Ya en 2013, el Consejo Europeo adoptó el concepto de «autonomía estratégica», que fue retomado por el presidente Macron al llegar al poder, y que más tarde amplió a «soberanía europea», durante su discurso en la École de Guerre el 7 de febrero de 2020: «Europa es la única que puede garantizar una soberanía real, es decir, nuestra capacidad de existir hoy en el mundo para defender nuestros valores y nuestros intereses. Hay una soberanía europea que construir y es necesario construirla». Y de nuevo en la rueda de prensa del 9 de diciembre de 2021: «Una Europa más soberana es una Europa de la defensa». Desde 2017 se han realizado progresos considerables. Debemos entrar en una fase más operativa definiendo los intereses europeos y una estrategia compartida». Y en su Declaración de Versalles de marzo de 2022, los Veintisiete afirmaron su voluntad de construir una «soberanía europea» en los ámbitos de la defensa, la energía y la economía.
Al menos en el discurso, fue un lenguaje unánime, que se corresponde con el programa del nuevo gobierno alemán, formado a finales de 2021: «Una Unión Europea reforzada en el plano democrático, más capaz y estratégicamente soberana será la base de nuestra paz, prosperidad y libertad».
Sin embargo, la declaración del presidente francés, el 9 de abril, de que Europa no tenía ningún interés en la escalada de la crisis de Taiwán y debía establecer su «autonomía estratégica» para convertirse en un «tercer polo» entre China y Estados Unidos, provocó una protesta transatlántica e intraeuropea. Pero París no está tan aislada como se quiere hacer creer: Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, ha expresado la misma opinión, que comparten muchos funcionarios de toda la Unión. El verdadero problema es el significado que damos a las nociones de autonomía o soberanía, y los objetivos que les asignamos.
Una dificultad semántico-histórica
Debemos darnos cuenta de que «autonomía estratégica» o «soberanía europea» son matices que escapan a nuestros socios. Para ellos no es diferente, aunque para los franceses la autonomía parezca un concepto menos exigente que el de soberanía. Por otra parte, esta cuestión está cargada de una larga historia, lo que no facilita las cosas.
El 20 de abril de 2021, Kramp-Karrenbauer, entonces ministra de Defensa, declaró en un seminario en el Instituto Francés de Relaciones Internacionales (IFRI) que el verdadero problema era que Francia y Alemania no entendían de la misma manera el concepto de autonomía estratégica. Dicha observación va al fondo de la cuestión, desde el inicio de la V República, es decir, desde la reunión Adenauer-de Gaulle en Rambouillet en julio de 1960 y el proyecto de «unión política» de los Seis en 1962. En la mente del general, dicha unión habría sido aliada de Estados Unidos, pero independiente de ellos. El canciller Adenauer, preocupado por una posible negociación entre Estados Unidos y la Unión Soviética por encima de los europeos y de la RFA, se adhirió a esta concepción y Bonn apoyó, hasta su fracaso en abril de 1962, el proyecto de unión política interestatal, con un componente de política exterior y de defensa, llamado comúnmente «Plan Fouchet».
Pero Bonn, al igual que los demás socios, se había cuidado mucho de que el Plan Fouchet mencionara la Alianza Atlántica. Fue la modificación muy personal del proyecto inicial por parte del general de Gaulle, el 17 de enero de 1962, lo que condujo finalmente a su fracaso en abril de 1962. La RFA no podía permitirse cuestionar la integración en la OTAN, mientras que el general hacía del cuestionamiento uno de los grandes objetivos de su política de independencia nacional y europea.
Es cierto que el Tratado del Eliseo del 22 de enero de 1963, con su importante apartado estratégico, parecía retomar el proyecto de los Seis de 1962. Pero muchos funcionarios alemanes sospecharon de segundas intenciones francesas y el Bundestag añadió un preámbulo al tratado que lo vaciaba de su significado estratégico al recordar la Alianza Atlántica.
Para los alemanes, sólo cabía contemplar la autonomía europea dentro de la Alianza, y desde luego no fuera de ella, pues ¿cómo arriesgarse a debilitar la Alianza Atlántica? Además, la autonomía es un concepto más familiar para los alemanes, por su historia confederal o federal, que para los franceses, que siempre han sido centralizadores. En cuanto se sospecha de segundas intenciones francesas, Bonn sigue prefiriendo volver a la integración atlántica pura y simple. Y los alemanes mantuvieron el recelo, aunque la retórica francesa haya pasado de la independencia a la autonomía. Los demás socios europeos se encuentran generalmente en la misma posición, o incluso son más atlantistas. También para ellos pesa mucho el legado de esta historia. En el ámbito político-estratégico, los franceses harían bien en inspirarse en la conocida fórmula alemana: «Ser más que parecer».
Los problemas estratégicos de la Unión Europea
Sin embargo, las posiciones a priori no sustituyen al análisis estratégico. La Unión Europea se enfrenta actualmente a dos grandes problemas al mismo tiempo: la agresión rusa en Ucrania y la creciente rivalidad entre Washington y Pekín. El primero supone el regreso de la guerra a Europa por primera vez desde 1945, con un considerable potencial de escalada; el segundo compromete los intereses y las posiciones europeas en Asia-Pacífico. Europa se encuentra en una posición de debilidad, debido a sus problemas económicos y al costo de sus diversas transiciones (climática, demográfica, etc.) y a la inexistencia de un organismo real de decisión político-estratégico y de los poderes correspondientes. En particular, ha perdido el acceso a las fuentes de energía rusas (en 2018, el 40.4% de todas las importaciones de energía de los países de la Unión Europea eran de origen ruso, el 29.8% del petróleo y el 42.4% de los combustibles sólidos) y ahora se le pide que se arriesgue a comprometer su comercio con China: en 2022, China era el primer proveedor de Alemania, por valor de 191 mil millones de euros, y su cuarto cliente, por valor de 107 mil millones. Evidentemente, podemos imaginar una reorganización de los flujos en cuestión, pero por el momento sólo dos cosas son seguras: será más caro, y Estados Unidos saldrá mucho mejor parado, aumentando incluso la dependencia de Europa respecto a ellos.
Por otra parte, la crisis ha llegado para quedarse: la derrota rusa está lejos de ser segura, su victoria sobre el terreno no puede descartarse y, en cualquier caso, la llegada a Moscú de una potencia más abierta al diálogo con Occidente es, por el momento, un sueño. Por tanto, los europeos deben prepararse para un enfrentamiento importante y duradero.
¿Una nueva Guerra Fría o un nuevo atlantismo?
Una primera respuesta sería (y para muchos de nuestros socios ya es el caso) un atlantismo reforzado o renovado. Esto podría responder al eslogan de moda de «la unión de las democracias occidentales contra las autocracias«. Algunos consideran que hay que asumir esta nueva Guerra Fría, y abogan por la rápida adhesión de Ucrania y Georgia, y por la transformación del Mar Negro en un lago de la OTAN. Y algunos incluso imaginan provocar la caída de Putin, o incluso la desintegración de la Federación Rusa. Después de todo, la OTAN se encuentra en un estado de cuasi-cobeligerancia con Ucrania, con importantes entregas de armas e incluso con fuerzas especiales occidentales presentes sobre el terreno1.
Ciertamente, hay aspectos de la situación actual que recuerdan a la Guerra Fría, aunque en cierto sentido la situación es mucho peor. La URSS era más previsible, su política, inspirada tanto por una ideología claramente proclamada como por consideraciones geopolíticas que podían imaginarse mirando un mapa, no podía deparar sorpresas estratégicas, a lo sumo tácticas. Y, por otra parte, a pesar de aventuras peligrosas (el bloqueo de Berlín, la guerra de Corea, la instalación de misiles en Cuba), en el fondo siempre tenía una salida: puesto que la victoria final del comunismo era «científicamente» segura, ¿para qué correr el riesgo de una catástrofe? Ahora, debido a la desaparición de la escatología revolucionaria y a la transformación de Rusia en una dictadura «clásica» menos previsible, la situación actual implica riesgos considerables de escalada, ya sea geográfica o en la elección de los medios militares utilizados. Tanto más cuanto que Occidente sabe menos del funcionamiento de la Rusia actual que del de la URSS, al menos a partir de los años setenta.
Añadamos un punto esencial de diferencia con la Guerra Fría: Rusia sólo intervino militarmente de forma directa en los países del Pacto de Varsovia, en su «zona de influencia» reconocida de hecho desde 1945, y pudiendo ampararse en supuestos «llamamientos» de los dirigentes de los países afectados (Berlín del Este en 1953, Budapest en 1956, Praga en 1968). En otros lugares, se apoyó ciertamente en aliados (norcoreanos, chinos, etc.) pero no se comprometió directamente (al menos de manera oficial). La guerra de Afganistán fue una excepción. Por su parte, Occidente tampoco intervino directamente contra los soviéticos, la garantía estadounidense sólo era firme para los países del Pacto Atlántico, en otros lugares era circunstancial (Vietnam) o su intervención o amenaza de intervención estaba directamente relacionada con sus grandes intereses (crisis de Cuba en 1962). Así se evitó la confrontación militar directa: en Afganistán, Occidente ayudó a los afganos contra el Ejército Rojo, pero de forma clandestina. En el caso ucraniano, tenemos tanto la invasión de un país que no tenía ningún vínculo de seguridad con Rusia, como una proclamada ayuda occidental, al borde de la cobeligerancia de facto. Desde la crisis cubana de 1962 no se había producido un riesgo semejante de enfrentamiento militar directo. También en ese caso, la situación puede considerarse más grave, o al menos más inestable que durante la Guerra Fría. Tanto más cuanto que, tras las graves crisis del Muro de Berlín (1961) y de Cuba, estadounidenses y soviéticos, conscientes de la rapidez y gravedad del riesgo de escalada nuclear, habían establecido un sistema de consultas rápidas y toda una gramática de gestión de la confrontación, que hoy ya no existe.
Por otra parte, China se ha convertido en un problema más difícil en los últimos años. Desde la revolución que introdujo el presidente Deng Xiaoping en 1978, había intentado integrarse en la economía mundial, lo que contribuyó a lanzar una nueva fase de globalización liberal a partir de los años ochenta. En 2001 ingresó a la Organización Mundial del Comercio (OMC). Al mismo tiempo, adoptó una política de cooperación general con Estados Unidos.
Pero las cosas han cambiado mucho desde entonces. El presidente Xi Jinping ha decidido una reorientación general de la política china, que debería hacer que su economía dependiera menos de la economía mundial. Al mismo tiempo, abogó por un modelo alternativo al occidental, al tiempo que aumentaba constantemente la cooperación con Moscú en todos los ámbitos. La guerra de Ucrania reforzó considerablemente su orientación hacia un contramodelo, en ambas capitales.
Hay que recordar que Estados Unidos, desde la década de 1970, había dedicado muchos esfuerzos a separar a Pekín de Moscú. Y, a partir de la visita del presidente Nixon a Pekín en 1972, lo consiguió. Ahora ocurre lo contrario: su política está acercando a Moscú y Pekín, mientras que China se ha hecho poderosa e incluso indispensable para la economía mundial. Al mismo tiempo, Occidente es relativamente menos poderoso, y obviamente menos dominante, e incluso menos indispensable en el mundo nuevo.
De hecho, Estados Unidos duda: la política de Donald Trump, tanto hacia Moscú como hacia Pekín, era muy diferente de la actual, y una vuelta al poder de los republicanos podría dar lugar a nuevos rumbos. Washington está atrapado entre múltiples compromisos y prioridades difíciles de jerarquizar, mientras que el «bipartidismo» que caracterizó la política estadounidense durante la Guerra Fría está definitivamente acabado. En junio de 1948, el senador republicano Vandenberg había aprobado una resolución, que lleva su nombre, animando al presidente demócrata Truman a concluir alianzas militares para luchar contra el comunismo soviético. A partir de entonces, la política exterior contó esencialmente con el apoyo de ambos partidos, a pesar de sus profundas divisiones en política interior. Esto dista mucho del bipartidismo actual. Y no volverá, debido a las profundas divisiones de la sociedad estadounidense, muy diferentes de las de los años 1950, 1960 o 19702.
El mayor interés de Occidente parece ser que no se solidifique aún más la relación Rusia-China y no dejar que atraigan a países como India, Brasil, Arabia Saudita o Sudáfrica. Cabe señalar que en las últimas semanas tanto Brasil como Arabia Saudita han acordado denominar su comercio con China en yuanes, no en dólares.
¿Una «coalición de los motivados»?
Algunos son conscientes del peligro, pero querrían responder ofensivamente. De ahí una variante del atlantismo, que existió en diversos momentos después de 1945: los europeos contendrían a la URSS, con el apoyo más o menos distante de Washington, que daría prioridad a Asia. Esta tendencia apareció claramente durante la guerra de Corea, durante la guerra de Vietnam, e incluso a veces durante la presidencia de Reagan. Volvió a verse después de 2001, y esa vez se cumplió con efectividad, cuando Estados Unidos, ante la reticencia de muchos europeos, propuso una «coalición de voluntarios», al margen de la OTAN, para hacer frente a Sadam Husein.
Ahora esa variante vuelve a cobrar fuerza con motivo de la guerra de Ucrania: algunos imaginan un pacto regional que uniría en particular a los Estados bálticos, Polonia y Rumanía, con el apoyo de Gran Bretaña y Estados Unidos3. Ese pacto incluiría evidentemente un casus foederis más riguroso que el artículo 5 del Pacto Atlántico, y sería una garantía contra las evidentes vacilaciones de los países de Europa Occidental. Los países europeos más antirrusos y atlantistas mantendrían la línea frente a Moscú, mientras que Estados Unidos «pivotearía» hacia China.
Evidentemente, esa fórmula tiene sentido para los países afectados, los más firmes partidarios de Ucrania, porque corresponde a tendencias actuales evidentes y no es nueva: ya en los años treinta, numerosos dirigentes polacos propusieron tal acuerdo regional para contrarrestar a la URSS, una alianza llamada «Intermarium», que recuerda la mayor extensión del Estado polaco en el siglo XVII, del Báltico al Mar Negro. Una evocación histórica que probablemente no haría nada por calmar a Moscú…
Pero esta segunda fórmula conviene aún menos a los europeos que la primera, la del atlantismo clásico, porque los divide entre el Este y el Oeste del continente. Y no responde más que la ortodoxia atlántica a los problemas de nuestro tiempo, que no sólo están ligados a la política rusa: las incertidumbres americanas, que ya son estructurales, los problemas de reestructuración económica a los que tenemos que hacer frente, y la evolución de nuestras opiniones públicas, para las que, en muchos países, el consenso en torno al modelo liberal y occidental de los años noventa está fuertemente cuestionado. Por otra parte, si queremos salvar los lazos occidentales a largo plazo, no puede ser a través de la dependencia y el clientelismo.
¿El retorno de la tentación neutralista?
El peligro es precisamente que las tendencias «neutralistas» renazcan como reacción. Tales tendencias no son realmente nuevas en Europa. Algunos ya preconizaban tal o cual forma de neutralismo en los años cincuenta. En la época de la «querella de la CED», en 1953-1954, la opinión francesa deseaba una conferencia de «última oportunidad» con la URSS antes de ratificar definitivamente la Comunidad Europea de Defensa negociada desde 1951 y el rearme alemán que conllevaba, con la esperanza de que un acuerdo con Moscú sobre Alemania y la seguridad en Europa permitiera evitarlo. En los círculos «progresistas», situados entre los comunistas y los socialistas, se llegó incluso a hablar de la creación de un nuevo sistema de seguridad europeo en el que participaran todos los países del continente y que estuviera garantizado conjuntamente por Estados Unidos y la URSS, lo que, por supuesto, habría evitado la perspectiva del rearme alemán, pero también habría asestado un golpe mortal a la Alianza Atlántica4.
Otro tema de la década de 1950 fue la «retirada». En mayo de 1957, en una serie de conferencias en la BBC, George Kennan, que había inventado la doctrina de la «Contención» contra Moscú en 1946, se declaró a favor de la creación de una zona desnuclearizada en Europa Central, que habría sido el primer paso hacia la retirada militar de las grandes potencias de la región y la neutralización de la misma. Esto, argumentaba, habría hecho posible la reunificación alemana, y se habría mantenido el equilibrio gracias a la garantía que Estados Unidos y la URSS aportarían conjuntamente al proceso. Por último, según Kennan, el proceso debería permitir que Europa del Este recuperara una mayor libertad, gracias al alivio de las tensiones Este-Oeste5. En 1957, Hugh Gaitskell, líder del Partido Laborista, propuso un plan muy similar al de Kennan6. Recordaremos también, si no la Ostpolitik lanzada por Willy Brandt en 1969, desde luego sí su deriva neutralista a partir de la «disputa de los euromisiles» de 1978-19827.
Pero hay que señalar que tales concepciones ilusorias siempre se han visto superadas por los acontecimientos (las crisis de Berlín, Cuba, Praga en 1968, la invasión de Afganistán… ) y que no fueron esas tendencias, y en particular los diversos acuerdos vinculados a la Ostpolitik, los que permitieron el final de la Guerra Fría, sino más bien la crisis sistémica del bloque soviético y una renovada firmeza occidental a partir de los años ochenta (una firmeza basada en la superioridad occidental en todos los ámbitos, lo que ya no es el caso hoy en día). Sin olvidar, una política occidental inteligente hacia el mundo soviético; volveré sobre ello.
¿Una alianza de dos pilares, o Europa como tercer polo?
Una solución más exigente pero más eficaz sería organizar un verdadero pilar europeo dentro de la Alianza Atlántica, o incluso hacer de Europa un tercer polo mundial. Eso le daría un verdadero papel internacional, para aumentar la fuerza de disuasión global de Occidente con la ayuda de Estados Unidos, pero al mismo tiempo para no permanecer en una serie de enfrentamientos que Occidente bien podría perder, desde Medio Oriente hasta África, y para no perder la oportunidad de crear una verdadera personalidad europea. En particular, Europa no tiene ningún interés en enfrentarse tanto a Rusia como a China, ni en mantener el fuerte contra Rusia mientras Estados Unidos concentra sus energías contra China.
Por supuesto, eso supondría esfuerzos considerables: Europa debe disponer de una política de armamento, de sus propios recursos de inteligencia y evaluación, de suficiente independencia energética, técnica y económica -no estamos diciendo que debamos buscar una autarquía ilusoria8– y de órganos autónomos de pensamiento estratégico. Evidentemente, una Europa estratégica autónoma seguiría estrechamente aliada a Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá dentro de la Alianza Atlántica. Pero debería tener capacidad de decisión estratégica autónoma, con sus propios medios de inteligencia, su propia industria armamentística, sus propias fuerzas, su propia cadena de mando. Los llamados acuerdos «Berlín plus» concluidos en la cumbre de la Alianza celebrada en Washington en 1999 para regular las relaciones entre la OTAN y el componente de defensa de la Unión Europea constituyen un punto de partida, pero su aplicación ha sido bloqueada regularmente por Turquía. Hay que salir del callejón sin salida: no se puede pedir a los europeos que contribuyan más a su defensa -y con razón- y al mismo tiempo negarse a que la Unión Europea desarrolle su personalidad en materia de defensa, de acuerdo con el Tratado de Lisboa. Esa sería la única manera de permitir que la Unión pesara realmente en el peligrosísimo triángulo de crisis que se ha desarrollado entre Moscú, Pekín y Washington y de favorecer en la medida de lo posible salidas razonables, como «potencia del medio». De lo contrario, serán los europeos quienes acaben llevando la peor parte de la situación.
Al mismo tiempo, debemos pensar a largo plazo y crear las bases para la reintegración de Rusia y la plena integración de China en el sistema internacional. Al fin y al cabo, eso fue lo que ocurrió durante la Guerra Fría con el «proceso de Helsinki», iniciado en 1973, marcado por la Declaración de Helsinki en 1975, la creación de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa ese mismo año, la CSCE convertida en organismo permanente en 1990 (OSCE). Todo ello reunía a los países de la OTAN (y por tanto también a Estados Unidos y Canadá) y a los del Pacto de Varsovia, por lo que no planteaba a nuestros socios los mismos problemas que los sistemas de seguridad europeos que no incluían a Norteamérica (como en ocasiones habían pensado hacer el general de Gaulle, o François Mitterrand en 1990). Estados Unidos se mostró reticente en un principio, pero acabó siguiendo a los europeos, y ahora se reconoce que este proceso facilitó la salida de la Guerra Fría9.
Aunque la OSCE haya estado inactiva desde la invasión de Ucrania, puede que en algún momento tenga un papel que desempeñar en la superación de la crisis actual. Es un foro que existe, y los rusos han dejado claro que no quieren ser excluidos. Quizá algún día quieran evitar depender cada vez más de China y reabrir un canal de negociación con Occidente.
Del mismo modo, para China, organismos como el G20, o un G7 ampliado, podrían servir para restablecer un diálogo con Occidente, consiguiendo que vaya más allá de los acuerdos regionales «Indo-Pacíficos» que es su tendencia actual. Por supuesto, esto requerirá paciencia, pero a largo plazo es el mejor camino posible. De lo contrario, en el futuro, los líderes europeos y sus opiniones estarán aún más divididos, y algunos retrocederán a formas de aislacionismo o neutralismo que a menudo han aflorado ya en la década de 1950. Europa correría entonces el riesgo de convertirse en un terreno de juego para todo tipo de injerencias rusas, chinas o de Medio Oriente, ya sean políticas, económicas o financieras.
Notas al pie
- Liveblog de la Frankfurter Allgemeine Zeitung del 12 de abril de 2023. Serge Sur, « Belligérance et cobelligérance », Revue de Défense nationale, febrero de 2023.
- Cf. le Cahier n° 134 (marzo de 2021) de la Fundación Res Publica, « États-Unis : crise de la démocratie et avenir du leadership américain ».
- Andrew A. Michta, « UkraineWar Is A GameChanger : America Must Support The ‘Intermarium’ Region », 2 de febrero de 2023, 19FortyFive.
- Cf. por ejemplo los artículos de Claude Bourdet en febrero de 1954 en el Nouvel Observateur, semanario fundado en 1950 para defender las ideas neutralistas. Cf. Georges-Henri Soutou, La Guerre froide de la France, Texto, 2023.
- Walter L. Hixson, George F. Kennan Cold War Iconoclast, Columbia UP, 1989, pp. 144 ss.
- Georges-Henri Soutou, La Guerre froide 1943-1990, Pluriel, 2011.
- Para comprender hasta qué punto estas orientaciones de los años 1970-1980 persisten en la actualidad en Alemania, véase Reinhard Bingener, Markus Wehner , Die Moskau-Connection. Das Schröder-Netzwerk und Deutschlands Weg in die Abhängigkeit, C.H.Beck, 2023.
- Yves Bertoncini, Relocaliser en France avec l’Europe, Fondation pour l’innovation politique, 2020.
- Veronika Heyde, Frankreich im KSZE Prozess. Diplomatie im Namen der europäischen Sicherheit 1969-1983, Oldenbourg, De Gruyter, 2016. Ver también: Nicolas Badalassi, En finir avec la guerre froide. La France, l’Europe et le processus d’Helsinki, 1965-1975,Rennes, PUR, 2014.