Dos notas sobre el fin del mundo1

I

El apocalipsis forma parte de nuestro bagaje ideológico. Es un afrodisíaco, una pesadilla, una mercancía como cualquier otra. Puede utilizarse como metáfora del colapso del capitalismo, que, como todos sabemos, es inminente desde hace más de un siglo. Lo podemos encontrar en las formas y aspectos más diversos: como señal de alarma y como previsión científica, como ficción colectiva y como grito de guerra sectario, como producto de la industria del entretenimiento, como superstición, como mitología vulgar, como enigma, como truco, como broma, como proyección. Siempre está presente, pero nunca es «reciente»: una segunda realidad, una imagen que nos construimos, una producción incesante de nuestra fantasía, una catástrofe en la mente.

Es todo esto y más porque es una de las ideas más antiguas de la raza humana. Se podrían haber escrito enormes volúmenes sobre sus orígenes y, por supuesto, se han escrito. También sabemos mucho sobre su accidentada historia, sobre sus flujos y reflujos periódicos y sobre cómo estas fluctuaciones están relacionadas con el proceso material de la historia. La idea del apocalipsis ha acompañado al pensamiento utópico desde sus inicios, lo persigue como una sombra, como un contratiempo que no se puede dejar atrás: sin catástrofe, no hay milenio; sin apocalipsis, no hay paraíso. La idea del fin del mundo es simplemente una utopía negativa.

Sin catástrofe, no hay milenio; sin apocalipsis, no hay paraíso. La idea del fin del mundo es simplemente una utopía negativa.

Hans Magnus Enzensberger

Sin embargo, ni siquiera el fin del mundo es lo que era. La película que se reproduce en nuestra cabeza, y, aún de manera más desinhibida, en nuestro inconsciente, es, en muchos aspectos, diferente a los sueños del pasado. En su sentido tradicional, el apocalipsis era una idea venerable, incluso sagrada. No obstante, la catástrofe que tanto nos preocupa hoy (o, mejor dicho, que nos persigue) es un fenómeno totalmente secularizado. Leemos sus signos en las paredes de los edificios, donde aparecen de la noche a la mañana, pulverizados y torpes; los leemos en las impresiones que escupen nuestras computadoras. Nuestra bestia de siete cabezas tiene muchos nombres: Estado policial, paranoia, burocracia, terror, crisis económica, carrera armamentística, destrucción del medio ambiente. Sus cuatro jinetes parecen héroes del oeste y venden cigarrillos, mientras las trompetas que anuncian el fin del mundo sirven de tema musical para una pausa publicitaria. En el pasado, la gente veía el apocalipsis como la mano de Dios, impenetrable y vengativa. Hoy, aparece como el producto metódicamente calculado de nuestras propias acciones; a los espíritus a quienes les atribuimos la responsabilidad de su advenimiento, los llamamos Rojos, jeques del petróleo, terroristas, multinacionales, gnomos de Zúrich y Frankensteins de laboratorios de biología, ovnis y bombas de neutrones, demonios del Kremlin o del Pentágono: un mundo subterráneo de conspiraciones y maquinaciones inimaginables, cuyos hilos están bajo el control de los todopoderosos cretinos de la policía secreta.

En el pasado, el apocalipsis también se veía como un acontecimiento singular que se esperaba sin previo aviso, como un trueno: un momento impensable que sólo los videntes y profetas podían anticipar; ellos, por supuesto, cuyas advertencias y predicciones nadie quería oír. Nuestro propio fin del mundo se canta a los cuatro vientos, incluso los gorriones lo hacen; el elemento sorpresa está ausente; parece sólo cuestión de tiempo. La desgracia que nos imaginamos es insidiosa, lenta y torturadora: es el apocalipsis en cámara lenta. Nos recuerda a ese clásico vanguardista del cine mudo, en el que una gigantesca chimenea de fábrica cruje y se derrumba sin hacer ruido en la pantalla durante veinte minutos, mientras que el público, en una especie de comodidad indolente, se reclina en sus gastados asientos de terciopelo y comen palomitas y cacahuates. Al final de la representación, el futurista sube al escenario. Es una mala imitación del Doctor Strangelove, el científico loco, pero gordo y repulsivo. Nos informa tranquilamente que la capa de ozono atmosférico desaparecerá dentro de veinte años, que, con toda seguridad, nos carbonizaremos por la radiación cósmica si tenemos la suerte de sobrevivir hasta entonces, que sustancias desconocidas en nuestra leche nos están llevando a la psicosis y que, al ritmo al que crece la población mundial, pronto se agotará el espacio en nuestro planeta. Todo esto estaba bien presentado con un habano en la mano, en un discurso bien compuesto y con una lógica impecable. El público reprime un bostezo, aunque, según el profesor, el desastre es inminente. Sin embargo, ahorita, no pasa nada. Hoy, en la tarde, todo seguirá como antes, quizás un poco peor que la semana pasada, pero sin que nadie se dé cuenta. No podemos descartar la posibilidad de que alguno de nosotros esté un poco deprimido hoy, en la tarde. Es posible que a esa persona, entonces, le asalte la idea, ya sea que esté trabajando en el Pentágono o que esté en el metro, planchando camisas o soldando chapas, de que realmente sería más fácil deshacerse del problema de una vez por todas. Eso, si el desastre ocurriera de verdad. Sin embargo, de eso, no hay duda. La idea de finalidad, que antaño era uno de los principales atributos del apocalipsis y una de las razones de su atractivo, ya ni siquiera se promete como garantía.

La desgracia que nos imaginamos es insidiosa, lenta y torturadora: es el apocalipsis en cámara lenta.

Hans Magnus Enzensberger

También se ha perdido otro aspecto tradicional del fin del mundo: antes, se aceptaba que el acontecimiento los afectara a todos simultáneamente y sin excepción. Así, la demanda insatisfecha de igualdad y justicia encontró su último refugio en esta concepción, pero, tal y como lo vemos hoy, la catástrofe ya no es un factor de nivelación. Al contrario: difiere de un país a otro, de una clase a otra, de un lugar a otro. Mientras que algunos ya se dejan arrastrar por ella, otros la ven por televisión. Se construyen búnkers, se amurallan guetos, se levantan fortalezas, se contratan guardaespaldas, a pequeña y a gran escala. Al igual que la casa de campo con alarmas y vallas eléctricas, países enteros de todo el mundo se encierran, mientras que otros se desmoronan. La pesadilla del fin del mundo no acaba con esta disparidad temporal; simplemente, se radicaliza. Quienes no han sido afectados directamente se encogen de hombros e ignoran todo, como el caso de sus versiones africana e hindú, incluidos sus respectivos gobiernos. En este punto, finalmente, se termina la broma.

© U.S. Gov./Cover Images/SIPA

II

Berlín; primavera de 1978

Querido Balthasar:

Cuando escribí mi comentario sobre el apocalipsis (un trabajo que, le confieso, no era especialmente minucioso ni serio), aún no estaba consciente de que a usted también le preocupaba el futuro. Por teléfono, se quejaba de que «no iba a ninguna parte». Sonaba casi como un grito de auxilio. Lo conozco lo suficiente como para entender su dilema. Hoy, sólo los tecnócratas avanzan hacia el año 2000, llenos de optimismo, con el instinto infalible de los hámsters; usted no es uno de ellos. Al contrario, es un alma fiel, siempre dispuesta a unirse bajo la bandera de la utopía. Quiere aferrarse más que nunca al principio de la esperanza. Quiere hacernos el bien: no sólo para usted y para mí, sino para toda la humanidad.

Por favor, no se enfade si esto suena irónico. No es culpa mía. Usted quería ver si podía ayudarlo. Mi carta lo decepcionará; incluso, es posible que sienta que lo ataco por la espalda. Ésa no es mi intención. Lo único que me gustaría sugerir es que veamos las cosas con las manos libres.

Hoy, sólo los tecnócratas avanzan hacia el año 2000.

Hans Magnus Enzensberger

La fuerza de cualquier teoría de izquierda desde Babeuf hasta Bloch (es decir, durante más de siglo y medio) reside en que se basa en una utopía positiva que no tiene equivalente en el mundo existente. Socialistas, comunistas y anarquistas compartían la convicción de que su lucha daría paso al reino de la libertad en un plazo previsible. «Sabían exactamente a dónde querían ir y lo que podían o debían hacer, con historia, estrategia y esfuerzo, para llegar allí. Ahora, no lo saben». Hace poco, leí estas enjundiosas palabras en un artículo del historiador inglés Eric Hobsbawm. Sin embargo, este viejo comunista no olvida añadir lo siguiente: «En este sentido, no están solos. Los capitalistas son tan incapaces como los socialistas de comprender su futuro y están igual de perplejos por el fracaso de sus teóricos y profetas».

Hobsbawm tiene toda la razón. El déficit ideológico existe en ambos bandos. Sin embargo, la pérdida de certeza sobre el futuro no nos devuelve el equilibrio. Es más difícil de soportar para la izquierda que para quienes nunca han tenido otra intención que aferrarse a toda costa a una parte de su poder y sus privilegios. Por eso, la izquierda, incluido usted, querido Balthasar, se regodea en el registro del refunfuño y la queja.

Dice usted que nadie está dispuesto ni es capaz de proponer una idea positiva que vaya más allá del horizonte del estado existente de las cosas. En cambio, la falsa conciencia es rampante; la escena está dominada por la apostasía y la confusión. Recuerdo nuestra última conversación sobre el «nuevo irracionalismo», sus lamentos sobre la resignación que percibe en todas partes, sus diatribas contra los catastrofistas simplistas, los pesimistas desvergonzados y los apóstoles del derrotismo. No voy a contradecirlo, pero me pregunto si ha pasado algo por alto en todo esto. Es el hecho de que, en estas expresiones y estados de ánimo, está precisamente lo que buscaba: una idea que va más allá de los límites de nuestra existencia actual. Efectivamente, a final de cuentas, el fin del mundo no ha llegado (de lo contrario, no podríamos hablar de él) y, hasta ahora, no me ha llegado ninguna prueba concluyente de que tal acontecimiento vaya a producirse en un momento determinado. La conclusión a la que llego es que estamos ante una utopía, aunque sea negativa; sostengo, además, que, por las razones históricas que mencioné, la teoría de izquierda no está particularmente bien equipada para tratar este tipo de utopía.

La pérdida de certeza es más difícil de soportar para la izquierda que para quienes nunca han tenido otra intención que aferrarse a toda costa a una parte de su poder y sus privilegios.

Hans Magnus Enzensberger

Sus reacciones no hacen sino confirmar mi hipótesis. A la primera estrofa de su canción, en la que lamenta la situación intelectual imperante, le sigue rápidamente una segunda, en la que enumera los chivos expiatorios. Para un veterano de la teoría como usted, no es difícil señalar a los culpables: el adversario ideológico, los agentes del anticomunismo, la manipulación de los medios de comunicación. Sus argumentos no son, en lo absoluto, nuevos para mí. Me recuerdan a un ensayo que me llamó la atención hace unos años. El autor, un marxista estadounidense llamado H. C. Greisman, llegó a la conclusión de que «las imágenes de decadencia que tanto les gustan a los medios de comunicación están diseñadas para hipnotizar y atontar a las masas, de modo que lleguen a considerar carente de sentido cualquier esperanza de revolución».

Lo que llama la atención de esta proposición es, sobre todo, su carácter esencialmente defensivo. Durante cien años, mientras estuvo segura de sus hechos, la teoría marxista clásica sostuvo lo contrario. No consideraba las imágenes de catástrofe y las visiones catastrofistas de la época como meras mentiras urdidas por seductores secretos y difundidas entre el pueblo posteriormente, sino que trataba de explicarlas en términos sociales, como representaciones simbólicas de un proceso muy real. En los años veinte, por poner un ejemplo, la izquierda vio el atractivo de la metafísica histórica de Spengler para la intelectualidad burguesa precisamente de esta manera: la decadencia de Occidente no era, en realidad, más que el inminente colapso del capitalismo.

Hoy, en cambio, alguien como usted ya no se siente reconfortado en sus ideas por la fantasía apocalíptica, sino que se siente amenazado y reacciona con eslóganes de última oportunidad y gestos defensivos. Para serle franco, querido Balthasar, me parece que el resultado de estas obediencias es bastante desafortunado. No quiero decir que sea simplemente erróneo. Por supuesto, no deja usted de recurrir a la trillada vía de la crítica ideológica. Y es un juego de niños demostrar que el auge y la caída de los sentimientos utópicos y apocalípticos en la historia corresponden a las condiciones políticas, sociales y económicas de la época. También es innegable que son explotados políticamente, como cualquier otra fantasía existente a escala masiva. No hace falta que se imagine que tiene que enseñarme lo básico. Sé tan bien como usted que la fantasía del desastre final siempre sugiere el deseo de una salvación milagrosa; también, tengo claro que el salvador bonapartista siempre está esperando entre bastidores, en forma de dictadura militar y putsch de derecha. Cuando se trata de sobrevivir, siempre ha habido gente dispuesta a confiar en un hombre fuerte. Tampoco me sorprende que, entre quienes lo han reclamado, más o menos explícitamente, en los últimos años, se encuentren un liberal y un estalinista: el sociólogo estadounidense Hellbroner y el filósofo alemán Harich. Tampoco cabe duda de que la metáfora apocalíptica promete aliviar el pensamiento analítico, ya que tiende a meterlo todo en el mismo saco. Del conflicto de Medio Oriente a la huelga de correos, del estilo punk a la catástrofe de un reactor nuclear, todo y cualquier cosa se concibe como signo oculto de una totalidad imaginaria: la catástrofe «en general». La tendencia a generalizar precipitadamente socava el poder residual de pensamiento claro que aún nos queda. En este sentido, la sensación de fatalidad no sólo conduce a la mistificación. Ni que decir tiene sobre que el nuevo irracionalismo que tanto le preocupa no puede resolver los problemas reales: todo lo contrario.

Del conflicto de Medio Oriente a la huelga de correos, del estilo punk a la catástrofe de un reactor nuclear, todo y cualquier cosa se concibe como signo oculto de una totalidad imaginaria: la catástrofe «en general».

Hans Magnus Enzensberger

Todo esto es muy fácil de decir, pero no sirve de mucho. Intenta combatir las fantasías destructivas con citas de los clásicos, pero estas victorias retóricas, querido Balthasar, me recuerdan las heroicas hazañas del barón Münchhausen. Como él, quiere alcanzar su meta solo y sin miedo; para no desviarse del camino directo y estrecho, usted también está dispuesto, si es necesario, a saltar sobre una bala de cañón.

Sin embargo, el futuro no es un campo de deportes para húsares ni la crítica ideológica una bala de cañón. Deberían dejarles a los futuristas la tarea de imitar las bravatas de un viejo soldadito de plomo. El futuro que tiene en mente no es, en lo absoluto, un objeto de la ciencia. Es algo que sólo existe en el marco de la fantasía social; el órgano a través del cual se experimenta principalmente es el inconsciente. De ahí, el poder de esas imágenes que todos producimos, día y noche, no sólo con la cabeza, sino con todo el cuerpo. Nuestros sueños colectivos de miedo y deseo pesan, al menos, lo mismo, o probablemente más, que nuestras teorías y análisis.

Lo que hace que la crítica ideológica habitual esté tan desgastada es que ignora todo esto y no quiere tener nada que ver con ello. ¿No le ha llamado la atención que, hace tiempo, dejó de explicar las cosas que no encajan en sus esquemas y que empezó a tabuizarlas? Sin que nadie se diera cuenta, asumió el papel de agencia de adaptación. Junto a la censura estatal de quienes imponen la ley y el orden, ahora, quedan las enfermeras de hospital psiquiátrico de ciencias sociales y humanidades, quienes querrían enfriarnos con sus tranquilizantes. Sus máximas son éstas: 1. Nunca concedas nada. 2. Reducir lo desconocido a lo familiar. 3. Piensa sólo con la cabeza siempre. 4. El inconsciente debe hacer lo que se le dice.

Nuestros sueños colectivos de miedo y deseo pesan, al menos, lo mismo, o probablemente más, que nuestras teorías y análisis.

Hans Magnus Enzensberger

La arrogancia de estos exorcistas académicos sólo es superada por su impotencia. No entienden que los mitos no se pueden refutar con seminarios ni que sus prohibiciones de ideas duran muy poco. ¿De qué les sirve a ellos, por ejemplo, y a nosotros, si, por enésima vez, declaran inadmisible y reaccionaria cualquier comparación entre los procesos naturales y los sociales? El poder elemental de la fantasía les enseña a millones de personas a transgredir constantemente esta prohibición. Nuestros ideólogos sólo sonríen cuando intentan borrar imágenes tan impregnadas como la inundación y el incendio, el terremoto y el huracán. Además, hay personas en las filas de científicos naturales que son capaces de elaborar tales fantasías a su manera y de hacerlas productivas en lugar de prohibirlas: matemáticos que elaboran una teoría topográfica de las catástrofes o bioquímicos que tienen ideas sobre ciertas analogías entre la evolución biológica y la evolución social. Seguimos esperando en vano al sociólogo que comprenderá que, en un sentido que aún hay que descifrar, ya no existe una catástrofe puramente natural.

En cambio, nuestros teóricos, encadenados a las tradiciones filosóficas del idealismo alemán, se niegan a admitir, incluso hoy, lo que todo espectador comprende desde hace mucho tiempo: no existe un espíritu mundial; no conocemos las leyes de la historia; incluso la lucha de clases es un proceso «autóctono»; ninguna vanguardia puede planificar y dirigir conscientemente; la evolución social, como la evolución natural, no tiene sujeto y es, por lo tanto, imprevisible; en consecuencia, cuando actuamos políticamente, nunca conseguimos lo que teníamos en mente, sino algo completamente distinto que ni siquiera podíamos haber imaginado en un momento dado; la crisis de todas las utopías positivas se basa precisamente en este hecho. Los proyectos del siglo XIX han sido, completamente y sin excepción, falsificados por la historia del siglo XX. En el ensayo que mencioné antes, Eric Hobsbawm recuerda un congreso celebrado por los anarquistas españoles en 1898. Esbozaban un cuadro glorioso de la vida tras la victoria de la revolución: un mundo de edificios altos y relucientes, con ascensores que nos evitarían subir escaleras, luz eléctrica para todos, trituradores de basura y maravillosos artilugios domésticos… Esta visión de la humanidad, presentada con patetismo mesiánico, nos parece, hoy, sorprendentemente familiar: en muchas partes de nuestras ciudades, ya se hizo realidad. Hay victorias que son difíciles de distinguir de las derrotas. Nadie se siente cómodo recordando la promesa de la Revolución de Octubre de hace sesenta años: una vez expulsados los capitalistas de Rusia, se abrió, para los obreros y campesinos, un futuro brillante, libre de explotación y de opresión…

Hay victorias que son difíciles de distinguir de las derrotas. Nadie se siente cómodo recordando la promesa de la Revolución de Octubre.

Hans Magnus Enzensberger

¿Sigue conmigo, Balthasar? ¿Sigue escuchando? Ya llegué al final de mi carta. Perdóneme si fue un poco larga y si mis frases adoptaron un tono un tanto burlón. No me lo he inyectado; es una especie de burla objetiva e histórica; y la risa, para bien o para mal, siempre está en el bando perdedor. Tenemos que soportarlo todos juntos.

El optimismo y el pesimismo, querido amigo, no son más que una tirita para adivinos y escritores de artículos de referencia. Las imágenes del futuro que se dibuja la humanidad, las utopías positivas y negativas, nunca han sido unívocas. La idea milenaria de una tierra donde siempre hay buen tiempo no era un sueño anodino de una tierra de leche y miel; siempre ha tenido sus elementos de miedo, pánico, terror y destrucción. Del mismo modo, la fantasía apocalíptica, por el contrario, produce algo más que imágenes de decadencia y desesperación; también contiene, ineludiblemente vinculados con el terror, la exigencia de venganza y justicia e impulsos de alivio y esperanza.

Los fariseos, los que siempre saben más, quieren convencernos de que el mundo volvería a estar bien si las «fuerzas progresistas» sólo persiguieran las fantasías de la gente, si sólo se sentaran en el Comité Central y si las imágenes de la fatalidad pudieran prohibirse por decreto de partido. Se niegan a comprender que nosotros mismos somos quienes producimos esas imágenes y que nos aferramos a ellas porque corresponden a nuestras experiencias, nuestros deseos y nuestros temores: en la autopista entre Fráncfort y Bonn, ante la pantalla de televisión que muestra que estamos en guerra, bajo los helicópteros, en los pasillos de las clínicas, las oficinas de empleo y las cárceles… porque son, en una palabra, realistas.

La fantasía apocalíptica produce algo más que imágenes de decadencia y desesperación. También contiene, ineludiblemente vinculados con el terror, la exigencia de venganza y justicia e impulsos de alivio y esperanza.

Hans Magnus Enzensberger

No hace falta que lo tranquilice, querido Balthasar, diciéndole que sé tan poco del futuro como usted mismo. Le escribo porque no lo considero entre los carteros del espíritu del mundo. Lo que deseo para usted, como para mí y para todos nosotros, es un poco más de claridad sobre nuestra propia confusión, un poco menos de miedo a nuestro propio miedo y un poco más de atención, respeto y modestia ante lo desconocido. Entonces, podremos ver un poco más lejos.

Atentamente, h. m. e.

Notas al pie
  1. Este artículo se publicó por primera vez en la New Left Review en 1978. Se traduce aquí por primera vez, en las lenguas de la revista.
Créditos
Hans Magnus Enzensberger, 'Two Notes on the End of the World', NLR I/110, July–August 1978.