Split screen: los campus y los tribunales

Princeton, NJ, 13 de mayo de 2024

Durante las últimas semanas, las elecciones presidenciales se han desarrollado a través de dramas intermedios: los dos candidatos están involuntariamente implicados en asuntos cuyo desenlace escapa en ambos casos en gran medida a su control. Para Donald Trump, se trata de su juicio penal en Nueva York. Para Joe Biden, es la guerra de Gaza y el consiguiente malestar en las universidades estadounidenses.

En el primer caso, el drama está circunscrito y los protagonistas son conocidos. Durante las últimas dos semanas, Trump se ha sentado, incómodo, en el banquillo de los acusados, escuchando día tras día a los fiscales presentar su caso por falsificación de documentos comerciales y a los testigos relatar los sórdidos detalles de su aventura con la actriz pornográfica Stormy Daniels. El expresidente publica mensajes diarios sobre su juicio,1 que van desde la ira hasta la autocompasión. Trump también está jugando un peligroso juego con el juez Juan Merchan: ha violado repetidamente sus órdenes de mordaza, acumulado multas y desafiado a este experimentado jurista a encarcelarlo por desacato al tribunal. A la edad de 78 años, está claro que no tiene ningún deseo de pasar tiempo en una celda de la cárcel. Pero las imágenes de él bajo custodia policial podrían enardecer a sus bases, que ya han perdido interés en el juicio —a juzgar por el puñado de simpatizantes2 que se reúnen a diario ante el tribunal—, por lo que esta opción parece tentarlo claramente. Estos días, la fiscalía está llamando a declarar a su principal testigo, el exabogado de Trump Michael Cohen, y está previsto que el juicio dure varias semanas más. También parece cada vez más seguro que este será el único caso penal3 contra Trump que podría llegar a su conclusión, o incluso comenzar antes de las elecciones.

Si el drama de Trump tiene un toque cómico —con las revelaciones4 sobre su pijama de satín y su afición a los azotes—, el de Biden es totalmente serio. La guerra de Gaza, con sus decenas de miles de muertos palestinos, está provocando las mayores manifestaciones estudiantiles en Estados Unidos desde los años sesenta. Los propios manifestantes han sido acusados de antisemitismo, dividiendo los campus y ejerciendo una presión sin precedentes sobre las administraciones para que apliquen estrictas medidas disciplinarias. En varias instituciones —la Universidad de Columbia5 es el ejemplo más visible— la policía intervino para desmantelar los «campamentos» de protesta, desalojar a los estudiantes de los edificios ocupados y arrestar a los manifestantes. Estas acciones, a su vez, provocaron una intensa ira entre los estudiantes. Gran parte de esa ira se trasladó a las elecciones, con los estudiantes condenando al «genocida Joe» por la ayuda estadounidense a Israel y por ponerse del lado de los administradores universitarios en nombre de la lucha contra un «feroz aumento del antisemitismo»6 en el campus.

Si el drama de Trump tiene un toque cómico, el de Biden es totalmente serio.

David A. Bell

¿Tendrá la ira algún efecto en las elecciones? Es muy posible.

Es cierto que las encuestas siguen mostrando7 que la mayoría de los estudiantes no cuentan la guerra entre sus principales preocupaciones. Pero el Partido Demócrata necesita activistas estudiantiles no sólo para votar por Biden, sino también para hacer campaña por él y movilizar votos en noviembre. Por el momento, Biden no está generando mucho entusiasmo en los campus, y es lo menos que se puede decir.

Existen precedentes. En 2000, la campaña progresista independiente de Ralph Nader, que logró atraer a muchos activistas estudiantiles, le costó la presidencia a Al Gore y condujo a los desastrosos ocho años de la administración de Bush. Dieciséis años después, la campaña aún más extravagante de Jill Stein tuvo probablemente consecuencias cruciales en varios estados clave, lo que ayudó a llevar a Donald Trump al poder. Los cuatro años de presidencia de Trump conmocionaron a la izquierda progresista, que se movilizó en favor de Biden en 2020. Pero la gente tiene poca memoria, y el ambiente en los campus es bastante tenso.

En la izquierda, se está formando una nueva visión política que ve a los liberales como Biden no como aliados demasiado cautelosos y pusilánimes en la lucha por la justicia social, sino como adversarios «neoliberales» por derecho propio. Un reciente artículo en Jacobin,8 por ejemplo, se burla de ellos por ver el trumpismo como un resurgimiento del fascismo. «Para los liberales es más fácil culpar al ‘fascismo’ —o a la ‘rabia rural blanca’ o a los ‘deplorables’ o a los ‘nacionalistas cristianos’— de los problemas de nuestro país que al neoliberalismo desregulador, financiarizado y militarista de Bill Clinton y Barack Obama», se lee en sus páginas. Un ensayo publicado en The London Review of Books9 va más allá y se pregunta si realmente existe una diferencia entre «un gobierno liberal supuestamente progresista» y Trump. Su autor continúa: «Hay un rechazo por parte de los liberales a aceptar la responsabilidad por el mundo que han creado, a través de su apoyo a las guerras en Medio Oriente, su aceptación de la creciente desigualdad y pobreza, los recortes a los servicios públicos, la mínima acción climática y el fracaso en la creación de empleos estables y significativos». El influyente historiador Samuel Moyn ha proporcionado una base intelectual para esta visión con una serie de libros —el más reciente Liberalism Against Itself10 que critican a los liberales por abandonar una antigua fe progresista más amplia y aceptar tanto la espiral de desigualdad como el imperio estadounidense.

En la izquierda, se está formando una nueva visión política que ve a los liberales como Biden como adversarios «neoliberales» por derecho propio.

David A. Bell

Esta visión nos parece sesgada y engañosa.11 La mayoría de los liberales estadounidenses se opusieron a la guerra de Irak y lucharon duro en las cuestiones de los servicios públicos y el cambio climático. Barack Obama sacó a Estados Unidos de Irak y dio seguro médico a millones de personas. Joe Biden nos sacó de Afganistán y aprobó importantes leyes sobre infraestructuras y cambio climático. Pero la izquierda progresista considera que esos logros tan reales, conseguidos frente a la feroz resistencia republicana en un país extremadamente polarizado, son medias tintas intrascendentes, cuando no complicidad efectiva con las siniestras fuerzas del neoliberalismo y el imperio. También considera que las medidas quedan eclipsadas por el apoyo de Joe Biden a Israel y su aparente aprobación del despliegue de una policía «militarizada» en los campus universitarios. Este punto de vista resuena entre los manifestantes enojados, a quienes les resulta demasiado fácil presentar a Biden como el desafortunado juguete de los megadonantes multimillonarios de las universidades, los fabricantes de armas y Benjamin Netanyahu: el nexo de unión entre el neoliberalismo y el imperio estadounidense. Un profesor de Historia de la Universidad de Chicago habló en nombre de muchos cuando tuiteó:12 «No deseo otra presidencia de Trump, pero tengo que admitir que mi desprecio por Biden es ahora más profundo que por Trump, que es simplemente un fascista descerebrado instintivo, a diferencia de Biden, que decide deliberadamente alinear el liberalismo estadounidense con la extrema derecha mundial». Es posible que la gente que piensa así no vote por Trump, pero tampoco es probable que hagan mucho por detenerlo.

Es muy posible que en noviembre estas protestas pesen menos en las elecciones de lo que parece ahora. Si Israel y Hamás acuerdan un alto al fuego, si la convención demócrata de Chicago se desarrolla sin grandes alteraciones y si la realidad de una segunda administración de Trump empieza a emerger, los estudiantes bien podrían olvidar sus consignas de «genocida Joe» y trabajar por una victoria demócrata. Si Donald Trump llega a las elecciones como un delincuente convicto, en libertad bajo fianza a la espera de sentencia mientras su retórica se vuelve aún más delirante y paranoica, si es que eso es posible, entonces las elecciones podrían decantarse a favor de Biden. Pero a estas alturas, todo es posible. Las encuestas más recientes13 indican que las elecciones podrían ser un cara o cruz.

Pero a estas alturas, todo es posible.

David A. Bell

El único otro acontecimiento electoral destacable de las últimas semanas ha sido de baja comedia: las maniobras desesperadas de los republicanos para convertirse en el candidato a vicepresidente de Trump. Kristi Noem, la explosiva gobernadora de Dakota del Sur, parecía estar en buena posición en las encuestas, a pesar de las historias sobre su aventura adúltera14 con el exasesor de Trump, Corey Lewandowski. Pero probablemente hundió sus posibilidades con la publicación de sus memorias en las que presume de haber disparado a un perro de 14 meses difícil de adiestrar en una cantera de grava.15 El senador Tim Scott, que parece haber superado incluso a su colega de Carolina del Sur Lindsay Graham en el concurso de «partidario más servil de Trump», está diciendo ahora esencialmente que las elecciones no serán legítimas16 si Trump no gana. Pero por ahora, todas las apuestas están en la representante de Nueva York, Elise Stefanik, una antigua moderada (y exalumna de Harvard) que se ha convertido en la Gran Inquisidora de la Ivy League.17 Si Trump gana en noviembre, bien podría convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos.

Unas elecciones a merced de abogados y expertos médicos

Princeton, NJ, 18 de febrero de 2024

Como era de esperar, la campaña presidencial de las dos últimas semanas se ha adueñado en gran medida de los tribunales. Pero también se está adentrando en otro terreno más inusual: la medicina gerontológica.

En teoría, sigue en marcha una auténtica campaña de primarias en el bando republicano. A pesar de sus derrotas ante Donald Trump en Iowa y New Hampshire, Nikki Haley se ha negado a ceder ante el hombre que la llama «cerebro de pájaro» y «Nimbra» –una distorsión deliberada de su nombre de nacimiento, Nimarata Nikki Randhawa–. Ha puesto todas sus esperanzas en una buena actuación en las primarias republicanas del 24 de febrero en Carolina del Sur, su estado natal.

Según los sondeos, en las últimas dos semanas ha ganado algo de apoyo allí, pasando de alrededor del 25% al 30%. Desgraciadamente para ella, las mismas encuestas dan a Trump el 65% de los votos. A menos que se produzca un acontecimiento inesperado, Carolina del Sur marcará el entierro de su campaña y la coronación de Trump como candidato republicano indiscutible.

Nikki Haley intenta desesperadamente presentar a Donald Trump como errático, confuso y caótico. Pero los votantes republicanos han visto muchas pruebas de estas cualidades en Trump durante muchos años. Si aún no le han dado la espalda, es poco probable que lo hagan ahora.

Se ha prestado mucha más atención al asombroso número de casos judiciales en los que está implicado Trump: el jurado que le impuso una multa de 83 millones de dólares por difamar a E. Jean Carroll, la mujer que le acusó de haberla violado en la década de 1990; el juicio en Nueva York por fraude en transacciones inmobiliarias por el que fue condenado a 355 millones de dólares; y el caso que actualmente tiene ante sí el Tribunal Supremo, que debe determinar si los Estados tienen el derecho –o quizá la obligación– de eliminar a Trump de sus papeletas para las elecciones presidenciales por haber incurrido en «insurrección». Este último caso dependerá de cómo interprete el Tribunal la Decimocuarta Enmienda de la Constitución, redactada originalmente para impedir que antiguos confederados ocuparan cargos federales.

Si los votantes republicanos aún no han dado la espalda a Trump, es poco probable que lo hagan ahora.

DAVID A. BELL

Por otra parte, Donald Trump afirma que goza de inmunidad general por sus acciones como presidente, lo que le protegería de un juicio como insurrecto. Un tribunal federal de apelaciones ha rechazado esta alegación, pero el caso va camino del Tribunal Supremo. Luego están las causas penales en curso contra Trump: por incitar a la insurrección e intentar anular los resultados de las elecciones nacionales; por intentar hacer lo mismo en Georgia; por manejo indebido de documentos clasificados; por fraude comercial cuando utilizó fondos de campaña para comprar el silencio de una actriz porno con la que tuvo una aventura, etc.

En la mayoría de estos casos, Trump está utilizando la misma estrategia que perfeccionó durante muchos años como magnate inmobiliario corrupto que se enfrentaba a demandas de empresas, trabajadores e inquilinos: retrasar, retrasar aún más, retrasar siempre. Hace que sus caros abogados utilicen todos los trucos legales posibles para alargar los casos hasta que la otra parte finalmente se rinda. Por encima de todo, Trump quiere hacer todo lo posible para impedir que los juicios finalicen –o, en el mejor de los casos, comiencen– antes de las elecciones de noviembre.

Estados Unidos se enfrenta, por tanto, a una situación extraña: la elección de su próximo presidente bien podría depender de cuestiones procesales muy técnicas y de la forma en que los abogados de Donald Trump las exploten. El país ya ha vivido una situación similar. En 2000, la decisión del Tribunal Supremo de elegir a George W. Bush también dependió de cuestiones técnicas de derecho electoral, procedimiento legal y cómo leer las minúsculas papeletas de voto en el Estado de Florida. Si parece que el destino de una república no debería depender de cuestiones tan minúsculas, así es.

Trump quiere impedir que los juicios finalicen –o, en el mejor de los casos, comiencen– antes de las elecciones de noviembre.

DAVID A. BELL

Mientras tanto, el mundo político bulle por el informe de otro fiscal especial, un abogado llamado Robert K. Hur, a quien el Departamento de Justicia encargó investigar el manejo de documentos clasificados por parte del presidente Biden. Mientras Donald Trump se enfrenta a múltiples cargos por el mismo delito, Hur exoneró a Biden de cualquier responsabilidad penal. Pero también describió al presidente como «un hombre mayor con una memoria defectuosa», y afirmó que Biden parecía confuso durante sus conversaciones, luchando por recordar fechas importantes, incluyendo su propia vicepresidencia y la muerte de su hijo Beau. Como era de esperar, los republicanos aprovecharon alegremente este informe como prueba de la senilidad e incapacidad de Joe Biden para el cargo, mientras que los comentaristas demócratas y centristas se retorcían las manos.

Estas acusaciones de senilidad son infundadas. Joe Biden es un hombre de 81 años al que a veces le falla la memoria, como es de esperar a su edad. Ya tenía una merecida reputación de meteduras de pata y errores verbales antes de llegar a la vejez. Cada día se reúne con decenas de personas, y es difícil creer que todas se confabulan para ocultar la noticia de una grave discapacidad mental. Hace unas semanas, por ejemplo, almorzó con un grupo de historiadores, a varios de los cuales conozco personalmente. Dijeron que escuchaba atentamente y hacía preguntas inteligentes. Pero parece frágil e inseguro, y bastan tres o cuatro secuencias de sus meteduras de pata verbales y/o físicas para que parezca completamente gagá.

Ha reducido sus apariciones ante la prensa para evitar ofrecer más de estos clips, que sus oponentes han tomado como una prueba más de que es, de hecho, un viejo baboso incapaz de aparecer en público. Trump comete regularmente muchos más errores y deslices verbales que Biden, pero gracias a su innegable vigor y resistencia, no parece ni de lejos tan viejo –sólo tiene cuatro años menos–.

A diferencia de Trump, Biden no tiene un núcleo duro de seguidores fanáticos que lo ven como un salvador, o incluso como un extraño cruce entre Jesús y Superman.

DAVID A. BELL

Los medios de comunicación han cubierto obsesivamente este informe, ignorando en gran medida el hecho de que Hur es cercano a los candidatos republicanos y que fue nombrado por el fiscal general Merrick Garland de forma bipartidista. También restaron importancia al hecho más importante del caso: que Robert K. Hur no encontró ningún motivo para acusar a Biden de manipulación indebida de documentos clasificados, mientras que Trump se enfrenta a 37 cargos y a una pena de 20 años de prisión por el mismo delito. La cobertura mediática recordó demasiado a cuando, poco antes de las elecciones de 2016, el entonces director del FBI, James Comey, exoneró a Hillary Clinton de los cargos relacionados con el uso de un servidor privado de correo electrónico para asuntos oficiales del Departamento de Estado, al tiempo que criticaba duramente su comportamiento. Los medios de comunicación se centraron más en las críticas que en la exoneración, lo que contribuyó considerablemente a la derrota de Clinton.

Biden tiene mucho que perder en este asunto. Al igual que Clinton, y a diferencia de Trump, no tiene un núcleo duro de seguidores fanáticos que lo ven como un salvador, o incluso como un extraño cruce entre Jesús y Superman. Por su parte, la persecución de Trump ha contribuido en realidad a consolidar su apoyo dentro del Partido Republicano, aunque aún podría perjudicarle ante el electorado en general, sobre todo si un jurado le declara culpable de un delito antes de las elecciones.

Pero los informes sobre el mermado estado mental de Joe Biden no le ayudan. Están alejando a algunos votantes en favor de su oponente y animando a otros a no votar. ¿Podría el daño ser lo bastante grave como para obligar a Joe Biden a retirarse de la campaña? El columnista del New York Times Ross Douthat ha sugerido que Joe Biden debería anunciar su retirada justo antes de la convención demócrata de este verano en Chicago, permitiendo a los delegados elegir a un candidato más joven y enérgico18. Es una perspectiva tentadora, pero el proceso electoral estadounidense parece haberse esclerotizado demasiado, de modo que un efecto de inercia hace difícil creer en esta hipótesis. Desgraciadamente, a estas alturas, lo único que podría evitar que Estados Unidos tuviera que elegir entre Donald Trump y Joe Biden el próximo noviembre sería una grave crisis médica –o algo peor–.

El candidato presidencial republicano, el ex presidente Donald Trump, habla en un acto de campaña, el sábado 27 de enero de 2024, en Las Vegas. © AP Photo/John Locher

Princeton, NJ, 14 de enero de 2024

En democracia, decide el pueblo, no los tribunales

Las elecciones presidenciales son momentos de dramatismo e incertidumbre. Los candidatos pueden surgir de una relativa oscuridad y abrirse camino hacia la Casa Blanca, como Jimmy Carter en 1976 o Barack Obama en 2008. Los favoritos pueden ver cómo se evaporan sus posibilidades como consecuencia de escándalos o meteduras de pata, como Gary Hart en 1988 -un escándalo sexual- o Howard Dean en 2004 -por comportamiento extraño-. Una sola frase memorable -por ejemplo, Ronald Reagan diciendo «Yo pago este micrófono» durante el debate de las primarias de New Hampshire en 1980; o Walter Mondale preguntando «¿Dónde está la carne?» contra Hart en 1984- o incluso una imagen televisiva desastrosa -Michael Dukakis intentando sin éxito dirigir un tanque en 1988- pueden marcar más la diferencia que cien ejes programáticos cuidadosamente redactados por ejércitos de asesores.

Las elecciones de 2024 prometen ser tan dramáticas como las anteriores. Pero en un giro sin precedentes en la historia de Estados Unidos, lo más probable es que el principal drama de los próximos meses se desarrolle en los tribunales, no en los mítines de campaña. De hecho, los dos grandes partidos ya tienen a sus presuntos candidatos. Cuando mañana, 15 de enero, comiencen las primarias en el caucus de Iowa -con un frío casi polar-, el único drama muy secundario será cuál de los aspirantes del Partido Republicano se quedará con el segundo puesto en la carrera por la nominación, muy lejos de Donald Trump. Porque cuando se trata de escándalos y meteduras de pata, Donald Trump ya ha demostrado ser totalmente impermeable a sus efectos, al menos entre sus leales seguidores MAGA, mientras que prácticamente cualquier cosa que diga o muestre habría destruido una campaña presidencial normal. Y con el presidente Biden comportándose con la cautela propia de un octogenario que se acerca de puntillas al borde de un precipicio, los escándalos y meteduras de pata parecen improbables en el bando demócrata.

Las decisiones de los tribunales tienen el potencial de alterar profundamente la carrera electoral.

DAVID A. BELL

Por otra parte, las decisiones de los tribunales tienen el potencial de alterar profundamente la carrera electoral. Dentro de unos meses, es probable que el Tribunal Supremo de Estados Unidos se pronuncie sobre la decisión del Tribunal Supremo de Colorado que prohíbe a Trump participar en la elección en ese estado en virtud de la disposición de la Decimocuarta Enmienda que excluye a las personas que «hayan participado en una insurrección». Ya a finales de enero, un tribunal federal de apelaciones se pronunciará sobre una moción de los abogados de Trump en la que reclaman inmunidad absoluta por sus acciones como presidente, lo que anularía el juicio federal presentado contra él por el fiscal Jack Smith por subversión electoral, cuyo inicio está previsto actualmente para el 4 de marzo. Es probable que la decisión del tribunal de apelación sea recurrida ante el Tribunal Supremo. El expresidente está acusado de falsificación de registros comerciales relacionados con los sobornos pagados a la estrella porno Stormy Daniels, en un proceso cuyo inicio está previsto para el 25 de marzo en Nueva York, y de manipulación grosera de documentos secretos, en un proceso federal cuyo inicio está previsto para el 20 de mayo. Otros procesos penales por subversión electoral en Georgia aún no tienen fecha de juicio. Además, Trump se enfrenta a demandas civiles en un caso de difamación presentado por su presunta víctima de violación, E. Jean Carroll, en un juicio cuyo inicio está previsto para el 16 de enero, así como a una sentencia en un caso de fraude en Nueva York, en el que el juez Arthur Engoron ya los declaró responsables a él y a sus socios y podría imponerles una multa de hasta 250 millones de dólares. También es posible que el presidente Biden se enfrente a otro tipo de procedimiento legal: una votación de destitución en la Cámara de Representantes, controlada por los republicanos.

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En el peor de los casos, el día de las elecciones Trump habrá sido condenado por delitos y tendrá que cumplir una pena de prisión; los casos civiles habrán destruido en gran medida su imperio comercial y los estados donde se celebran las elecciones lo habrán excluido de las papeletas. En el mejor de los casos, las causas penales aún no habrán llegado a juicio o habrán terminado en absolución, y mientras que las causas civiles habrán causado poco o ningún daño, el Tribunal Supremo habrá anulado la decisión de Colorado y asegurado su presencia en las papeletas electorales de todos los estados. Sea cual sea el resultado, las decisiones de los tribunales serán a la vez extremadamente espectaculares y cargadas de consecuencias.

Sea cual sea el resultado, las decisiones de los tribunales serán a la vez extremadamente espectaculares y cargadas de consecuencias.

DAVID A. BELL

Tanto si se ama a Donald Trump como si se detesta, es difícil no deplorar el cariz que están tomando los acontecimientos. En una democracia, es el pueblo el que decide, no los tribunales. Si el Tribunal Supremo confirma la decisión de Colorado (lo que es poco probable, pero no del todo imposible) y los estados donde se celebran las elecciones excluyen a Trump, una gran parte del electorado considerará que las elecciones son fundamentalmente ilegítimas, lo que no es en absoluto saludable para la democracia estadounidense. Si una serie de condenas penales obligaran de algún modo a Trump a abandonar la carrera electoral, el resultado sería efectivamente el mismo. Sí, se puede argumentar que, ante un candidato tan nocivo, incluso potencialmente tiránico como Donald Trump, pueden ser necesarios medios antidemocráticos para salvar la democracia, pero este recurso está en sí mismo plagado de peligros.

Una bandera del expresidente y actual candidato republicano Donald Trump ondea frente a una casa en Des Moines, Iowa. El caucus de Iowa de 2024 comienza este lunes 15 de enero. © Bryon Houlgrave/Shutterstock

En teoría, el Partido Republicano tiene mucho menos derecho a quejarse de la influencia del poder judicial en las elecciones que los demócratas. Se trata de un partido a cuyos principales ideólogos les gusta afirmar regularmente que Estados Unidos no es una democracia, sino una república constitucional, para justificar cosas como la asignación de dos senadores cada uno a la demócrata California y a la republicana Wyoming, a pesar de la disparidad de población de 77 a 1 entre ambos estados. También es un partido cuyos candidatos presidenciales, a lo largo de este siglo, han ganado dos veces las elecciones perdiendo el voto popular, gracias al Colegio Electoral. Es un partido cuya victoria en 2000 (Bush sobre Gore) sólo fue posible gracias a una sentencia del Tribunal Supremo de EUA. 

Pero la coherencia no es el punto fuerte del partido.

Para los demócratas, en cambio, hay importantes razones prácticas y de principios para lamentar que el camino a la Casa Blanca pase actualmente por los tribunales. Y no es solo porque los diversos casos hayan dado a Trump y a sus partidarios un gran impulso y hayan dado credibilidad a la idea de que el Estado profundo y las élites estadounidenses utilizarían medios ilegítimos para impedir que volviera a la presidencia. El giro judicial de los acontecimientos también envía el mensaje no tan subliminal de que un Joe Biden profundamente impopular no puede ser reelegido por sus propios méritos.

El giro judicial de los acontecimientos también envía el mensaje no tan subliminal de que un Joe Biden profundamente impopular no puede ser reelegido por sus propios méritos.

DAVID A. BELL

Irónicamente, el procedimiento judicial con más probabilidades de ayudar a Biden es uno que iría dirigido contra él, y no contra Trump. El 13 de diciembre, la Cámara de Representantes votó unánimemente, sin distinción de partidos, a favor de abrir una investigación formal de destitución contra el presidente. No tenían motivos para hacerlo. Los acusadores republicanos afirman, sin la menor prueba, que Joe Biden intervino en varios asuntos de manera corrupta mientras era vicepresidente, entre 2009 y 2017, para ayudar a los negocios de su hijo Hunter. Sin embargo, aunque sus acusadores logren encontrar pruebas que puedan utilizar de alguna manera para inculparlo, algunas figuras destacadas del partido republicano -por ejemplo, el senador Markwayne Mullin, de Oklahoma- ya han advertido a la Cámara que no puede procesar legalmente a un presidente por delitos cometidos antes de que asumiera el cargo. Aunque el Comité Judicial de la Cámara de Representantes acabe recomendando la destitución al pleno, es posible que los republicanos no consigan los votos necesarios, dada su escasa mayoría -221 votos frente a 213-. E incluso si la Cámara de Representantes votara a favor de la destitución de Biden, es seguro que el Senado no lograría condenarlo con los dos tercios de los votos necesarios. En resumen, el impeachment sólo avergonzaría a los republicanos al tiempo que ayudaría a la campaña de Biden. Los republicanos harían bien en abandonar el asunto, pero tal es el odio a Biden entre los fieles a Trump que probablemente no puedan darse por vencidos.

Para el verano, es probable que todas o la mayoría de estas cuestiones legales se hayan resuelto de un modo u otro, y por fin pueda tener lugar una campaña presidencial en la que el historial, los programas, el comportamiento y, por supuesto, las réplicas de los candidatos ocupen un lugar central. Seguirá sin ser una campaña normal, ni mucho menos, dado el papel de Donald Trump como el agujero negro de la política estadounidense, arrastrando irresistiblemente y destruyendo toda la sustancia y la energía de la política estadounidense. Pero al menos estas elecciones serán verdaderamente democráticas.

Notas al pie
  1. Donald J. Trump Posts From His Truth Social (@TrumpDailyPosts) / X
  2. Jonathan Swan, Maggie Haberman y Nate Schweber, The Circus Trump Wanted Outside His Trial Hasn’t Arrived, The New York Times, 22 de abril de 2024.
  3. William Brangham, Ali Schmitz y Saher Khan, Where Trump’s classified documents case stands after judge indefinitely postponed start, PBS, 8 de mayo de 2024.
  4. Adam Reiss, Gary Grumbach, Jillian Frankel y Dareh Gregorian, Silk pajamas, spanking and questions about STDs : Stormy Daniels details sexual encounter with Trump, NBC News, 7 de mayo de 2024.
  5. Isabella Ramírez, Amira McKee, Rebecca Massel et al., Inside the Columbia University Protests Over Israel and Gaza, New York Magazine, 4 de mayo de 2024.
  6. In Speech, Biden Describes Surge of Antisemitism in U.S., The New York Times.
  7. Sareen Habeshian, Exclusive poll: Most college students shrug at nationwide protests, Axios, 7 de mayo de 2024.
  8. Daniel Bessner y Daniel Steinmetz-Jenkins, Liberals’ Heated Fascism Rhetoric Sidesteps Self-Reflection, 18 de abril de 2024.
  9. Gareth Fearn, Liberalism without Accountability, London Review of Books, 2 de mayo de 2024.
  10. Samuel Moyn, Liberalism Against Itself, Yale University Press, 2023.
  11. Para mi reseña del libro de Moyn, ver aquí.
  12. Ver en X (Twitter).
  13. Breaking down the latest presidential battleground polls, CBS News, 7 de mayo de 2024.
  14. Ken Silverstein y Laura Collins, Married South Dakota governor Kristi Noem and Trump advisor Corey Lewandowski have been having a years-long clandestine affair, Daily Mail Online, 15 de septiembre de 2023.
  15. Bess Levin, Puppy Slayer Kristi Noem Had a Very, Very Bad Day on Conservative TV | Vanity Fair, Vanity Fair, 8 de mayo de 2024.
  16. Hafiz Rashid, Tim Scott’s Election Results Answer Shows Exactly Where GOP Is Headed, The New Republic, 6 de mayo de 2024.
  17. David A. Bell, Elise Stefanik, Dean of Faculty, The Chronicle of Higher Education, 22 de abril de 2024.
  18. Ross Douthat, « The Question Is Not if Biden Should Step Aside. It’s How », The New York Times, 10 de febrero de 2024.
Créditos
Este diario se publica en colaboración con Tocqueville 21.