas de la derecha: “reabrir las heridas del pasado” fue la acusación más común, junto con la de querer imponer una memoria oficial en el espacio público. En la izquierda, las asociaciones tampoco se contentaron con el contenido de la ley y presentaron listas de víctimas al juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, quien a partir de dichas listas comenzó a instruir el que debería ser el primer juicio al franquismo como sistema represivo. Garzón se había distinguido en la lucha contra la impunidad de las dictaduras al solicitar la extradición del dictador chileno Augusto Pinochet en 1999, posible gracias a la utilización del concepto de «justicia universal». Sin embargo, para proceder a la acusación del franquismo tomó la precaución de incluir en el acta de acusación, publicada el 16 de octubre de 2008, únicamente a individuos «notoriamente muertos» (la expresión es del historiador Santos Juliá3), empezando por el propio Francisco Franco. Ante el recurso de apelación por parte de la Fiscalía General, Garzón se inhibió y trasladó el caso, que afectaba a un total de 114.266 desaparecidos, a los juzgados territoriales. Esto no impidió que el juez fuera acusado de prevaricación por un sindicato de funcionarios de extrema derecha, Manos Limpias, y condenado en 2012 a 11 años de inhabilitación. Si bien el delito finalmente imputado a Garzon fue la utilización de grabaciones realizadas de forma ilegal en el marco del proceso contra la denominada “trama Gürtel”4, la condena empañó la reputación de España como referente en la lucha contra la impunidad conseguida tras la petición de extradición de Pinochet. Garzón se había topado con una de las consecuencias de la forma en que se llevó a cabo la transición democrática en España: la Ley de Amnistía proclamada en 1977 y todavía vigente. Gracias a esta ley, la oposición antifranquista consiguió la liberación de los presos políticos de las cárceles franquistas, pero en contrapartida excluyó la posibilidad de investigar judicialmente a quienes cometieron violaciones de derechos humanos durante la dictadura. La desventura del mediático juez Garzón da cuenta de la imposibilidad de llevar a cabo el juicio del franquismo, incluso 35 años después de la muerte del dictador5.
El uno por su excesiva visibilidad, los otros por su invisibilidad, estos cadáveres que resurgen en el espacio público representan la dificultad que tiene la sociedad española para construir un relato apaciguado de su pasado traumático. Los restos del dictador, como los de sus víctimas, nos hablan de una transición a la democracia que se construyó sobre el reconocimiento de la memoria del dictador y el olvido de sus víctimas. Por tanto, no es posible considerar los 40 años de dictadura como un paréntesis en la historia del país: la España democrática es en parte producto de la España dictatorial.
Los pecados originales de la “Inmaculada Transición”
Desde el momento de su constitución como movimiento memorialista, las miradas y los reproches de las asociaciones de «memoria histórica» se han dirigido a la forma en que se produjo la transición democrática en España. De hecho, ya a mediados de los años noventa, la politóloga Paloma Aguilar, una de las pioneras en el estudio de los efectos de la memoria de la Guerra Civil y de la dictadura en la España actual, demostró que el recuerdo (y sobre todo el miedo) de la Guerra Civil fue movilizado durante el proceso político de transición a la democracia para, entre otras cosas, evitar cambios radicales y contener las demandas demasiado atrevidas de la oposición antifranquista. Se ha aludido así a un «pacto de olvido» sellado por las élites, tanto de derechas como de izquierdas; olvido de la guerra y de sus consecuencias, pero sobre todo olvido de las víctimas de la represión, e incluso de la propia represión. También se ha hecho alusión a un intercambio de «amnistía por amnesia»: el precio de la amnistía política para los presos de la dictadura habría sido el olvido voluntario de los crímenes cometidos por ella6.
Sin embargo, todos los actores de la transición a la democracia, tanto en la derecha como, sobre todo, en la izquierda, son unánimes: la Transición fue lo que pudo ser dadas las circunstancias en las que se produjo, tanto internas como externas. Como se suele decir, Franco murió en la cama, dejando su legado atado y bien atado. Todas las instituciones franquistas estaban plenamente operativas y gozaban de gran estabilidad, tanto el Ejército, profundamente fiel al dictador (con la excepción de algunos militares demócratas, organizados en una asociación clandestina, la UMD), como las fuerzas del orden franquista, o el sistema judicial. Incluso la comisión encargada de redactar la constitución democrática estaba formada en su mayoría por antiguos miembros de las Cortes franquistas. Los historiadores han mostrado que desde los años 60 se había producido una democratización de la sociedad española gracias a un crecimiento económico sin precedentes, pero dicha democratización afectó principalmente a ciertos sectores de la sociedad civil particularmente movilizados. Si, según los análisis sociológicos de los años 60 y 70, la sociedad española en su conjunto mostraba preferencias por un régimen representativo, también situaba los valores de orden y estabilidad por encima de los de libertad y democracia7. En lo que respecta a la élite política franquista, si para algunos de sus miembros (cada vez más visibles a medida que avanzaba la degradación física del dictador) era deseable una apertura, la contemplaban como la condición para garantizar la viabilidad del sistema en su conjunto. En realidad, en el transcurso de su larga existencia, el franquismo se había convertido en un régimen en el sentido político-sociológico del término: no sólo una forma de gobierno (en este caso no democrática), sino también una vasta red de intereses, especialmente económicos, que apoyaban al poder político al tiempo que se apoyaban en él. Estos intereses tenían ramificaciones en el conjunto de la sociedad e irrigaban lo que Tezanos denominó a partir de 1978 franquismo sociológico.
También es importante recordar las circunstancias internacionales en las que se produjo la muerte del dictador: en plena Guerra Fría, y tras la agitación provocada en las cancillerías europeas por la Revolución de los Claveles en Portugal, ningún gobierno estaba dispuesto a apoyar una ruptura radical en España, empezando por Francia. El joven rey Juan Carlos, designado por el propio Franco como su sucesor y al que sus críticos -no sólo de izquierdas- se divertían en llamar «Juan Carlos el Breve», pudo así valerse del apoyo internacional para moderar (“pilotar” sería exagerado) un proceso de transición a la democracia que dejara prácticamente intacta la infraestructura político-administrativa existente. Al tiempo que adoptaba un funcionamiento democrático, el nuevo régimen recicló una parte importante del personal político, administrativo, judicial y militar de Franco. La transición se produjo «de la ley a la ley», según la expresión utilizada en la época, con la legalidad franquista abriendo el camino a la nueva legalidad democrática.
Sin embargo, es legítimo preguntarse qué reminiscencias jurídicas e institucionales tuvo esta transición sin verdadera ruptura, y ésta es una de las críticas que sus detractores hacen al proceso en su conjunto. Una de estas reminiscencias es la mencionada Ley de Amnistía de 1977, una ley preconstitucional (la Constitución democrática se aprobó en 1978) que respondió, como ya se ha dicho, a una fuerte demanda política y social de las fuerzas antifranquistas y de una parte de la sociedad. Sin embargo, el carácter desigual de la relación de fuerzas establecida durante la transición democrática puede apreciarse en el precio que la democracia tuvo que pagar por esta amnistía: no es necesario evocar un supuesto «pacto de silencio» o «amnistía por amnesia». En la época de la transición se habló abundantemente de la represión y de las víctimas; hubo publicaciones, artículos de prensa, películas; hubo incluso algunas exhumaciones de fosas comunes, aunque se realizaron en un ambiente relativamente hostil y con una mínima cobertura mediática. Pero el hecho es que ningún responsable de los abusos cometidos durante la dictadura fue molestado oficialmente. Además, todo el proceso de construcción de la democracia tuvo lugar sobre un fondo de ruido de sables. La sombra del Ejército fue constante y la amenaza de un golpe de Estado permanente, hasta que éste se materializó el 23 de febrero de 1981, cuando fuerzas del Ejército y de la Guardia Civil ocuparon el Congreso de los Diputados, provocando el pánico entre los militantes de izquierda: aquella noche, muchos archivos personales se convirtieron en cenizas o se fueron por el retrete. La intervención del Rey -cuyo papel en el curso de los acontecimientos aún suscita algunos interrogantes, en particular su grado de conocimiento de la conspiración militar- para detener el golpe estableció definitivamente su legitimidad entre la población española durante mucho tiempo: el Rey se convirtió en el garante definitivo de la democracia, el «piloto del cambio»8. El proceso de modernización económica y social iniciado por el Partido Socialista tras su llegada al poder en 1982, y su apuesta por una modernidad que hiciera borrón y cuenta nueva del pasado, hicieron el resto. El presidente socialista Felipe González declaraba así en el 50º aniversario del inicio de la Guerra Civil en 1986 que una guerra civil no era un acontecimiento conmemorable9.
El éxito de la Transición se construyó sobre la ausencia de condena del régimen franquista, lo que supuso la impunidad de los crímenes cometidos en su nombre, y sobre la relegación de sus víctimas a un segundo plano en el relato del advenimiento triunfal de la democracia, presentado como el resultado del consenso y de la apertura de las élites -sobre todo de la élite franquista. Así, durante mucho tiempo la sociedad española fue mecida por la narrativa de una “Inmaculada Transición”: un paso indoloro y pacífico de la dictadura a la democracia en el que la propia legalidad franquista dio nacimiento a la democracia. El modelo español se exportó internacionalmente como un ejemplo de transición democrática pacífica y exitosa, aunque estudios recientes demuestran que esta narrativa ocultaba la violencia simbólica y real del proceso de transición a la democracia, así como los sectores de la población que quedaron relegados a un segundo plano en la construcción de la nueva ciudadanía española10.
¿Una vuelta a los años 30?
Con la normalización democrática que siguió al intento fallido de golpe de Estado de 1981 y la llegada al poder del Partido Socialista en 1982, España parecía dejar atrás el recuerdo de su pasado dictatorial. En 1996, el líder conservador José María Aznar llegaba a la presidencia del gobierno haciendo alusión a una «segunda transición»11: su partido, el Partido Popular, era una evolución de Alianza Popular, partido fundado en 1976 por el exministro franquista de Información y Turismo Manuel Fraga. Durante sus años de gobierno, de 1996 a 2004, tenía lugar el «segundo milagro económico español», tras el de los años 60 bajo la dictadura. Sin embargo, la crisis económica de 2008, que golpeó duramente a España, mostró hasta qué punto ese milagro se basaba en una burbuja inmobiliaria y financiera que, al estallar, provocó una crisis no sólo económica y social, sino también política y representativa. El movimiento que llenó las plazas españolas en la primavera del 2011 al grito de «Democracia real ya», «No nos representan», y que pronto se conoció como «Los indignados» o «El Movimiento 15M», denunciaba un régimen, un sistema político al servicio de las élites que no representaba los intereses de la población. Este movimiento pronto se vinculó al «movimiento por la memoria histórica», que denunciaba desde principios de los años 2000 el olvido de la represión franquista y de sus víctimas. Tanto el cierre de un sistema cuyo bipartidismo se veía claramente favorecido por las leyes electorales como las desigualdades de la sociedad española que expusieron a muchas personas a la violencia de la crisis serían el resultado de la forma en que se construyó el sistema político y social postfranquista. Los “indignados” empezaron a denominar al sistema existente “régimen del 78″ para indicar mejor su carácter orgánico y totalizador, al mismo tiempo que la expresión insinuaba su continuidad con el «régimen anterior». El olvido del franquismo y de su posible legado parecía ser la condición necesaria para esta prolongación del sistema12.
Sin embargo, el terremoto político que surgió de la crisis del 2008 dando lugar a la aparición de una nueva fuerza política a la izquierda del PSOE, la formación Podemos, no sólo tuvo efectos en la izquierda. En 2014, el año en que se fundó Podemos, nacía el partido de extrema derecha VOX a partir de una escisión del Partido Popular. VOX representaba la visibilización de un ala derecha del PP insatisfecha con el giro centrista de los gobiernos de Mariano Rajoy, que sucedió al mucho más radical José María Aznar y que había ganado las elecciones generales de 2011 sobre un fondo de crisis y protestas de los ‘indignados’. Con un discurso y un programa que se nutren tanto de la reivindicación desacomplejada de la herencia franquista como de la estrategia económica neocon ultraliberal, adobada con la retórica xenófoba y populista común a la extrema derecha americana y europea, VOX es una formación relativamente heterogénea que representa tanto un aggiornamento del nacionalcatolicismo franquista como su hibridación con las formas modernas que adoptan las movilizaciones de la extrema derecha populista. Con su defensa cerrada de la familia tradicional, su rechazo a cualquier posición feminista hasta caer en posiciones masculinistas (se opone al derecho al aborto y tiene previsto derogar la Ley contra la Violencia de Género bajo el argumento de que convierte a los hombres en culpables designados), su rechazo visceral a los inmigrantes (principalmente a los llamados “MENAS”, menores no acompañados, diana de sus principales ataques), el programa de VOX es ultraconservador en sus aspectos sociales, incluso morales, mientras que esconde en su interior un programa económico ultraliberal centrado en la bajada de impuestos y la flexibilización del código laboral. En este sentido, en palabras de Miguel Urbán, Santiago Abascal, el líder de VOX, está más cerca de Bolsonaro que de Le Pen o Salvini. Al mismo tiempo, su insistencia en la pasada grandeza de la historia de España, especialmente en su vertiente imperial, en el orgullo de ser español y en los logros de la dictadura franquista, lo hacen semejarse a un Zemmour español. Navegando sobre la ola de la crisis con un discurso fuertemente xenófobo, anti-minoritario (con las feministas y los colectivos LGBTI+ en particular en su línea de mira), y manejando hábilmente las redes sociales, VOX ha conseguido en pocos años, sobre todo desde su irrupción electoral en 2019, imponer sus temas y su estilo en el debate público, hasta hacer audibles comentarios que hace poco se hubiesen considerado chocantes. Así, para algunos observadores, con su discurso directamente derivado de la retórica franquista («reconquista de España» frente a una «invasión de los bárbaros», proclamas en torno a la unidad de España avivadas por el intento separatista en Cataluña en 2017, guiños a los sectores más reaccionarios de la Iglesia católica), VOX sería la encarnación de ese «franquismo sociológico» que todavía impregna una parte de la sociedad española a pesar de la transformación democrática13.
En realidad, el propio partido político reivindica sin tapujos el legado de Franco y abomina de las leyes de memoria que intentan borrar el recuerdo franquista de la escena pública. En septiembre de 2019, VOX presentó una proposición de ley para derogar la Ley de Memoria Histórica de 2007 y uno de sus diputados afirmó explícitamente que la Constitución Española de 1978 no deriva de la Constitución republicana de 1931, sino del franquismo: “condenar el franquismo no tiene sentido, ya que somos herederos de él y la historia es la que es”14. Esta reivindicación explícita va acompañada de una condena de la actuación de la izquierda durante la Segunda República, y hunde sus raíces en una corriente revisionista contemporánea al «movimiento de recuperación de la memoria histórica». Esta corriente revisionista, principalmente llevada a cabo por publicistas e historiadores periféricos a la Universidad, fue apoyada por el gobierno de Aznar a principios de la década de 2000 y pretendía actualizar las justificaciones de la propia dictadura para legitimar el golpe de Estado de 1936, en particular la violencia política que tuvo lugar durante los años republicanos.
En realidad, el uso político que hace VOX de la historia de la Guerra Civil y el franquismo se enmarca en un contexto más amplio, tanto historiográfico como político y memorialista. Lo que sí es relativamente nuevo, sobre todo a partir de 2019 y de la polémica exhumación del dictador, es la exacerbación de estos argumentos y, sobre todo, su uso en el presente. A veces este uso puede adoptar la forma de una metáfora política, como ocurrió en junio de 2020 durante el debate parlamentario sobre el indulto concedido por el Gobierno a los presos catalanes por la tentativa independentista. En esta ocasión Pablo Casado, actual líder del PP, dio su particular visión del golpe de Estado de 1936 y de la guerra civil, describiendo a los dos bandos como «los que querían una democracia sin ley» frente a «los que querían una ley sin democracia», y equiparando a los primeros con los políticos catalanes presos15. A esta controvertida interpretación de la historia (y del episodio catalán) le siguieron las declaraciones de un ex ministro del PP que negó que Franco hubiese dado en 1936 un golpe de Estado, sin ser contradicho por el líder del partido16. Pero la mayor parte del tiempo estas retóricas se inscriben en una temporalidad presentista, lo que da al oyente la impresión de estar sumergido en los años 30. Así, el gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos constituido en enero de 2020 se convierte en una réplica del Frente Popular de 1936 -presentado por la derecha como la antesala de la guerra civil-, el gobierno de Pedro Sánchez es calificado de «totalitario» -sobre todo cuando se trata de tocar el pasado franquista- y, en general, se presenta a las fuerzas de izquierda como una continuidad de lo que fueron en los años 30 -o más bien de lo que el relato de la derecha pretende que fueron.
Conclusión… provisional
Esta forma de reproducir los conflictos de los años 30 en el presente, de reivindicar y «blanquear» el legado franquista por parte de la extrema derecha, arrastrando a su terreno a una derecha más convencional, sólo puede tener un objetivo: atizar el miedo a un conflicto civil, que el conflicto del separatismo catalán ha suscitado desde 2017, y al mismo tiempo normalizar su agenda política ultraconservadora y neoliberal. Esta normalización utiliza un discurso directamente inspirado de la retórica franquista que, a pesar de todo, resulta familiar para una parte importante de la población que creció bajo la dictadura y fue socializada en ese discurso. No olvidemos el envejecimiento de la población española y la más que probable transmisión de ciertos discursos y hábitos de pensamiento dentro del círculo familiar: eso es lo que yo denominaría «franquismo sociológico». Esa familiaridad es tranquilizadora en tiempos de crisis e incertidumbre, y puede explicar en parte, aunque no totalmente, el éxito de VOX. Otra parte de este éxito, especialmente entre una parte de la juventud, se debería a la gestión del conflicto catalán y a la crisis de los partidos tradicionales.
Por otro lado, la reproducción de este pasado, especialmente en el Parlamento, puede ser también una reacción a los profundos cambios experimentados por el personal político desde el ciclo abierto por el 15M y el movimiento de los Indignados. Una anécdota aparentemente banal puede ilustrar este punto. En enero de 2016, las nuevas Cortes resultantes de las elecciones generales acogieron a 71 diputados de la coalición Unidos Podemos: la mayoría de ellos eran muy jóvenes, entraban por primera vez en el hemiciclo, y se encargaron de hacer notar esta novedad con su estilo de vestir desenfadado y sus actitudes poco convencionales y juveniles -la diputada Carolina Bescansa incluso asistió a la sesión con su bebé-. El diputado Alberto Rodríguez, en particular, llamó la atención por sus rastas, lo que hizo exclamar a la diputada popular Celia Villalobos: ‘puede llevar rastas, siempre que estén limpias y no me pegue los piojos’17. Mientras termino de escribir esto, Alberto Rodríguez acaba de ser despojado de su mandato como diputado tras una polémica sentencia del Tribunal Supremo por golpear supuestamente a un policía durante una manifestación en enero de 201418. Según la prensa de izquierdas, algunas fuerzas políticas aún no han digerido la presencia y la actividad parlamentaria de un diputado al que llamaron peyorativamente «el Rastas» y que se convirtió en un símbolo de la «nueva política». Esta reacción de la derecha más conservadora ante la entrada de la «chusma» -es decir, de las masas, del pueblo- en la política hace pensar en una versión edulcorada de los años 30; probablemente podamos ver en ello una huella de la herencia del franquismo, que hizo de la política un patrimonio de las élites.
Notas al pie
- Pedro Corral, «¿Memoria democrática o totalitaria?», ABC, 18 de julio de 2020; Cayetana Álvarez de Toledo, «Franco, Franco, Franco», El Mundo, 21 de septiembre de 2020.
- J. F. Tezanos, «Notas para una interpretación sociológica del franquismo», Sistema, nº 23 (1978), pp. 47-99.
- Santos Juliá, ‘Pedestal para el juez’, El País, 28 de febrero de 2010.
- Trama de corrupción que implicaba a políticos del Partido Popular asi como la financiación ilegal de dicho partido.
- Sophie Baby, «Latinoamérica: ¿un desvío necesario? Baltasar Garzón, de Pinochet a Franco», Amnis [Online], 2 | 2011. URL: http://journals.openedition.org/amnis/1485
- Paloma Aguilar, Memoria y olvido de la guerra civil española, Madrid, Alianza Editorial, 1996.
- Santos Juliá, «Orígenes sociales de la democracia en España», Ayer, Nº 15 (1994): La transición a la democracia en España, pp. 165-188.
- Charles T. Powell, El piloto del cambio. El rey, la monarquía y la transición a la democracia, Barcelona, Planeta, 1991.
- «Declaración del Gobierno con motivo del 50 aniversario de la guerra civil», El País, 18 de julio de 1986.
- Sophie Baby, El mito de la transición pacífica, Madrid, Casa de Velázquez, 2012; Pau Casanellas, El Franquismo ante la práctica armada (1968-1977), Madrid, Los libros de la Catarata, 2013.
- José María Aznar, España, la segunda transición, Madrid, Espasa-Calpe, 1995.
- François Godicheau, Democracia inocua. Lo que el postfranquismo ha hecho de nosotros, Madrid, Postmetrópolis, 2015.
- Miguel Urbán, ‘La emergencia de Vox’, Viento Sur, nº 166, octubre 2019, pp. 84-94.
- » Vox se niega a condenar el franquismo: «Somos herederos y la historia es la que es», Elplural.com, 16 de septiembre de 2019, https://www.elplural.com/politica/espana/vox-franquismo-condena-memoria-historica-guerra-civil-espinosa-monteros_224017102.
- Lucia Tolosa, ‘Pablo Casado: «La Guerra Civil fue un enfrentamiento entre quienes querían la democracia sin ley y quienes querían la ley sin democracia»‘, El País, 30 de junio de 2021.
- Elisa Tasca y Elsa García de Blas, ‘Críticas al PP por el acto que organizó en el que un exministro negó que Franco diese un golpe de Estado’, El País, 20 de julio de 2021.
- «Celia Villalobos: «No me importan las rastas, pero limpias y sin piojos», El País, 18 de enero de 2016.
- Reyes Rincón y Xosé Hermida, ‘La condena al diputado Alberto Rodríguez deriva en un conflicto entre el Supremo y el Congreso’, El País, 20 de octubre de 2021.