Economía

De la competencia al conflicto: Mario Draghi sobre la inflación y la guerra en Ucrania

"Mientras estábamos ocupados celebrando el fin de la historia, la historia preparaba su regreso". En su primer discurso público desde que dejó la cabeza del Gobierno, Mario Draghi intenta describir la época actual: desde las cenizas de la globalización de los años noventa, una guerra que se extiende desde Ucrania hasta las perturbaciones económicas y sociales que recorren el continente.

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El Grand Continent
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© JOSH REYNOLDS/AP/SIPA

Desde el final de su experiencia política, Mario Draghi ha decidido mantener un perfil público muy discreto. Ha participado en muy pocos actos -como uno dedicado a la carrera de Emilio Giannelli, caricaturista histórico del Corriere della Sera, o al 25 aniversario del BCE- y no ha concedido ninguna entrevista a los medios de comunicación nacionales o internacionales. Su discurso, aunque pronunciado en un entorno universitario y por tanto «protegido», es por tanto relevante, porque el ex presidente del BCE volvió sobre la necesidad de que Europa y Occidente ayuden a Ucrania a ganar la guerra contra Rusia hasta el final, y porque abre una secuencia de discursos públicos que tendrán lugar en las próximas semanas.

Según Draghi, apoyar a Kiev es un imperativo «existencial» para la Unión Europea y Estados Unidos que, en este contexto, sólo tienen un camino que seguir: «No hay otra solución que asegurarse de que Ucrania gane esta guerra». Una posición coherente con la del antiguo Presidente del Consejo durante su visita al Palazzo Chigi, pero que recuerda a la opinión pública nacional e internacional el compromiso de una parte del establishment occidental con un desenlace que, por el momento, parece lejos de ser seguro.

La elección de la universidad para pronunciar este discurso no es casual, aunque se vea facilitada por la ocasión, el premio Miriam Pozen, que recibió el ex presidente. Fue en el MIT donde Draghi defendió su doctorado y fue en Estados Unidos donde realizó parte de sus estudios, por no hablar de las fortísimas relaciones personales, políticas y financieras que cultivó en el extranjero durante su larga carrera como funcionario italiano y europeo. Esta conferencia será la primera de una serie que el antiguo Presidente del BCE pronunciará no sólo en universidades, sino también y sobre todo en instituciones financieras: el 22 de junio, Mario Draghi estará en París, en el Carrousel du Louvre, con motivo del Amundi World Investment Forum.

Señoras y señores:

Es maravilloso volver al MIT entre tantos amigos. 

Y es un gran honor recibir el Premio Miriam Pozen.

En 2020, el Premio Miriam Pozen inaugural se le otorgó a Stan Fischer. 

Stan ha sido un verdadero gigante de la política, gracias a su aplomo, a su agudeza, a su experiencia.

Para mí, también, ha sido un amigo, un mentor, un modelo a seguir.

Me siento inmensamente privilegiado por seguir sus pasos. 

Mi conferencia de hoy se basará en mis experiencias como banquero central y primer ministro de Italia. 

Me gustaría reflexionar sobre los dos acontecimientos que, junto con las tensiones cada vez mayores con China, han dominado las relaciones internacionales y la economía mundial durante el último año y medio: la guerra de Ucrania y la inflación. 

Estos acontecimientos tomaron por sorpresa a responsables políticos.

Supusimos que las instituciones que habíamos construido, junto con los lazos económicos y comerciales, serían suficientes para evitar una nueva guerra de agresión en Europa. 

Y creíamos que los bancos centrales independientes dominaban la capacidad de limitar expectativas de inflación, hasta el punto de que nos preocupaba un estancamiento secular.

En retrospectiva, afirmaré que estos dos acontecimientos trascendentales no surgieron de la nada ni están desconectados. 

Ambos son, más bien, consecuencia de un cambio de paradigma que, en las últimas dos décadas y media, ha hecho que la geopolítica mundial pase silenciosamente de la competencia al conflicto. 

Este cambio de paradigma puede conducir a tasas de crecimiento potencial más bajas y requeriría políticas que condujeran a déficits presupuestarios y a tipos de interés más elevados.

En la década de 1990, muchos creían que el proceso de globalización era imparable y que extendería los valores liberales y democráticos por todo el mundo.

El desarrollo del sector privado, el buen funcionamiento de los mercados, el extraordinario crecimiento de la inversión extranjera directa y la expansión del comercio mundial eran objetivos que se consideraban propicios no sólo para la prosperidad de todos, sino, también, para la democracia para todos. 

La opinión dominante era que los valores globales convergerían y que esta convergencia reconfiguraría las relaciones internacionales durante las próximas décadas.

Y se dio por sentado que las instituciones internacionales bastarían para corregir las distorsiones derivadas de la globalización (por ejemplo, en materia de clima, competencia y derechos de propiedad) y que las instituciones nacionales corregirían la desigualdad.  

Dos ejemplos revelan las deficiencias de esta visión consensuada de la globalización.

El primero, quizás, el más simbólico y consecuente, fue permitirle a China entrar en la Organización Mundial del Comercio, a pesar de que no era (ni es) una economía de mercado, en el supuesto de que llegaría a serlo.

Aunque esta decisión condujo a una reducción histórica de la pobreza mundial y benefició a consumidores y empresas occidentales, tuvo un gran impacto social, político y medioambiental. La OMC se mostró incapaz de contenerla. 

El segundo caso fue la pretensión de que la propagación del libre mercado difundiría, también, los valores de la democracia liberal; se hizo añicos con el ejemplo de Rusia.

Occidente vio, en el ascenso de Vladimir Putin, una señal de la inevitable modernización de Rusia y le dio la bienvenida a Moscú en los foros multilaterales, empezando por el G7 y el G20.

Supusimos que los lazos económicos y comerciales que creamos con Rusia serían una garantía de prosperidad, un motor de democratización, el preludio de una paz duradera.

Sin embargo, el presidente Putin nunca aceptó los cambios políticos y territoriales posteriores a la desaparición de la Unión Soviética. 

De Georgia a Crimea, el gobierno ruso transgredió, repetidamente, la inviolabilidad de las fronteras internacionales al perseguir un plan premeditado para restaurar su pasado imperial. 

Los contratos que habíamos firmado con Rusia, en particular, sobre el suministro de gas natural, se convirtieron en un instrumento para chantajearnos. 

Mientras estábamos ocupados celebrando el fin de la historia, la historia preparaba su regreso. Nuestras propias instituciones nacionales también se sorprendieron con este desafío.

La revuelta contra el orden liberal multilateral cobró fuerza debido a su percepción de injusticia y falta de salvaguardias.

En 2016, la elección de Donald Trump, en Estados Unidos, y el referéndum del Brexit, en Europa, mostraron un descontento generalizado con el modelo económico y político vigente.

Los votantes exigieron mayor protección y mayor control.

Querían un papel más central para el Estado, que volvía a estar en primer plano. 

La pandemia de COVID 19 aceleró la tendencia a alejarse de la primacía de los mercados.

En Europa, enseguida, nos dimos cuenta de que demasiadas cadenas de suministro quedaban fuera de nuestro control nacional en un momento crítico.

El ejemplo más claro y peligroso fue la cadena de suministro de productos médicos esenciales (desde equipos de protección hasta vacunas), donde los gobiernos tuvieron que adoptar una postura más firme. 

El sector público, también, desempeñó un papel central en el apoyo a la economía durante las cuarentenas y en la recuperación a partir de la reapertura.

Los presupuestos públicos protegieron el empleo, los salarios y a las empresas, una medida que resultó acertada para limitar los daños del choque pandémico. 

Sin embargo, justo cuando creíamos que habíamos ganado la guerra contra el COVID 19, un nuevo conflicto vino a amenazar nuestra prosperidad y seguridad colectivas: la brutal invasión rusa de Ucrania.

No fue un acto de locura imprevisible. Fue el siguiente paso premeditado de la agenda del presidente Putin y un golpe decidido para la Unión.

Los valores existenciales de la Unión Europea son la paz, la libertad y el respeto a la soberanía democrática. Son los valores que surgieron tras el baño de sangre de la Segunda Guerra Mundial.

Y, por eso, no hay otra alternativa para Estados Unidos ni para Europa ni para sus aliados que asegurarse de que Ucrania gane esta guerra. 

Aceptar una victoria rusa o un empate confuso debilitaría fatalmente a otros Estados fronterizos y les enviaría a los autócratas el mensaje de que la Unión está dispuesta a transigir en lo que representa, en lo que es. 

También, les indicaría a nuestros socios orientales que nuestro compromiso con su libertad e independencia (un pilar de nuestra política exterior) no es tan inquebrantable después de todo.

En resumen, asestaría un golpe existencial a la Unión.

Ganar esta guerra por Europa significa tener una paz estable y, hoy, esta perspectiva parece difícil.

La invasión rusa forma parte de una estrategia delirante a largo plazo del presidente Putin: recuperar la influencia pasada de la Unión Soviética. La existencia de su gobierno está, ahora, íntimamente ligada con su éxito.

Haría falta un cambio político interno en Moscú para que Rusia abandonara sus objetivos, pero no hay indicios de que ese cambio vaya a producirse. 

Las consecuencias geopolíticas de un conflicto prolongado en la frontera oriental de Europa son muy importantes.

Cuanto antes nos demos cuenta, mejor preparados estaremos. 

En primer lugar, la Unión debe estar dispuesta a reforzar sus capacidades de defensa.

Esto es esencial para ayudar a Ucrania durante el tiempo que sea necesario y para proporcionar una disuasión significativa contra Rusia.

En segundo lugar, debemos estar preparados para iniciar, con Ucrania, un camino que conduzca a su ingreso a la OTAN.

La alternativa es enviar cada vez más armas y construir un acuerdo entre Ucrania y todos sus aliados en esta guerra con elementos de defensa mutua que se inspiren en el tratado que une a Estados Unidos con Corea del Sur.

No obstante, un acuerdo así sería difícil de alcanzar y de aplicar. No tendría el mismo poder frente a Rusia y, como observó Henry Kissinger, no vincularía la estrategia nacional de Ucrania con una estrategia global. Además, creo que el contexto histórico y político es diferente del coreano. 

Si éste resulta ser el curso más probable de los acontecimientos, la incertidumbre y la inestabilidad resultantes podrían ser escandalosas.

En tercer lugar, debemos prepararnos para un periodo prolongado en el que la economía mundial se comportará de forma muy diferente a la del pasado reciente. 

Y aquí es donde se cruzan los cambios geopolíticos y la dinámica de la inflación.

La guerra de Ucrania ha contribuido al aumento de las presiones inflacionistas a corto plazo, pero, también, es probable que desencadene cambios duraderos que anuncien una mayor inflación en el futuro.

A corto plazo, el repunte de los precios de la energía, el agravamiento de los estrangulamientos de la oferta debido a las interrupciones en las cadenas de valor y las perturbaciones en mercados como el de los cereales y otros productos alimentarios empujaron la inflación a niveles que no se habían visto en décadas.

Estos factores del lado de la oferta fueron, inicialmente, la fuente dominante de inflación en Europa, ya que las empresas tuvieron que subir los precios en respuesta al aumento de los costos energéticos y de otro tipo. En Estados Unidos, las sucesivas oleadas de estímulo fiscal hicieron que predominara un fenómeno del lado de la demanda.  

Sin embargo, en ambos casos, los bancos centrales tuvieron que intervenir para que la tasa de inflación volviera a acercarse a sus objetivos, una forma de actuar que casi habían olvidado tras una década de baja inflación. 

En retrospectiva, es probable que las autoridades monetarias hayan tenido que diagnosticar pronto el regreso de la inflación persistente. No obstante, en especial, en Europa, dada la naturaleza de la perturbación, impulsada por la oferta, no está claro que actuar con mayor rapidez hubiera frenado mucho el pico de los precios. 

La incapacidad de los gobiernos para acordar a tiempo un tope de precios para el gas natural dificultó mucho la labor del Banco Central Europeo.

En cualquier caso, cuando los bancos centrales intervinieron, mostraron un firme compromiso para mantener la inflación bajo control y han recuperado, en su mayor, parte el tiempo perdido.

La subida de tasas se está filtrando en la economía y hay indicios de ralentización en el sector manufacturero. 

Sin embargo, los servicios, y, en especial, el turismo, aún son fuertes y los mercados de trabajo se mantienen, en general, tensos en comparación con los niveles históricos. 

La inflación se está mostrando más resistente de lo que los bancos centrales habían supuesto en un principio. 

La lucha contra la inflación no ha terminado y, posiblemente, requerirá una continuación prudente del endurecimiento monetario, ya sea mediante tasas de interés aún más altas o alargando el plazo antes de que se pueda invertir su curso.

Sin embargo, las diferentes fuentes del choque inflacionista en distintas jurisdicciones tienen implicaciones para la tarea que tienen por delante los bancos centrales. 

En Estados Unidos, la inflación se ha visto impulsada, en gran medida, por el aumento del ingreso disponible en los hogares durante la pandemia y el consiguiente incremento del ahorro, que, desde entonces, se ha ido reduciendo progresivamente.

Y un factor clave detrás de esto fueron las transferencias fiscales durante y después de la pandemia, que explicaron, con creces, el crecimiento del ingreso disponible por encima de la tendencia en 2020 y 2021. 

Sin embargo, el ingreso disponible regresó a la tendencia y la política fiscal retrocedió a una postura menos expansiva.

Esto sugiere que el actual impulso del consumo –y la presión sobre los precios que ha producido– se desvanecerá una vez que se haya agotado el exceso de ahorro.

Además, aunque la creación de empleo en EEUU todavía es fuerte, existen dudas sobre si los salarios tomarán el relevo como motor de las presiones inflacionistas una vez que se normalice el gasto.

Los salarios nominales han subido con fuerza, pero no hay pruebas de que el crecimiento de los salarios haya sido superior al de los precios. Más bien, parece que los salarios han respondido al mismo factor común del exceso de demanda y, por lo tanto, deberían reducirse a medida que la demanda se suavice.

En la zona euro, los retos son diferentes.

Hasta ahora, la inflación no se ha visto impulsada por un exceso de demanda. A diferencia de Estados Unidos, el consumo real total en la zona euro sigue por debajo de su nivel prepandémico y muy por debajo de su tendencia prepandémica.

Este marcado contraste refleja el hecho de que la zona euro ha soportado un enorme choque de comercio debido a la crisis energética, que, al mismo tiempo, ha elevado los costos y transferido ingresos al resto del mundo.

Hasta la fecha, las empresas reaccionan modificando su política de precios: en lugar de absorber mayores costos en márgenes, como lo habían hecho durante la mayor parte de la década anterior, han hecho que repercutan esos costos en los consumidores, lo que mantiene o, incluso, aumenta sus beneficios.

Los trabajadores, por su parte, no han podido evitar una pérdida de ingresos reales. A finales del año pasado, los salarios reales seguían estando en torno a un 4 % por debajo de sus niveles anteriores a la pandemia.

Y, dado el carácter inercial de la mayoría de las negociaciones salariales en Europa, este proceso se prolongará en el tiempo hasta que se hayan recuperado las pérdidas salariales reales.

Un periodo más largo de subida salarial conlleva, naturalmente, mayores riesgos de que la inflación se haga persistente, en especial, si las empresas mantienen el comportamiento de precios que hemos observado hasta ahora.

Así pues, para eliminar esos riesgos, la demanda tiene que contenerse lo suficiente para reducir el poder de fijación de precios e impedir que las empresas achaquen sus futuros aumentos salariales en los consumidores.

Por otra parte, al disminuir la demanda, las empresas podrían absorber parte de los aumentos salariales implícitos en los contratos laborales durante los próximos 1 a 2 años.

Al margen de otros factores, el grado de endurecimiento monetario en el futuro depende de la interacción entre empresas y trabajadores y de la profundidad de los efectos de las decisiones monetarias anteriores.

En general, no espero que la preocupación por la estabilidad financiera se interponga en el camino. Los actuales problemas bancarios no son, en modo alguno, comparables con la crisis financiera y esto debería abordarse con medidas ad hoc, como se ha hecho hasta ahora. 

Dada la limitada magnitud de estas crisis, los gobiernos deberían financiar, cuando sea necesario, las intervenciones oportunas y evitar crear un conflicto para los bancos centrales entre la persecución de objetivos de política monetaria y de estabilidad financiera.

La experiencia de los años setenta sigue muy presente en nuestra mente y, hoy, ni los gobiernos ni los bancos centrales quieren que se desanclen las expectativas de inflación.

Con el tiempo, los bancos centrales conseguirán que la tasa de inflación vuelva a sus objetivos.

Sin embargo, a medida que las consecuencias a largo plazo de la guerra se hagan visibles, la economía tendrá un aspecto muy diferente al que estábamos acostumbrados. 

La prolongación de la guerra entre Rusia y Ucrania y las continuas tensiones geopolíticas con China seguirán pesando sobre el ritmo de crecimiento potencial de la economía mundial.

Además, el deseo de garantizar que las cadenas de suministro sean resistentes a perturbaciones geopolíticas significa que los países estarán más dispuestos a comprarles bienes a proveedores confiables y afines, aunque no sean los más baratos, y a invertir en la deslocalización de producción crítica a nivel nacional.

Esto conducirá a un cierto aumento de la capacidad en las economías occidentales, pero no necesariamente de la escala ni de la eficiencia que se requieren para garantizar que la inflación se mantenga tan baja como en el pasado.

Al mismo tiempo, espero que los gobiernos registren déficits presupuestarios permanentemente más elevados. 

Los retos a los que nos enfrentamos –desde la crisis climática a la necesidad de apuntalar nuestras cadenas de suministro críticas, pasando por la defensa, en especial, en la Unión– requerirán una inversión pública sustancial que no puede ser financiada mediante subidas de impuestos únicamente.

Estos mayores niveles de gasto público ejercerán una presión adicional sobre la inflación, además de otras posibles perturbaciones de la oferta de energía y de otros bienes.   

A largo plazo, es probable que las tasas de interés se mantengan más altas que en la década pasada. Al mismo tiempo, el bajo crecimiento potencial, las tasas más altas y los elevados niveles de deuda tras la pandemia son un cóctel volátil y los bancos centrales que toleran la inflación no serán la solución.

No cabe duda de que los bancos centrales deben estar muy conscientes de su impacto en el crecimiento, para evitar cualquier dolor innecesario, pero la tarea de rediseñar políticas fiscales en este nuevo entorno recaerá, principalmente, en los gobiernos. 

Tendrán que aprender a vivir de nuevo en un mundo en el que el espacio fiscal no es infinito, como parecía ser el caso cuando las tasas de crecimiento superaban sustancialmente los costos de endeudamiento.

Y, si se han entendido algunas de las lecciones de los últimos treinta años, habrá que prestar mucha más atención a la composición de la política fiscal.  

Debe diseñarse para aumentar el crecimiento potencial, al mismo tiempo que se protege e incluye a quienes más ayuda necesitan. 

Por supuesto, este panorama podría cambiar radicalmente si una oleada de poderosas innovaciones, como la IA, sacudiera el mundo y elevara el crecimiento global.

Aunque es difícil prever todas las implicaciones de un acontecimiento así, una cosa está clara: los gobiernos, los Estados y las instituciones deben responder de forma proactiva para garantizar la inclusión y la protección de todos los que se verían afectados negativamente por estos acontecimientos.

En todo esto, la Unión tendrá que enfrentar retos supranacionales sin precedentes. La Unión estuvo, en muchos aspectos, en el centro del experimento de globalización, pero considerar la creación de un mercado único y del euro sólo como una extensión de este proceso sería una lectura parcial. El proyecto siempre ha sido más ambicioso.

La Unión fue excepcional en dos dimensiones importantes.

El modelo social europeo garantizaba una red de seguridad para los que se quedaban atrás más sólida que en el resto del mundo.

Y la Unión contaba con normas e instituciones colectivas fuertes que, aunque imperfectas, garantizaban una mayor protección contra los efectos secundarios del libre mercado, pero la Unión no se diseñó para convertir el peso económico en poder militar y diplomático. 

Y, por eso, la respuesta europea hacia Rusia representa un punto de inflexión.

Ahora, la guerra de Ucrania, como nunca antes, ha demostrado la unidad de la Unión en la defensa de sus valores fundacionales, más allá de las prioridades nacionales de cada país.

Esta unidad será crucial en los próximos años.

Será crucial a la hora de rediseñar la Unión para darle cabida a Ucrania, a los países balcánicos y a los países de Europa del Este; lo será a la hora de organizar un sistema de defensa europeo que sea complementario y que se sume a la OTAN; lo será a la hora de superar todos los demás retos supranacionales a los que nos enfrentamos colectivamente (más que nada, la transición climática y la seguridad energética); lo será a la hora de adaptar nuestras instituciones, y, en especial, el proceso de toma de decisiones, al nuevo contexto.

Y todo ello sin debilitar la protección social que hace única a la Unión.

Insisto en la unidad porque es la única manera de avanzar: los países europeos por separado, por muy fuertes que sean, son demasiado pequeños para superar estos retos por sí solos. Y, mientras más imponentes sean estos retos, más escabroso se hará el camino hacia una entidad política, económica y social única. Nuestro viaje, que empezó hace muchos años y que se aceleró con la creación del euro, continúa.

Hoy, hablé de nuestros tiempos difíciles, pero los tiempos nunca fueron fáciles. Llegué aquí en agosto de 1972. Cuando era estudiante, tuvimos la guerra del Yom Kippur, varias crisis de los precios del petróleo, el colapso del sistema monetario internacional; el terrorismo hacía estragos en todo el mundo y la inflación estaba fuera de control, por mencionar sólo algunos acontecimientos de la época; y, por supuesto, estábamos en la Guerra Fría.

Hemos sido capaces de superar esos retos –como confío en que seremos capaces de hacerlo en el futuro– gracias a mujeres y hombres preparados e inspirados.

Quiero rendirle un homenaje de gratitud al MIT y, más en general, a todas las instituciones científicas y educativas por igual, por su inmensa contribución para preparar e inspirar a generaciones de mujeres y hombres similares en su servicio al mundo.

Gracias.

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