Los retos que plantea la actual fase histórica al orden internacional dirigido por Estados Unidos son múltiples. Por una parte, existe el deseo, sentido por un número creciente de actores, de una configuración diferente del tablero mundial, en una dirección multipolar de facto, caracterizada por una mayor autonomía en términos de alianzas, moneda y comercio.

Se trata de una tendencia que parece desprenderse cada vez más claramente del desconcierto en el que se encuentra el panorama geopolítico -piensen en los diferentes enfoques sobre Rusia, desde India hasta Israel o Turquía- y, en el frente del comercio internacional, del uso ya estructural de las sanciones por parte de Washington, lo que ha llevado a varios países a embarcarse en una estrategia, por el momento remota, de desdolarización (planteada en varias ocasiones en diversos foros, desde los BRICS hasta las reuniones de la ASEAN, con el objetivo de sustituir el dólar por monedas nuevas o locales)1

Al mismo tiempo, y aparentemente en contradicción con esa tendencia, el tablero mundial lucha por emanciparse de la lógica bipolar de la competencia cada vez más intensa entre Estados Unidos y China. Independientemente de las ambiciones multipolares de los actores intermedios, el dominio económico y tecnológico incontestable de las dos potencias del capitalismo político obliga a elegir terreno, o casi, según la gramática tradicional de las esferas de influencia; la espiral proteccionista y la guerra económica entre Pekín y Washington tienen repercusiones inevitables en todas las cadenas de valor; baste pensar en la presión ejercida por Estados Unidos sobre la empresa neerlandesa ASML, actor clave de la cadena de semiconductores, para que acate las medidas restrictivas adoptadas contra China.

En otras palabras, mientras que las turbulencias actuales sugieren una mayor multipolaridad en las relaciones internacionales -y varios actores intentan explotar esta coyuntura histórica-, la fuerza de gravedad de la bipolaridad Estados Unidos-China contribuye a devolver el tablero a lógicas más duales.

Mientras que las turbulencias actuales sugieren una mayor multipolaridad en las relaciones internacionales -y varios actores intentan explotar esta coyuntura histórica-, la fuerza de gravedad de la bipolaridad Estados Unidos-China contribuye a devolver el tablero a lógicas más duales.

LUCA PICOTTI

Por lo tanto, es necesario reflexionar sobre el papel que la Unión Europea puede (o debe) asumir en el contexto del desafío entre las dos potencias del capitalismo político. La cuestión tiene implicaciones en dos frentes: por un lado, una cuestión más puramente técnico-jurídica, además de económica, relativa a los instrumentos más adecuados para hacer frente a la fase histórica de la competencia geopolítica, en relación con los principios de los tratados sobre los que se construyó la comunidad de derecho europea; por otro lado, y de forma absorbente en la medida en que, de hecho, es una condición previa necesaria para la propia fundación de la Unión Europea, está la cuestión de la política exterior.

Sobre el primer punto, la competencia entre Estados Unidos y China se juega en el terreno de la utilización geopolítica del derecho, entre sanciones, controles a la exportación, vigilancia de las inversiones extranjeras, regulación interesada de determinados mercados y subvenciones a sus campeones nacionales: toda una parafernalia que subordina los intereses económicos a los de la seguridad nacional, para proteger el mercado nacional (de la penetración excesiva, de la interferencia, de la explotación de datos y el conocimiento) y debilitar determinados sectores del país rival (como el control de las exportaciones de semiconductores críticos y tecnologías de inteligencia artificial por parte de Estados Unidos para golpear al sector chino afectado). 

Se trata de una clara expresión del capitalismo político que opera en la estrecha intersección de lo público y lo privado, la política y la economía, la seguridad nacional y el beneficio comercial. En este sentido, los tratados comunitarios siempre han representado la cristalización de las enseñanzas ordoliberales de la primacía del derecho, con vistas a salvaguardar los principios de libre circulación de capitales, competencia, limitación de las ayudas estatales, prohibición de la discriminación y buena administración. Se trata de un marco concebido para garantizar la armonía donde, de otro modo, podría reinar la discordia, por la sencilla razón de que el condominio europeo está poblado por Estados nacionales autónomos con intereses propios; de ahí la utilización de la infraestructura jurídica -en consonancia con el espíritu de la era de Maastricht, es decir, la ilusión del fin de la historia, del mundo plano, de la globalización ineludible, de la economía como paradigma dominante- para contener los impulsos políticos de los distintos Estados miembros. De este modo, la armonía de las normas se contrapone a la desarmonía de las políticas.

La nueva centralidad del Estado, el proteccionismo, la injerencia en el mercado, la política industrial y las subvenciones que vemos hoy son categorías que la Unión Europea siempre ha expulsado, precisamente para evitar derivas discordantes dentro del mercado común. 

LUCA PICOTTI

La inadecuación de la construcción europea respecto a la fase histórica actual es muy clara. La nueva centralidad del Estado, el proteccionismo, la injerencia en el mercado, la política industrial y las subvenciones que vemos hoy son categorías que la Unión Europea siempre ha expulsado, precisamente para evitar derivas discordantes dentro del mercado común. 

En ese sentido, las medidas adoptadas por la administración de Biden para responder a los retos de la transición ecológica (así como para subrayar la primacía estadounidense en los mercados más avanzados), en particular la Chips Act y la Inflation Reduction Act, han puesto en grandes dificultades a la Unión Europea, ejemplo de un reflejo indirecto de la competencia bipolar.

La cuestión es saber si hay que mantener una infraestructura que niegue la posibilidad de subvenciones, política industrial y proteccionismo de base, protegiendo así la armonía interna pero arriesgándose a perder competitividad frente a Estados Unidos, o si hay que prescindir de la infraestructura y permitirse jugar las mismas cartas que Washington, pero con el riesgo de que el mercado interior se derrumbe bajo el peso inevitable de la falta de armonía entre los Estados miembros. A no ser -y ésta es una tercera opción- que contemos con una relación preferencial con Estados Unidos, como la que suele conceder a México y Canadá, con vistas a ser absorbidos posteriormente por el sistema de «las barras y las estrellas»2.

Ésta es sólo una de las muchas cuestiones que se plantean en torno a los instrumentos jurídicos y económicos más adecuados a los retos del nuevo panorama mundial. Hay otros perfiles, como el de la inversión extranjera, en los que la Unión Europea también ha trabajado y sigue trabajando, como veremos. Sin embargo, la cuestión central sigue siendo la política. El uso de instrumentos adecuados para participar en la competencia geopolítica presupone una política exterior común. Si ésta falla, está claro que la única posibilidad de supervivencia de la Unión Europea seguirá siendo la jaula de acero de su infraestructura jurídica. 

Así pues, debemos reflexionar sobre la política exterior. En particular, tenemos que determinar qué postura adoptar ante el empuje centrífugo hacia la bipolaridad entre Estados Unidos y China. O más fundamentalmente, si es posible adoptar una posición común. Y si no es posible, ¿qué implicaría eso en cuanto a la posición de la Unión en el tablero de juego?

El uso de instrumentos adecuados para participar en la competencia geopolítica presupone una política exterior común. Si ésta falla, está claro que la única posibilidad de supervivencia de la Unión Europea seguirá siendo la jaula de acero de su infraestructura jurídica. 

LUCA PICOTTI

Nos hemos tomado la libertad, sin simplificaciones inevitables ni juicios de valor, de esbozar cuatro escenarios; cuatro modelos de Europa en función de la dirección (o falta de dirección) que se tome: una Europa atlantista, una Europa euroatlántica, una Europa autónoma, una Europa anárquica.

La Europa atlantista

En esta perspectiva, el elemento principal es, por un lado, que el europeísmo se reduzca al atlantismo, y por otro, que se acepte el papel de socio menor, tras el declive relativo de Europa frente a Estados Unidos en términos económicos -si en 2008 el PIB europeo era de 16.2 billones y el de Estados Unidos era de 14.7, en 2022 el segundo era de 25, mientras que el primero era de 19.83-, pero también en términos demográficos -la población estadounidense aumenta, mientras que la europea disminuye- y tecnológicos -salvo en algunos nichos europeos, Estados Unidos lleva la delantera en todos los ámbitos-.

En ese sentido, Europa renunciaría a cualquier ambición de desempeñar un papel en la escena mundial, limitándose a seguir pasivamente la política exterior de Washington, al tiempo que se integraría en las cadenas de suministro norteamericanas, siguiendo el modelo canadiense: por ejemplo, firmando un tratado de libre comercio con el propio Estados Unidos, a fin de beneficiarse de exenciones al alcance, por lo demás discriminatorio, de las subvenciones de la ley IRA, renunciando así a aplicar una política europea autónoma en materia de subvenciones. La Unión conservaría su actual infraestructura jurídica, ciñéndose a las instituciones fundamentales y a una moneda común -lo que hoy es cada vez menos el caso en la zona euro-, sin más exenciones ni progresiones. Seguiría siendo un mercado apolítico, o más bien atlántico, porque estaría sometido a las decisiones de política exterior de Estados Unidos, empezando por su posición frente a Rusia y China. Desde esta perspectiva, la Unión Europea resultaría ser más un medio que un fin para Estados Unidos: la entrada en el mercado sería deseable no tanto por la adhesión a la construcción europea como por una mayor proximidad a Washington; al respecto, el hecho de que Finlandia (y ahora Suecia) haya decidido entrar a la OTAN, a pesar de ser ya miembro de la Unión Europea, muestra hasta qué punto la construcción comunitaria no se considera suficiente.

En una Europa atlantista, la Unión resultaría ser más un medio que un fin para Estados Unidos

luca picotti

En este escenario, Polonia y los países bálticos se encontrarían más a gusto, en consonancia con el ligero desplazamiento del centro de gravedad europeo hacia el Este tras el estallido del conflicto ucraniano; el primero, en particular, con sus sólidas relaciones con Estados Unidos y el Reino Unido, podría desempeñar un papel más importante a pesar de la crítica situación económica y de las disputas con Bruselas en torno al Estado de derecho, disputas que harían que las instituciones europeas se mostraran menos asertivas en general, al verse cada vez más desprovistas de su peso político. Esta fase histórica ha dado sin duda algunas señales de ello: la crisis del europeísmo frente al renovado vigor atlantista, anticipado además por la salida del Reino Unido, que se echó a los brazos de Washington a través de acuerdos comerciales; colaboraciones históricas en el ámbito de la inteligencia como los Cinco Ojos; pactos de seguridad como el AUKUS; y un profundo activismo común en el conflicto ucraniano, empezando por el entrenamiento de tropas en Kiev; la entrada de Finlandia a la OTAN; la adaptación de la Unión a la política exterior estadounidense entre sanciones y envíos de armas; el aumento de la centralidad de Europa del Este; la ayuda del gas natural licuado estadounidense para hacer frente al desacoplamiento con Rusia; las dificultades para hacer frente a las subvenciones de la ley IRA. Sin duda, esta serie de indicadores no basta, pero ayuda a dibujar el panorama de una Europa más atlantista que europea.

La Europa euroatlántica

En este caso, sigue tratándose de una Europa abierta al Atlántico4, con la firme relación de alianza con Estados Unidos, pero en la perspectiva de dos subjetividades autónomas y no de una simple absorción del socio menor como en el escenario anterior: lejos de aceptar la relación de inferioridad como un hecho asumido e inmutable, la Unión Europea trataría de encontrar convergencias virtuosas en determinados ámbitos (aun siendo consciente de la impracticabilidad de una unidad completa), desde la defensa hasta la tecnología, para aumentar su peso tanto en el tablero mundial como en las relaciones con Estados Unidos5.

 El objetivo sería presentarse como un aliado no alineado, como una voz autorizada en la confrontación con Washington. En este sentido, la Unión Europea tendría que hacer un chantaje suave -puesto que también interesa a Estados Unidos mantener la alianza- a Estados Unidos para negociar, regatear y alcanzar compromisos en política exterior; por ejemplo, frente a China, la Unión Europea parece más inclinada hacia una estrategia de «de-risking», por utilizar los términos de Ursula von der Leyen, que hacia un desacoplamiento más radical (que sería una perspectiva difícil, incluso para Estados Unidos, como sugirió recientemente Janet Yellen). En general, el resultado de tal posición euroatlántica debería ser la división ideal de áreas geográficas para hacer frente a futuros desafíos, incluso dentro del marco -aunque no del todo convincente desde un punto de vista teórico- de la confrontación entre democracias liberales y autocracias. Desde esta perspectiva, la Unión Europea, partiendo de la base de que Estados Unidos no puede gestionar en solitario todos los escenarios de crisis presentes y futuros, debería hacerse cargo de ciertas áreas estratégicas, como las fronteras con Rusia en el este y el Mediterráneo en el sur, para que Estados Unidos pueda dedicar más recursos al Indo-Pacífico.

El objetivo de la Unión sería presentarse como un aliado no alineado, como una voz autorizada en la confrontación con Washington.

LUCA PICOTTI

Evidentemente, en este caso, seguiríamos formando parte de la política exterior atlántica: su interés se derivaría del poder de negociación distinto que la Unión trataría de asumir, mediante una convergencia virtuosa en sectores estratégicos. Ello le permitiría, por ejemplo, limitar ciertos impulsos unilaterales de Estados Unidos -si entraran en conflicto con los intereses europeos- o plantear calendarios y estrategias alternativas, con el objetivo último de transformar la política exterior atlántica en una política más euroatlántica.

La Europa autónoma

Se ha escrito mucho sobre los recientes comentarios del presidente francés Macron sobre la autonomía estratégica europea, que hacen eco del razonamiento de la doctrina Macron. Muchos han vislumbrado una proyección gaullista destinada, por un lado, a hacer de Europa un instrumento al servicio de las ambiciones francesas y, por otro, a enmascarar los problemas de política interior. Cualesquiera que sean las intenciones del presidente francés, la quimera de una Europa autónoma representa la hipótesis más improbable, dadas las diferencias intrínsecas entre los Estados miembros, que dificultan la consecución de los requisitos previos: la superación del veto; un ejército europeo; la ausencia de excepciones a la seguridad y al interés nacional en manos de Estados individuales; que Francia comparta los códigos nucleares y renuncie a su puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU en favor de la Unión Europea; la formación de un pueblo europeo y la instauración del juego democrático a este nivel supranacional. 

Estos son sólo algunos de los problemas, por no hablar de la abierta hostilidad de Estados Unidos a tal hipótesis, así como de la incompatibilidad de la OTAN con el ejército de la Unión, y de la autonomía estratégica con las bases estadounidenses en suelo europeo (principalmente en Alemania e Italia). Se trata, por tanto, de una hipótesis que choca con la Historia: por un lado, desde el punto de vista de la configuración europea, consecuencia de las relaciones de poder surgidas tras el final de la Segunda Guerra Mundial; por otro, desde el punto de vista de las diferencias históricas, lingüísticas, identitarias y jurídicas entre los Estados-nación. 

La quimera de una Europa autónoma representa la hipótesis más improbable, dadas las diferencias intrínsecas entre los Estados miembros, que dificultan la consecución de los requisitos previos.

luca picotti

Está claro, pues, que la perspectiva autonómica tiene dificultades para traducirse en realidad. También es invocada muy a menudo por la opinión pública de izquierda, reacia al atlantismo, no sólo en su forma más extrema, la de una Europa atlantista, sino también en su forma euroatlántica; por ello, tiende a favorecer la idea de una Europa autónoma, a una distancia respetable y pacifista. Esta perspectiva choca no sólo con la discordia que reina entre el modelo económico europeo, basado en el ordoliberalismo, y las políticas vagamente socialistas, sino también y sobre todo con el hecho de que no existe un pueblo, ni general ni obrero, que dé vida a tal Europa autónoma. Cada colectividad conserva una dimensión intrínsecamente nacional que ninguna perspectiva de democracia europea consigue hoy eludir. Se deduce entonces, para volver a las acusaciones de gaullismo de Macron, que el camino hacia la autonomía siempre tendrá una cara nacional más o menos oculta. Entendida así, una Europa autónoma o debe ser liderada por los franceses o no debe serlo; del mismo modo que otros dirían que o debe ser liderada por los alemanes o no debe serlo. Estaríamos así en una lógica de terceros excluidos.

La Europa anárquica

Este último escenario es el que mejor representa la situación intermedia, la configuración híbrida que a menudo tiende a asumir el condominio de la Unión. En este caso, las divergencias entre los Estados miembros se intensifican, como ocurrió en parte con la combinación de la pandemia y el conflicto ucraniano.

Éstas han sumido a la Unión en un estado de semianarquía, tanto en el plano jurídico, entre las derogaciones de facto y de jure, como en el plano político. En esa mezcla de derogaciones, parece difícil o incluso imposible identificar una dirección común, como las esbozadas en los tres escenarios antes mencionados.

En este escenario, cada Estado seguiría actuando por su cuenta: por ejemplo, Francia y Alemania mantendrían ciertas ambigüedades en sus relaciones con Estados Unidos y China, y Polonia seguiría labrándose una centralidad geopolítica en la alianza atlántica, entre otros ejemplos. Las instituciones se mantendrían, pero serían menos eficaces, ya que la anarquía despojaría de todo su vigor al viejo eje franco-alemán que antaño dominaba Bruselas, y el equilibrio de poder evolucionaría de forma más caótica. Quedarían medias tintas: algunas derogaciones de las normas sobre ayudas estatales para hacer frente a la ley IRA, pero limitadas; algunos fondos soberanos para tecnologías verdes, pero con recursos económicos limitados; algunas medidas proteccionistas, a veces hacia China, pero otras dentro del propio condominio de la Unión; todo ello sin una política exterior común y clara. 

En esa mezcla de derogaciones, parece difícil o incluso imposible identificar una dirección común, como las esbozadas en los tres escenarios antes mencionados.

luca picotti

En definitiva, se trataría de una posición de la Unión que no sería tal: sería una posición de menor eficacia y mayor anarquía entre los Estados miembros. En este sentido, no surgiría ni un empuje hacia un atlantismo marcado, aunque siga siendo en la práctica la dirección más probable, ni empujes creíbles hacia la autonomía. La Unión seguiría siendo una construcción basada esencialmente en la aceptación de las grandes instituciones (en la medida en que no afecten excesivamente a los Estados-nación) y de la moneda única6, que probablemente no desaparecería, pero tampoco progresaría sustancialmente; por último, el atlantismo marcado de algunos países se vería contrarrestado por la reserva de otros. En definitiva, tendríamos un mercado cada vez menos armonioso y sin duda políticamente anárquico.

La complejidad de la realidad no se presta bien a la esquematización. Un análisis debe ir siempre seguido de una crítica, que ponga de relieve la forma en que los distintos esquemas tienden a cruzarse, interactuar e influirse mutuamente. A nuestros efectos, está claro que el terreno básico, casi ineliminable, es el del anarquismo, dada la falta de unidad en el seno de la Unión Europea, del mismo modo que la perspectiva más irreal en el plano práctico (menos en el teórico, ya que se invoca repetidamente) es la de la autonomía, por las razones expuestas anteriormente. 

Sin embargo, la evolución entre estos dos extremos puede adoptar distintas formas. Por ejemplo, mientras los jefes de gobierno, de Macron a Sánchez, visitan Pekín y mantienen posturas moderadas en las relaciones con China, las instituciones de la Unión, en particular la Comisión dirigida por Ursula von der Leyen, siguen una estrategia más asertiva hacia Pekín7, en una perspectiva más cercana al modelo euroatlántico que al autonomista: de hecho, no hay que subestimar la acción europea en materia de inversión extranjera china, que se ha traducido recientemente en la adopción de varios instrumentos de protección -también con el objetivo de adaptar la infraestructura jurídica a esta fase histórica-, desde el Reglamento 2019/452 hasta las políticas sobre 5G, pasando por las normas sobre protección de la reciprocidad y el futuro reglamento sobre subvenciones extranjeras. Estos instrumentos se diseñaron esencialmente para Pekín, y desde luego no para Washington. En la práctica, las operaciones comerciales a las que se dirigen son las creadas por empresas chinas; demuestran de paso, contrariamente a las vagas afirmaciones de Macron, cómo una parte de las instituciones de Bruselas funciona, se refuerza y se renueva en determinados ámbitos, según un modelo similar al euroatlántico. 

Al mismo tiempo, sin embargo, las iniciativas de Bruselas se ven debilitadas por el proteccionismo interno de los Estados europeos, inclinados si es necesario a competir entre sí mediante armas jurídicas y económicas, una posibilidad facilitada por las excepciones a la infraestructura jurídica tras el estallido de la pandemia. Del mismo modo, las divergencias políticas parecen estar desplazando el tablero de la Unión hacia la hipótesis anárquica: cabe pensar en los enfoques opuestos de Polonia y Hungría respecto a Rusia, lo que atestigua que el grupo de Visegrado está menos unido de lo que se quiere creer; también se puede evocar la escisión entre la vieja y la nueva Europa. Este es el escenario más realista, aunque sea el menos virtuoso; es también el que hace de Europa un socio menor, cada vez más débil ante la alianza atlántica.

El panorama es complejo y difícil de definir. Es imposible saber qué camino tomará la Unión Europea. Aquí se han esbozado cuatro, unos más realistas, otros más improbables. En cualquier caso, son los que, en opinión del autor, parecen más concebibles en abstracto. Estos cuatro escenarios son al mismo tiempo cuatro modelos. Cada cual será libre de decidir, según su propia sensibilidad política, cuál de ellos le parece más deseable, sea factible o no.

Notas al pie
  1. P. Chen, «Calls to move away from the U.S. dollar are growing – but the greenback is still king«, CNBC, 24 de abril de 2023. Otras razones son la utilización por parte de Washington del papel predominante del dólar en el comercio internacional para que sus sanciones se apliquen también a sujetos no estadounidenses: utilizar el dólar en una transacción implica la intervención de un banco estadounidense (conocido como corresponsal), que en algunos casos puede impedir la propia transacción.
  2. Véase L. Picotti, “I dilemmi dell’Europa di fronte all’Inflation Reduction Act”, Pandora Rivista, 8 de marzo de 2023.
  3. J. Shapiro, J. Puglierin, «The art of vassalisation: How Russia’s war on Ukraine has transformed transatlantic relations«, ECFR, 4 de abril de 2023. Es cierto que, si se tienen en cuenta otros factores (tasa de homicidios, mortalidad infantil, esperanza de vida), los países europeos tienen sin duda mejores indicadores que los estadounidenses; pero en este caso, la riqueza, la demografía y la tecnología son más relevantes.
  4. Sobre el concepto de una Europa euroatlántica, véase M. Dassù, Economie et stratégie : les Européens et le problème USA-Chine, Aspenia online, 24 de abril de 2023.
  5. Sobre este punto, véase el informe «European Strategic Autonomy : What it is, Why we Need It, How to Achieve It«, Istituto Affari Internazionali, 2021, en el que se afirma: «Una relación transatlántica más equilibrada vería un cambio gradual de una asociación en la que Estados Unidos define e implementa la estrategia y como mucho pide a los europeos que compartan la carga, a otra en la que, dentro de los límites de una asimetría sostenible, Estados Unidos y los europeos definen juntos sus objetivos y comparten los riesgos y responsabilidades de perseguirlos». Aunque se utiliza el concepto de autonomía, el documento se centra en realidad en las perspectivas de una Europa euroatlántica, en la que, mediante el refuerzo en determinados ámbitos (desde la tecnología hasta la defensa), se pretende alcanzar un papel más activo en la escena internacional, sin perjuicio del marco atlántico.
  6. Sobre la aceptación de instituciones condicionadas al reconocimiento de la centralidad de los Estados-nación, el presidente polaco Mateusz Morawiecki dijo recientemente en su «discurso de la Sorbona»: «En Europa, nada puede salvaguardar mejor la libertad de las naciones, su cultura, su seguridad social, económica, política y militar que los Estados-nación. Los demás sistemas son ilusorios o utópicos. Pueden ser reforzados por organizaciones intergubernamentales e incluso en parte supranacionales, como la Unión Europea, pero los Estados-nación en Europa no pueden ser sustituidos”.
  7. Al respecto, véase F. Galietti, “The time for naivety with China is over”, Panorama, 12 de abril de 2023.