Hay un tema que ya lleva muchos meses en los titulares. Se está convirtiendo en una obsesión1. Se trata de las próximas elecciones estadounidenses y la posibilidad de un segundo mandato de Donald Trump. Quienes afirman que estas elecciones podrían ser las más importantes en un siglo, no sólo para Estados Unidos sino también para el mundo, probablemente no estén muy lejos de la verdad.

La perspectiva de una victoria de Trump está claramente en el centro de la estrategia de Putin. La reciente declaración del expresidente de que, si es reelegido, «animará a los enemigos de Europa a atacar a los aliados que no paguen lo suficiente [contra los objetivos de gasto de la OTAN]» parece darle la razón2. No es sorprendente que si los europeos pudieran votar, mantendrían a Biden en la Casa Blanca por abrumadora mayoría. Por otro lado, no pueden evitar estar preocupados, dado que las encuestas relativamente tranquilizadoras de hace unos meses han sido eclipsadas ahora por pronósticos que parecen dar a Trump una ligera ventaja.

Quienes afirman que las elecciones estadounidenses podrían ser las más importantes en un siglo, no sólo para Estados Unidos sino para el mundo, probablemente no estén lejos de la verdad.

RICCARDO PERISSICH

A largo plazo, existe un riesgo significativo de que la obsesión nos lleve a abordar todas las cuestiones a las que nos enfrentamos con la suposición implícita de que nos enfrentaremos a un segundo mandato de Trump. En cambio, debemos tener cuidado con la forma en que formulamos nuestra evaluación, ya que algunos análisis del impacto potencial de las elecciones estadounidenses conllevan un riesgo involuntario de permitir que las emociones anulen el juicio racional. Un buen ejemplo es el reciente artículo, por lo demás bienintencionado e interesante, de Arancha González Laya y sus coautores en Foreign Affairs3. Quienes parten del supuesto implícito de que es probable que gane Trump están ciertamente motivados por el deseo de llamar la atención sobre un peligro real, pero corren el riesgo de producir efectos no deseados.

El planteamiento es arriesgado. En primer lugar, porque no es seguro que gane Trump; en segundo lugar, porque definir una estrategia sobre la base del peor escenario posible podría significar perder la flexibilidad que necesitamos. En la raíz de esta actitud está, para algunos europeos, la resignación a un sentimiento más profundo, el de un abismo inextricable entre Europa y Estados Unidos. Para algunos, provoca el pánico paralizante de un niño al que se deja solo en la oscuridad; para otros, el regocijo de una libertad recién encontrada tras décadas de esclavitud.

En todos los casos, el síndrome es pernicioso porque pierde de vista lo que hace de Occidente una comunidad de valores, cultura e intereses, justo en el momento en que quienes desafían a Occidente –no por lo que hacen, sino por lo que son– están abriéndose paso en el mundo. Por otra parte, existe el riesgo de no ver con claridad lo que realmente ha cambiado en las relaciones transatlánticas desde el final de la Guerra Fría. Está claro que, esté quien esté en la Casa Blanca, las relaciones transatlánticas son hoy muy diferentes de las que vivimos durante la Guerra Fría con personajes como Eisenhower y Kennedy, o tras la caída del comunismo con George H. W. Bush y Clinton.

La distancia entre Biden y Trump es ciertamente enorme, pero ambos representan a unos Estados Unidos cambiados en un mundo muy diferente.

RICCARDO PERISSICH

De hecho, este deseo comenzó a manifestarse con George W. Bush y luego con Obama. La distancia entre Biden y Trump es ciertamente enorme, pero ambos representan unos Estados Unidos cambiados en un mundo muy diferente. Por muy apasionadamente unidos que nos sintamos a nuestros amigos estadounidenses, poco podemos hacer para cambiar el resultado, que probablemente dependerá de pequeñas mayorías en un puñado de Estados, lo que hará que el resultado sea aún más impredecible. A medida que se desarrolla la campaña, haríamos bien en mantener la calma y centrarnos en dos cuestiones: qué nos espera si gana Biden o Trump, y qué debemos hacer mientras tanto.

La respuesta a la primera pregunta es relativamente fácil: más o menos lo mismo. Si analizamos nuestra relación con la administración Biden, sería un error olvidar que hemos hecho una serie de reclamaciones justificadas, sobre todo –pero no sólo– en el ámbito de la política industrial y comercial. Unos Estados Unidos divididos y fracturados están aquí para quedarse, sea cual sea el resultado de las elecciones. Lo mismo ocurre con un cierto proteccionismo, así como con el estado de ánimo general, bastante desfavorable al compromiso internacional. El resultado de las elecciones al Congreso también será decisivo.

Cualesquiera que sean las dificultades, sin duda podemos contar con que Biden apreciará la importancia de las alianzas y, en particular, la importancia de la OTAN. También compartimos una amplia convergencia en nuestros objetivos estratégicos mutuos, así como un compromiso con los valores de la democracia liberal. A pesar de toda la retórica sobre «una política exterior para la clase media», que podría haber sugerido una actitud introspectiva, y tras la fallida retirada de Afganistán, Estados Unidos está desempeñando ahora un papel protagonista en la respuesta a la invasión rusa de Ucrania y a la nueva crisis en Oriente Próximo. Si bien esto no puede borrar las diferencias específicas de intereses que existen en una serie de áreas, sí proporciona un terreno y una oportunidad para el diálogo y –cuando sea posible– el acuerdo, como ya ocurre hoy. Al mismo tiempo, no podemos pasar por alto el hecho de que el renovado compromiso de la administración Biden con la seguridad europea está condicionado a una mayor disposición de los europeos a compartir responsabilidades.

Cualesquiera que sean las dificultades, sin duda podemos contar con que Biden apreciará la importancia de las alianzas y, en particular, la importancia de la OTAN.

RICCARDO PERISSICH

La perspectiva de una victoria de Trump abre un escenario mucho más complicado. El primer mandato de Trump se caracterizó por una distancia considerable entre la retórica y la realidad. Las relaciones transatlánticas se vieron ciertamente dañadas, pero en la práctica el daño fue mucho menor de lo esperado. Esta vez, sería insensato esperar que se repitiera ese escenario. Lo que caracterizó el primer mandato de Trump fue que se encontró rodeado de gente decidida a frenar sus planes más descabellados. Hoy, todo hace pensar que no sólo está tomando medidas para que esa situación no se repita, sino que su campaña se basa en un plan bastante detallado elaborado por varios grupos de reflexión. Así que podemos esperar un segundo mandato muy diferente.

Como en el caso de una victoria de Biden, mucho dependerá de la composición del Congreso. Podemos suponer que, si gana Trump, el Partido Demócrata estará sometido a una ilusión de catarsis y se verá tentado a desviarse hacia la izquierda o a desgarrarse por la política identitaria, lo que fomentará las divisiones internas. Por otra parte, la coalición republicana que parece haber sobrevivido a la conmoción del 6 de enero de 2021 y que apoya la nueva apuesta de Trump por el poder, haga lo que haga o diga lo que diga, se basa en una combinación incómoda, incluso perversa, de elementos aparentemente incompatibles: el populismo definido por la defensa del «trabajador de a pie» frente a diversas formas de amenazas extranjeras e internas, los valores conservadores tradicionales como el individualismo, el rechazo del «wokismo», los recortes fiscales y la desregulación agresiva.

Como muchos programas electorales, puede mantenerse en un discurso de campaña y no debe subestimarse su capacidad para ganar unas elecciones. Será mucho más difícil que funcione en la práctica. Este fue el caso hasta cierto punto en el primer mandato de Trump, ya que los elementos populistas se habían eliminado en gran medida. Pero en un segundo mandato, complaciendo sus instintos populistas, Trump podría abogar por medidas proteccionistas mucho más duras, desencadenando represalias de los socios comerciales de Estados Unidos. Con Europa, probablemente mostraría su desprecio por la Unión en su conjunto y aplicaría su proteccionismo de forma selectiva para dificultar una respuesta colectiva. Por otra parte, Europa no tendría más remedio que jugar un juego puramente bilateral con China. Como resultado, toda la economía transatlántica se resentiría.

El primer mandato de Trump demuestra que la principal característica de su política exterior es que es errática e impredecible. Un segundo mandato sería muy parecido, y supondría en sí mismo un serio desafío para los aliados de Estados Unidos. Desde una perspectiva europea, además del proteccionismo, Ucrania e incluso la OTAN son una gran preocupación. Debilitar el apoyo a Ucrania, o incluso buscar un acuerdo unilateral con Putin, es una posibilidad muy real. Al fin y al cabo, ya estamos viendo indicios de ello a medida que se desarrolla la campaña electoral. También existe el temor de que esto pueda resultar contraproducente. La suposición de que el hecho de que se le ofrezca algún tipo de victoria en Europa distraería a Putin de su «amistad ilimitada» con China es poco realista. En contra de lo esperado, también envalentonaría a China y tendría un impacto desastroso en los países del Indo-Pacífico, incluidos los aliados de Estados Unidos.

El primer mandato de Trump demuestra que la principal característica de su política exterior es que es errática e impredecible.

RICCARDO PERISSICH

En Oriente Medio, la política del primer mandato de Trump de apoyar a la extrema derecha israelí en su entierro de la cuestión palestina mediante los Acuerdos de Abraham ha quedado obsoleta tras la masacre de Hamás del 7 de octubre. Los republicanos podrían tener la tentación de conciliar sus diferentes posturas volviendo a la postura aislacionista de la primera mitad del siglo XX, pero pronto se verían obligados a reconocer que, desde entonces, el mundo y Estados Unidos han cambiado hasta hacerse irreconocibles. Estados Unidos está ahora demasiado interconectado con el mundo y, al mismo tiempo, no es lo bastante poderoso como para disfrutar del privilegio del aislacionismo. Enumerar todas estas contradicciones no es motivo para ser complacientes, porque los populistas pueden hacer mucho daño incluso antes de que se demuestre que están equivocados y que sus políticas son insostenibles.

Sombras de Donald Trump en un mitin en Cedar Rapids, Iowa, en octubre de 2023. © AP Foto/Charlie Neibergall

Podemos concluir de esto que el dilema al que se enfrenta Estados Unidos no es entre aislacionismo e internacionalismo, sino entre la ilusión de que puede ejercer su influencia internacional unilateralmente y la aceptación de que también necesita aliados. Las amenazas de Trump a los aliados, proferidas en un mitin el 10 de febrero, deben verse desde esta perspectiva. Una frase pronunciada durante una campaña electoral ante un público agradecido es ante todo un ejercicio de retórica. Por ejemplo, Trump nunca especificó lo que quería decir con la afirmación: «los aliados no pagan lo suficiente por la protección de Estados Unidos». ¿Debemos pagar directamente a Estados Unidos, entre otras cosas, comprando más armas, o debemos abandonar la idea de dedicar casi el 2% del PIB al gasto en defensa? En este último caso, podemos suponer que Trump mantendrá la garantía de protección a Polonia, los países bálticos, Grecia, Reino Unido e incluso Francia, que cumplen con este compromiso, pero se la negaría a Alemania, España e Italia, que no lo hacen.

Está claro que todo esto no tiene sentido, pero lleva a conclusiones más preocupantes. En una alianza de valores, es la conciencia del interés colectivo lo que justifica la solidaridad y lo que constituye la base sobre la que hay que discutir después el reparto de papeles y las cargas respectivas que se derivan. Al negar el carácter automático y previsible de la protección estadounidense y considerar la relación con los aliados como puramente transaccional, Trump está socavando el fundamento mismo de la alianza, porque anula el elemento que la ha hecho disuasoria hasta ahora: la certeza de la cohesión colectiva. Es probable que ni él mismo sea consciente de las consecuencias. Por ejemplo, los gobiernos aliados podrían cuestionar a su vez la pertinencia y la contribución real a la seguridad nacional de las bases estadounidenses situadas en su territorio.

En una alianza de valores, es la conciencia del interés colectivo lo que justifica la solidaridad y lo que constituye la base sobre la que debe debatirse a continuación el reparto de papeles y las cargas respectivas resultantes.

RICCARDO PERISSICH

Por tanto, será muy difícil cumplir la amenaza de retirada, pero el daño inmediato no sólo para la seguridad de Europa sino también para la credibilidad de Estados Unidos en Europa y en el resto del mundo sería enorme. No obstante, al señalar con el dedo la falta de compromiso de los europeos con el esfuerzo de defensa colectiva, Trump está planteando una cuestión que es popular entre el público estadounidense, sea cual sea su afiliación política. Esto también representa otro peligro. Concretamente, la naturaleza confusa y contradictoria de la amenaza de retirada tendría seguramente el efecto perverso de crear divisiones inmediatas entre los europeos, al fomentar la carrera por buscar una relación privilegiada con el «archiprotector».

Esta es una de las principales diferencias entre Trump y Biden. Pero esta diferencia no es fácil de definir. Cuando una relación es tan estructuralmente asimétrica como la que existe entre Estados Unidos y sus aliados desde el final de la Segunda Guerra Mundial, gestionarla nunca es sencillo. Todos sabemos que la trayectoria común, incluso durante la Guerra Fría y más aún después de su final, nunca ha sido idílica. Las declaraciones de principios no bastan para que funcione, sino que hay que ocuparse de ellas a diario. Aunque la actitud de Trump pueda sugerir una hostilidad deliberada, incluso con Biden ha habido episodios que han demostrado que la relación es disfuncional. Por ejemplo, la forma en que se llevó a cabo la retirada de Afganistán y el flagrante desprecio por los intereses de los aliados con que el Congreso aprobó la Ley de Reducción de la Inflación (IRA).

La otra cuestión muy controvertida es la democracia. Una de las razones por las que los autócratas de todo el mundo apuestan por un segundo mandato de Trump es que confirmaría su creencia de que la democracia liberal occidental se encuentra en un declive moral, político y económico terminal. De hecho, esta teoría de la decadencia de Occidente esgrimida por los nuevos autócratas es en gran medida de origen occidental y bastante antigua –recuerda sobre todo a los años 30–. Por su parte, muchos progresistas estadounidenses expresan su temor de que una victoria de Trump ponga en peligro los fundamentos mismos de la democracia estadounidense.

Al señalar con el dedo la falta de compromiso de Europa con el esfuerzo de defensa colectiva, Trump está planteando una cuestión que es popular entre el público estadounidense, independientemente de su afiliación política. 

RICCARDO PERISSICH

La retórica de Trump está llena de odio y venganza. En la actualidad, ambos lados del Atlántico se ven afectados por diversas formas de populismo que se alimentan de los temores a la globalización, el cambio tecnológico, el cambio climático y la inmigración, que se está convirtiendo en una característica omnipresente del debate político. El error sería generalizar. Aunque todas las formas de populismo tienden a oponerse a los valores de la democracia liberal –un poco como las familias infelices de Tolstói–, todas lo hacen de maneras diferentes y a menudo entran en conflicto entre sí. El populismo genera conflictos entre naciones. Aunque no deben ignorarse los problemas que plantea el crecimiento del populismo de derechas, un error que debe evitarse es interpretar como una «crisis de la democracia» la evidente dificultad que está teniendo la propuesta política de los partidos progresistas en todo Occidente para adaptarse a los cambios que se están produciendo en la sociedad. Más que discutir sobre la resistencia de la democracia en Estados Unidos o en Europa –aunque no comparto el pesimismo de muchos– cabría preguntarse, en cambio, qué impacto tendría el éxito del populismo extremo en Estados Unidos sobre la cohesión política europea y las relaciones transatlánticas. La predicción más segura es que fomentaría el antiamericanismo en Europa al tiempo que contribuiría a exacerbar las divisiones políticas en el continente.

Esto nos lleva a la tercera pregunta: ¿qué debemos hacer mientras los estadounidenses deciden? Un error a evitar es optar por lo que Graham Allison, en un reciente artículo en Foreign Affairs, denominaba el «Trump put«: retrasar las decisiones, esperar acontecimientos, pero apostar por el peor escenario posible4. Si es probable que el impacto de una victoria de Trump fomente las divisiones entre los europeos, hay que dar prioridad a las medidas que preserven o refuercen su unidad. Esto significa revisar y aclarar el concepto tan controvertido de «autonomía estratégica» que propuso el presidente Macron en 2017, pero que nunca se ha definido con suficiente precisión y siempre ha estado cargado de ambigüedad. La agresión de Rusia contra Ucrania ha aclarado, al menos en parte, esta ambigüedad. Mientras que, por un lado, confirmó el papel central de la OTAN en la defensa de Occidente, por otro, también demostró que la seguridad de Europa no puede depender únicamente de Estados Unidos, sino que debe implicar un compromiso mucho mayor por parte de los europeos.

¿Qué impacto tendría el éxito del populismo extremo en Estados Unidos sobre la cohesión política europea y las relaciones transatlánticas? La predicción más segura es que fomentaría el antiamericanismo en Europa al tiempo que contribuiría a exacerbar las divisiones políticas en el continente.

RICCARDO PERISSICH

Esta convicción, ya presente durante la presidencia de Obama y afirmada con fuerza durante el primer mandato de Trump, se ve ahora confirmada por nuestras relaciones con Biden. En cierto modo, pues, la vieja diatriba sobre la contradicción entre la centralidad de la OTAN y el desarrollo de una política de defensa europea específica, que durante mucho tiempo ha dividido a Europa y a veces ha complicado las relaciones transatlánticas, debería haber llegado a su fin. Queda por ver si todo esto puede vincularse al concepto de un «pilar europeo de la OTAN», que ha sido objeto de debates poco constructivos durante décadas… Además, si bien se ha confirmado la centralidad de la OTAN en términos de seguridad militar, también se ha puesto de relieve la necesidad de que Europa desempeñe un papel específico en el proceso de estabilización económica y democrática de Ucrania: una toma de conciencia que ha llevado a la Unión a abrir la perspectiva de la adhesión. La perspectiva de una presidencia de Trump podría cambiar radicalmente el panorama, pero no determinaría por sí misma la necesidad de un mayor esfuerzo conjunto de los europeos.

Por tanto, muchas de las cosas que tenemos que hacer no sólo son las mismas independientemente de quién gane en noviembre, sino que ya coinciden con las políticas actuales y las acciones previstas de la Unión. Por lo que respecta a la economía, esto significa acelerar los proyectos de política industrial existentes y completar el mercado único, necesarios para cerrar la brecha tecnológica con Estados Unidos y China. La Unión también necesita redefinir y construir un consenso más sólido en torno a la estrategia de transición climática, que se ha visto debilitada por las reticencias de ciertos grupos, como los agricultores y parte de la clase media, que temen los efectos nocivos de las políticas actuales –un reto que se agravaría si, como se espera, Trump da marcha atrás en la política climática de Biden–.

El mayor desafío para nosotros vendría, sin duda, de un cambio radical en la postura estadounidense sobre Ucrania, que ofrecería a Putin la oportunidad de obtener una victoria sustancial. Tal evolución conduciría inevitablemente a un choque divisivo para la Unión, que bien podría llegar a ser existencial. Sólo hay una forma de anticiparse a este escenario. Reaccionando ante el actual entorno geopolítico, la mayoría de los europeos, incluidos los alemanes, han abandonado prácticamente la ilusión de que podemos perseguir nuestros intereses únicamente por medios económicos (Wandel durch Handel). Lo que ahora se necesita es un salto cualitativo en la postura defensiva de la Unión que nos permita seguir defendiendo a Ucrania incluso sin el apoyo norteamericano o con un apoyo muy reducido. Esta propuesta puede parecer totalmente irrealista a muchos. Pero los hechos sugieren lo contrario.

Aunque la mayoría de los países europeos no alcanzan el objetivo de la OTAN de gastar el 2% del PIB en defensa, ya superan con creces a Rusia, un país cuyo PIB es inferior al de Italia y cuya economía se ha visto debilitada por las sanciones occidentales. No cabe duda de que se necesita más dinero, pero aún más importante es la fragmentación de la industria europea de defensa y la falta de un compromiso claro a largo plazo por parte de los gobiernos, sin el cual la industria de defensa no asumirá el riesgo de acelerar la inversión. Sin embargo, no hay motivos para creer que sería imposible superar el reto. El objetivo sería permitir a los ucranianos seguir defendiéndose y convencer a Putin de que una oferta de Trump al estilo Chamberlain no bastaría para asegurar la victoria. 

A pesar del pesimismo reinante, están ocurriendo muchas cosas. Está el esfuerzo colectivo por Ucrania, que debe intensificarse. Está la revitalización del triángulo de Weimar formado por Francia, Alemania y Polonia; está Macron mostrando un interés sin precedentes por Escandinavia; está el «arco nórdico» con Gran Bretaña, los escandinavos, los bálticos, Polonia y cada vez más Alemania; está la misión del Mar Rojo que implica a Italia en primera línea. Todos estos elementos tendrán que confluir, pero está claro que el paquidermo europeo se está despertando.

Además, una demostración de la determinación europea de defender Ucrania, aunque no impediría a Trump reducir el apoyo estadounidense, podría socavar la credibilidad de sus intentos de negociaciones por separado y dificultar su aceptación por el Congreso. Todo esto es obviamente difícil, pero el precio a pagar por el abandono de Ucrania no sólo sería la deshonra, sino probablemente también la división de la Unión Europea.

Una demostración de la determinación europea de defender a Ucrania, aunque no impediría a Trump reducir el apoyo estadounidense, podría socavar la credibilidad de sus intentos de negociaciones por separado y dificultar su aceptación por el Congreso.

RICCARDO PERISSICH

Será importante desarrollar otra dimensión de la política exterior de la Unión sea cual sea el resultado de las elecciones estadounidenses. No somos los únicos países democráticos cuyos intereses se ven muy afectados por lo que ocurra en Estados Unidos. Ya en el primer mandato de Trump, el ex primer ministro australiano Kevin Rudd sugirió que los aliados europeos y asiáticos de Estados Unidos, así como Canadá, deberían reforzar su coordinación y cooperación en materia económica, comercial y también estratégica. En el contexto de la guerra en Ucrania, ya se está haciendo mucho en el seno del G7 y a nivel bilateral. Sería importante continuar y desarrollar este esfuerzo como una política europea específica.

También tenemos que considerar la posibilidad real de que la posición internacional del Reino Unido cambie bajo un gobierno de Starmer tras las elecciones, que probablemente serán el año que viene. No me refiero a una posible reversión del Brexit, que es muy poco probable que sea realista en un futuro próximo. Sin embargo, un gobierno de Starmer compartiría la mayoría de nuestras preocupaciones en caso de una reelección de Trump, así como nuestro deseo de mejorar la cooperación en caso de una nueva administración de Biden. Una cooperación más estrecha entre la Unión Europea y el Reino Unido también contribuiría positivamente a la política industrial en ámbitos en los que el Reino Unido es especialmente fuerte, como la IA y la biotecnología. Sobre todo, daría mayor credibilidad a la posición geopolítica de Europa, al necesario salto adelante en defensa y a nuestra determinación de apoyar a Ucrania.

Centrar nuestra atención en una posible victoria de Trump entraña, por tanto, riesgos considerables. El primero es debilitar los esfuerzos necesarios ahora para reforzar la cooperación con la administración Biden. El segundo es reavivar el antiamericanismo actual, tanto en la derecha como en la izquierda, que ve la desconexión entre Europa y Estados Unidos como un fin en sí mismo. La tercera es dar pretextos a aquellos que nunca han estado a favor de apoyar a Ucrania y que estarían encantados de esconderse detrás de la perspectiva de una victoria de Trump para disminuir el esfuerzo colectivo ya en marcha. Por el contrario, debemos estar preparados para afrontar múltiples escenarios en nuestras relaciones transatlánticas: preparados para cooperar cuando sea posible, y para reaccionar y actuar en solitario cuando sea necesario.

Debemos estar preparados para afrontar múltiples escenarios en nuestras relaciones transatlánticas: dispuestos a cooperar cuando sea posible, y a reaccionar y actuar solos cuando sea necesario.

RICCARDO PERISSICH

La posición que estoy sugiriendo sería adecuada sea cual sea el escenario al que nos enfrentemos el próximo mes de noviembre. La posición geopolítica de Europa ya está sometida a presiones partidistas en el Congreso estadounidense y a menudo se califica a los europeos de «pasajeros clandestinos» en materia de seguridad, una frase utilizada por Obama. La principal diferencia entre los dos escenarios es que una victoria de Biden nos daría la oportunidad de perseguir nuestros objetivos de forma cooperativa, mientras que el enfoque de Trump sería transaccional y antagonista. La considerable diferencia entre un escenario Biden y un escenario Trump añade un dramático sentido de urgencia a cosas de las que ya deberíamos ser conscientes. Un sentido de urgencia y una tremenda oleada de voluntad política.

La inevitable pregunta final es si la Unión, en su estado actual, es capaz de semejante esfuerzo. Dadas sus estructuras institucionales, su modus operandi, la ola populista que recorre muchos países y el doloroso espectáculo de Viktor Orbán bloqueando durante meses la ayuda urgente a Ucrania, la respuesta probable de un politólogo sería negativa. Esta convicción se ve reforzada por la predicción de que será imposible aplicar en poco tiempo las reformas institucionales que serían necesarias para lograr un cambio rápido en el funcionamiento del país. La realidad, sin embargo, sugiere lo contrario. 

La experiencia de más de 60 años de integración europea nos demuestra que sus miembros y sus instituciones comunes rara vez han sido capaces de hacer lo deseable, sino que siempre han hecho lo necesario –a veces con una lentitud exasperante–, haciéndose eco de la famosa definición de Churchill sobre Estados Unidos: «hacer lo necesario después de haber agotado todas las alternativas». Tal vez se trate incluso de una característica intrínseca del funcionamiento de las democracias. Está claro que el pasado nunca debe servir de guía para predecir el futuro –pero puede recordarnos lo que es posible–.

Notas al pie
  1. Este artículo desarrolla y actualiza un texto publicado en inglés por LEAP LUISS.
  2. El sábado 10 de febrero, en un mitin en Carolina del Sur, Trump dijo :« No, I would not protect you. In fact, I would encourage them to do whatever the hell they want ». Joby Warrick, Michael Birnbaum y Emily Rauhala, « Trump’s NATO-bashing comments rile allies, rekindle European fears », The Washington Post, 11 de febrero de 2024.
  3. Arancha González Laya, Camille Grand, Katarzyna Pisarska, Nathalie Tocci y Guntram Wolff, « Trump-Proofing Europe. How the Continent Can Prepare for American Abandonment », Foreign Affairs, 2 de febrero de 2024.
  4. Graham Allison, « Trump Is Already Reshaping Geopolitics. How U.S. Allies and Adversaries Are Responding to the Chance of His Return », Foreign Affairs, 16 de enero de 2024.