Parálisis, salida o integración: Mario Draghi y la Europa del futuro
La incomparable ventaja de ser un hombre de Estado sin un Estado que dirigir es que se puede decir la verdad con más libertad a quienes tienen que gobernar.
Extrayendo todas las lecciones de la historia del euro, Mario Draghi aboga por una nueva Unión para lograr una "transición geopolítica" inspirada e impuesta por las nuevas permanencias europeas.
Traducimos y comentamos este discurso clave y programático.
- Autor
- Shahin Vallée •
- Portada
- © AGF/SIPA
Mario Draghi ha permanecido muy callado desde que dejó su cargo, pronunciando sólo algún que otro discurso político importante. Su discurso ante el National Bureau of Economic Research (NBER) es una audaz llamada a la acción a los líderes europeos, basada en un análisis sobrio y sombrío de la difícil situación actual de Europa. Aboga enérgicamente por un nuevo pacto fiscal que dote a la Unión de más recursos, reforme sus normas presupuestarias y le proporcione los medios para expandirse a la periferia al tiempo que profundiza en la integración del núcleo.
Señoras y señores:
Es un gran honor dar la conferencia Martin Feldstein de este año. Le agradezco mucho a Jim Poterba y al NBER por la invitación. El NBER es una piedra angular del pensamiento económico en todo el mundo. Ha guiado la labor de los responsables políticos y contribuido a hacer del mundo un lugar mejor. Personalmente, estoy muy agradecido por la investigación que ha producido durante mi etapa en el gobierno y en los bancos centrales. También me gustaría rendir homenaje al difunto Marty Feldstein. Fue una figura destacada a lo largo de mi carrera. De hecho, fue gracias a una invitación suya que asistí al primer Instituto de verano, allá por 1978. Su trabajo relacionado a la política fiscal, la economía pública y el comportamiento del ahorro ha transformado nuestra forma de pensar sobre áreas enteras de investigación. La investigación de Marty siempre combinó ideas profundas con sólidas pruebas empíricas y relevancia política. Como director del Consejo de Asesores Económicos del presidente Ronald Reagan encabezó un cambio de paradigma en la relación entre gobiernos y mercados, no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo. E hizo todo esto sin dejar de preocuparse por los estudiantes universitarios y de posgrado, siendo mentor de muchas generaciones de economistas. Mi conferencia de hoy se centrará en un tema que Marty tenía muy presente: la creación de la Unión Monetaria Europea y su futuro, sobre el que Marty se mostraba extremadamente escéptico.
Resulta un tanto irónico que en un momento de enérgica crítica al orden neoliberal y de celebración de profundos cambios en el consenso económico en Estados Unidos y Europa, Mario Draghi nos recuerde a todos sus profundas raíces intelectuales en el consenso neoliberal que se desarrolló en Estados Unidos a finales de los años setenta.
El reto macroeconómico fundamental de formar una unión monetaria fue expuesto por Robert Mundell en 1961 y se centraba en la gestión de los choques asimétricos. Dado que la política monetaria y la política cambiaria se enfocarían en la gestión de los choques comunes, se necesitarían otros mecanismos de ajuste para hacer frente a los choques asimétricos y evitar que desencadenaran prolongadas depresiones regionales. Mundell identificó esos mecanismos de ajuste, como las transferencias fiscales y la movilidad de la mano de obra y el capital, que podrían estabilizar la demanda a posteriori en las regiones deprimidas. En la bibliografía posterior también se reconoció el papel crucial de la distribución del riesgo a través de la integración de los mercados de capitales, que predeciría y limitaría la magnitud de las perturbaciones locales.
Sin embargo, el euro siguió adelante con pocas de estas condiciones bien establecidas. En el Tratado de Maastricht se prohibieron las transferencias fiscales entre Estados miembros bajo cualquier forma de adopción recíproca de deudas, lo que reflejaba una filosofía según la cual los países debían «hacerse cargo de sus propios asuntos» y no depender de la generosidad de los demás. El ajuste regional a través de la movilidad laboral estaba poco desarrollado, y los estudios de ese entonces concluían que la mayoría de las perturbaciones del empleo se absorbían a través de cambios en la tasa de participación y no de la migración. Y no hubo ningún intento serio de integrar los mercados financieros europeos, más allá de una muy leve alineación normativa. ¿Entonces por qué lo hicieron? Vistas desde este lado del Atlántico, las razones eran a menudo incomprensibles. Muchos economistas advirtieron que la unión monetaria europea estaba condenada al fracaso, que las élites habían engañado a su pueblo y, como advirtió Marty Feldstein en un famoso artículo de 1997 para Foreign Affairs, que las consecuencias serían duras y condenarían a la Unión como proyecto económico y político.
De hecho, Feldstein fue uno de los más fervientes críticos del euro, tanto por razones económicas como porque lo veía claramente como un proyecto político destinado a desafiar el dominio de Estados Unidos y del dólar. Era un auténtico escepticismo económico alimentado por un duro realismo político internacional: «Para la mayoría de los estadounidenses, la unión económica y monetaria europea parece una oscura empresa financiera sin interés para Estados Unidos. Esta percepción dista mucho de ser correcta. Si la UEM sigue adelante, como parece cada vez más probable, cambiará el carácter político de Europa de un modo que podría desembocar en un conflicto en Europa y en un enfrentamiento con Estados Unidos» 1.
Pero siempre hubo otra perspectiva, según la cual el euro era la consecuencia de décadas de integración en el pasado, en particular la evolución del Mercado Único Europeo, y que sólo era un paso más en un camino mucho más largo hacia la unión política.
Desde este punto de vista, la cuestión clave no era si la zona del euro era una zona monetaria óptima desde el principio, que evidentemente no lo era, sino si los países europeos estaban listos para llevarla a converger, con el tiempo, en una. Sin embargo, el período inmediatamente posterior a la creación del euro acrecentó las dudas de los escépticos.
Muchos economistas europeos compartían algunas de estas dudas económicas, pero desarrollaron un argumento totalmente nuevo, alejado del de Mundell y centrado en la política de competencia y el mercado único. Draghi reconoció implícitamente que el euro no era ni sería una zona monetaria óptima durante mucho tiempo, pero que el funcionamiento del mercado único requería una moneda común y el fin de las posibles devaluaciones competitivas. Esto, a su vez, fomentaría la convergencia endógena. Intelectualmente era un poco complicado, sobre todo para una moneda común que no abarcaría todo el mercado común, pero funcionó 2.
Y es fácil entender por qué muchos no consideraban creíble esta narrativa política, especialmente una vez lanzado el euro y cuando empezaron a desarrollarse los siguientes pasos de la unión política. Cuando se les dio la oportunidad de demostrar su compromiso con la unión política en forma de constitución europea, los europeos la rechazaron. A mediados de la década de 2000, la Unión decidió ampliarse hacia Europa del Este sin reformar sus reglas de toma de decisiones, lo que posiblemente debilitó su naturaleza política en lugar de reforzarla. Pero al haber participado en las negociaciones para la unión monetaria a principios de los noventa, como responsable del Ministerio del Tesoro italiano, puedo dar fe de que esta motivación política era real.
Llama la atención que Draghi reconozca que el fracaso del Tratado Constitucional y la profundización de Europa combinada con la ampliación han contribuido al debilitamiento de Europa.
El objetivo de construir una Unión Europea cada vez más estrecha era profundo, nacido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, transmitido a través de generaciones de dirigentes políticos y concebido sobre todo para evitar conflictos en Europa. Y la moneda única se consideraba un paso fundamental hacia ese objetivo y para preservar los logros del Mercado Único. La prioridad era, por tanto, aprovechar el momento histórico y no esperar a que se dieran todas las condiciones necesarias. Y existía la creencia genuina de que el compromiso básico con la unidad europea crearía la voluntad política necesaria para abordar cualquier falla en el diseño que se descubriera en el camino.
Así pues avanzamos, sorteando nuestras contradicciones pero con la firme convicción de que se resolverían con el tiempo. Mientras tanto, el éxito dependería de que se cumplieran tres condiciones. En primer lugar, los estabilizadores fiscales nacionales tendrían que poder operar libremente, lo que, dado el tamaño de los presupuestos nacionales en Europa, en condiciones normales podría proporcionar una estabilización sustancial de los choques locales. Según las estimaciones de la época, tanto los presupuestos nacionales como el presupuesto federal estadounidense podrían estabilizar los choques asimétricos. En segundo lugar, el compromiso político con el euro tendría que crear transferencias implícitas en lugar de explícitas, a través de los países fiscalmente más débiles que «tomarían prestada» la credibilidad de los fiscalmente más fuertes y disfrutarían de menores costes de financiación. Esto permitiría a los gobiernos aplicar políticas de estabilización sin poner en peligro su acceso al mercado. En tercer lugar, las normas fiscales tendrían que diseñarse y aplicarse de forma que afianzaran la confianza en la solidez a mediano plazo de las finanzas públicas, para que las expansiones anticíclicas no generaran cuestiones fundamentales de solvencia. De este modo, las promesas subyacentes a esas transferencias implícitas nunca tendrían que ponerse a prueba.
Es importante reconocer que la Unión, y en particular la eurozona, depende de transferencias ocultas y/o implícitas. Esto plantea la cuestión fundamental de la viabilidad económica del proyecto sin estas transferencias, sobre lo que Draghi es muy explícito, pero también plantea la cuestión de la viabilidad política de abrir estas transferencias.
Durante la primera década del euro, las dos primeras condiciones se cumplieron de manera general. Los mercados consideraban a los emisores soberanos de la zona del euro esencialmente intercambiables, y los diferenciales de los bonos italianos convergían, a unos cuantos puntos básicos, de los alemanes. Y los estabilizadores fiscales nacionales pudieron actuar con relativa libertad cuando se enfrentaron a perturbaciones económicas moderadas, como tras el 11-S y la quiebra de las puntocom. Pero la tercera condición falló. Las normas fiscales europeas se basaban en límites de déficit, con un tope del 3% del PIB, lo que creaba una prociclicidad intrínseca.
Cada vez que un país crecía con rapidez, obtenía ingresos extraordinarios que hacían que el techo del déficit pareciera holgado, lo que a su vez llevaba a un aumento de los compromisos de gasto y de los déficits estructurales. Pero si el ciclo cambiaba bruscamente, esos ingresos se evaporaban mientras se mantenían los compromisos estructurales, reduciendo rápidamente el espacio fiscal. Como resultado, cuando se enfrentaron a una sacudida muy grande después de la quiebra de Lehman, los déficits se dispararon. Y ante el temor de un impago generalizado, los acreedores privados también fueron rescatados por los gobiernos, lo que acercó la deuda pública a niveles que no podían sostenerse sólo con transferencias implícitas.
La ambigüedad constructiva del compromiso común con el euro tuvo que llenarse con planes detallados sobre lo que ocurriría llegadas las peores circunstancias. Los gobiernos respondieron inicialmente ampliando el marco político de la zona del euro para permitir transferencias limitadas en forma de ayuda financiera al estilo del FMI. Y lo hicieron de manera exitosa, poniendo en marcha el primer rescate griego y un mecanismo europeo común de financiación. Pero entonces los líderes de la Unión anunciaron, a finales de 2010, que los futuros rescates estarían sujetos a la reestructuración de la deuda soberana: el llamado «acuerdo de Deauville». De un momento al otro esto acabó con las transferencias implícitas e inyectó riesgo de crédito en todos los bonos soberanos europeos. Y esto nos dejó ante dos duras opciones. La primera era aceptar quiebras soberanas generalizadas para «resetear» la unión a niveles de deuda más bajos, preservando así el principio de que los Estados fiscalmente más fuertes no deben pagar por los más débiles. Pero precisamente porque los niveles iniciales de deuda eran tan elevados y las tenencias de papel soberano se concentraban en el sistema bancario de la zona del euro, los impagos no podían seguir siendo acontecimientos contenidos, salvo en casos muy limitados.
La referencia a la crisis de la deuda del euro es bastante sincera, pero oscurece el papel que el propio Draghi desempeñó en esta dinámica. A menudo se olvida, pero el Gobernador Draghi, al frente de la Banca d’Italia, firmó junto con el Presidente Trichet una carta dirigida al Primer Ministro Berlusconi en la que se pedía la consolidación fiscal. Aquí habría estado justificado un análisis más franco del papel desempeñado por la política monetaria en la expansión de las dudas fiscales en los mercados financieros. Sobre todo porque esto no se limitó a las acciones en Italia, sino que también estuvo en el centro del acuerdo de Draghi cuando asumió la dirección del BCE en otoño de 2011, cuando exigió un nuevo pacto fiscal (que finalmente tomó la forma del TECG) a cambio de una ronda de expansión de la política monetaria en forma de operaciones de refinanciación a largo plazo. Mario Draghi puede quejarse del papel de la política fiscal en el agravamiento de la crisis del euro, pero podría haber reconocido algunos errores políticos personales e institucionales en este contexto.
Temiendo pérdidas de capital y, en el peor de los casos, la redenominación a monedas de menor valor, los inversores vendieron la deuda pública de cualquier país que fuera percibido como vulnerable, desencadenando un círculo vicioso de empeoramiento de los balances bancarios, endurecimiento de las condiciones crediticias y caída del crecimiento, y, en última instancia, una profunda fragmentación financiera. En 2012, los diferenciales respecto a la deuda pública alemana a diez años alcanzaron los 500 puntos básicos en Italia y los 600 puntos básicos en España, con diferenciales aún mayores en Grecia, Portugal e Irlanda. Como esas economías representaban un tercio del PIB de la zona del euro, era impensable que el resto de la unión no se hundiera sin un cambio de rumbo. La segunda opción era, por tanto, hacer más explícitas las transferencias, que es lo que finalmente hizo Europa, aunque de forma subóptima. Amplió su mecanismo de financiación común, lo que aumentó el reparto de riesgos mediante préstamos transfronterizos dentro de la Unión.
Acordar pasar de las transferencias fiscales implícitas a las explícitas fue, de hecho, un elemento importante de los esfuerzos liderados por el FMI y el MEDE. En realidad, estas transferencias resultaron insuficientes hasta que fueron compensadas por transferencias aún más implícitas en forma de las Operaciones Monetarias sobre Valores (MTS) del BCE y, finalmente, la relajación cuantitativa. Las transferencias implícitas nunca se han abandonado y, de hecho, siguen siendo la forma dominante de transferencias fiscales. Reconocer la naturaleza fiscal de las acciones de política monetaria también habría sido una contribución útil al debate.
Según estudios recientes, antes de la crisis de la deuda soberana, sólo se absorbían en torno al 40% de las perturbaciones específicas de cada país de la zona del euro, medidas por la desviación entre consumo y producción. Una vez puesta en marcha esta ayuda oficial, alrededor del 60% de las perturbaciones se suavizaron. A su vez, estos préstamos facilitaron una forma de transferencias fiscales, ya que los acreedores públicos prorrogaron sus préstamos décadas en el futuro a tasas de interés fijas muy bajas, lo que con el tiempo daría lugar a grandes transferencias intertemporales a los países que recibieron ayuda financiera. Esta respuesta acercó a la zona euro a una zona monetaria óptima. Pero las transferencias seguían estando lejos del modelo imaginado por Mundell.
El principal problema era que su efecto estabilizador se veía socavado en los países que las recibían por las estrictas condiciones de los programas de ajuste que las acompañaban. Y al mismo tiempo, las reglas fiscales procíclicas de Europa agravaron la debilidad de la demanda al inducir una contracción fiscal agregada en un choque recesivo.
Reconocer las dificultades a las que se enfrentaron algunos aspectos de la política fiscal durante la crisis es, sin embargo, un paso importante en la dirección correcta. El olvido de la noción de la orientación fiscal global y la forma en que la política fiscal empujó a la zona del euro a la recesión en 2011 es un recordatorio útil. Pero, de nuevo, sería útil un recordatorio aleccionador de la contribución de la política monetaria y el papel de la retórica del BCE en aquel momento.
A medida que los países se esforzaban por mantenerse en el lado correcto de los límites de déficit, la orientación fiscal de la zona del euro se endureció en alrededor de 4 puntos porcentuales del PIB potencial de 2011 a 2013, incluso en los países que tenían un amplio espacio fiscal y no sufrieron la presión del mercado, reduciendo así la demanda de exportaciones de los países sin espacio fiscal. Y alrededor de dos tercios de la consolidación fiscal global se produjeron a través de aumentos de impuestos en lugar de recortes de gastos, lo que redujo aún más la renta disponible y el consumo. El difícil camino hacia la construcción de una unión monetaria óptima quedó ilustrado por las respuestas divergentes de Europa a estos acontecimientos. En Grecia y otros países, los años de austeridad alimentaron un populismo creciente. Pero en Alemania también creció el euroescepticismo al aparecer nuevos partidos que se oponían a los rescates y a mantener en la Union Europea a los países más débiles. A pesar de todos estos problemas, el euro sobrevivió.
El Banco Central Europeo anunció en 2012 que estaría dentro de su mandato hacer «lo que fuera necesario» para salvar el euro, una decisión aprobada y autorizada por el Tribunal de Justicia Europeo tres años después. Los inversionistas dejaron de apostar contra la disolución de la moneda común, ya que sabían que los responsables europeos nunca permitirían que se disolviera. Y gobiernos de todos los colores y de todos los países siguieron apoyando el proyecto, prefiriendo ayudar incluso a los Estados miembros más débiles para seguir formando parte de la unión. Hoy en día sigue sin haber acuerdo en la zona del euro en torno a un presupuesto central con fines de estabilización o transferencias fiscales transfronterizas. Y esto plantea la cuestión de si la zona monetaria puede llegar a ser realmente estable sin una mayor integración en este ámbito.
La verdadera contribución de Mario Draghi al debate europeo, más allá del famoso «whatever it takes», fue posicionar claramente al BCE a favor de la integración y de las transferencias fiscales explícitas. La necesidad de centralización y la creación de una auténtica capacidad fiscal defendidas por el informe de los Cuatro Presidentes en 2012 fueron finalmente respaldadas por Mario Draghi contra la resistencia del personal del BCE y seguirán siendo uno de sus legados intelectuales más importantes.
No cabe duda de que sería deseable disponer de una capacidad fiscal central con fines de estabilización, ya que las regiones siempre estarán expuestas a choques asimétricos. Pero tres factores sugieren que puede haber dejado de ser una condición indispensable. En primer lugar, con el paso del tiempo, la zona del euro se ha acercado gradualmente a las otras condiciones ideales expuestas por Mundell, mitigando en cierta medida la necesidad de transferencias fiscales. 25 años de unión económica y monetaria han dado lugar a cadenas de suministro más integradas y a ciclos económicos más sincronizados, y el euro puede explicar al menos la mitad del aumento global. Al mismo tiempo, aunque la movilidad laboral en la zona del euro siga estando algo lejos de los niveles de Estados Unidos, los estudios han constatado una convergencia gradual, que refleja tanto una caída de la migración interestatal en Estados Unidos como un aumento del papel de la migración en Europa. Y los canales de distribución del riesgo han seguido mejorando. Por ejemplo, en el contexto de la integración del sector bancario, la llamada Unión bancaria, y la generosa ayuda oficial, los préstamos transfronterizos fueron notablemente más resilientes durante la pandemia de lo que habíamos visto en crisis anteriores de una envergadura de esas dimensiones.
Cuanto más pueda avanzar Europa por este camino, especialmente en términos de integración de sus mercados de capitales, menor será la necesidad de transferencias fiscales permanentes. En segundo lugar, la capacidad de las políticas fiscales nacionales para estabilizar el ciclo se ha visto reforzada por el cambio en la función de reacción del Banco Central.
Sin embargo, persiste la creencia de que los mercados de capitales y la integración fiscal pueden sustituirse mutuamente porque ambos permitirían la estabilización y las transferencias. Se trata de una creencia común y errónea en los círculos europeos, basada en la ilusión de que el reparto de riesgos en los mercados de capitales se produce ex nihilo. Esto no es así, y la prueba es que la razón misma por la que la unión bancaria y la unión de los mercados de capitales se han estancado durante la última década es precisamente que en ausencia de integración fiscal, en particular en ausencia de una clara red de seguridad fiscal, no puede haber una verdadera unión bancaria. Por tanto, la unión fiscal y la unión bancaria no son sustitutivas, sino complementarias. Una tiene prioridad sobre la otra.
Desde 2012, el BCE ha identificado los aumentos injustificados de los diferenciales soberanos como un impedimento fundamental para la transmisión fluida de la política monetaria, y ha desarrollado sistemáticamente un conjunto de herramientas políticas para hacer frente a tales amenazas. Esa función de reacción ha creado un suelo efectivo bajo los mercados de bonos soberanos en los casos en los que los diferenciales no están impulsados fundamentalmente, un suelo que ha demostrado su eficacia incluso cuando la orientación de la política monetaria y fiscal no ha estado alineada. Por ejemplo, los gobiernos de la zona del euro fueron capaces de poner en marcha un estímulo fiscal considerable para compensar los efectos de la crisis energética del invierno pasado, incluso cuando las tasas de interés oficiales estaban subiendo con fuerza y la economía se estaba estancando, transfiriendo de la zona del euro más de 200 mil millones de euros al resto del mundo en forma de impuesto sobre los términos de intercambio.
Esto probablemente habría sido imposible una década antes, cuando incluso pequeñas subidas de tasas resultaban desestabilizadoras. Esto sugiere que algo ha cambiado de manera fundamental en la forma en que los inversionistas ven la zona del euro y el margen de maniobra que están dispuestos a proporcionar. En tercer lugar, la naturaleza de los choques a los que nos enfrentamos está cambiando. Con la pandemia, la crisis energética y la guerra de Ucrania, nos enfrentamos cada vez más frecuentemente a perturbaciones comunes importadas que a perturbaciones asimétricas de origen interno. Esto desplaza el problema de apoyar a los Estados en apuros a abordar retos compartidos, lo que crea una alineación diferente de las preferencias políticas. Como ilustra el episodio que he descrito antes, el reparto cíclico del riesgo es difícil de implementar en Europa porque las preferencias políticas están muy desalineadas. Pero para objetivos compartidos como la salud, la defensa y el cambio climático, las preferencias políticas se traslapan y la necesidad de mayores compromisos de gasto es indiscutible.
Se trata de otro cambio importante en la justificación económica de las transferencias y la capacidad fiscal común. Aunque durante mucho tiempo se han visto como un requisito para compartir riesgos ante choques macroeconómicos asimétricos, la realidad es que ha sido mucho más fácil movilizar la voluntad política para crear respuestas fiscales comunes ante choques simétricos (la crisis de COVID) o para abordar retos y bienes públicos comunes. Se trata de un cambio importante que podría socavar estructuralmente el argumento que presenta la integración fiscal como inextricablemente ligada al euro y no a la Unión. En cierto sentido, el argumento de los bienes públicos debilita el argumento de la capacidad fiscal de la eurozona y refuerza los argumentos a favor de ampliar y expandir el presupuesto de la Unión.
La respuesta europea a la pandemia aceptó esta nueva realidad. Obligó a Europa a centralizar importantes ámbitos de la política de salud, ya que la Comisión demostró ser un comprador de vacunas más eficaz de lo que podrían serlo los Estados por separado. Las restricciones necesarias para frenar la propagación del virus también condujeron a la creación de un fondo conjunto de apoyo a los mercados laborales de toda la zona euro («SURE»). Por último, Europa acordó la creación de un fondo de 750 mil millones de euros («Next Generation EU») para ayudar a los países a abordar las transiciones ecológica y digital, que exigen una inversión mucho mayor de la que pueden permitirse los países por separado. Y así, si el grado de convergencia dentro de la zona del euro es mayor, la frecuencia de los choques asimétricos es menor y aumenta la financiación común de los objetivos compartidos, más raros serán los casos en que realmente se necesite una capacidad fiscal.
Sin embargo, el argumento de que es más probable que la integración fiscal se logre a través de los bienes públicos que de la estabilización no debe llevar a la conclusión de que esta última no será necesaria. Incluso en zonas económicas muy integradas, la estabilización es necesaria para satisfacer necesidades de estabilización más que necesidades de asignación. Éstas suelen pasarse por alto porque las políticas de asignación pueden ser más convenientes desde el punto de vista político, pero esto no debería desviar la atención del argumento económico de que los instrumentos de estabilización son necesarios.
La cuestión clave ahora es saber si Europa puede abrir un camino diferente hacia la unión fiscal. La historia nos dice que los presupuestos comunes rara vez se han creado como complemento de la integración monetaria, sino más bien para alcanzar objetivos específicos de interés público. En Estados Unidos, fue la guerra de independencia la que propició el «momento hamiltoniano» de asunción de deuda por el gobierno federal. En Canadá y Alemania, los primeros impuestos federales directos, demás de los derechos de aduana, se crearon para generar nuevos ingresos destinados a financiar la Primera Guerra Mundial. Fue la necesidad de superar la Gran Depresión lo que llevó a la expansión del presupuesto federal estadounidense en los años treinta.
Del mismo modo, Europa, hasta la época actual, nunca se había enfrentado a tantos objetivos supranacionales compartidos, y con ello me refiero a objetivos que no pueden ser gestionados por países que actúan en solitario.
Estamos inmersos en una serie de grandes transiciones que requerirán grandes inversiones comunes. La Comisión Europea cifra las necesidades de inversión para la transición ecológica en más de 600 mil millones de euros anuales hasta 2030, y entre una cuarta y una quinta parte de esta cantidad tendrá que ser financiada por el sector público.
También nos enfrentamos a una transición geopolítica, impulsada por la disociación entre Estados Unidos y China, en la que ya no podemos depender de países hostiles para abastecernos. Esto exigirá una reorientación sustancial de la inversión hacia la creación de capacidad en territorio propio o con socios. Y nunca en la historia de la Unión Europea sus valores fundacionales de paz, democracia y libertad se han visto tan cuestionados como ahora por la guerra de Ucrania. Una consecuencia inmediata es que debemos hacer una transición hacia una defensa europea común mucho más fuerte si queremos, como mínimo, cumplir el objetivo de gasto militar de la OTAN del 2% del PIB.
Quizá el llamamiento más audaz del discurso de Draghi es su petición de un mayor presupuesto europeo, dada la necesidad de financiar la lucha contra el cambio climático, las exigencias del gasto en defensa y la adaptación a un mundo de intereses geoeconómicos contrapuestos de Estados Unidos y China, así como la necesidad de ampliar Europa. La suma de estos retos promete convertir las próximas negociaciones presupuestarias de la Unión en las más difíciles de las últimas generaciones, por lo que conviene fijar desde el principio el nivel adecuado de ambición para estos debates.
Pero tal y como están las cosas, la construcción institucional europea no está bien preparada para llevar a cabo estas transiciones, como revela una comparación con Estados Unidos. Así, estamos asistiendo a un nuevo enfoque de lo que se denomina «statecraft», en el que el gasto federal, los cambios normativos y los incentivos fiscales se alinean para perseguir los objetivos estratégicos de Estados Unidos. La Ley de Reducción de la Inflación, por ejemplo, acelerará simultáneamente el gasto ecológico, atraerá la inversión extranjera y reestructurará las cadenas de suministro en favor de Estados Unidos. Pero Europa carece de una estrategia equivalente para integrar el gasto comunitario, las normas sobre ayudas estatales y los planes fiscales nacionales, como demuestra el ejemplo del cambio climático. Una vez que expire la Next Generation de la Unión Europea, no hay ninguna propuesta de instrumento federal que la sustituya para llevar a cabo el gasto necesario relacionado con el clima. Las reglas de la Unión sobre ayudas estatales limitan la capacidad de las autoridades nacionales para aplicar activamente una política industrial ecológica. Además, nuestras reglas fiscales no prevén excepciones que permitan inversiones suficientes a largo plazo. Si no actuamos, corremos el grave riesgo de incumplir nuestros objetivos climáticos y de perder nuestra base industrial en favor de regiones donde se imponen menos restricciones.
El llamamiento en favor de un presupuesto europeo ambicioso también es coherente con los riesgos que Draghi ve en la configuración actual, en la que relajar las normas sobre ayudas estatales con normas presupuestarias relativamente estrictas a nivel nacional solo llevaría a la fragmentación interna de la Unión y al conflicto. Esto sólo puede remediarse flexibilizando las normas presupuestarias o europeizando más la política económica de la Unión. Este es un punto clave en el que no se hizo suficiente hincapié en el breve debate sobre la respuesta de la UE a la IRA, y que inevitablemente será contraproducente hasta el punto de hacer descarrilar las negociaciones en curso sobre las normas fiscales de la UE, quizás con razón. Llama la atención que Draghi sólo apoye ligeramente la actual propuesta de reforma de las reglas fiscales.
Esto nos deja dos opciones. En primer lugar, podemos suavizar las reglas sobre ayudas estatales y relajar las reglas fiscales, permitiendo a los Estados miembros asumir la carga del gasto de inversión en su totalidad. Pero en el proceso crearemos fragmentación, ya que, incluso con el mayor margen de maniobra que los mercados conceden hoy a la zona del euro, los países con más espacio fiscal tendrán mucho más margen para gastar que los demás. Como aprendimos a partir del acuerdo de Deauville, la fragmentación no tiene sentido cuando existe un objetivo supranacional que los países no pueden alcanzar por sí solos. Del mismo modo que el euro no puede ser estable si grandes partes de la unión monetaria fracasan, el cambio climático no puede resolverse reduciendo un país sus emisiones de carbono más rápido que otro. Así pues, esto significa que la única opción que nos permitirá alcanzar nuestros objetivos es la segunda: aprovechar esta oportunidad para redefinir la Unión, su marco fiscal y, con una nueva ampliación sobre la mesa, su proceso de toma de decisiones, y ponerlos a la altura de los retos a los que nos enfrentamos. Y da la casualidad de que las normas fiscales están actualmente listas para ser debatidas.
El principal reto para la zona del euro es que dependemos de reglas fiscales nacionales para alcanzar múltiples objetivos diferentes. Dado el decisivo papel estabilizador de los presupuestos nacionales, necesitamos reglas que permitan que la política anticíclica responda a las perturbaciones locales. También necesitamos reglas que faciliten las enormes necesidades de inversión que requerimos. Y necesitamos garantizar la credibilidad a mediano plazo de las políticas fiscales nacionales en un contexto de niveles de deuda muy elevados tras la pandemia. Pero hay un compromiso inherente entre estos objetivos. Garantizar la credibilidad fiscal exige que las reglas sean más automáticas y contengan menos discrecionalidad. Pero como ninguna regla puede adaptarse a todas las contingencias futuras, un mayor automatismo siempre limitará la capacidad de los gobiernos para reaccionar ante perturbaciones imprevistas. Del mismo modo, unas reglas creíbles requieren ajustes en horizontes temporales no demasiado largos. Pero el tipo de inversiones que necesitamos hoy implican compromisos de gasto a largo plazo, muchos de los cuales se prolongarán más allá de la vida de los gobiernos que los realicen. La Comisión Europea ha intentado resolver estas disyuntivas proponiendo centrarse en una regla de gasto vinculada a la trayectoria de la deuda a medio plazo de un país. Esto supondría sin duda una mejora con respecto a los anteriores topes de déficit, ya que las reglas de gasto serían invariables con respecto a los ingresos extraordinarios durante las fases alcistas, permitiendo así el papel estabilizador y anticíclico de la política fiscal cuando el ciclo cambia. La senda de gasto también puede ajustarse para los países que realicen inversiones, alargando el periodo hasta que la trayectoria de la deuda tenga que empezar a disminuir. Pero todo esto se hará inevitablemente a costa de la automaticidad y, quizás, de la aplicabilidad. Así pues, si miramos más allá, tenemos que reconocer que unas reglas fiscales verdaderamente creíbles no pueden funcionar sin un replanteamiento equivalente de dónde deben residir las competencias fiscales. Como las reglas automáticas representan una devolución de poderes al centro, sólo pueden funcionar si van acompañadas de un mayor grado de gasto por parte del centro.
Draghi establece un vínculo efectivo entre las normas presupuestarias de la Unión y la necesidad de aumentar su gasto. Las reglas automáticas representan una devolución de la política fiscal que sólo puede aceptarse a cambio de un aumento del gasto fiscal a nivel central, algo que la actual propuesta de reforma de las reglas presupuestarias no ofrece. El apoyo de Draghi a un acuerdo explícito de este tipo impulsará las negociaciones presupuestarias de la Unión hacia un acuerdo global más amplio que incluya las reglas presupuestarias, el presupuesto de la UE, el NGEU2 y los recursos propios. Esto debería estar en el centro del próximo programa de trabajo de la Comisión Europea.
Esto es, a grandes rasgos, lo que vemos en Estados Unidos, donde la devolución de competencias al gobierno federal hace posibles unas reglas fiscales poco flexibles para los estados. Los presupuestos equilibrados a nivel estatal son creíbles precisamente gracias a las transferencias fiscales y al gasto federal en proyectos comunes, que pueden hacer frente a golpes imprevistos y financiar objetivos compartidos. La zona del euro probablemente nunca reproducirá esta estructura en su totalidad, dado el tamaño mucho mayor de los presupuestos nacionales en relación con los de los estados de Estados Unidos. Pero hay buenas razones para importar algunos elementos. En primer lugar, si separáramos y federalizáramos parte del gasto de inversión necesario para alcanzar objetivos comunes, utilizaríamos nuestro espacio fiscal de forma más eficiente.
El espacio fiscal asimétrico de Europa, donde algunos países pueden gastar mucho más que otros, es fundamentalmente un caos cuando se trata de objetivos compartidos como el clima y la defensa. Si algunos países pueden gastar libremente en estos objetivos pero otros no, entonces el impacto de todo el gasto es menor, ya que ninguno es capaz de alcanzar la seguridad climática o militar. En segundo lugar, emitir más deuda común para financiar esta inversión ampliaría potencialmente el espacio fiscal colectivo de que disponemos.
Los costos de endeudamiento de la Unión son inferiores a la media ponderada de los costos de endeudamiento de sus Estados miembros, y son casi idénticos a los del mecanismo de financiación creado durante la crisis, el MEDE, a pesar de que este último dispone de un capital desembolsado de una magnitud tan grande que podría recomprar el 70% de sus bonos a su valor nominal. Esto sugiere que los inversionistas confían plenamente en la capacidad de la Unión para extraer de cada país participante el flujo futuro de ingresos necesario para enfrentar la deuda subyacente. Y eso, a su vez, implica un potencial sin explotar para que la Unión intermedie la deuda y reduzca los costos agregados del endeudamiento en la Unión.
Uno de los argumentos esgrimidos en los últimos meses contra la emisión de deuda común ha sido el aumento del coste de los empréstitos para la deuda de la Unión. En este caso, Draghi reduce un poco los argumentos mostrando que el coste actual de los empréstitos es esencialmente inferior a la media ponderada del coste de los empréstitos de los distintos Estados miembros. Pero no va más allá de argumentar que, de hecho, podría converger hacia el coste de endeudamiento más bajo si la Unión dispusiera de poderes fiscales más claros y de un mercado de deuda más líquido y profundo.
Pero elevar más tareas al nivel federal exigiría confianza entre los Estados miembros tanto en la capacidad como en la integridad para gastar fondos conjuntos por parte de las autoridades nacionales, ya que gran parte de la ejecución seguiría teniendo lugar a nivel nacional. Y exigiría un cambio proporcional de nuestras reglas fiscales en el sentido de una menor flexibilidad. Emitir más deuda de la Unión reduciría, en igualdad de condiciones, la capacidad fiscal para hacer frente al servicio de la deuda nacional. Y eso significa que, como mínimo, tendríamos que asegurarnos de que los Estados miembros muy endeudados utilicen el espacio fiscal creado por el gasto común para mejorar sus perspectivas fiscales, una parte de las cuales debería venir de efectos positivos sobre el crecimiento. Por ahora, hay límites a lo que podemos hacer en este sentido, entre otras cosas porque el costo del endeudamiento de la Unión sigue siendo superior al de sus miembros más fuertes, lo que significa que un mayor endeudamiento común puede verse como una forma de transferencia fiscal no autorizada.
Así pues, una posibilidad es proceder, como hasta ahora, a una integración tecnocrática, introduciendo cambios aparentemente técnicos y esperando que los políticos los sigan. Este planteamiento acabó teniendo éxito con el euro y, en última instancia, ha hecho más fuerte a la Unión. Pero los costos han sido elevados y los avances, lentos. La otra posibilidad es llevar a cabo un auténtico proceso político, en el que el objetivo final sea explícito desde el principio y sea refrendado por los votantes en forma de modificación del Tratado de la Unión. Esta vía fracasó a mediados de la década de 2000 y los responsables políticos la han rehuido desde entonces, pero creo que ahora hay más esperanzas de llevarla a cabo. A medida que la Unión se amplíe para incluir a los Balcanes y Ucrania, será esencial reabrir los Tratados para garantizar que no repitamos los errores del pasado ampliando nuestra periferia sin reforzar el centro. Y esto debería producir una alineación natural entre nuestros objetivos compartidos, la toma de decisiones colectiva y las reglas fiscales.
Por último, Draghi advierte del peligro de continuar con la integración tecnocrática a hurtadillas, y sugiere que la economía política de la reforma de los tratados ha cambiado. Ahora hay tanto que perder con la inacción como para animar a actuar incluso a los más rezagados. Es un llamamiento audaz en un momento en el que la mayoría de los líderes europeos parecen estar enfriando los ánimos después de pronunciar discursos muy ambiciosos. Quizá la gran ventaja de ser un estadista sin Estado es que se puede decir la verdad al poder con más libertad.
El punto de partida de cualquier futuro cambio en el Tratado debe ser el reconocimiento del creciente número de objetivos compartidos y la necesidad de financiarlos conjuntamente, lo que a su vez requiere una forma diferente de representación y de toma de decisiones centralizada. Llegado ese punto, el hecho de avanzar hacia reglas más automáticas se volvería aglo más realista. Creo que los europeos están más preparados que hace veinte años para tomar este camino, porque hoy sólo tienen realmente tres opciones: parálisis, salida o integración. Las encuestas muestran claramente que los ciudadanos sienten cada vez más la amenaza exterior, sobre todo desde la invasión rusa, lo que hace que la parálisis sea cada vez más inaceptable. Los argumentos a favor de la salida han pasado de la teoría a la realidad con el Brexit y, aunque los beneficios de abandonar la Unión parecen muy inciertos, los costos son muy visibles. Y así, mientras la parálisis y la salida parecen poco atractivas, los costos relativos a una mayor integración son menores.
El trilema en el que se encuentra Europa: parálisis, salida o integración son, en efecto, las tres opciones a las que se enfrentan los europeos, y Drahi probablemente tenga razón al afirmar que los peligros de las dos primeras podrían hacer que la última sea hoy más atractiva y posible de lo que lo ha sido nunca en las dos últimas décadas.
En esta coyuntura histórica no podemos quedarnos quietos porque si no nos pasará como la bicicleta de Jean Monnet, es decir, caeremos sin remedio. Las estrategias que habían garantizado nuestra prosperidad y seguridad en el pasado, depender de Estados Unidos para la seguridad, de China para las exportaciones y de Rusia para la energía, hoy se han vuelto insuficientes, inciertas o inaceptables. Los retos del cambio climático y la migración no hacen sino aumentar la urgencia de mejorar la capacidad de actuación de Europa. No podremos crear esa capacidad sin revisar el marco fiscal de Europa. Y yo he intentado esbozar las direcciones que podría tomar este cambio. Pero, en última instancia, la guerra de Ucrania ha redefinido más profundamente nuestra Unión, no sólo en cuanto a sus miembros y sus objetivos compartidos, sino también por la conciencia que ha creado de que nuestro futuro está totalmente en nuestras manos, y en nuestra unidad.
Notas al pie
- Martin Feldstein, « EMU and International Conflict », Foreign Affairs, november-december 1997.
- Commission of the European Communities, European Economy, n° 44, octubre de 1990