Escritor y rapero franco-ruandés, Gaël Faye vive entre Francia y Ruanda, entre Europa y África. Al acercarse la conmemoración del genocidio ruandés, publicamos – por primera vez en español – esta entrevista que realizamos en abril de 2019 en el marco del 25º aniversario del genocidio contra los tutsi. Antes de volar a Kigali para las conmemoraciones, Gaël Faye nos habló de la idea de Europa, de lo que representa el “suelo europeo” evocado en su novela Petit pays (Grasset, 2016), de su experiencia sobre los límites de la literatura y de las dificultades del escritor frente al genocidio.
Usted vive en parte en Ruanda. Cuando llega ese “maldito mes de abril” (Petit Pays), que abre el periodo de conmemoración del genocidio, ¿qué es lo que ocurre en la población?
Es cierto que el mes de abril cambia la atmósfera del país, como si un manto de plomo cayera sobre todos. Hay un aumento de las ausencias en el trabajo, personas con úlceras de estómago y mucha somatización. Algunos supervivientes abandonan el país en esos momentos, los que no quieren participar en las conmemoraciones y a los que, para algunos, les molesta la parte oficial, les molesta escuchar las palabras del jefe de Estado, quizás en detrimento del silencio y la escucha de los supervivientes. También está toda la población hutu para la que el problema es más difícil de plantear. Hay gente que apaga la radio en la que suenan las conmemoraciones, las canciones de recuerdo y los nombres de los desaparecidos. Algunas personas no quieren oír hablar de eso. A veces, algunas personas dicen que “tenemos que seguir adelante”, “pasar página”, incluso para las personas que están muy íntimamente afectadas por el genocidio. También hay jóvenes, nacidos después de 1994, una generación que ahora tiene veinte años, que se sienten lastrados por esta memoria repetitiva. Este periodo es largo, dura tres meses.
Toda una temporada…
También habrá personas para las que sea importante. Una de mis tías supervivientes solía decirme que cuanto más tiempo pasa, más difíciles se vuelven las conmemoraciones y, al mismo tiempo, más importantes.
¿Por qué es más difícil?
Conmemorar es difícil porque los supervivientes ya no están en la misma urgencia. Inmediatamente después del genocidio no había agua, ni electricidad, y había que cuidar a los niños y a los ancianos. Hoy, los niños han crecido, la gente se ha asentado, la vida ha retomado su curso normal. Así que es como si las barreras de seguridad que habíamos construido para reconstruirnos fueran más frágiles, como si nos afectaran más fácilmente. A mí también me sorprende mucho el argumento de que las conmemoraciones son cada vez más difíciles con el tiempo. Siempre tendemos a decir que el tiempo curará las heridas, pero no es así.
¿Cómo se construye la memoria, en comparación, por ejemplo, con la memoria de la Segunda Guerra Mundial en Europa?
No es lo mismo que en Europa. Por supuesto, Europa tuvo traumas, pero la diferencia es que la violencia no fue cometida directamente por vecinos, personas del mismo barrio, que se encontraban a diario. El genocidio ha sido realmente parte de la intimidad de todos los ruandeses. La historia de Ruanda es especial. Es un país sin salida al mar, un pequeño territorio en el que todos están condenados a convivir con los demás.
¿Entonces difícilmente se puede dar una visión global de cómo se viven las conmemoraciones?
Se trata de una diversidad de comportamientos, que dependen de cada persona, de cada historia, de si se procede de una familia de supervivientes o de una familia de verdugos, de si se es tutsi o hutu, de si se vive en la ciudad o en el campo, de si se ha nacido antes o después del genocidio.
Sin embargo, el discurso oficial debe dirigirse a toda la sociedad. ¿Cómo se forma?
El discurso oficial está en una cresta. Las autoridades, enclaustradas en una suerte de dilema, deben tener un discurso que impulse a la sociedad hacia el futuro, hacia la reconstrucción, hacia el mundo del mañana, hacia la juventud, sin olvidar de dónde viene el país, sin olvidar a los supervivientes.
Por supuesto, hay un discurso oficial, pero también está el discurso de los supervivientes. En todas partes, durante tres meses, en todas los rincones del país, hay veladas, canciones, supervivientes que hablan, funcionarios, por supuesto, pero no sólo… Todo el mundo se ocupa del tema. No hay ningún organismo para eso, gubernamental, que podría crear una nueva ideología.
¿Cuál es la relación del gobierno actual con el genocidio?
Hay que entender que el actual gobierno de Ruanda también obtiene una forma de legitimidad del genocidio, considerado como un año cero. El FPR1, el partido en el poder actualmente, y su brazo armado detuvieron el genocidio. Cuando Kagame detuvo el genocidio, solo tenía 34 años. Era más joven que yo hoy. Se trata de un grupo de hombres que tuvieron que enfrentarse a una situación absolutamente excepcional, cuando eran niños, no soldados de carrera. Tuvieron que arreglárselas con la poca experiencia que tenían en la vida ante una situación sin precedentes.
Para los supervivientes, son “los que nos han salvado”, la idea de que les deben la vida está muy presente. Algunos supervivientes dicen que fue este presidente, este ejército, el que les devolvió la dignidad y el orgullo. Por eso, cuando hablo con amigos supervivientes, algunos se toman muy mal todos los ataques que se pueden hacer contra el gobierno en el poder, especialmente los que se pueden hacer en Occidente. Es como si se los atacara a ellos. Cuando los occidentales se preguntan, de forma muy altiva, en qué punto se encuentra la sociedad ruandesa en materia de libertad de expresión, democracia y reconciliación, puede resultar muy violento para un ruandés que ha vivido esta historia ante una comunidad internacional que hizo completamente la vista gorda durante tres meses, y que luego vino a ver lo que pasó y a dar lecciones.
¿Hay entonces un fuerte apoyo al poder, que, desde una perspectiva europea, nos resulta difícil de entender ?
Estoy tratando de salir de mi manera francesa de ver las cosas. En Francia, es fácil criticar al gobierno, incluso está arraigado en la cultura. La figura del rebelde, del revolucionario, es algo que se destaca. La sociedad ruandesa funciona de manera diferente y, para intentar comprenderla y entrar en su complejidad, hay que aceptar también la existencia de este fenómeno de adhesión al poder de una gran parte de la población. Esa es una realidad del país que veo cuando estoy allí, incluso en las conversaciones íntimas que tengo con la gente.
Cuando se mira desde Europa, nos cuesta entenderlo, imaginamos que hay una anomalía, que la gente debe vivir con una pistola en la sien. Pero estas cosas son intrínsecas a la cultura ruandesa y no están vinculadas al gobierno de turno. El apoyo que existió para el genocidio puede ser cuestionado tanto como el que existe actualmente para el gobierno actual. El análisis político no puede basarse en criterios occidentales. Por eso, a menudo tengo dificultades al hablar con los periodistas o incluso con las ONGs en el terreno. Tienen otras referencias, otras normas y otra historia.
En su entrevista anterior nos explicó que Europa tenía la imagen de un lugar de paz y seguridad…
La guerra no parece pertenecer a Europa, a la idea y la fantasía que tenemos de ella. Por eso he descrito lo que sentí ante el conflicto de Yugoslavia: la guerra civil sacó a esta región de “Europa” tal y como la vemos desde fuera.
¿Sigue siendo relevante esta imagen hoy en día?
Sí, en dos años mi observación no ha cambiado. Es cierto que asistimos a un crecimiento de los extremos, pero Europa sigue siendo un territorio que es sinónimo de estabilidad.
Llegué a esta imagen porque había descrito Europa desde el punto de vista de mi situación africana. Es la imagen que tenía de Europa desde mi Burundi natal la que me permite afirmar lo que Europa significaba para mí. Si hubiera nacido aquí, no habría tenido esta sensación.
Usted describe esa imagen de Europa vista desde fuera y también es europeo. ¿De dónde viene la ausencia de un sentimiento europeo, cuando desde fuera la coherencia de la entidad “Europa” parece evidente?
Creo que es aún más difícil tener un sentimiento europeo cuando uno es francés. Hay países en Europa que están obligados a convivir con sus vecinos. Mis amigos artistas belgas nunca consideran que su espacio de expresión se limita a Bélgica. Siempre están abiertos al este y al oeste, a Francia y a los países nórdicos. Por lo tanto, consideran que viven en un lugar de cruce.
En Francia, tenemos aquella fantasía de que somos una nación que se ha construido por sí misma, que está fortificada y que existe desde hace mucho tiempo. Creo que Francia –un poco como Estados Unidos– es un país en el que muchos ciudadanos son capaces de ser autosuficientes, de limitarse a sus propias fronteras, asumiéndose herederos de una gran cultura multisecular.
También creo que para sentirse europeos, los franceses deben, en primer lugar, descentralizar su propia historia. Comprender que Francia es un lugar de cruce. Estuve en el Museo de Orsay para ver la exposición sobre el modelo negro en la pintura francesa: a través de esos cuadros del siglo XIX, ya vemos que Francia es un cruce de caminos. Hay algo en el arte que ya está ahí, algo que ni siquiera necesita ser cuestionado: puede mostrar la sociedad tal y como es. Debemos enfrentarnos a esto que no ha sido pensado y, luego, abrirnos más allá de nuestras propias fronteras. Porque Europa no es una Europa blanca con una cultura cristiana. Para mí, no es posible reducirla a eso.
Usted ha dicho: “Si me puse a escribir, creo que fue porque no entendía nada de la primera parte de mi vida”. ¿Qué fue lo que le enseñó esto, sobre usted mismo, pero también sobre la importancia de encontrar una identidad? ¿Fue concluyente?
Sí, fue concluyente. Sobre todo, me enseñó que uno no debe definirse a sí mismo en función de la mirada del otro. Todo el mundo debe tener la libertad de definirse a sí mismo. Escribir, crear, es un acto de autodefinición. Un periódico burundés me preguntó una vez qué era la independencia: creo que es llegar a ser uno mismo.
En la primera parte de nuestra vida, llegamos a un mundo que no hemos elegido, en el que se nos imponen los valores y la cultura. La creación me ha permitido cuestionar todo lo que se me había impuesto como especificidades sin que me lo cuestionara, y hacer un inventario de lo que acepto y lo que no acepto ser.
¿Puede generalizarse esta búsqueda de identidad, de especificidad, a una escala mayor, a países o grupos? Mucha gente se pregunta cuál es la identidad de Europa, o de Francia, o de Hungría…
No, porque cuando uno intenta hacer eso, solo logra esencializar. El racismo y las guerras hace que uno piense que podemos crear una entidad con un determinado número de individuos contra otros. Cuando surgió el gran debate sobre la “identidad nacional” en Francia, tuve acaloradas discusiones con amigos: para mí, definir lo que es un francés es encerrarlo.
En su texto “C’est la nuit à Kigali” (Es de noche en Kigali), evoca la cuestión del genocidio y la memoria de los desaparecidos: “¡Historia sí! Pero, ¿dónde están sus historias?”. “No esperemos a los apocalipsis de fin de siglo para revelarnos”, para “dar un rostro humano a cada desaparecido”. A diferencia de Aimé Césaire, que declaraba “Mi boca será la boca de las desgracias que no tienen boca”, usted es un escritor que llama a todos a “contar su historia”, con “sus palabras”…
Uno tiene que verbalizar, usar palabras para decir quién es. Es a través de la palabra que una sociedad puede encontrar la libertad, el equilibrio y crear vínculos. En Francia, se experimenta menos esto, porque nos enfrentamos muy pronto a libros y a bibliotecas enteras. Pero cuando eres un joven burundés o un joven ruandés, no tienes acceso a la vida de tus vecinos, a la genealogía y la historia de tus familias.
El siglo XX ha borrado gran parte de nuestra historia. En las conmemoraciones del mes de abril en Ruanda, hay un día particular en el que se conmemora a las familias que ya no existen, en las que no queda nadie. Son cosas que, cuando pienso en ellas, me dan vértigo. Nunca conoceré la vida de dos generaciones por encima de mí –mi abuelo por ejemplo–, mientras que aquí tengo amigos que pueden remontarse a veinte generaciones. Hay aquí un desequilibrio muy grande, que está ligado a la expresión e introspección.
Se trata entonces de un llamamiento a construir un patrimonio…
Para mí, es así como se construye la Historia. Se debe pasar por la acumulación de todas estas historias, de todos estos hechos aparentemente irrisorios. Lo vi cuando quise escribir mi novela sobre este periodo concreto de Burundi, de 1993 a 1995. Lo busqué y me dije que debía haber escritos, personas que simplemente contaran cómo era vivir en un pueblo en esa época. No pude encontrar nada. Por eso también esta novela tuvo tanto éxito entre los burundeses y ruandeses: algunos me dijeron que les había traído a la memoria cosas que habían olvidado.
La ausencia de escritura es algo dramático. Hoy en día, existe una literatura sobre el genocidio. Pero no debemos detenernos ahí: no debemos esperar a que se produzcan acontecimientos de esta gravedad para escribir. Escribamos todo el tiempo. Escribiendo podemos cuestionar la sociedad y crear una memoria. Lo mismo ocurre con la música: no podemos limitarnos a tener cantos conmemorativos.
Utiliza también la música con “Irruption”. Esta canción es un verdadero llamamiento, casi revolucionario: “Nos convertimos en arrogantes, queremos rimar como navajas”. Son palabras fuertes, literalmente incisivas, las que dirige a quienes le escuchan: ¿atrévete a hablar, atrévete a ser “arrogante”, con talento, para que la gente no hable más por ti?
Atreverse a escribir es atreverse a reafirmarse. Creo que las palabras son las verdaderas armas de nuestro tiempo. El discurso articulado. Todo ciudadano –como todo artista– debe atreverse a hablar. Es extraordinario que hoy haya movimientos juveniles, jóvenes que se manifiestan, por ejemplo, por el clima, pero el espíritu crítico debe seguir funcionando. Lo que decimos se ha dicho en otros momentos, de otras formas, a veces de forma más inteligente. Debemos alentar los movimientos y las protestas, pero también animarles a aprovechar lo que ya se ha hecho. Yo rapeo hoy, en la irrupción, con lo que soy. Pero yo leo, leo a mis padres. Sucede lo mismo cuando hablo de Ruanda. No se puede entender lo que se es solo en términos de genocidio y violencia. También debemos partir del pasado, de nuestra historia, de nuestras historias familiares, de nuestras historias de amor.
También ha subrayado una paradoja, a través de su poema “Un silencio de palabras”, con otra exhortación: “Que callen los poemas”, “Que callen, que callen, para que solo quede un silencio de palabras”. ¿Puede volver a este otro llamamiento?
En este poema, se trata del genocidio como tal, del “eso” que se pronuncia al decir “nunca más”. Hablo de mi incapacidad para escribir sobre el genocidio. No sé cómo hacerlo.
Se ha dicho que mi novela es una novela sobre el genocidio. No es así en absoluto. Se trata de un niño en Bujumbura, un paraíso perdido. Su madre vuelve de Ruanda, pero solo menciona el genocidio, no lo vivió como tal. Cuando se menciona el genocidio, el protagonista, Gabriel, pronuncia la siguiente frase: “Vivimos el genocidio entre cuatro paredes, detrás de un teléfono y una radio”. No estaba allí. Además, las escenas de violencia que se describen en el libro son las de la guerra en Burundi. No se mencionan las masacres de Ruanda.
Entonces, ¿el genocidio es un caso excepcional para escribir?
¿Cómo se hace literatura con eso? De ahí viene la contradicción del poema, algo que era importante para mí. Me callo, no puedo decir nada y, al mismo tiempo, escribo en este poema que si tuviera que hablar, hablaría de eso: “bebés aplastados en un mortero”, “estacas clavadas en mujeres”, “ancianos destrozados”… Eso no se puede escribir. Se dice en boca de un superviviente, pero un poeta, un escritor, que se supone que es estilista, que trabaja, ¿cómo lo hace? A veces me impactan mucho las obras de teatro a las que asisto, o los escritos, que la mayoría de las veces no están hechos por ruandeses: es como si hubiera una forma de complacencia inconsciente con contar esta historia.
¿De dónde viene esta dificultad?
Creo que ver la violencia de forma demasiado cruda es algo que aniquila el espíritu crítico. El relato de los supervivientes es importante, todos deberían poder testimoniar porque es un recuerdo que desaparecerá. Pero el relato del superviviente no permite al público en general entender lo que fue el genocidio. La primera reacción es no sentirse preocupado por esta violencia porque es muy vertiginosa. La labor del poeta, del escritor, de la literatura, es conseguir introducir al lector en este mundo, sin imponerle una distancia con él.
¿Espera encontrar algún día la forma de escribir esta violencia?
Uno tiene que trabajar en una forma, un ángulo. Ese es mi trabajo. No puedo hablar directamente del genocidio y, por mi parte, nunca es frontal. Tengo un proyecto a largo plazo y no sé si lo conseguiré: me gustaría escribir una novela sobre el genocidio, pero aún no he encontrado el ángulo que me permita abordarlo.