¿Qué significa para Europa la guerra de Ucrania? A primera vista, acelera un despertar geopolítico de los europeos, quienes, junto con Alemania, aumentan sus presupuestos militares y logran superar sus diferencias votando y, luego, renovando un imponente paquete de sanciones contra Rusia y adoptando medidas de ayuda para Ucrania, principalmente, en el ámbito humanitario. Parece que una poderosa ola de solidaridad barrió Europa, donde millones de refugiados ucranianos han recibido una generosa bienvenida. Las imágenes de las ciudades ucranianas devastadas y los rostros de los ucranianos que huyen de las bombas captan a los ciudadanos europeos dormidos tras décadas de paz en un espejo y los proyecta, de repente, a un mundo de guerra y destrucción. Las ciudades ucranianas, los rostros ucranianos tienen la familiaridad de la vieja Europa, pero el mundo de devastación y terror que expresan no es el mundo al que, por tres cuartos de siglo de paz (a excepción de la guerra de Yugoslavia), se habían acostumbrado los europeos y este cambio provoca un choque radical. ¿Acelerará esta conmoción la transformación política de la Unión Europea y la cohesionará frente a un adversario ruso cuya brutalidad y desprecio por la ley son la antítesis de los valores sobre los que Europa pretende construirse? ¿Está surgiendo una identidad política europea frente a Rusia? ¿Generará Rusia el patriotismo europeo que los atentados terroristas nunca han logrado producir?

Éste es, sin duda, el efecto del ataque ruso sobre Ucrania. Lo que está en juego, para los ucranianos que van al frente, para las personas que son objeto de bombardeos terroristas, es la supervivencia de una nación cuya existencia está amenazada y, a través de esta lucha, la confirmación de una identidad nacional de la que algunos habían dudado. Esto no dista mucho del «Viva la Nación» de los soldados de Valmy contra los ejércitos profesionales de la Europa unida de príncipes y reyes. La guerra de Ucrania remite a la genealogía de los nacionalismos liberadores surgidos de la Revolución Francesa. Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en 1792, en 1848 o en 1914, el patriotismo ucraniano también es un patriotismo europeo: al ondear la bandera europea junto a la ucraniana en la liberada Kherson, los ucranianos se adelantan a la mayoría de los europeos. Demuestran que están dispuestos a morir por Europa.

Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en 1792, en 1848 o en 1914, el patriotismo ucraniano también es un patriotismo europeo.

JEAN-MARIE GUÉHENNO

El panorama es muy distinto cuando se sale de Ucrania. La guerra de Ucrania abre una nueva página en la historia de la estrategia, ya que se trata tanto de una guerra total como de una guerra limitada. Es total, por supuesto, para los ucranianos que luchan por la supervivencia de su nación. Sin embargo, es limitada tanto para Rusia como para los aliados occidentales de Ucrania.

En ambas partes, el riesgo de una escalada nuclear exige cautela, incluso si Rusia está intentando utilizar el miedo nuclear con fines intimidatorios, en una postura que es más guerra psicológica que una premisa para la escalada. Rusia se ha abstenido, hasta ahora, de atacar el territorio de los miembros de la OTAN; Estados Unidos no le está suministrando a Ucrania armas que puedan golpear en lo más profundo de Rusia. Esta moderación se parece a los enfrentamientos de la Guerra Fría, cuando Occidente y la URSS colisionaban en el territorio de países terceros para evitar el riesgo de una confrontación directa.

La gran diferencia con la Guerra Fría es que, hasta ahora, ambos bandos han intentado mantener a sus respectivas sociedades alejadas de las realidades de la guerra.

En Rusia, Putin habló de una operación militar especial, como una intervención quirúrgica, un asunto técnico y circunscrito a especialistas, y sigue evitando la palabra guerra. Está atrapado en su estrategia de consolidación del poder: ha fomentado constantemente la despolitización de Rusia. Ha apostado por una Rusia en la que cada quien se repliega en su esfera privada y deja los asuntos exteriores en manos del Kremlin, aunque, a diferencia de la mayoría de los países occidentales, Rusia ha mantenido un servicio militar, reducido a doce meses, con muchas excepciones. El servicio militar ya no es una expresión de nación en armas, sino un simple método técnico de organización de los ejércitos.

El estado de opinión en Occidente no es muy diferente del de Rusia. Por distintas razones, las sociedades occidentales están tan despolitizadas como la rusa y las emociones individuales de empatía no bastan para crear un fuerte compromiso colectivo. Nos compadecemos cuando vemos las imágenes de devastación en las ciudades ucranianas, ciudades que se parecen a las nuestras con gente que se parece a nosotros, pero el apoyo para Ucrania no es un compromiso que se pueda comparar con el que existía en la época del bloqueo de Berlín. Es una simpatía barata, momentánea, sin sacrificios reales. Nos hace recordar, en su generosidad sin riesgos, los aplausos que se les dedicaron a los cuidadores al principio de la pandemia de COVID: durante meses, disfrutamos de los buenos sentimientos hacia quienes asumían los riesgos que nosotros nunca habríamos querido correr. La opinión occidental tiene, ahora, el espectáculo de la guerra, no la guerra. Observan la guerra desde la comodidad de sus salones, pero con un plus de realidad. Ven tanques reales explotar, aviones reales caer del cielo por un cohete que los alcanzó, soldados reales disparar con el bosque detrás. 

La guerra de Ucrania abre una nueva página en la historia de la estrategia, ya que se trata tanto de una guerra total como de una guerra limitada.

JEAN-MARIE GUÉHENNO

No son, pues, dos visiones del mundo lo que colisiona y moviliza a dos sociedades; y es muy revelador que un comisario europeo se encargue de «proteger el modo de vida europeo», una forma de referirse a la inmigración sin nombrarla. Los dirigentes occidentales, en especial, los más alejados de la línea del frente, saben que un «modo de vida» no tiene la misma fuerza emocional que la defensa de la nación. Salvo raras excepciones (Macron menciona los sacrificios necesarios), se cuidan de no hablar de la economía de guerra e intentan que la guerra de Ucrania sea indolora para sus poblaciones. Al igual que Putin, proceden con cautela porque también saben que el apoyo del que gozan es frágil y podría desaparecer si se exigen sacrificios reales. No se corre el riesgo de morir por una forma de vida.

Sin embargo, ante una guerra que perdura, tanto Occidente como Putin se enfrentan a decisiones difíciles. Cuanto más se prolonga la guerra, mayor es la contradicción entre el deseo de limitar la propia implicación y la necesidad de exhibir objetivos bélicos cada vez más radicales para justificar una lucha en la que las sociedades no creen en realidad. El contraste entre la fragilidad de las sociedades tambaleantes y la radicalidad de los objetivos bélicos perseguidos por los protagonistas de la guerra de Ucrania sigue agudizándose.

En Rusia, Putin duda entre disimular una movilización cada vez más general o fingir que lo que está en juego es la supervivencia del país. Y, para ello, tiene que repolitizar Rusia. Lo hace evocando las «fuerzas satánicas» que amenazan a Rusia y excitando un nacionalismo retrospectivo que remite a Rusia a la gran guerra patriótica, lo que convierte a Zelensky en un nuevo Hitler. Al reinventar un nacionalismo ruso en el que el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial se combina con la religiosidad ortodoxa, Putin espera darle a su poder la base que necesita para librar una guerra que requiere todos los recursos de la nación.

© AP Foto/Bernat Armangue

No puede hacerlo: las reacciones hacia este cambio de postura son inconsistentes, como demuestra la huida de los jóvenes al extranjero y el desconcierto de sus propios propagandistas. Estos últimos afirman valientemente la diferencia rusa, pero lo hacen adoptando una postura de victimización en la que surge un complejo de inferioridad o, incluso, el temor de que Rusia, lejos de ser la «tercera Roma», deje de ser una potencia de segunda categoría. La evocación, en la televisión rusa, del apocalipsis nuclear, acompañada de la afirmación de que un mundo sin Rusia no merecería existir, expresa más un resentimiento nihilista que la confianza en la capacidad de Rusia para transformar el mundo. El nacionalismo que intenta construir Putin (no es seguro que él mismo crea en tal) es, por lo tanto, la antítesis de los nacionalismos del siglo XX. No se basa en ningún movimiento de masas; es pura afirmación de identidad sin más proyecto político que la conservación del poder y es un manto para una sociedad brutalmente capitalista e inicua; tal pantalla no es más sólida que la fina capa de hielo de un lago apenas congelado. El modelo político que construyó Putin presuponía la inexistencia de la sociedad y, aquí, se ve obligado a removilizarla con un proceso de militarización.

En Occidente también hay una escalada. Biden habla de la lucha permanente de las democracias contra las autocracias y presenta el debilitamiento duradero de Rusia como un objetivo legítimo de la guerra; la mayoría de los líderes occidentales se alinean con las posiciones maximalistas de Ucrania y sugieren que la salvaguarda del derecho internacional exige que Ucrania recupere todos los territorios perdidos, incluidos los que perdió en 2014, como el caso de Crimea. El reto en Occidente no es la movilización general, sino la movilización de las sociedades. No obstante, ¿cómo pedirles solidaridad para Ucrania a sociedades cada vez menos solidarias en su seno?

La guerra de Ucrania se ha convertido, así, en una prueba de resistencia de las sociedades. A falta de movilizar plenamente a sus propias sociedades, Rusia y Occidente intentan debilitar las de sus adversarios. Para Rusia, esto empieza por Ucrania, cuyas infraestructuras bombardea a diario, y viola el derecho internacional humanitario para quebrar la voluntad de resistencia del pueblo ucraniano, pero Ucrania es sólo uno de los campos de batalla. La guerra económica entre Occidente y Rusia, con el arma del gas, por un lado, y las sanciones, por otro, es un campo de batalla igualmente importante. No es una guerra total, ya que la infraestructura física permanece intacta, pero lo que está en juego es existencial porque en ambos bandos la lógica de la guerra empuja al cambio de régimen. 

En este contexto, la mención de una negociación parece más una guerra psicológica que una perspectiva política real. Congelar el conflicto en las actuales líneas del frente consagraría importantes ganancias territoriales por parte de Rusia, algo inaceptable para Ucrania e insuficiente para Rusia. La triste paradoja de la fase a la que ha llegado la guerra es que la enormidad de las pérdidas sufridas por ambos bandos no crea el «punto muerto mutuamente desfavorable» de la teoría de la negociación, sino que, más bien, lleva a cada bando a redoblar la apuesta, aunque sólo sea para justificar las pérdidas ya sufridas. La negociación sólo será posible si Estados Unidos ejerce una presión decisiva sobre Ucrania. Es poco probable que lo haga porque abrir negociaciones en esta fase provocaría una peligrosa crisis política en Ucrania, favorecería a Rusia y destruiría el crédito de Estados Unidos con los países centroeuropeos. Por lo tanto, el final de la guerra de Ucrania aún está lejos, pero algunas consecuencias estratégicas ya son visibles.

La guerra de Ucrania se ha convertido, así, en una prueba de resistencia de las sociedades. A falta de movilizar plenamente a sus propias sociedades, Rusia y Occidente intentan debilitar las de sus adversarios.

JEAN-MARIE GUÉHENNO

La primera es la pérdida de centralidad de Europa. La guerra de Ucrania acerca a los europeos, pero confirma la distancia entre Europa y el resto del mundo, una distancia que se ha exacerbado por las reacciones ofendidas hacia la equivocada formulación del Alto Representante de la Unión, Josep Borrell, sobre el jardín europeo en contraposición a la jungla que lo rodea. Josep Borrell creía que estaba señalando lo obvio: la Unión Europea, con sus normas y procedimientos para gestionar pacíficamente los conflictos, es una admirable excepción en un mundo de grandes bestias donde se impone la brutalidad de las relaciones de poder. La agresión rusa en Ucrania es la jungla en el jardín y los europeos esperaban que el mundo entero la denunciara. Se vieron, en parte, reivindicados en la medida en que 143 de los 193 Estados miembros de las Naciones Unidas condenaron los referendos de anexión organizados por Rusia y en que el G20 condenó la guerra. Sin embargo, las reacciones selváticas y las 35 abstenciones en la votación de la ONU demuestran que Occidente y Europa no han arreglado su relación con el resto del mundo.

A Borrell, como a Biden, le gustaría que el mundo se adhiriera a la narrativa del universalismo democrático. Es una visión que ignora la historia, la de las últimas décadas para Estados Unidos, la de los últimos siglos para Europa. El resto del mundo no está dispuesto a luchar junto a Occidente, como demuestra la falta de entusiasmo por las sanciones occidentales. El imperialismo y el colonialismo europeos unificaron el mundo por la fuerza y la violencia y el resto del mundo, que nunca lo olvidó, tiene ahora suficientes amigos poderosos, como China, para atreverse a distanciarse de Europa y Occidente.

La segunda consecuencia es la aceleración de un debilitamiento duradero de Rusia. Militarmente, Rusia está mostrando los límites de sus fuerzas convencionales y el despilfarro de su enorme arsenal nuclear. Desde el punto de vista económico, Rusia aún es una economía de materias primas, cuyo valor disminuirá con la transición energética, y no ha logrado diversificarse en la economía de los datos. La fuga de cerebros, la salida de empresas occidentales y las sanciones tecnológicas agravan esta desventaja. Desde el punto de vista político, un fracaso ruso en Ucrania puede suponer la sacudida que, finalmente, le permita a Rusia enfrentarse a su violento pasado y completar su transformación postsoviética sentando las bases de una verdadera democracia federal. Sin embargo, la carrera precipitada hacia el ultranacionalismo conlleva también el riesgo de una ruptura de Rusia, pues no todos sus pueblos se reconocen en el nacionalismo ruso. La inmensidad territorial de Rusia es una doble desventaja en este sentido: política porque esta inmensidad oculta realidades coloniales; económica porque, en la era de las redes, la conectividad es un activo esencial; sin embargo, no es fácil multiplicar las conexiones con el resto del mundo cuando se tienen dificultades para conectar el propio territorio. Mejor ser Singapur u Holanda, compactos y conectados con el mundo. 

La tercera consecuencia es la probable profundización de la dependencia europea de Estados Unidos. La guerra en Ucrania está reforzando el apetito de la mayoría de los países europeos por la garantía de seguridad estadounidense. Esto tendrá un precio. Estados Unidos no espera que los europeos contribuyan seriamente al equilibrio militar en Asia, pero exigirá que los europeos se alineen con Estados Unidos en sus relaciones económicas con China, incluso cuando la ruptura con Rusia aumente la importancia de China para sus economías, debilitadas por la subida de los precios de la energía. Europa se encuentra, así, atrapada entre una mayor dependencia de Estados Unidos para su seguridad y de China para su prosperidad.

Europa se encuentra, así, atrapada entre una mayor dependencia a Estados Unidos para su seguridad y a China para su prosperidad.

JEAN-MARIE GUÉHENNO

La cuarta consecuencia es la más incierta: el impacto de la guerra de Ucrania en China y, a su vez, en el equilibrio entre Estados Unidos y China. A corto plazo, la guerra en Ucrania les sirve a los intereses chinos. Aumenta la dependencia de Rusia hacia China y desvía a Estados Unidos de su prioridad en China, pero también acelera la toma de conciencia occidental sobre la dimensión estratégica de las relaciones económicas internacionales y refuerza los lazos entre Europa y Estados Unidos, lo que complica la aplicación de la estrategia china de diluir los conflictos con una retórica de «todos ganan». En última instancia, mucho dependerá de cómo valore China el nuevo equilibrio de poder y de cómo gestione Estados Unidos su propia relación con China. Si una China cada vez más centralista sobreestima su ventaja, al dar por sentado el doble declive de Europa y Estados Unidos, provocará políticas hostiles hacia sí misma.

La guerra de Ucrania abre, así, una nueva era en la historia de los conflictos porque las sociedades que se enfrentan son frágiles por igual y dichas fragilidades, lejos de moderar los objetivos de la guerra, los radicalizan, pues cada bando buscará una nueva vitalidad política y esperará, implícita o explícitamente, un cambio de régimen en el adversario. Se mire por donde se mire (incluida Ucrania, en profundo declive demográfico), vemos sociedades cuyo futuro está lleno de incertidumbre; la guerra también es una forma de redescubrir una ambición colectiva para éstas. Esta inusual mezcla de violencia extrema, que incluye la amenaza nuclear, y fragilidad radical explica la imprevisibilidad de la guerra. Tan fácil es contemplar la estabilización de los frentes en una larga guerra como sorprenderse por el súbito colapso de sociedades agotadas.