Nuestra sociedad se enfrenta al reto sin precedentes de llevar a cabo una transición ecológica radical en un corto periodo de tiempo. ¿Está la actual organización económica y social preparada para hacer las compensaciones adecuadas y alinear a los diferentes actores implicados? Un enfoque fértil consiste en caracterizar los bienes comunes implicados en la transición ecológica, identificar los conflictos entre objetivos legítimos y establecer nuevos modelos de gobernanza para afrontarlos. En el proceso, las empresas de servicios públicos como EDF tienen un papel fundamental. Este artículo lo ilustra en el caso de la preservación del clima y la gestión sostenible y equitativa de la energía. 

Gobernar en pro de los bienes comunes: aprender a identificar los objetivos en conflicto

La conciencia de la emergencia climática y ecológica está creciendo entre los distintos componentes de nuestra sociedad. Sin embargo, se enfrenta a la inercia estructural y a la fuerza de nuestros hábitos individuales y colectivos. Una dificultad particular reside en la multiplicación de los conflictos entre diferentes objetivos legítimos, todos ellos vinculados a cuestiones climáticas y energéticas. Enfocarse en los bienes comunes permite caracterizar esos conflictos y tratar de establecer una forma de gobernanza capaz de afrontarlos de manera más eficaz y justa. 

La preservación del planeta y la energía, dos bienes comunes íntimamente ligados

Cada vez hay más conciencia no sólo de la prioridad y del carácter sistémico del reto de preservar el planeta y sus ecosistemas, sino también del carácter común de «nuestro planeta» como un bien: es nuestra casa la que se está quemando, y somos nosotros, los habitantes de esa casa, los que miramos hacia otro lado o los que, aturdidos por el fuego, intentamos temporalmente apagarlo sin atacar las causas de fondo, sin organizarnos colectivamente para evitarlo o -porque puede ser demasiado tarde para evitarlo- para minimizarlo y adaptarnos a nuevas formas de vida. 

El cuestionamiento en términos de bienes comunes arroja luz sobre las cuestiones actuales: nos permite volver al sentido etimológico de la actividad económica, que consiste en gestionar la casa común (Oikonomia). En sus Principios de Economía Política (1848), John Stuart Mill subrayó hasta qué punto la economía debe ser reconocida como una rama de la filosofía social, y no como una disciplina desconectada del cuestionamientos éticos y políticos. ¿Qué sentido tienen las actividades económicas si no contribuyen a la calidad de vida y dejan un planeta habitable para las generaciones futuras? Esta perspectiva está vinculada a la preocupación por el bien común promovida desde la Antigüedad en la búsqueda de la vida buena. Los trabajos contemporáneos sobre los bienes comunes han llevado a la necesidad de redefinir qué recursos son inapropiables1 y cuáles condicionan la vida y el buen vivir en la tierra, y cuyo acceso debe ser posible para todos: la energía en general y la electricidad en particular se encuentran entre estos bienes comunes esenciales. En el lenguaje de los economistas, son tanto rivales (su uso por parte de una persona impide o compromete el uso por parte de otra) como no exclusivos (por razones éticas, técnicas o políticas no se puede excluir a alguien del acceso a esos bienes). El llamado enfoque de los comunes insiste en las reglas y la gobernanza de tales bienes, en una perspectiva democrática al servicio de la justicia social y ecológica2

La energía es un bien común específico y arquitectónico, ya que es indispensable para el desarrollo fisiológico de los seres humanos y de cada ser vivo a nivel individual, pero también para el desarrollo de las sociedades en su conjunto.

JEAN-BERNARD LÉVY, CÉCILE RENOUARD y CHARLES WEYMULLER

Se podría decir que la energía es un bien común específico y arquitectónico, ya que es indispensable para el desarrollo fisiológico de los seres humanos y de cada ser vivo a nivel individual, pero también para el desarrollo de las sociedades en su conjunto (un apagón energético hace que toda una sociedad se detenga, o incluso corra peligro de muerte si pensamos en las interdependencias y en la forma en que las actividades más cotidianas, como la recolección y el tratamiento de residuos, o el abastecimiento de las ciudades, dependen estructuralmente de ella). Algunas fuentes de energía parecen inagotables, como el viento y el sol. De este modo, la energía no tendría competencia, ya que el consumo de una unidad de energía no impediría que otros consumieran la suya. Sin embargo, este carácter inagotable de la energía es sólo aparente: la explotación de la energía natural se basa siempre en el uso de materiales, que son recursos naturales presentes en cantidades limitadas. En particular, la explotación de las llamadas energías renovables (eólica, solar y biomasa) requiere grandes cantidades de metales, cuyas existencias son limitadas. La energía «transformada» es, por tanto, un bien rival, indirectamente a través del consumo de materiales que supone. Es un bien común, que interactúa con el bien común que es «nuestro planeta» a través de los recursos naturales que consume y los recursos derivados que emite. En el mismo sentido, a un nivel más general, en virtud de las leyes de la termodinámica, toda transformación energética aumenta la entropía del sistema, con un elemento de irreversibilidad más o menos marcado, más o menos visible. Por tanto, no podemos contar con un acceso ilimitado a la energía. Por lo tanto, debemos tratar las reservas de energía accesibles a nuestra sociedad como un bien común. Así, entre los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) adoptados por la comunidad internacional en 2015, el ODS 7 hace hincapié en el carácter de «bien común» de la energía y pretende: «Garantizar el acceso a servicios energéticos fiables, sostenibles y modernos para todos a un costo asequible». También se percibe que la energía es un bien común que actúa como vector entre el planeta (esfera geofísica) y la sociedad humana (esfera social). Este bien común es sistémico porque, además de las interdependencias propias de un sistema energético, se utiliza antes de las cadenas de valor de nuestras actividades económicas y sociales. 

Como señaló Richard Buckminster Fuller ya en 1940, la revolución industrial estuvo acompañada del desarrollo de nuestra capacidad de usar «esclavos energéticos», gracias a fuentes de energía que se combinaron para multiplicar por diez nuestras capacidades de producción. Los historiadores, en particular Jean-Baptiste Fressoz, han mostrado la locura de nuestras sociedades y el carácter ilusorio, hasta hoy, de sustituir una fuente de energía por otra que sería más sostenible. La crisis energética que atravesamos es un doloroso recordatorio de ello: ante las dificultades de abastecimiento de gas, se ha reactivado el consumo mundial de carbón… Debemos integrar el hecho de que las formas de vivir y organizarse de nuestras sociedades desde las revoluciones industriales del siglo XIX se han basado, más o menos conscientemente, en el supuesto de que tenemos acceso a abundantes recursos naturales y a una energía igualmente abundante. Ese supuesto ha sustentado el desarrollo de nuestras sociedades modernas, basadas en el consumo colectivo desenfrenado. Los flujos de consumo en las industrias textil y electrónica son ejemplos simples pero edificantes y sintomáticos3. La actual crisis energética pone en tela de juicio ese supuesto excesivamente despreocupado. Nuestras sociedades ya no tienen más remedio que evolucionar. El gran reto actual es reconocer el carácter competitivo y limitado de nuestros recursos y garantizar su justa distribución y uso. Este imperativo se refiere tanto al clima -reflejado en el objetivo de neutralidad global del carbono para 2050- como al mantenimiento de la biodiversidad, que es también un requisito previo para sostener la vida humana en la Tierra4. Además de respetar el techo de los recursos naturales5, también debemos garantizar un piso para saciar las necesidades esenciales de los seres humanos y la sociedad. Actuar a favor de los bienes comunes significa construir un modelo de sociedad que se mueva entre pisos y techos, en el espacio descrito por Kate Raworth como la «economía de la dona»6. Tenemos que reconocer que las trayectorias actuales de nuestras sociedades están lejos de la marca y están dibujando un mundo que llegará a ser invivible para parte de la humanidad y para todos los seres vivos7. Si la realidad de la finitud se nos impone, debemos reconocer que el costo de la inacción actual es cada vez más alto, tanto para las generaciones futuras como para los más vulnerables de nuestras sociedades. 

Surge una nueva dificultad del conflicto entre los bienes comunes

Los objetivos de preservar o desarrollar los bienes comunes interactúan entre sí, lo que hace que el problema sea más complejo. Ya sabíamos que era difícil gobernar bien un bien común: pensemos en el debate sobre el papel que deben desempeñar los derechos de propiedad. Insistiendo en la tragedia de los comunes, en un famoso artículo de 19688, Hardin proponía privatizarlo todo o que un Estado central lo administrara todo; como respuesta, el trabajo empírico de la economista Elinor Oström, ganadora del Premio Nobel, demostró cómo las comunidades, a lo largo de los tiempos, se han organizado para garantizar la gestión sostenible de los recursos comunes. Sin embargo, ahora también estamos experimentando la dificultad de gobernar varios bienes comunes que interactúan, lo que crea mandatos y objetivos contradictorios. Esto también da lugar a lo que puede llamarse, siguiendo a la filósofa Martha Nussbaum, «dilemas trágicos»9. Muchas de las compensaciones necesarias hoy en día ponen en tensión las diversas necesidades actuales derivadas de nuestro estilo de vida, e ilustran la incompatibilidad de dichas necesidades individuales con las limitaciones actuales y futuras. La dimensión «trágica» se refiere a la pérdida inevitable, en términos del sueño imposible de una calidad de vida dependiente del crecimiento infinito de materiales y energía. Tras la invasión de Ucrania, ahora que los sistemas energéticos europeos están sometidos a la doble presión de la demanda y del desacoplamiento de los hidrocarburos rusos, una herramienta como el Observatorio de la guerra ecológica creado por el Groupe d’études géopolitiques es un intento útil de cartografiar y medir los conflictos de objetivos.

En particular, en nuestra gestión del clima y la energía, nos enfrentamos a un dilema entre, por un lado, el deseo de garantizar el acceso continuo a la energía para todos y, por otro, la insostenibilidad a mediano plazo de nuestros actuales patrones de producción y consumo.

Nos enfrentamos a un dilema entre, por un lado, el deseo de garantizar el acceso continuo a la energía para todos y, por otro, la insostenibilidad a mediano plazo de nuestros actuales patrones de producción y consumo.

JEAN-BERNARD LÉVY, CÉCILE RENOUARD y CHARLES WEYMULLER

Y dentro de las preocupaciones a largo plazo sobre el clima y la energía, nos enfrentamos a conflictos de objetivos muy concretos, entre diferentes imperativos:

La preservación de la atmósfera y el uso de la tierra: la producción y distribución de energía conlleva conflictos no resueltos sobre la tierra, como ilustra el litigio sobre el deber de vigilancia en México, donde una comunidad indígena impugna el derecho de un tercero a la propiedad de la tierra en la que EDF, debidamente autorizada por el Estado de México, planea instalar turbinas eólicas terrestres. Esto demuestra los límites de un sistema que se basa exclusivamente en los derechos de propiedad para gestionar los bienes comunes.

Preservación de la atmósfera y uso del agua: la producción de energía, incluida la energía descarbonizada, utiliza agua en varias etapas. Existen y aumentarán los conflictos entre los usos industriales, agrícolas y particulares. Las sequías del verano de 2022 en Europa son una buena muestra de ello: los ríos europeos están en su nivel más bajo desde hace 500 años.

Preservación de la atmósfera y producción de residuos: como la mayoría de las actividades humanas e industriales, la producción de energía transforma la materia y produce residuos, es decir, materia en un estado inutilizable o, en algunos casos, perjudicial para la salud humana y el medio ambiente. Lo mismo ocurre con la producción de energía descarbonizada. En el caso de las turbinas eólicas y los paneles solares, los equipos siguen siendo difíciles de reciclar. En el caso de la tecnología nuclear, la reacción que produce la energía produce simultáneamente isótopos, que no se reciclan completamente y cuyas radiaciones ionizantes son peligrosas para la salud humana y el medio ambiente si los residuos no se guardan cuidadosamente mientras se extingue su radiactividad. Por lo tanto, es necesario gestionarlos a largo plazo. 

Tal y como están las cosas, dadas las tecnologías disponibles, ninguna solución energética actual puede garantizar el crecimiento infinito de nuestras sociedades termoindustriales tal y como han funcionado hasta ahora. La mayoría de los bienes que utilizamos hoy en día, que han contribuido a nuestras sociedades de abundancia, siguen dependiendo de los combustibles fósiles y de la extracción de materias primas. Esto es válido para todos los medios de producción de energía, incluidas las llamadas energías renovables, como los paneles solares y los aerogeneradores, cuya fabricación consume importantes volúmenes de metales cuyos yacimientos son limitados.

Para establecer una estrategia energética, en lo que respecta a la producción (la demanda es igualmente prioritaria, y la necesidad de sobriedad se trata en el apartado siguiente), es necesario comparar las soluciones disponibles sobre una base objetiva y sopesar los distintos objetivos perseguidos. Para ello, el mejor enfoque es estimar el impacto ambiental de los distintos medios de producción y consumo de energía a lo largo de todo su ciclo de vida: desde la fase previa al proyecto hasta la rehabilitación de los terrenos movilizados, pasando por la construcción de la instalación, de sus componentes y su funcionamiento y mantenimiento, así como el tratamiento de los residuos. Este análisis del ciclo de vida (ACV) se ha desarrollado con los indicadores Cambio Climático y Agotamiento de los Recursos Minerales, a los que se hace referencia en el manual ILCD (International Reference Life Cycle Data System) de la Comisión Europea.

En particular, estos estudios permiten una evaluación objetiva de la tecnología nuclear en la producción de energía. Desde el punto de vista de la protección del clima, la tecnología nuclear tiene la menor huella de carbono entre las distintas tecnologías de producción de energía. En particular, las combinaciones de electricidad con una parte nuclear tienen una huella de carbono menor que las combinaciones que se basan 100% en la energía eólica, solar e hidráulica. Esto se debe, por un lado, a las diferencias en las emisiones de CO2 durante la fabricación de los equipos de producción de energía y, por otro, al carácter más controlable de la energía nuclear, que evita la necesidad de sobredimensionar la capacidad instalada en relación con la cantidad de energía que se espera producir. Desde el punto de vista del objetivo de preservar los recursos minerales, la tecnología nuclear es también mucho más económica en cuanto a los materiales que consume que las tecnologías de energías renovables. 

Sin embargo, desde el punto de vista de la generación de residuos, la tecnología nuclear produce residuos más sensibles, ya que una fracción de ellos emite radiaciones ionizantes durante un largo periodo de tiempo antes de que su radiactividad se extinga gradualmente. Por lo tanto, cualquier uso de la tecnología nuclear en la producción de energía requiere una gestión rigurosa y fiable de los residuos producidos. La gestión actual de los residuos nucleares es de esta naturaleza, y se beneficia en particular de la baja cantidad de residuos peligrosos (más baja entre más se incrementan los esfuerzos de reciclaje) y de su buena trazabilidad (a diferencia de la mayoría de los residuos tóxicos emitidos por la actividad humana). Este nivel ejemplar de seguridad debe mantenerse, de acuerdo con las más altas exigencias internacionales10. Sin embargo, la gestión tiene un costo, sobre todo financiero, que hay que pagar si queremos beneficiarnos de la tecnología nuclear en la producción de energía11. Del mismo modo, la producción de energía nuclear se basa en procesos físicos que deben estar absolutamente controlados, pues de lo contrario pueden provocar accidentes cuyas consecuencias para la salud humana y el medio ambiente serían muy graves en casos extremos y si el riesgo no está controlado. Para seguir controlando los procesos físicos implicados en todas las situaciones (incluidas las más tensas, como la guerra o el colapso político) y limitar el riesgo de un accidente grave a la menor probabilidad posible, son necesarios flujos de inversión recurrentes en estructuras, competencias y órganos de control, lo que conlleva costos. Sin embargo, ese gasto es esencial para garantizar la seguridad nuclear, además, las combinaciones de producción de electricidad que mezclan energía nuclear y energías renovables siguen siendo aquellas cuyo costo total (es decir, el costo para el sistema eléctrico en su conjunto) es el menos alto, sobre todo en comparación con las combinaciones de electricidad que dependen exclusivamente de las energías renovables12.

Por último, la elección de utilizar o no la energía nuclear debe basarse en un análisis preciso de las distintas dimensiones mencionadas anteriormente. Este análisis debe ser colectivo. Debe ser objeto de debates con la participación de los ciudadanos, basados en información clara sobre las consecuencias de las diferentes opciones, y una lucidez colectiva sobre nuestras responsabilidades, sean cuales sean nuestras preferencias u opciones personales. En particular, esos debates deben reconocer la capacidad de la energía nuclear para ofrecer una solución al dilema entre la finitud de los recursos y el suministro de energía para el sustento y el desarrollo sostenible de nuestras sociedades. Además, deben reconocer los costos y requisitos de la utilización de la energía nuclear: los costos financieros para garantizar el nivel necesario de seguridad nuclear (costos que, sin embargo, como se ha señalado anteriormente, no alteran el hecho de que las combinaciones de electricidad que se basan tanto en la energía nuclear como en las renovables son las más baratas de producir), los costos de los recursos naturales movilizados (aunque sean inferiores a los de otros medios de producción de energía) y los requisitos institucionales de control y transparencia en la gestión de los residuos. Por último, los debates deben centrarse en la organización de la industria nuclear a nivel mundial para que nuestras sociedades puedan contar con una gobernanza sólida, capaz de garantizar la seguridad nuclear y la gestión razonada de la tecnología nuclear con fines energéticos. En los debates hay que reconocer, sin duda, que dependemos de las decisiones y de los acontecimientos del pasado, pero también hay que asumir que lo que está en juego y la complejidad son tales que se pueden prever nuevas opciones en términos de innovación tecnológica, usos y organización institucional. Ante las inmensas incertidumbres relacionadas con la evolución social y geopolítica mundial, y frente a los riesgos que conlleva cualquier solución, es más necesaria que nunca una ética de la responsabilidad, asumida colectivamente, en nuestras decisiones energéticas. 

Abhilash Balakrishnan

Además de los conflictos de objetivos propios del clima y la energía, también hay que tener en cuenta los conflictos en la forma en que los distintos individuos tratan el tema, ya sean conflictos de preferencias (los individuos tienen preferencias heterogéneas, más o menos altruistas), conflictos de generación, e incluso incoherencias temporales (un mismo individuo puede tener un somportamiento esquizofrénico en su aproximación a los bienes comunes).

Por tanto, el problema no es unidimensional. Por un lado, existe una competencia de riesgos ligada a los objetivos perseguidos y, por otro, una multiplicidad de interacciones entre los actores (intercambios, fricciones, comportamientos racionales e irracionales). Vamos más allá del caso teórico con una sola externalidad (como el CO2) para la que bastaría con ponerle un precio para que los mercados internalizaran el problema.

Para tomar decisiones sobre los «dilemas trágicos», la gobernanza renovada debe asumir la responsabilidad de actuar en nombre de los bienes comunes y hacer explícitas las compensaciones, tanto a nivel local como global

Ante la urgencia y la complejidad, y en la competencia de los peligros, necesitamos tanto una visión clara del modelo de sociedad al que aspiramos como una nueva gobernanza para llevar a cabo la acción. Dicha gobernanza debe asumir explícitamente que actúa en favor de los bienes comunes y debe hacer explícitas las compensaciones (trade-offs).

De entrada, hay que precisar el modelo de sociedad al que aspiramos. Estamos claramente al final de un ciclo económico y social. Está claro que el consenso de Washington ya no está adaptado para afrontar los retos actuales. El enfoque totalmente privado, desregulado y descentralizado está mostrando sus límites y su incapacidad para abordar eficazmente los retos de los comunes. Además, el resurgimiento de regímenes más autoritarios y centralizados está poniendo en peligro la viabilidad del modelo democrático. No obstante, los modelos de sociedad adaptados a las cuestiones que están en juego deben debatirse «en común». De las observaciones anteriores se desprenden algunos puntos clave.

Ahora está bastante claro que nuestro sistema institucional y jurídico ha confiado demasiado ciegamente en los derechos de propiedad: no es eficiente ni justo resolver los conflictos de uso a través de los derechos de propiedad.

JEAN-BERNARD LÉVY, CÉCILE RENOUARD y CHARLES WEYMULLER

En primer lugar, debemos integrar el imperativo de la sobriedad. Las trayectorias-objetivo para la neutralidad del carbono en 205013 se basan no sólo en la descarbonización de los métodos de producción de energía, en particular de la electricidad (a través de la movilización de las energías renovables y de la energía nuclear), sino también -y sobre todo- en la reducción de la demanda total de energía: una reducción del 45% del consumo de energía en Francia de aquí a 2050, objetivo de reducción que puede alcanzarse mediante la electrificación acelerada de los usos, la mejora de la eficiencia energética y la reducción del consumo final de bienes y servicios. Se trata de un esfuerzo colectivo muy importante en comparación con las tendencias actuales. La necesidad de sobriedad viene impuesta por los límites físicos de los recursos naturales (por ejemplo, un consumo de cobre 4 veces mayor para un coche eléctrico que para uno térmico). Hacer que nuestras sociedades sean sobrias en términos de insumos energéticos requiere, por tanto, un doble esfuerzo: por un lado, un esfuerzo renovado en términos de eficiencia energética (es decir, para una unidad de consumo final dada, reducir el volumen de energía necesario para producir esa unidad), y por otro lado, un esfuerzo sin precedentes en términos de reducción de la demanda de consumo final (adoptar usos que consuman menos en términos de bienes y servicios finales). La sobriedad debe organizarse: es el reto de la planificación en los tiempos de la ecología de guerra. Es necesario un enfoque consolidado de las cuestiones sistémicas, en el que una única limitación física se imponga a varios usos, que por tanto deben tener en cuenta su coexistencia. Por ejemplo, la necesidad de agua o de minerales para las diferentes fuentes de energía de baja emisión de carbono. Además, es necesaria una «revolución cultural» para reducir el consumo y pensar que se puede vivir bien sin consumir siempre más y más. Esta revolución no implica negar el progreso ni la innovación, que siguen siendo bazas esenciales para completar con éxito la transición, incluso ganando en sobriedad, innovando en eficiencia energética y en usos. Se trata de redefinir el progreso en función de la calidad relacional que queremos promover entre los seres humanos y con el entorno vital, tanto para sobrevivir como para convivir. El acceso a la electricidad para todos, hoy y mañana, requiere la integración de la sobriedad como principio rector de las políticas públicas y las estrategias empresariales14.

En segundo lugar, hay que integrar mejor el imperativo de la justicia social. La transición justa es consustancial a la transición ecológica, ya que la dimensión desigual del problema es importante: el calentamiento global afecta a las poblaciones de forma extremadamente heterogénea, en función de la geografía, los empleos, los usos, las organizaciones sociales, los ingresos y la riqueza; y a la inversa, el impacto de los individuos sobre el clima es también extremadamente heterogéneo15. Ahora está bastante claro que nuestro sistema institucional y jurídico ha confiado demasiado ciegamente en los derechos de propiedad: no es eficiente ni justo (especialmente desde una perspectiva multigeneracional) resolver los conflictos de uso a través de los derechos de propiedad. Más aún en un momento en el que el uso compartido debe desarrollarse como solución al reto de la sobriedad. La crisis de los chalecos amarillos ilustra el reto de no hacer recaer sobre las poblaciones más pobres económicamente el peso de los esfuerzos por una mayor sobriedad, y de reconocer que las personas más ricas contaminan más y emiten más gases de efecto invernadero en promedio. Son necesarios debates colectivos, tanto sobre la gestión de la precariedad energética como sobre los criterios de equidad en el reparto de los costos de las transformaciones a realizar.

Por lo tanto, es legítimo cuestionarse sobre la diferenciación de costos energéticos efectivos entre los hogares, según los ingresos e incluso según el uso16. El costo efectivo de la energía desde el punto de vista de un hogar puede definirse como el costo para un determinado hogar de su consumo de energía neto de las transferencias que recibe en virtud de la política energética pública. La diferenciación entre los hogares en términos de costos energéticos efectivos puede lograrse de diferentes maneras: ya sea modulando directamente el precio del consumo de energía (una unidad de energía consumida tendría entonces diferentes precios en función de la renta del hogar que la consuma o incluso del uso que haga de esa unidad de energía), o bien apoyándose en un precio uniforme de la energía (el mismo precio para cada unidad de energía consumida, independientemente de la renta y del uso del hogar) unido a transferencias públicas (positivas o negativas) que se modulan, a su vez, en función de la renta de los hogares o incluso de los usos que se hagan de ella. En teoría, la primera opción tiene la ventaja de modular «de raíz» el costo de la energía para los hogares. Es más fácil de entender para el público y más simple de mostrar, y no implica a las finanzas públicas, que actualmente están sujetas a severas restricciones. Sin embargo, genera un riesgo de manipulación (que consiste en disfrazar el uso o revender la energía comprada a precios diferentes) y, en general, plantea complejidades técnicas y jurídicas difíciles de superar17. Por el contrario, la segunda opción evita los riesgos de manipulación y las dificultades de aplicación, y además permite producir un precio uniforme de la energía, teóricamente más eficaz a nivel agregado para llevar a cabo una estrategia de descarbonización energética18. Sin embargo, puede generar una necesidad masiva de subvenciones públicas, y no está exenta de dificultades operativas (también en esta opción hay que proponer la focalización de los hogares en función de los ingresos o incluso del uso, y luchar contra la manipulación de la focalización). Al final, las dos opciones son bastante similares en cuanto a su efecto útil, ya que ambas conducen a una progresividad efectiva en el costo que pagan los hogares por su energía19. El nivel deseado de progresividad de los ingresos en el costo efectivo de la energía debe debatirse democráticamente, por ejemplo para estimar un nivel de consumo de energía de «subsistencia» que debería ser accesible para todos. Además, podría considerarse la ponderación de la utilidad social de los distintos usos de la energía. Los casos extremos de la calefacción de un hospital y la calefacción de un jacuzzi ponen de manifiesto que es deseable tener en cuenta, hasta cierto punto, el uso de la energía desde un punto de vista normativo. Dadas las cuestiones de viabilidad técnica y jurídica que se plantean, probablemente sea preferible la aplicación de la segunda opción, incluso si los poderes públicos desean diferenciar los costos reales de la energía en función del uso (es entonces el importe de la transferencia ex post -o la regulación20– el que se modula en función del uso que el hogar haga de su energía, lo que permite mantener un precio uniforme sobre el bien energético subyacente)21. Es innegable que estas cuestiones plantean muchos retos técnicos, pero la heterogeneidad de los impactos y los peligros sociales inherentes a la transición ecológica hacen indispensable esta reflexión. Además, la cuestión merece una atención prioritaria en el contexto actual. En efecto, la factura energética agregada es tal que deberá distribuirse más que nunca según criterios de justicia y equidad entre los agentes económicos.

La factura energética agregada es tal que deberá distribuirse más que nunca según criterios de justicia y equidad entre los agentes económicos.

JEAN-BERNARD LÉVY, CÉCILE RENOUARD y CHARLES WEYMULLER

Sin embargo, la forma más eficaz de llevar a cabo la transición necesaria es probablemente no renegar completamente de la economía social de mercado, ya que el mercado es un poderoso mecanismo de descentralización y, por tanto, de remisión a las escalas locales, siempre que esté suficientemente regulado para internalizar las externalidades y evitar los desequilibrios (inestabilidad financiera o concentración de la riqueza y aumento de las desigualdades). De hecho, es necesario garantizar el piso de las necesidades humanas básicas (en la «economía de la dona» de Kate Raworth, véase más arriba). La experiencia histórica nos muestra que una gestión totalmente centralizada conduce al fracaso de la transición. Esto es exactamente lo que subraya el enfoque de los bienes comunes.

Nuestros instrumentos económicos de regulación e intercambio requieren reformas profundas. Por ejemplo, la premio Nobel Elinor Oström recomienda alejarse de la «privatización total» de los derechos de propiedad distribuyendo los «derechos de uso» de forma escalonada, que podrían ser: el acceso, la deducción, la gestión, el derecho de exclusión, el derecho de transferencia o de venta22. Este enfoque más «difuso» de los derechos de propiedad hace eco de los debates actuales sobre la organización del sistema eléctrico. Por ejemplo, existe el deseo de que los activos de producción se consideren más en términos de su contribución al sistema eléctrico global. El concepto de valor de uso, utilizado en la gestión de los activos de producción de electricidad, también pone de manifiesto la dimensión intertemporal de la cuestión de gestionar un stock de energía limitado. Por tanto, los instrumentos económicos existen para ayudarnos a llevar a cabo la transición, y deben interactuar de forma coherente con las políticas públicas, que sin duda deben activar simultáneamente las tres palancas de la combinación de políticas (precio del CO2, subvenciones, normas), aprehendiendo con precisión los múltiples impactos sobre los agentes. Esta combinación de políticas puede pensarse e insertarse en el marco de la economía social de mercado.

En segundo lugar, para organizar una nueva gobernanza, se expresan diversas voluntades, todas ellas legítimas, pero a menudo contradictorias, y centrífugas entre el nivel global (macro) y el local (micro). 

Quang Nguyen Vinh

En particular, es necesaria una mayor planificación de arriba hacia abajo (top-down) para coordinar mejor a los actores en torno a un tope claro y asertivo, no demasiado volátil, para las inversiones a largo plazo. El discurso del presidente francés en Belfort sobre la estrategia energética de Francia para 2050 es de esta naturaleza. 

Sin embargo, este requisito plantea una cuestión adicional: ¿cuál es la escala adecuada para desarrollar una estrategia de arriba hacia abajo? La más natural es la escala global, siempre que se trate de un bien común mundial. Así nació la diplomacia del clima, a través de las COP. Sin embargo, los resultados de casi 40 años de negociaciones internacionales sobre el clima son magros, no sólo por la dificultad de alcanzar un consenso entre más de 160 países, sino también por el bajo nivel de granularidad inherente a las negociaciones. El nivel internacional sigue siendo pertinente, sobre todo para coordinar los compromisos públicos de los Estados, los grupos y las empresas.

Paralelamente a las dificultades de la gobernanza internacional, crece la voluntad de soberanía energética a escala nacional o regional (sobre todo europea). Este objetivo es legítimo en muchos aspectos (por razones geopolíticas y de resistencia económica en particular). Sin embargo, no está exento de costos, pues implica por definición más redundancias, con una potencial degradación del patrimonio común (más consumo de energía) y un agravamiento de los conflictos de uso. La ganancia desde el punto de vista de los bienes comunes, que en este caso es la preservación del acceso a la energía, factor de paz y prosperidad social, y el refuerzo de la resiliencia frente a los riesgos de perturbaciones (probados por los últimos acontecimientos), debe por tanto sopesarse con el costo de esta soberanía desde el punto de vista de los bienes comunes. En este sentido, en el contexto actual, es útil señalar que las diferentes tecnologías de producción tienen impactos muy heterogéneos sobre la soberanía energética europea. Así, el desarrollo del hidrógeno como vector energético no está exento de riesgos en términos de soberanía si es importado (una estrategia de importación masiva de hidrógeno producido por energías renovables en países africanos o de Medio Oriente haría a Europa vulnerable a la interrupción de los flujos, además del problema ético de transferir a los países socios los costos de la producción de hidrógeno, en particular el elevado consumo de agua23 en regiones expuestas al estrés hídrico y la importante ocupación de tierras con los conflictos de uso del suelo asociados). Si la soberanía es necesaria en el sentido de la estrategia/planificación a nivel nacional y europeo -una estrategia para la que el papel orquestador del Estado es indispensable debido a su legitimidad democrática-, se trata de una soberanía abierta y solidaria, que anticipe los puntos de división que serán la fuente de los conflictos del mañana, y que evite duplicar el uso de recursos energéticos ya escasos.

La ganancia desde el punto de vista de los bienes comunes, que en este caso es la preservación del acceso a la energía, factor de paz y prosperidad social, y el refuerzo de la resiliencia frente a los riesgos de perturbaciones, debe sopesarse con el costo de esta soberanía desde el punto de vista de los bienes comunes.

JEAN-BERNARD LÉVY, CÉCILE RENOUARD y CHARLES WEYMULLER

Paralelamente a la necesidad de mayor planificación, existe una necesidad complementaria de mayor participación de los actores locales de abajo hacia arriba (bottom-up). La bibliografía en materia económica sobre los bienes comunes suele abogar por una mayor autogestión a nivel local para evitar tanto el “Estado total” como el “mercado total”. Esto puede funcionar en algunas cuestiones, por ejemplo, la aceptabilidad de un aerogenerador, pero no es suficiente cuando se trata de abordar retos comunes a nivel de país o mundial (por ejemplo, la externalidad del CO2 en la atmósfera o la limitada disponibilidad global de recursos). Un enfoque exclusivamente local o territorial aumenta los riesgos de captura de recursos por parte de una comunidad cerrada. 

Combinar estos diferentes niveles de gobernanza, dejando cierta iniciativa al nivel local (evitando la sobrehomogeneización), pero sin conformarse con la autogestión local ni con los contratos privados promovidos por Ronald Coase (que considera que la negociación contractual bilateral siempre puede conducir a una asignación óptima de derechos y recursos). Por último, una gobernanza óptima debe activar las diferentes escalas e incluir el apoyo de arriba hacia abajo a las iniciativas y consultas de abajo hacia arriba. La gobernanza policéntrica defendida por Elinor Oström -que no niega la importancia del recurso al poder público- permite esta articulación24.

En todos los casos, las prioridades deben explicitarse para que los ciudadanos puedan deliberar al respecto. También hay que hacer transparentes los impactos sobre cada ciudadano, sin negar las dificultades. Compartir las limitaciones es la forma más sólida de crear consenso para la acción.

Las empresas de servicios públicos tienen un papel fundamental en la transición para conciliar la estrategia global y las soluciones locales

No existe una arquitectura institucional milagrosa, independientemente del papel de todos los actores de nuestras sociedades. Sean cuales sean las configuraciones, las empresas tienen un papel importante en la acción a favor de los bienes comunes, porque son parte esencial para idear soluciones. De hecho, los servicios públicos tienen una mayor responsabilidad para abonar los objetivos globales y las soluciones e iniciativas que surjan de forma descentralizada.

Para que sea aceptable, la empresa debe situar la noción de los bienes comunes en el centro de su acción

La acción en pro de los bienes comunes puede convertirse en la brújula de la acción empresarial sin convertirse en un manto opresivo de reglas y normas. La empresa puede ofrecer una perspectiva para la acción: tiene la energía vital y el margen de acción para llevar a cabo proyectos y soluciones.

Sin embargo, esto requiere una redefinición de los principales objetivos y métodos de funcionamiento de la empresa, para crear el bien común respetando los límites planetarios. 

En primer lugar, hay que aclarar el papel que la empresa pretende desempeñar en la sociedad, más allá de su mera actividad económica. Este trabajo ha sido realizado por varias empresas del sector energético. Por ejemplo, en Francia, donde el marco legal cambió en 2019 para animar a las empresas a adoptar una razón de ser, EDF adoptó una razón de ser con el objetivo de «construir un futuro energético neutro en cuanto al CO2, conciliando la preservación del planeta, el bienestar y el desarrollo, gracias a la electricidad y a soluciones y servicios innovadores». Este objetivo parece coherente con los requisitos mencionados anteriormente para que cualquier empresa forme parte de una «economía de la dona» que respete los límites globales sociales y medioambientales. Esta razón de ser sitúa, por tanto, los bienes comunes -y no sólo el CO2- en el centro de la acción de la empresa. La razón de ser tiene un alcance estratégico, de gestión, pero también jurídico. Fuera de Francia, muchas empresas energéticas han adoptado enfoques similares, a menudo a través del concepto de “propósito” (que no tiene el mismo alcance legal que la razón de ser en Francia). Por ejemplo, Iberdrola ha adoptado como propósito «seguir construyendo juntos cada día un modelo energético más saludable y accesible, basado en la electricidad», además de tres valores: «energía sostenible, fuerza integradora, fuerza impulsora». Las empresas energéticas Enel en Italia y EDP en Portugal han adoptado propósitos similares.  En general, las «razones de ser» o «propósitos» deben ser cuidadosamente analizados, en particular para identificar las posibles tensiones entre objetivos -a riesgo de quedar reducidos a una retórica vacía25 y a un «green washing«-, por lo que estos propósitos deben articularse con prácticas transformadoras que se inserten en un gran grupo de partes interesadas (cf. Consejo de Partes Interesadas) y que actúen según criterios ejemplares, o incluso que contraten y formen según la brújula de la acción a favor de los comunes.

Esto debería contribuir gradualmente a la evolución de la gobernanza empresarial para que pueda alinear la estrategia con los requisitos ecológicos y sociales. Sin embargo, como señala el Alto Consejo para el Clima, nuestras trayectorias actuales no son suficientes. Por lo tanto, deberíamos hablar de la RSE como responsabilidad sistémica de las empresas y de la ciudadanía empresarial, y no sólo como responsabilidad social y medioambiental26. Se trata de hacer converger la lógica financiera y la extrafinanciera. Los estudios realizados por empresas como Ethics & Boards indican la magnitud del camino que queda por recorrer: las competencias sociales y medioambientales están poco representadas en los consejos de administración y los propios miembros de los consejos no están suficientemente formados en estas materias. Por último, debemos promover urgentemente la armonización de las reglas del juego, lo que nos permitirá modificar colectivamente nuestras trayectorias. En este sentido, además del instrumento fiscal, la reforma de las normas contables (bien subrayada por el informe Sénard-Notat), la reducción de las desigualdades de renta y la normalización de los criterios son necesarias para evitar que continúen las prácticas depredadoras e insostenibles ligadas a una concepción de la naturaleza como reserva de recursos que hay que explotar sin fin. 

Pero, sobre todo, las empresas pueden -y deben- aportar también soluciones para los «comunes» que respondan a los retos de la presión de los recursos

Las empresas, más allá de tener un enfoque «defensivo» de la integración de los bienes comunes en su actividad, pueden ser lugares valiosos para la aparición de soluciones y la renovación de enfoques, en el seno de cada sector y territorio.

Mikhail Nilov

La empresa es un conjunto de actores que puede y debe adaptarse a los retos que plantean los comunes27. En el caso de los grandes grupos, es a la vez macro (tope estratégico) y micro (anclada en los territorios), lo que es fuente de múltiples tensiones (relacionadas en particular con la distribución de la riqueza creada) pero también puede ser un vector de compromisos de solidaridad en los territorios. En segundo lugar, la empresa experimenta, al tiempo que fomenta la innovación. Por último, está estructurada para generar soluciones a los problemas, precediendo o siguiendo las necesidades de la sociedad. Cada vez son más los empresarios que, reconociendo las limitaciones físicas del planeta, piensan en estrategias para reorientar sus actividades. ¿Cómo podemos crear y desarrollar actividades que respeten las fronteras mundiales? Los retos son enormes, en todos los sectores de actividad, desde la movilidad hasta la agricultura, pasando por la construcción, las actividades digitales y el ocio…

La implosión del consenso de Washington (la privatización total, el mercado total y la desregulación total) y la emergencia ecológica estimula un cuestionamiento radical para tratar la raíz de los problemas sobre el lugar y el papel de la empresa, en particular de la empresa de servicios públicos en el mundo actual, específicamente en el caso de la energía.

JEAN-BERNARD LÉVY, CÉCILE RENOUARD Y CHARLES WEYMULLER

Este potencial de soluciones puede aplicarse de forma generalizada en el caso de la energía. Para que la transición energética sea socialmente aceptable, habrá que inventar nuevos modelos de vida y de uso, así como nuevos modelos económicos basados en la sobriedad y el reparto. Los ejercicios de prospectiva muestran que uno de los componentes de la estrategia debe basarse en la sobriedad, en particular la energética, que no es otra cosa que la integración en el orden de las opciones individuales y colectivas de la preocupación «común» de utilizar menos para reducir nuestro impacto en el medio ambiente. Por eso, muchas empresas energéticas, como EDF, fomentan usos más sobrios, que invitan a un cambio en el comportamiento de sus clientes. La sobriedad impulsada por un objetivo a largo plazo. Las empresas cuyo modelo de negocio se basa en la economía colaborativa, proponiendo soluciones para compartir, a menudo combinadas con soluciones tecnológicas, son ejemplos perfectos de ello, como la empresa Dreev, que apoya la aparición de flotas compartidas de vehículos eléctricos para empresas, con ciclos de carga y descarga optimizados. Esto permite tanto un uso más sobrio de estos vehículos como un uso más eficiente de la electricidad desde el punto de vista climático, ya que sus vehículos optimizan los ciclos de carga de manera que pueden tanto cargar electricidad como descargar electricidad a la red para aliviarla en los momentos más tensos (y evitar así la movilización de recursos de producción basados en el carbono para garantizar el equilibrio oferta-demanda en esos momentos). Con esta solución, el individuo participa en el equilibrio del sistema global, en el marco de un modelo económico viable. Otro ejemplo, en los países en desarrollo: una empresa como SunCulture promueve el despliegue de soluciones eléctricas autónomas y descarbonizadas para mejorar las condiciones de trabajo y de vida en zonas rurales y remotas. Estas soluciones suelen consistir en herramientas de trabajo o equipos domésticos acoplados directamente a un medio de producción de energía renovable, como bombas de riego o tomas de corriente acopladas a un panel fotovoltaico. Estos medios de emancipación y desarrollo, respetuosos de las restricciones medioambientales, son desarrollados por empresas innovadoras, que consiguen conjugarlos con los modelos de negocio. Se trata de ejemplos en los que las soluciones tecnológicas, a menudo relativamente sencillas, se han ampliado gracias a la acción de las empresas, a menudo en estrecha colaboración con los poderes públicos y las comunidades locales.

La responsabilidad adicional de las empresas de servicios públicos

La implosión del consenso de Washington (la privatización total, el mercado total y la desregulación total) y la emergencia ecológica estimula un cuestionamiento radical para tratar la raíz de los problemas sobre el lugar y el papel de la empresa, en particular de la empresa de servicios públicos en el mundo actual, específicamente en el caso de la energía.

La energía, un servicio esencial, es un servicio público: el suministro de energía cumple los principios de servicio público de continuidad, mutabilidad e igualdad (las «leyes de Rolland», llamadas así por el jurista de los años 30). La característica clave aquí es el servicio público que presta EDF, no su accionariado (que resulta ser público), ni la condición de la mayoría de sus empleados.

Para una empresa pública de energía, combinar el doble objetivo de innovar para el bien común y prestar un servicio público es una oportunidad: ambos están alineados con el interés público y refuerzan la razón de ser (por ejemplo, incluso a un nivel muy electrotécnico: la estabilidad de la red, la ausencia de fallos, la seguridad del suministro, son tanto bienes comunes como servicios públicos). Al mismo tiempo, también es un reto en sí mismo: ¿cómo podemos experimentar, cómo podemos invertir, cómo podemos arriesgarnos al servicio del bien común, cuando al mismo tiempo tenemos que prestar un servicio público a corto plazo, sin interrupciones ni fracasos? Esto implica un serio examen de conciencia colectivo -llevado a cabo por cada vez más personas y grupos, incluyendo cada vez más jóvenes profesionistas- para renunciar a las prácticas insostenibles. 

Las responsabilidades de las empresas de servicio público no son cargas o frenos que nos detengan en una carrera frenética, sino un posicionamiento especial, con derechos y deberes adicionales, para contribuir a cuidar nuestro mundo común.

JEAN-BERNARD LÉVY, CÉCILE RENOUARD Y CHARLES WEYMULLER

Se trata de una cuestión existencial para EDF, como empresa de servicio público para la transición energética, y de importancia primordial para nuestro país. La misión de EDF es: i) seguir prestando en todo momento un servicio público, es decir, suministrar electricidad asequible a cualquier ciudadano que lo solicite, y los bienes comunes asociados (descarbonización de los usos, captura de CO2 del aire y promoción de soluciones basadas en la naturaleza para secuestrar el CO2, estabilidad de la red, seguridad del suministro); ii) invertir a largo plazo (horizontes 2035 y 2050). Las inversiones son de diferentes tipos. Es necesario invertir en nuevas energías renovables y en la generación de energía nuclear. Como ya se ha dicho, en opinión de los expertos en clima, estos dos medios de producción son los más descarbonizados y los que menos capital natural del planeta ocupan, y además son complementarios: la energía nuclear aporta la estabilidad de producción a la red eléctrica que las energías renovables no pueden proporcionar. También es necesario invertir en el mantenimiento y la seguridad, ya que la tecnología nuclear, en particular, requiere un grado muy alto de seguridad, para evitar cualquier otro accidente nuclear con amplio impacto negativo en la salud y el medio ambiente. El riesgo de un accidente de este tipo existe -un riesgo no trivial del que debemos ser conscientes a la hora de tomar decisiones colectivas sobre la estrategia energética-, pero este riesgo puede minimizarse mediante una inversión continua en la seguridad de las centrales nucleares, en la formación, en las instituciones de control, para hacer frente a todas las situaciones, incluidos los conflictos armados. La tecnología nuclear conlleva, por tanto, exigencias y costos para el sistema eléctrico que combina la energía nuclear y las energías renovables, un costo ciertamente inferior al de otras combinaciones eléctricas, en particular las 100% renovables (cf. más arriba), pero uno que hay que asumir si queremos beneficiarnos de la mayor seguridad posible de la contribución de la energía nuclear, junto a las energías renovables, a la respuesta al reto más urgente, el de la descarbonización de nuestras sociedades, sin la cual nos dirigimos hacia catástrofes ecológicas y sociales de gran magnitud. Recordemos que este recurso a la energía nuclear debe entenderse en el contexto de la prioridad absoluta concedida a la sobriedad energética en nuestras sociedades. Para conseguirlo, además de la educación colectiva, los cambios de mentalidad y las limitaciones necesarias, se necesitan finalmente inversiones en innovación, tanto en tecnología (en nuevos métodos de producción de energía, en la optimización de la red eléctrica) como en usos, con el fin de ayudar a las empresas y a los hogares a hacer usos más sobrios. La magnitud de las inversiones que hay que realizar, en un marco constreñido por los límites de los recursos físicos, humanos y financieros que se pueden movilizar, pone de manifiesto la magnitud del reto que deben afrontar EDF y sus interlocutores. 

Al perseguir esta misión como empresa de servicio público, EDF también está asumiendo mayores responsabilidades. En primer lugar, la de adoptar siempre una organización eficaz, en particular para abonar la estrategia global con iniciativas locales y la ejecución concreta de proyectos. En segundo lugar, la responsabilidad de anticiparse a las transformaciones del mundo y de contribuir a que surja una visión compartida del carácter imperativo de la sobriedad, de la justicia social, de la gestión concertada de la energía y de las soluciones industriales a desarrollar. Esta visión debe ser compartida tanto a nivel local, lo más cerca posible de los territorios, como a nivel global, en estrecha relación con el diseño de las políticas públicas nacionales, europeas e internacionales. Las responsabilidades de las empresas de servicio público no son cargas o frenos que nos detengan en una carrera frenética, sino un posicionamiento especial, con derechos y deberes adicionales, para contribuir a cuidar nuestro mundo común.

Notas al pie
  1. Pierre Dardot, Christian Laval, 2014: Commun. Essai sur la révolution au XXe siècle. París, La Découverte.
  2. Benjamin Coriat (dir.), 2015: Le retour des communs, La crise de l’idéologie propriétaire. Les Liens qui Libèrent.
  3. Como dice sin concesiones Guillaume Poitrinal, exdirector general de Unibail y fundador de una empresa de construcción en madera, «los boomers se han convertido en glotones que asaltan los hipermercados, se atiborran de ropa de moda, electrodomésticos, coches y, más recientemente, pantallas digitales… En la era de la fast fashion, los franceses tiran 12 kg de ropa al año». Poitrinal, 2022, Pour en finir avec l’apocalypse: Une écologie de l’action. Stock (p.12).
  4. Bruno David, 2021: A l’aube de la sixième extinction. Comment habiter la Terre. Grasset.
  5. Rockström, Steffen et al., 2009: Planetary Boundaries: Exploring the Safe Operating Space for Humanity. Ecology and Society.
  6. Kate Raworth, 2017: Why it’s time for Doughnut Economics. IPPR Progressive Review.
  7. Lenton, Rockström, et al., 2019: Climate tipping points — too risky to bet against. Nature.
  8. Garrett Hardin, 1968: The Tragedy of Commons. Science.
  9. Martha C. Nussbaum, 1989: Tragic Dilemmas. Radcliffe Quarterly.
  10. El OIEA ha desarrollado e infundido la cultura de la seguridad, especialmente a través del comité de expertos International Nuclear Safety Group (INSAG).
  11. Para un enfoque global de la cuestión de los residuos nucleares, véase Jean-Paul Bouttes, 2022: Les déchets nucléaires, une approche globale, Fondapol. Sobre la competencia de peligros y las exigencias que implica la tecnología nuclear, véase también Villalba, en Jean-Paul Deléage y Michèle Descolonges, 2022: Penser les effondrements, critiques d’un récit dominant. Le Bord de l’Eau Eds.
  12. Rapport Futurs Energétiques, RTE (2021).
  13. Rapport Futurs Energétiques, RTE (2021).
  14. Esta reorientación colectiva es la que promueve el Campus de la Transición, a través de cursos alimentados por experiencias de estilos de vida sobrios, convivenciales y solidarios, y a través de la investigación -con profesores-investigadores y profesionales- sobre los medios de promover una transición justa a través de una transformación de las representaciones colectivas de la buena vida y una evolución de las reglas del juego económico a diferentes escalas.
  15. Según las estimaciones de Oxfam, «a lo largo de estos 25 años, el 10% más rico de la población mundial ha consumido 1/3 del presupuesto mundial de carbono aún disponible para limitar el calentamiento a 1.5°C, mientras que el 50% más pobre sólo ha consumido el 4% del presupuesto de carbono». Estas estimaciones se basan en suposiciones y sensibilizan sobre los órdenes de magnitud.
  16. La cuestión de la diferenciación de costos para las empresas plantea otras cuestiones, especialmente la equidad entre sectores y la competencia, que no tratamos aquí, pero se aplican consideraciones similares.
  17. En particular, en abril de 2013, el Consejo Constitucional censuró un proyecto de ley del diputado François Brottes por el que se introducían tarifas energéticas diferenciadas, por considerar que se vulneraba la igualdad ante el impuesto. En términos más generales, el debate parlamentario sobre el proyecto de ley puso de manifiesto la extrema complejidad de la aplicación de una medida de este tipo: hay que prever una miríada de tarifas en función del uso de la electricidad y evitar todo riesgo de manipulación (como el fraccionamiento del consumo o la reventa).
  18. Existe entonces una señal de precios «pura» desde un punto de vista pigouviano, y por tanto la internalización más eficiente posible de la externalidad como las emisiones de CO2.
  19. Por ejemplo, la «tarifa social de la energía» (Tarif de Première Nécessité, TPN, en vigor hasta 2016) parece a primera vista corresponder a la primera opción, pero en realidad era una variante bastante resumida de la segunda: la TPN consistía en una rebaja de la factura sobre el primer KWh en función de las condiciones de renta y la composición del hogar. Así, en cuanto el consumo de un hogar elegible superaba un determinado umbral, obtenía el descuento, que no se modulaba en función de su consumo real. Por tanto, la sustitución de la TPN por el bono energético (que entra claramente en la segunda opción) no ha modificado la naturaleza económica del instrumento.
  20. Algunos usos pueden simplemente prohibirse, o regularse a través de las cantidades consumidas.
  21. En efecto, es más difícil concebir, en todos los aspectos similares desde el punto de vista físico, dos precios diferentes.
  22. Elinor Ostrom y Charlotte Hess, 2007: Understanding knowledge as a commons: from theory to practice, Cambridge. MIT Press.
  23. La producción de hidrógeno por electrólisis consume entre 10 y 20 litros por kilogramo de hidrógeno, y el consumo es incluso superior a 20 litros para la producción de hidrógeno por reformación de vapor de gas natural.
  24. Cf. Cécile Renouard, Rémi Beau, Christophe Goupil y Christian Koenig (dir.) Campus de la transition, 2020: Manuel de la Grande transition, Les Liens qui Libèrent.
  25. Cécile Renouard, 2021: Fondements éthiques de la responsabilité politique de l’entreprise dans l’anthropocène : de la raison d’être à la responsabilité systémique, Entreprises et Histoire.
  26. Cécile Renouard, Ibid.
  27. Bommier S., Renouard C., 2018: L’entreprise comme commun, Au-delà de la RSE.