Tras el pensamiento estratégico de Maquiavelo, el análisis de la ruptura polemológica de las Guerras de Italialas prácticas bélicas en el mundo griegola era estratégica de la Guerra del Golfo y los mamelucos de Austerlitz, el olvidado asedio de Dunkerque y el de París en 1870, nuestra serie de verano «Estrategias: de Cannas a Bajmut» nos sumerge en la Guerra de los Cien Años a través de una larga entrevista.

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Usted escribe que la Guerra de los Cien Años ofrece «un material de reflexión mucho más rico para los estrategas de hoy que las guerras de la Revolución y del Imperio o las dos guerras mundiales». ¿Por qué?

Porque la Guerra de los Cien Años es, a la vez, híbrida y multidimensional, como los conflictos contemporáneos. Los dos adversarios utilizaron todos los medios a su alcance para desestabilizarse mutuamente, y el uso de la fuerza armada fue sólo uno de ellos. En términos militares, las batallas campales son acontecimientos excepcionales, no ha habido más de una docena en el último siglo y medio, a diferencia de los asedios, las emboscadas, las «cabalgatas» y las «carreras de caballos» dirigidas por partidas de unos cientos de hombres. Las operaciones militares eran secuenciales, a la vez breves y continuas, y muy fragmentadas en el espacio y en el tiempo, por lo que resultaba muy difícil comprenderlas en su totalidad, ya que eran muy numerosas y parecían carecer de cualquier lógica global. La “economía de medios” practicada por los beligerantes era muy característica de la cultura medieval: el éxito de una escaramuza o de una emboscada, reflejada en la captura de algunos capitanes importantes, podía conducir a la rendición de una gran ciudad o de toda una provincia. En 1436, por ejemplo, fue una derrota sufrida por la guarnición inglesa de París cerca de Épinay-sur-Seine lo que impulsó a la población de la capital a sublevarse y abrir sus puertas a los hombres de Carlos VII. Esa “batalla de encuentro” movilizó a poco más de mil hombres en ambos bandos. A la inversa, una gran victoria puede producir efectos limitados, como las grandes batallas ganadas por los ingleses al principio del conflicto, ya que ninguna de ellas se saldó con una victoria decisiva. Por encima de todo, la Guerra de los Cien Años fue multidimensional, en el sentido de que no podía reducirse a enfrentamientos militares. Incapaces de movilizar y, sobre todo, de pagar durante un largo periodo a más de miles o decenas de miles de hombres para controlar un inmenso territorio, los Plantagenet y los Valois tuvieron que integrar en su estrategia factores políticos, culturales, financieros, fiscales, económicos y sociales. Éstos fueron los factores que condujeron a la victoria final de los Valois. 

La Guerra de los Cien Años es, a la vez, híbrida y multidimensional, como los conflictos contemporáneos.

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De hecho, ¿cómo consiguió ganar la guerra Francia, cuyo Estado estaba muy por detrás del inglés, sobre todo en el ámbito fiscal?

Al principio de la guerra, el sistema financiero de la monarquía francesa era muy arcaico. Era una herencia de la antigua monarquía feudal. Los reyes de Francia no querían hacer lo que los reyes de Inglaterra se vieron obligados a hacer, es decir, establecer un sistema fiscal basado en el consentimiento de las élites de su reino: los prelados, nobles y burgueses reunidos en asambleas representativas, es decir el Parlamento en Inglaterra o los Estados Generales en Francia. Los últimos Capetianos directos intentaron establecer un diálogo institucional con los «tres estados del reino» entre 1300 y 1320, pero la resistencia que encontraron y su negativa a ceder la más mínima parte de su soberanía los llevaron a desistir. Prefirieron evitar cualquier intercambio político entre gobernantes y gobernados. Por eso, al principio de la guerra, los ingresos del rey de Francia apenas superaban a los del rey de Inglaterra, para una población cuatro o cinco veces mayor. Además, eran muy imprevisibles y fluctuaban mucho de un año al otro, lo que dificultaba la planificación de las operaciones.

En la década de 1340, y sobre todo a finales de la de 1350, las derrotas militares obligaron a Felipe VI de Valois y a Juan el Bueno a reanudar el diálogo con sus súbditos y a convocar periódicamente a los Estados Generales. La política real fue sumamente cuestionada, y las subvenciones para la guerra sólo se concedieron pagando el precio de importantes concesiones, especialmente en lo relativo al control de la recaudación y al uso de los impuestos. Sin embargo, a partir de 1360, los Valois recuperan el control y aprovechan la situación de emergencia permanente («l’urgente nécessité» en francés) creada por el estado de guerra para confiscar a sus súbditos el derecho a recaudar impuestos, un hecho sin precedentes en Europa. Tras muchos altibajos, el sistema político y fiscal instaurado de forma definitiva por Carlos VII (rey de 1422 a 1461) duraría hasta la Revolución, y tal vez más allá. Si los Valois lo consiguieron, si sus súbditos aceptaron el principio de un impuesto arbitrario fijado por la autoridad, fue porque habían suscrito una especie de contrato político implícito que beneficiaba a todos. La nobleza estaba exenta de la mayoría de los impuestos, en particular de la “talla” o “tallación” que era un impuesto directo que provenía de la antigua tradición de hacer marcas sobre palos para contabilizar las entregas de dinero y así certificar los pagos. Los grandes señores recibían una pensión a cambio del monopolio fiscal del rey sobre sus tierras. La nobleza media y baja ocupaba puestos lucrativos en la corte, en la administración real y, sobre todo, formando parte de las compañías de ordenanza del único ejército permanente de Europa. A finales del siglo XV, unos pocos miles de familias nobles, a su vez muy minoritarias dentro de la nobleza, monopolizaban la mayor parte de los ingresos fiscales. La burguesía no quedó completamente rezagada, ya que se concedieron a las ciudades ciertas exenciones fiscales, así como privilegios de todo tipo que beneficiaban a las clases urbanas dominantes. Por último, la población del campo ganó en seguridad, ya que el establecimiento de un ejército permanente, pagado con el impuesto «de la gente de guerra», puso fin a la plaga de las pandillas de guerra de gente itinerante que, durante décadas, había saqueado el reino cuando ya no les pagaban.

Al principio de la guerra, los ingresos del rey de Francia apenas superaban a los del rey de Inglaterra, para una población cuatro o cinco veces mayor.

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En resumen, la causa principal de la victoria francesa fue una forma de victoria fiscal.

Este fue sin duda un factor importante, tal vez el más importante, pero fue a su vez el resultado de un equilibrio político de poder. A principios del siglo XIV, los Estados inglés y francés estaban bien constituidos en términos de orden público. Sin embargo, la guerra tuvo importantes consecuencias políticas: en Inglaterra, reforzó el papel del Parlamento mientras que en Francia obligó a la monarquía a replantearse completamente la fiscalidad. En este sentido, la Guerra de los Cien Años fue un momento clave en la historia de Europa, ya que desde el siglo XI hasta el XVIII, la forma en que los Estados europeos se organizaron para recaudar los recursos necesarios para la guerra fue el hilo conductor de la historia del continente: de ella dependió la naturaleza de los regímenes políticos y las relaciones entre gobernantes y gobernados.

Durante varios siglos, el sistema feudal había funcionado extraordinariamente bien en términos militares: los siglos XII y XIII correspondieron al periodo de máxima expansión del Occidente cristiano, con la conquista de casi toda la Península Ibérica, Sicilia y los Estados Bálticos, y el establecimiento de reinos francos en Oriente Próximo. Los ingresos procedentes de los feudos permitían mantener una clase de guerreros profesionales, lo que a su vez posibilitaba movilizar considerables recursos militares sin tener que reunir enormes cantidades de capital.

Durante varios siglos, el sistema feudal había funcionado extraordinariamente bien en términos militares: los siglos XII y XIII correspondieron al periodo de máxima expansión del Occidente cristiano, con la conquista de casi toda la Península Ibérica, Sicilia y los Estados Bálticos, y el establecimiento de reinos francos en Oriente Próximo.

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Sin embargo, a finales del siglo XIII ese sistema se estaba agotando. Los ingresos de los señores tendían a disminuir, mientras que las guerras eran más largas y lejanas, lo que las hacía más costosas. En consecuencia, había que pagar a los caballeros y a los hombres de guerra. Fue así como nació la fiscalidad moderna, basada en el consentimiento del pueblo. Fue una gran innovación, ya que hasta entonces las monarquías feudales habían vivido de las rentas de la tierra o de impuestos que se consideraban el pago de un servicio público (derechos sobre las monedas, ferias y mercados, hornos, molinos, caminos, puentes, beneficios de la justicia, etc.). Pero la aparición de la fiscalidad fue violentamente cuestionada, y la crisis del Estado feudal se vio agravada por la peste negra y el colapso demográfico de Europa, que hicieron que los salarios se duplicaran o triplicaran.

La guerra era una industria que gastaba mucho en mano de obra: los salarios pagados a los soldados representaban el 90% de su costo, en una época en la que los combatientes se entrenaban y equipaban a sí mismos. Paradójicamente, el advenimiento del Estado moderno condujo a una disminución del poder del Estado que, entre mediados del siglo XIV y principios del XVII, disponía de menos medios de acción que en la Edad Media. Esto tuvo importantes consecuencias políticas: los príncipes se encontraban en una posición de debilidad ante sus súbditos y por eso tenían que negociar. Este fue el origen del desarrollo del Parlamento en Inglaterra y de los Estados Generales en Francia. Éstos se convocaron por penúltima vez (antes de 1789) a principios del siglo XVII. De hecho, la crisis acabó resolviéndose a favor de los Estados monárquicos y dinásticos cuando los salarios empezaron a bajar como consecuencia de la reconstitución de la población europea. El Estado recuperó una verdadera capacidad de acción. Un ejemplo habla por sí solo. En Francia, la presión fiscal era prácticamente la misma bajo Carlos VII, a mediados del siglo XV, que bajo Luis XVI: oscilaba entre el 5% y el 10% de la renta nacional. Pero mientras que la población del reino apenas se duplicó en tres siglos, el ejército permanente de Carlos VII contaba con menos de 10 mil hombres mientras que el de Luis XV era capaz de mantener 150 mil en tiempos de paz; por no hablar de la marina, inexistente en la Edad Media pero que bajo el mando de Luis XVI fue la segunda en el mundo, apoyada por grandes infraestructuras e industrias.

La verdadera revolución militar europea de la Edad Moderna tiene menos que ver con las armas de fuego, las fortificaciones abaluartadas o la burocracia que con el hecho de que los Estados europeos, con una fiscalidad constante, pudieron reclutar ejércitos mucho más numerosos.

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En mi opinión, la verdadera revolución militar europea de la Edad Moderna tiene menos que ver con las armas de fuego, las fortificaciones abaluartadas o la burocracia que con el hecho de que los Estados europeos, con una fiscalidad constante, pudieron reclutar ejércitos mucho más numerosos.

¿Cómo describir la Guerra de los Cien Años? ¿Fue un conflicto feudal, una guerra civil, una guerra protonacional?

Fue una hibridación de todos esos tipos de guerra. El cronónimo «Guerra de los Cien Años» se fijó a principios del siglo XIX, y también fue entonces cuando se establecieron las fechas de inicio y fin con las que se le conoce: de 1337 a 1453. El año 1337 no fue una elección insignificante, ya que fue cuando Eduardo III reclamó oficialmente el trono de Francia. Pero a este acontecimiento se le ha dado una importancia que no tuvo para sus contemporáneos. Eduardo III no tenía ninguna intención real de derrocar a Felipe VI, que ya llevaba diez años en el trono (1328) y a quien nadie había desafiado seriamente. Para el rey de Inglaterra, el objetivo principal era presionar al rey de Francia para que resolviera a su favor la cuestión de la Guyena.

Fue ese conflicto territorial el verdadero problema que causó el enfrentamiento entre los Valois y los Plantagenet, al menos al principio. Se trataba de una guerra de soberanía entre dos Estados, en la que ciertamente se invocó el derecho feudal, pero sólo sirvió de pretexto. En el sentido estricto del término, una guerra feudal implicaba que había dos contendientes por un feudo o un trono. A principios del siglo XIV, el rey de Francia no cuestionaba que el rey de Inglaterra fuera el duque de Guyena, y el rey de Inglaterra no cuestionaba que el ducado de Guyena perteneciera al reino de Francia. Sin embargo, ambos querían ser plenamente soberanos del ducado de Guyena.

Se trataba de una guerra de soberanía entre dos Estados, en la que ciertamente se invocó el derecho feudal, pero sólo sirvió de pretexto.

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Es común presentar la Guerra de los Cien Años como una guerra feudal que se transformó con el tiempo en una guerra nacional. Casi se podría afirmar lo contrario. Sólo más tarde, bajo Enrique V, que sucedió a Azincourt (1415) y el Tratado de Troyes (1420), el rey de Inglaterra pudo realmente imaginarse ocupando el lugar del rey de Francia. La historiografía tradicional refleja una visión demasiado lineal y tajante de la historia.

¿Pero ese periodo también se caracterizó por las guerras civiles?

Sí, durante la Guerra de los Cien Años hubo guerras civiles en Francia e Inglaterra. Se libraron a varios niveles. Al principio, el conflicto era un asunto interno en Francia y sólo se convirtió en una guerra exterior porque el duque de Guyena era también rey de Inglaterra. Muy pronto, las primeras victorias inglesas fracturaron la sociedad política francesa. La introducción de un nuevo sistema fiscal hizo enojar a la burguesía de las ciudades, y el periodo estuvo marcado por una sucesión de levantamientos y sublevaciones urbanas, que el poder real tuvo grandes dificultades para reprimir. Una parte de la nobleza, no sólo de Gascuña, sino también de Poitou y Normandía, se alió con los ingleses. Sobre todo, una parte importante de ellos apoyó a Carlos de Navarra, bisnieto de Luis X, que habría sido rey si no se hubiera excluido a las mujeres de la sucesión al trono en Francia. Todo ello desembocó en una primera guerra civil, muy peligrosa para los Valois, que alcanzó su punto culminante tras la captura de Juan el Bueno en Poitiers en 1356, cuando Carlos de Navarra se alió con el preboste de los mercaderes de París, Étienne Marcel. Éste fue finalmente derrotado y asesinado en 1358, pero Carlos V tardaría otros veinte años en imponerse a Carlos de Navarra.

Medio siglo más tarde, la locura de Carlos VI condujo a una lucha de casi 30 años entre dos ramas más jóvenes de la Casa de los Valois: los armagnacs (en realidad, los orleanos) y los borgoñones. Por primera vez, los dos bandos tenían programas políticos muy distintos que abordaban directamente las principales cuestiones planteadas por la Guerra de los Cien Años, es decir, la triple querella dinástica, territorial y política. La principal cuestión planteada por el conflicto era la naturaleza de la monarquía francesa. ¿Sería absoluta? ¿O, por el contrario, se ajustaría al ideal de una monarquía mixta, con un rey que gobernara con la aprobación de sus súbditos y el apoyo de los príncipes, los grandes señores y los sabios?

Armagnacs y borgoñones se enfrentaron violentamente por este asunto. Obviamente, cada bando defendía los intereses de un príncipe, el duque de Orleans para los armagnacs y el duque de Borgoña para los borgoñones, pero cada uno tenía también una visión radicalmente distinta del Estado real. Los armagnacs defendían la afirmación desenfrenada de la autoridad real. Los borgoñones, en cambio, abogaban por el «buen gobierno», definido por el respeto a las «franquicias y libertades» de las comunidades y órdenes de la sociedad, y por una fiscalidad a la vez moderada, temporal y pactada. Posteriormente, este programa fue caricaturizado y presentado como demagógico: los defensores del Estado absolutista, seguidos por los promotores de la novela nacional (ya fueran de izquierda o de derecha) hasta el siglo XX afirmaron que los partidarios borgoñones eran hostiles a la fiscalidad en sí. En realidad, no pedían otra cosa que lo que se practicaba entonces en toda Europa. Su descontento era con los impuestos arbitrarios.

Esta segunda guerra civil, que desgarró el reino durante tres décadas, da testimonio paradójicamente de su mayor integración política. Las agendas de ambos bandos se discutían tanto en París como en Toulouse, a diferencia de los disturbios civiles anteriores, que afectaban principalmente a la nobleza feudal.

Hubo una especie de convergencia entre el programa borgoñón y la ideología de la monarquía inglesa, que se estaba construyendo, a veces violentamente, en esa misma época. ¿Es posible pensar que su alianza era algo más que circunstancial?

Así es. Cuando Enrique V conquistó Normandía en 1417-1419, afirmó constantemente que iba a restablecer el buen gobierno de San Luis. Se trataba de una retórica oportunista, por supuesto, ya que movilizaba a las élites locales, pero también coincidía con el discurso político de los Lancaster en Inglaterra, frente a las otras ramas de la dinastía Plantagenet. Cuando Enrique IV logró deponer y luego asesinar a Ricardo II, declaró que gobernaría con el Parlamento. En Francia, Enrique V restableció gradualmente el sistema fiscal anterior, pero buscó el consentimiento de sus súbditos. En 1420, convocó a los Estados Generales para ratificar el Tratado de Troyes y obtener los subsidios necesarios para la guerra. Esa ideología del consentimiento no era pura hipocresía: los duques de Borgoña la aplicaron en sus feudos hereditarios, no sólo en Borgoña, sino también y sobre todo en sus principados del norte, en particular en Flandes, Brabante, Holanda, etc.

En Francia, Enrique V restableció gradualmente el sistema fiscal anterior, pero buscó el consentimiento de sus súbditos.

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En su opinión, el arte de la guerra en la Baja Edad Media se inspiraba directamente de la Antigüedad y se caracterizaba por el deseo de evitar el enfrentamiento frontal. ¿A qué se debe esa cultura de la evasión?  

El gran pensador militar de la Edad Media, y también de principios de la Edad Moderna, fue Vegecio, un autor romano cristiano del siglo IV d. C. Defendía el enfoque indirecto: evitar la batalla cuando el enemigo era más numeroso o se encontraba en una posición favorable; atacar por la retaguardia; multiplicar las emboscadas; cortar las líneas de suministro. En definitiva, todo lo contrario de la tesis defendida por Victor Davis Hanson en The Western Way of War (2001), en la que sostiene que la cultura occidental de la guerra se basa en la búsqueda del enfrentamiento decisivo. Sus tesis son audaces y seductoras como pueden serlo los grandes modelos históricos. Sin duda son convincentes para la Grecia clásica, de la que es un eminente especialista, pero de ahí a aplicarlas a Lepanto y Midway…

Vegecio era leído en todo Occidente y sus lecciones eran ponderadas por todos los jefes militares. Lo mismo ocurría en Francia, cuya supremacía militar se había basado durante dos siglos en la carga de caballería pesada equipada con lanzas. Mientras que la táctica de los ejércitos reales se basaba en el asalto frontal, la situación estratégica era muy diferente. Felipe VI sabía “tomarse su tiempo”. Entre 1339 y 1340, cuando Eduardo III desembarcó en Flandes con un gran ejército, optó por rehusar la batalla, y sus tropas, supuestamente indisciplinadas, lo obedecieron. Al cabo de unos meses, Eduardo III se vio obligado a “tirar la toalla”, tras haber dilapidado todos sus recursos financieros, como Felipe VI lo había anticipado perfectamente, incluso antes de la gran derrota de Crécy, el primer desastre francés de la guerra.

Crécy, Poitiers y Azincourt son, pues, excepciones. ¿Por qué esas enormes derrotas han permanecido en el imaginario francés?

El hecho de que las enormes derrotas hayan permanecido en el imaginario colectivo se debe en gran medida a un cronista, Jean Froissart, que escribió algunos magníficos artículos acerca de la valentía sobre la primera parte de la Guerra de los Cien Años y, en particular, sobre la batalla de Crécy. Así pues, nuestra percepción de las primeras grandes derrotas francesas se debe en gran parte al increíble talento literario de Froissart y otros cronistas. En cambio, de la segunda parte del conflicto sólo disponemos de crónicas muy áridas y concisas. Además, las batallas de Poitiers y Azincourt conmocionaron a la opinión pública por la magnitud de la derrota. En el primer caso, el rey fue capturado; en el segundo, la nobleza francesa del norte y del oeste del país había sido diezmada, y una parte muy considerable de la alta nobleza de los armagnacs fue hecha prisionera y permaneció encerrada en Inglaterra durante varias décadas. Como resultado, la historiografía militar de la Guerra de los Cien Años parece limitarse a veces a tres derrotas francesas, a pesar de que la última parte del conflicto estuvo marcada por importantes victorias.

Además, los historiadores modernos han proyectado sobre esas batallas sus propios prejuicios o las preocupaciones de su época. Por ejemplo, las victorias inglesas se presentan a menudo como las de los arqueros, de origen plebeyo, sobre la caballería francesa, procedente de la nobleza. Sin embargo, en aquella época, los ingleses no veían las cosas de este modo, en lo absoluto: hacían hincapié en las hazañas de su propia nobleza. Crécy, por ejemplo, se presentó como la victoria de un rey caballero, Eduardo III, sobre otro rey caballero, Felipe VI. En Inglaterra, el papel a menudo (pero no siempre) decisivo desempeñado por los arqueros en el campo de batalla no cuestionaba en absoluto la preeminencia social y política de la nobleza.

Las victorias inglesas se presentan a menudo como las de los arqueros, de origen plebeyo, sobre la caballería francesa, procedente de la nobleza.

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Además, el declive de la caballería fue temporal. En el siglo XIV, los hombres de armas franceses abandonaron la carga a caballo y lucharon a pie. Sin embargo, a partir de 1420-1430, se generalizó la armadura de placas de acero, que ofrecía una mejor protección tanto a los hombres como a los caballos contra las flechas inglesas. La segunda mitad del reinado de Carlos VII estuvo marcada por un auténtico renacimiento de la caballería pesada, que se prolongó hasta 1520-1530. Ello se debió también a una realidad demográfica específica de Francia: su nobleza era tan numerosa que podía constituir, en la época de Du Guesclin, la mayoría o casi la totalidad de los combatientes implicados en el conflicto. En Inglaterra, donde no había más de 3 mil a 4 mil nobles, el rey se veía obligado a abrir su ejército a los plebeyos.

En las compañías de ordenanza creadas durante el reinado de Carlos VII, la proporción de plebeyos, que en su mayoría servían como arqueros a caballo, disminuyó constantemente hasta mediados del siglo XVI, y lo hizo de tal manera que las plazas de arquero se reservaron a los nobles. Así pues, las grandes reformas militares emprendidas por Francia entre 1445 y 1450 tendieron a preservar la cultura y las prácticas bélicas eminentemente aristocráticas heredadas de la Edad Media central.

¿Cómo era un día de batalla?

Siempre que es posible, se confiesan y comulgan; todos rezan y se persignan, y luego comienza la batalla. La fase inicial, que determina el destino de la jornada, suele ser muy intensa y muy breve: quizá una hora de cuerpo a cuerpo, a veces menos. Las horas siguientes se caracterizan generalmente por la retirada de los vencidos, la captura de aquellos por los que se puede pedir un rescate y la masacre de los heridos y de las tropas de a pie desbandadas.

La fase inicial, que determina el destino de la jornada, suele ser muy intensa y muy breve: quizá una hora de cuerpo a cuerpo, a veces menos.

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Esta brevedad se debe tanto a la ferocidad del combate como al escaso número de tropas implicadas: las batallas en las que participaban más de 10 mil hombres de ambos bandos eran muy raras. En Azincourt, la batalla más importante de la segunda mitad de la Guerra de los Cien Años, se calcula que 9 mil ingleses lucharon contra unos 15 mil franceses. 

¿Cómo se luchaba en la Edad Media?

Las batallas medievales estaban mucho menos estandarizadas que las de la era moderna. Cada una era única. En Crécy (1346), los arqueros ingleses, atrincherados en una colina, resistieron victoriosos las cargas de la caballería francesa. En Poitiers, los franceses lucharon a pie, pero fueron los ingleses quienes derrotaron a sus enemigos gracias a un movimiento de dirección de su caballería. En Azincourt, los ingleses tomaron la iniciativa, provocando la reacción francesa y una carga a pie que degeneró en una gigantesca estampida. La mayor victoria asociada a Juana de Arco, Patay (1429), fue una batalla de encuentro, en la que la primera línea francesa, varios centenares de hombres a caballo armados, cargó con éxito contra los arqueros ingleses antes de que éstos tuvieran tiempo de tomar su posición. En Formigny, en 1450, los franceses vencieron gracias a su sangre fría, su disciplina y la oportuna llegada del condestable de Richemont al flanco izquierdo inglés, tan decisiva como la intervención de Blücher en Waterloo. Por último, en Castillon (1453), los ingleses atacaron a sus enemigos, atrincherados tras fosas y empalizadas, de una manera, por así decirlo, muy poco meditaba.

¿Los cronistas hablan de las horas sangrientas que siguieron al choque inicial?

Dicen muy poco de eso. Su papel, según ellos, es preservar la memoria de los cobardes pero, sobre todo, de los héroes, que deben servir de ejemplo a las generaciones futuras.

¿Qué papel desempeña Dios en esas batallas?

Es fundamental, ¡y siempre vale la pena recordarlo! La batalla es vista como un juicio de Dios. Cuando pierdes, es a causa de tus pecados. Los vencedores son presentados como buenos cristianos, recompensados por su piedad, o incluso como penitentes. Pero el juicio de Dios es siempre temporal, porque puede ser cuestionado una y otra vez. La derrota en Crécy no llevó a Felipe VI a pedir la paz a Eduardo III. Incluso la captura de Juan II sólo condujo a un tratado de paz extremadamente temporal. Siempre es posible arrepentirse, enmendarse y volver a encontrar el camino de la victoria. ¿Qué encontramos siempre en el Antiguo Testamento, la principal colección de ejemplos históricos de la Edad Media? Dios dedica tanto tiempo a castigar cruelmente a los hebreos cuando ignoran sus mandamientos como a darles la victoria cuando los obedecen.

La batalla es vista como un juicio de Dios. Cuando pierdes, es a causa de tus pecados. Los vencedores son presentados como buenos cristianos, recompensados por su piedad, o incluso como penitentes.

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A menudo se ha afirmado que la Guerra de los Cien Años fue una etapa importante en la construcción de las identidades francesa e inglesa. ¿Es esto cierto?

En aquella época, la identidad inglesa estaba más afirmada que la francesa: era un territorio lingüístico, administrativo y políticamente mucho más homogéneo que Francia. Pero el conflicto, que muy pronto tomó un cariz esencialmente defensivo, favoreció claramente la aparición de un sentimiento de pertenencia que se cristalizó en el siglo XV. No obstante, creo que es preferible hablar de los «súbditos del rey de Francia» más que de franceses, aunque el término ya empezara a referirse a todos los habitantes del reino. Es importante porque la matriz del sentimiento nacional en Francia era la exaltación de la dinastía, mientras que en Inglaterra el pueblo prevalecía sobre el rey. Esa situación cambió en el siglo XVI: las Guerras de Religión provocaron un debilitamiento del prestigio personal de los reyes de Francia. Ello propició la aparición de una narrativa sobre los orígenes de los galos y, sobre todo, de los francos, que se extendió mucho más allá de los círculos eruditos en los que se había confinado hasta entonces.

Du Guesclin, elevado a la categoría de héroe nacional en el siglo XIX, había sido durante mucho tiempo un pariente pobre en la historia militar. ¿Por qué es tan difícil escribir la historia de su reconquista?

Porque durante mucho tiempo la historia militar fue el coto reservado de los historiadores que se interesaban sobre todo por las batallas y las tácticas, y que por lo mismo daban un lugar de honor a los grandes enfrentamientos espectaculares que permitían articular una narración bien construida, con un principio y un final. La guerra tal como la practicaba Du Guesclin se basaba en un enfoque indirecto y en la multiplicación de asedios y pequeñas emboscadas con el objetivo de reconquistar los territorios perdidos al menor costo posible: cientos de pequeñas acciones, tediosas de enumerar, insípidas de contar y, sin embargo, ¡tan eficaces! Su ejército, el primer ejército permanente en la historia de Francia, apenas contaba con 3 mil o 4 mil hombres, pero estaban bien dirigidos, atacando desde los fuertes hasta los débiles, donde menos se les esperaba. Muy lejos del imaginario colectivo de la gran y gloriosa batalla. Saludemos de paso la memoria del historiador militar británico B. Liddell-Hart, que fue el primero en comprender la estrategia del condestable bretón y en rendirle homenaje. Unos quince años más tarde, en 1945, el historiador francés Édouard Perroy todavía retrataba a Du Guesclin como un vulgar jefe de pandilleros «que se creía superior a todos».

Sin embargo, sucedía lo contrario, la acción militar de Du Guesclin estaba subordinada a la acción política de Carlos V e integrada en ella. El objetivo era aturdir al enemigo consiguiendo algunos éxitos locales, lo que ponía a la población local, esencialmente los nobles y la burguesía de las ciudades, en condiciones de negociar con las autoridades reales. Un excelente ejemplo de ello fue la reconquista de Poitou en 1372. En aquella época, la nobleza estaba claramente a favor de los ingleses. Los ejércitos reales ganaron algunas batallas menores contra cuadrillas inglesas ligeramente inferiores en número y muy dispersas, lo que llevó a los nobles a entablar conversaciones con el hermano del rey, el duque de Berry, mientras que la burguesía de las principales ciudades veía confirmados sus privilegios y se apresuraba a abrir sus puertas a los franceses. Así, por un costo mínimo, la provincia más hermosa de la Aquitania inglesa se pasó al bando francés.

¿Qué papel debemos otorgarle a Juana de Arco en la estrategia de Carlos VII y sus consejeros? ¿Era puramente simbólica o desempeñaba un papel verdaderamente estratégico?

En la mente de Carlos VII, su contribución debía ser esencialmente moral. El rey se dejó convencer de que ella podía haber sido inspirada por Dios, en parte porque Juana estaba íntimamente convencida de ello, lo cual es evidente, y en parte porque la había sometido a una minuciosa investigación, llevada a cabo por clérigos que desconfiaban de los laicos que decían haber tenido visiones, sobre todo cuando eran poco instruidos (Juana era más instruida de lo que decían). Para sorpresa de todos, Juana de Arco se reveló muy pronto como una estratega genial, con una perfecta comprensión de la dimensión psicológica de la guerra. Su papel fue absolutamente decisivo.

Para sorpresa de todos, Juana de Arco se reveló muy pronto como una estratega genial, con una perfecta comprensión de la dimensión psicológica de la guerra.

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La estrategia de Juana de Arco se basó en una ofensiva total para arrebatar la iniciativa al enemigo y recuperar la ventaja moral. A instancias suyas, la guarnición de Orleans, reducida hasta entonces a la pasividad, decidió atacar los atrincheramientos provisionales ingleses alrededor de la ciudad. El ataque comenzó con la toma de la bastilla de Saint-Loup; un éxito minúsculo logrado por un centenar de hombres. A continuación, los ingleses fueron desalojados de las Tourelles, que cuidaban el acceso al puente sobre el Loira, al sur del río. Se vieron obligados a levantar el asedio y encerrarse en los demás lugares que ocupaban a lo largo del Loira. Aturdidos, apenas reaccionaron. Jargeau, Meung-sur-Loire y Beaugency cayeron. La victoria de Patay, el 18 de junio de 1429, fue la mayor victoria francesa desde el comienzo de la guerra franco-inglesa.

Del mismo modo, la cabalgata de coronación fue un acto de psicología pura. El ejército real estaba escaso de víveres y artillería, y contaba con unos diez mil hombres mal equipados. Llegaron a Champaña, una provincia muy favorable a los anglo-borgoñones. En Troyes, Juana de Arco simuló un asalto, que no tenía ninguna posibilidad de éxito, pero que incitó a los habitantes a escuchar a su obispo, discreto partidario de Carlos VII. La sumisión de Troyes vino acompañada de una serie de condiciones. Sólo Carlos VII estaba autorizado a entrar en la ciudad, mientras que el ejército permanecía fuera. La ciudad estaba exenta de impuestos y de derechos de guarnición. Sin embargo, el ejemplo de Troyes animó a las ciudades de la región de Champaña a rendirse, en condiciones cada vez más favorables al rey. Rápidamente decidieron rendir «obediencia plenaria» a Carlos VII, que finalmente fue coronado en Reims el 16 de julio de 1429. La disputa sucesoria se resolvió a favor de los valois. Sólo quedaba reconquistar el reino. Juana de Arco comprendió perfectamente que había que mantener el impulso generado por las victorias en el Loira.

El siglo XV se caracterizó por la proliferación de cuadrillas de mercenarios que, cuando no cobraban, vivían de la tierra. Más allá de la inmensa destrucción que causaron, en la cuenca de París y en Champaña en la década de 1430, por ejemplo, ¿desempeñaron estas cuadrillas un papel político?

En realidad, las grandes compañías de los años 1360 o los “descuartizadores” del siglo XV no eran exactamente mercenarios, si por ello entendemos hombres que luchaban exclusivamente en beneficio propio y no tenían ninguna lealtad o fidelidad a su patrón. Lo que los borgoñones llamaban los “descuartizadores” luchaban únicamente para el rey de Francia. Por supuesto, no dudaban en saquear y pedir rescate a los súbditos del rey de Francia cuando no les pagaban, pero no cambiaban de bando. Del mismo modo, en el siglo XIV, los capitanes de las grandes compañías eran la mayoría de las veces nobles, cadetes o bastardos de linajes reconocidos, y como tales vasallos de uno u otro de los monarcas en conflicto, siendo los más numerosos los gascones al servicio del rey de Inglaterra. Sus dudosas hazañas tuvieron lugar tras la Paz de Brétigny en 1360, cuando partieron en solitario para asolar el sur del reino, el valle del Ródano, España, Italia y los confines del Imperio, encontrando a veces empleo en ciudades italianas o con reyes extranjeros. Salvo raras excepciones, los capitanes de las “compagnies franches” evitaban en la medida de lo posible ir directamente contra los intereses de su soberano «natural». El principal problema de la época era que ni el rey de Francia ni el de Inglaterra disponían de medios para pagar a un ejército permanente. El ejército de Carlos V, ridículamente pequeño para el tamaño del reino, pero el primero que funcionó ininterrumpidamente durante más de diez años (1369-1380), absorbía la mitad de los ingresos de la monarquía. Esto nos devuelve a la cuestión central del costo de la guerra, que se había vuelto exorbitante tras la desaparición del servicio feudal gratuito y la peste negra.

El principal problema de la época era que ni el rey de Francia ni el de Inglaterra disponían de medios para pagar a un ejército permanente.

AMABLE SABLON DU CORAIL

¿Por qué esos fenómenos empresariales han dejado una huella tan profunda en la imaginación? ¿Existe una “larga memoria” de la destrucción que provocaron?

Sí, pero probablemente la historiografía ha hecho demasiado hincapié en las grandes cabalgatas inglesas, que eran espectaculares, cautivaban la imaginación y pretendían atemorizar a la población, pero que sólo duraban unas semanas, unos meses a lo sumo. La relativa ligereza de las infraestructuras medievales facilitaba su reconstrucción. Lo que causó infinitamente más daño fue la proliferación de pequeñas cuadrillas de algunas decenas o centenares de hombres, dispersas y atrincheradas por todas partes, en particular en el norte del reino entre 1410 y 1445. Durante 30 años las poblaciones tuvieron que vivir en la más absoluta inseguridad. La cuenca de París, Picardía y Champaña fueron en gran parte abandonadas por sus habitantes. En algunas zonas, se calcula que la población se dividió en cuatro o cinco, y la gran mayoría de la gente huyó de estas zonas para instalarse en regiones más seguras.

Usted intenta demostrar que estamos mucho más cerca de los habitantes de la Edad Media de lo que nos gustaría admitir. ¿Por qué cree que es así? ¿Y cómo explica nuestra reticencia a admitir esa familiaridad?

Me resulta difícil de explicar, la verdad. Sin duda es la complejidad del periodo, la persistencia de una visión muy gótica de la época medieval, sobre todo de los dos últimos siglos. Es lamentable. Me llama la atención la vitalidad y la riqueza del pensamiento político en el siglo XIV, mucho mayor que en los siglos siguientes, cuando se desarrolla el absolutismo real. Hace poco leía La Politique tirée des propres paroles de l’Écriture Sainte de Bossuet, considerada un monumento del pensamiento absolutista francés. El estilo es transparente, las fórmulas magníficas, ¡pero el contenido es pobre! No ofrece más que los Miroirs de prince de la Edad Media. Dos o tres siglos antes, había reflexiones muy audaces sobre el régimen político ideal, el bien común, los asuntos públicos y la finalidad de la monarquía. A riesgo de ceder a la manía que tienen los medievalistas de revalorizar el tema elegido, hay que recordar hasta qué punto la Edad Media fue una época de libertades. Todo converge en ese sentido: el cristianismo, que considera que el hombre se libera del pecado original por el bautismo; el sistema feudal, basado en deberes recíprocos, donde el vasallo se pone libremente al servicio de su señor; y, por supuesto, la herencia grecorromana, que hace del hombre un miembro de una comunidad política a la que contribuye. El final de la Edad Media fue un momento decisivo en la formación de las identidades nacionales y regionales europeas. Ya en la década de 1460, los catalanes declaran la caída de su príncipe. En 1477, tras la muerte de su padre Carlos el Temerario, María de Borgoña se vio obligada a conceder a sus súbditos flamencos un gran privilegio que, entre otras cosas, les otorgaba el derecho a ser administrados y juzgados en su propia lengua.

Me llama la atención la vitalidad y la riqueza del pensamiento político en el siglo XIV, mucho mayor que en los siglos siguientes, cuando se desarrolla el absolutismo real.

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En lo que respecta a Francia, la Guerra de los Cien Años se interpreta como el nacimiento de su identidad nacional. Es una interpretación perfectamente válida, pero un poco simplista, en la medida en que existía una Francia y un sentimiento de pertenencia antes de que estallara la guerra, y el orgullo de ser francés en 1450, aunque muy real, es muy diferente del patriotismo contemporáneo. En resumen, no es más que la aceleración de un proceso que ya ha comenzado. Me parece que su legado más duradero es político: fue en esa época cuando surgió una tradición política propia, fundada en una mística del Estado que dejaba muy poco espacio a los gobernados. La imagen del rey como padre de sus súbditos, esos eternos menores de edad, se impuso a finales de los siglos XV y XVI. En este caso, sí podemos hablar de un punto de inflexión y de ruptura con la monarquía feudal anterior y con otros Estados dinásticos europeos con asambleas representativas (Parlamento, Cortes, Dietas, Landtage, etc.). El autoritarismo de la monarquía francesa y la falta de diálogo institucional con sus súbditos acabaron por volverse en su contra. La ficción de la representación, porque sólo las élites tienen voz, es una ficción de acción y legitimación muy eficaz. Explica por qué, en vísperas de la Revolución Francesa, la presión fiscal en Inglaterra era tres veces mayor que en Francia, y la deuda pública inglesa cuatro veces mayor. Y sin embargo, tras el fracaso de la Asamblea de Notables en 1787-1788 y la constitución de los Estados Generales como Asamblea Nacional, fue la monarquía francesa la que se derrumbó.