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En uno de sus textos, «Existe una cultura europea«, Julia Kristeva, al preguntarse sobre la identidad europea, hace una propuesta de largo alcance: «A la pregunta ‘¿Quién soy yo?’, la mejor respuesta europea no es evidentemente la certeza, sino el amor a los signos de interrogación».

En estas palabras percibo la conciencia de las fisuras que atraviesan el continente desde hace décadas, desde los conflictos aún no resueltos entre múltiples formas de identidad, geográficas, sociales y lingüísticas, hasta las muy recientes tensiones entre generaciones, estudios de género, alfabetización digital y sensibilidad medioambiental. Y, sin embargo, también veo la urgencia de una respuesta, la búsqueda de una clave para abordar la crisis –las muchas crisis– que Europa ha experimentado en los últimos años.

Tal vez sólo dentro de un amplio perímetro de límites aún inciertos podamos redescubrir el sentido del camino que condujo a la construcción del edificio europeo, en sus complejas formas e instituciones, ciertamente no exentas de críticas y aporías. La Unión Europea ha sido el resultado de un proceso de aproximación continua, caracterizado por aceleraciones proféticas y largas fases de inmovilismo, en una tensión permanente entre perspectivas visionarias y la laboriosa gestión de la rutina.

El contexto histórico en el que evolucionamos nos desafía: hemos vivido dos grandes crisis financieras, la de 2008-2009 y la de 2011-2012; hemos afrontado y superado el reto histórico de la pandemia; nos encontramos en medio de un conflicto armado que tiene lugar en el corazón del continente y asistimos a la trágica apertura de un nuevo frente bélico en Medio Oriente, de resultados imprevisibles y consecuencias devastadoras.

La Unión Europea ha sido el resultado de un proceso de aproximación continua, caracterizado por aceleraciones proféticas y largas fases de inmovilismo.

GIUSEPPE CONTE

Frente a todo ello, somos llamados a realizar un esfuerzo conjunto, alimentado por un gran sentido de la responsabilidad: tenemos la tarea de relanzar el proyecto europeo, restaurar su credibilidad y cohesión, aumentar su sostenibilidad, eficacia y plausibilidad. Debemos redescubrir –retomando la sugerencia de Kristeva– la identidad europea más profunda. 

Esto es aún más cierto hoy, en el umbral de un acontecimiento electoral –la renovación del Parlamento Europeo– de extrema importancia para la recomposición de los equilibrios políticos, para la consiguiente redefinición de las prioridades entre las políticas que deberá seguir la Unión y, en general, para el futuro de Europa.

El reto más grave y global al que se ha enfrentado Europa en los últimos años ha sido, objetivamente, la emergencia pandémica. En esa ocasión, Europa respondió a dicho suceso imprevisto de forma eficaz e innovadora en más de un sentido.

Su innovación más importante ha sido la creación de una estructura, «Next Generation EU«, que prevé un plan de financiación masiva, no sólo para reparar los daños económicos y sociales causados por la pandemia, sino también para estimular la recuperación y la resiliencia de los Estados miembros.

> El reto más grave y global que Europa ha tenido que afrontar en los últimos años ha sido, objetivamente, la emergencia pandémica.

Creo que esta iniciativa marcó un importante punto de inflexión en la historia de la Unión Europea, así como un salto cualitativo en el proceso de integración: la Unión de nueva generación –con el mecanismo de recuperación y resistencia– puede, de hecho, allanar el camino para encontrar un mecanismo de inversión permanente, basado en la emisión de una deuda común. En la actualidad, este programa está sufriendo las dificultades previstas en la fase de aplicación y despliegue, que –como sabemos– se deja en manos de los planes nacionales de recuperación y resiliencia y, en consecuencia, de la capacidad de aplicación de cada Estado miembro.

Italia, que presentó su plan a la Comisión Europea el 30 de abril de 2021, ha atravesado una fase crítica que aún no parece haberse resuelto. El pago de la tercera etapa, vinculado a la realización de los objetivos para el segundo semestre de 2022, ha provocado un retraso global que, en cualquier caso, corre el riesgo de comprometer la plena aplicación del plan en el plazo previsto. De hecho, aún no se han alcanzado los 27 objetivos previstos inicialmente para el 30 de junio de este año. A estos objetivos, a los que se ha añadido otro inicialmente vinculado a la 3ra etapa pero que no se alcanzó a tiempo, se vincula de hecho el desembolso de la 4ta etapa, que asciende a 16 500 millones de euros. 

Además, el gobierno italiano ha presentado una nueva calendarización para el plan, que aún no ha sido aprobada por las instituciones europeas correspondientes. No cabe duda de que esta incertidumbre y este acercamiento son fuente de preocupación, porque Italia ha confiado sus mayores perspectivas de desarrollo y modernización a las inversiones del Plan Nacional de Recuperación y Resiliencia (PNRR), como señalaba acertadamente un editorial del Financial Times del 5 de septiembre.

Debemos actuar con la máxima seriedad porque están en juego la credibilidad del país y el futuro de las generaciones jóvenes. Nadie es más consciente de ello que yo, que he impulsado el lanzamiento de esta iniciativa, que tiene el potencial de cambiar por completo las políticas europeas, invirtiendo radicalmente las tendencias del pasado.

Para evitar ese riesgo y garantizar que la iniciativa, aunque nacida en el contexto de una crisis económica y social específica y grave, se mantenga firmemente dentro del marco de las políticas europeas, no debemos abandonar ninguno de nuestros objetivos y respetar el calendario. La movilización de tal cantidad de recursos, destinados a objetivos de inversión siguiendo las prioridades europeas y financiados por la deuda común, ha sido un éxito para Italia y un paso decisivo para invertir el paradigma de austeridad en el que se basó la respuesta de las instituciones europeas a crisis pasadas. Sería un error histórico no poder utilizar hoy esos recursos.

En este momento histórico, Europa también debe centrar su atención en otros objetivos igualmente prioritarios, a los que debemos contribuir de forma original y consciente.

Sería un error histórico no poder utilizar hoy los recursos de la Next Generation EU.

GIUSEPPE CONTE

En primer lugar, hace falta más valor y arrojo en el gran juego de la reforma de la gobernanza económica de la Unión Europea, promoviendo un verdadero equilibrio entre compartir y reducir los riesgos. Las soluciones propuestas son desconcertantes.

La propuesta de la Comisión pretende reintroducir los parámetros habituales de las finanzas públicas, cuya insuficiencia ha quedado demostrada por las crisis de los últimos 15 años. Lo que se necesita es un enfoque más orientado a construir un sistema que –al demostrar la estabilidad del país– tenga en cuenta la inversión pública, especialmente en el ámbito de la transición ecológica y digital, desvinculándola de la medición del déficit. Esto se debe a que los gastos en inversión, sobre todo en sectores estratégicos para el futuro de la Unión, no son simplemente un costo más, sino una condición para el crecimiento futuro.

Teniendo esto en cuenta, creo que la política de subvenciones públicas también debe evolucionar.

La trágica experiencia de la pandemia y de la guerra de Ucrania nos han enseñado mucho a este respecto, dado que Europa ha tenido que enfrentarse a las decisiones tomadas por otras potencias mundiales que, para apoyar a sus propias industrias nacionales, han aprobado el pago de importantes subvenciones públicas, susceptibles a distorsionar la competencia en los mercados mundiales. Pienso, en particular, en la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, que prevé importantes inversiones destinadas, entre otras cosas, a apoyar la competitividad y la ecocompatibilidad de la producción estadounidense.

¿Cómo podría la Unión no reaccionar, unida y decidida?

Por eso creo que, paralelamente a la reforma de la gobernanza económica, es necesario proceder con la misma determinación a la revisión de la disciplina en materia de ayudas estatales no urgentes, válida para el nuevo período de programación 2021-2027.

Los gastos en inversión, sobre todo en sectores estratégicos para el futuro de la Unión, no son simplemente un costo más, sino una condición para el crecimiento futuro.

GIUSEPPE CONTE

Sin embargo, ninguna reforma a las políticas fiscales será eficaz si no va acompañada de políticas laborales valientes y realmente capaces de devolver la «dignidad social» a los ciudadanos europeos.

El reto de una Europa social sólo se superará si nos comprometemos, con la máxima determinación, a crear instrumentos eficaces para combatir el desempleo y proteger los salarios. Esos objetivos no son un factor de déficit e inestabilidad, sino un motor para el futuro de nuestro continente y el mejor antídoto contra las derivas nacionalistas. En este punto, todas las fuerzas progresistas de Europa, en vísperas de las próximas elecciones para la renovación del Parlamento Europeo, no deben dividirse, bajo pena de perder su vocación común de progreso y de mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos europeos, especialmente de los que sufren carencias materiales, precariedad social e inseguridad laboral. Debemos seguir unidos y compartiendo batallas comunes, apoyando medidas valientes encaminadas a la protección y el crecimiento. Entre estas medidas, siempre he considerado prioritaria la creación de un régimen europeo de seguro de desempleo que ayude a las personas a estar lo más calificadas posibles. En este sentido, el instrumento de apoyo temporal para mitigar el riesgo de desempleo en situaciones de emergencia (SURE) es un paso en la dirección correcta, pero debemos seguir aplicándolo, haciéndolo estructural y poniéndolo a disposición de los Estados miembros, precisamente en los periodos en que el ciclo económico sea desfavorable, y cuando los recursos nacionales no basten por sí solos para soportar las crisis de empleo.

Además, Europa no puede estar desprevenida ante la nueva revolución desencadenada por la inteligencia artificial, que, si bien parece que apoyará –gracias a sus numerosas aplicaciones industriales y tecnológicas– un fuerte aumento del crecimiento económico, no está exenta de peligros debido a su impacto negativo en el empleo, en particular en sectores como el derecho, la medicina, las finanzas, la información y el ocio.

Numerosos estudios internacionales atestiguan que el impacto negativo en términos de empleo se verá compensado por la creación de nuevas profesiones, pero es evidente que durante el periodo de transición estaremos expuestos a importantes perturbaciones, que habrá que remediar con políticas adecuadas de apoyo a la renta.

Todas estas cuestiones estarán en el centro de la próxima campaña electoral europea, que –repito– será una prueba de la capacidad de las fuerzas progresistas para ofrecer a los ciudadanos europeos un proyecto alternativo al de la derecha.

Debemos ser capaces de retener al electorado y atraer a los ciudadanos europeos, en particular a los jóvenes, que se sienten desanimados y desilusionados. Mucho dependerá de la capacidad de los partidos progresistas para presentar juntos propuestas creíbles y valientes, dar un vuelco radical al paradigma sobre el que se ha estructurado el mercado único y abrazar una visión más avanzada, más firmemente arraigada en el valor de la persona humana captada en la materialidad de su existencia.

En el centro de la agenda europea está también, sin duda, el gran reto de la transición ecológica. Acelerar todos los objetivos de descarbonización debe ser una prioridad absoluta, en línea con la propuesta de reglamento de la Comisión, la «Net-Zero Industry Act», sobre el establecimiento de un marco de medidas para reforzar el ecosistema europeo de productos tecnológicos con cero emisiones.

En el contexto de la transición energética, un aspecto particular, por los efectos que podría tener en el tejido productivo y en términos de empleo, es el paso definitivo, en 2035, a los vehículos eléctricos.

Italia, aunque asegura estar plenamente comprometida con el objetivo de descarbonizar el sector del transporte por carretera, se ha mostrado excesivamente “precavido” bajo el gobierno de Meloni. Esta persistente pusilanimidad nos está alejando aún más del eje principal hacia el que avanzan no sólo Europa, sino todas las grandes economías avanzadas. Pero eso no es todo. Mostrando demasiada incertidumbre, corremos el riesgo de perder citas decisivas que, por un lado, nos permitan acompañar la transición a la energía eléctrica con medidas de apoyo a los sectores más afectados y, por otro, nos permitan reducir los costos de la transición al nuevo modelo.

Lejos de mostrarse insegura, Italia debería emprender el camino hacia la electrificación total en toda su amplitud y radicalidad. El mundo que nos rodea –desde la industria manufacturera hasta la investigación de vanguardia, pasando por los sectores industriales avanzados más abiertos a la innovación– ya está bien posicionado bajo estos horizontes. 

Italia, aunque asegura estar plenamente comprometida con el objetivo de descarbonizar el sector del transporte por carretera, se ha mostrado excesivamente cauta bajo el gobierno de Meloni. 

GIUSEPPE CONTE

Además, los objetivos de emisiones netas cero para 2050 están estrechamente ligados a las perspectivas de autonomía estratégica de Europa, que se ha convertido en una cuestión central y urgente a raíz del conflicto en Ucrania, que está sufriendo un cambio muy engañoso, lo que exige análisis valientes y libres de cualquier condicionamiento ideológico.

Europa se juega mucho.

Como sabemos, la Unión Europea ha centrado su estrategia exclusivamente en dos ámbitos de intervención: por un lado, las medidas restrictivas contra Rusia; por otro, el suministro directo de armas a Ucrania o la financiación de la adquisición de equipos y municiones. Ni nuestra posición atlántica –y, por tanto, el hecho de compartir las opciones de política militar con nuestros socios históricos y naturales, empezando por Estados Unidos– ni nuestro apoyo al país agredido están en entredicho. Sin embargo, siempre he dudado de que una estrategia basada exclusivamente en la ayuda militar, que excluye toda estrategia de negociación paralela, pueda conducir de forma realista a la paz.

El riesgo real –que vengo denunciando desde el principio– es que los enormes costos generados por el seguimiento de la lógica de la escalada militar y el hartazgo de las opiniones públicas nacionales lleven a los gobiernos que se acercan poco a poco a los plazos electorales a señalar una retirada en términos de ayuda militar, con el resultado de que Ucrania se encuentre, como ya ocurrió en Afganistán en agosto de 2021, abandonada de repente a su suerte, sobrepasada por una nueva ofensiva rusa.

Una mayor autonomía de Europa en la gestión de la crisis ucraniana también habría reforzado su autonomía estratégica, tanto en el ámbito de la energía como en el de la defensa. Sobre este punto, los dirigentes europeos han mostrado una preocupante afasia, fuera de ciertas posiciones adoptadas por el presidente Macron y resumidas en una entrevista concedida al periódico Les Echos el 11 de abril.

Sigo convencido de que el camino que Europa debe seguir recorriendo, de acuerdo con su más noble tradición de política exterior, es el multilateralismo, un modelo basado en la lógica de la «responsabilidad compartida», el diálogo y la inclusión.

Además, al abandonar toda posible vía de negociación ante una crisis geopolítica que se desarrolla en su territorio, Europa ha debilitado su posición en la escena mundial, acentuando una imagen de insignificancia sustancial.

La debilidad de Europa corre el riesgo de reaparecer trágicamente ante la crisis israelo-palestina. Nos horrorizó el ataque perpetrado por Hamás contra civiles israelíes el 7 de octubre. Fue un acto de terrorismo brutal e indiscriminado que desencadenó la legítima exigencia de Israel de tomar represalias para defender a su pueblo.

Europa reconoció inmediatamente el derecho de Israel a la defensa, afirmando al mismo tiempo que este derecho debe ejercerse respetando el derecho internacional y el derecho internacional humanitario, tal como declaró el Consejo Europeo en las conclusiones a la cumbre de los días 26 y 27 de octubre.

En mi opinión, la Unión Europea no debería tener miedo de afirmar, incluso en esta trágica posibilidad de guerra, que junto al reconocimiento del derecho del pueblo judío a la seguridad, permanece intacto el derecho del Estado palestino a existir con total independencia y soberanía, como reafirman las numerosas resoluciones de las organizaciones internacionales que trabajan por la paz y la seguridad en esa convulsa región del mundo.

La debilidad de Europa corre el riesgo de reaparecer trágicamente ante la crisis israelo-palestina.

GIUSEPPE CONTE

Una vez más, ante el inexorable deslizamiento hacia una guerra de desenlace imprevisible y consecuencias devastadoras para el equilibrio mundial, Europa ha dado muestras de una preocupante impotencia. En este sentido, la votación del 27 de octubre sobre la resolución de la Asamblea de las Naciones Unidas que pedía un alto al fuego humanitario en la Franja de Gaza es emblemática, pues marca un desacuerdo clamoroso entre los Estados miembros de la Unión Europea. Esta división confirma desgraciadamente la debilidad de Europa, incapaz de afirmarse como interlocutor creíble y autorizado ante los demás actores internacionales, más aún ante las crisis que no afectan a zonas circunscritas y distantes, sino que ponen directamente en peligro la seguridad de todo el continente europeo.

Italia se abstuvo en la votación, junto con –entre otros– Alemania, mientras que otros países europeos, como Francia y España, se pronunciaron claramente a favor de una tregua que podría ser el preludio de una vía diplomática hacia la estabilización de Medio Oriente. En mi opinión, el gobierno italiano ha fracasado por tanto en su compromiso, repetidamente declarado por la primera ministra, a favor de soluciones constructivas que puedan detener la espiral de violencia y muerte a costa de los civiles, tanto israelíes como palestinos.

La Unión Europea debe insistir, con una voz fuerte y unida, en que Israel defienda a su pueblo sin pisotear el derecho internacional humanitario, y en que se faciliten corredores y ayuda para evitar que el desastre humanitario se extienda en detrimento de la población civil palestina.

También debe retomar sus esfuerzos en favor de negociaciones de paz que eviten que todo Medio Oriente arda en llamas, y convencer a Israel de que abandone la política de ocupación que llevan a cabo los colonos supremacistas judíos en Cisjordania y de que trabaje en favor de una Autoridad Nacional Palestina más legítima y eficaz.

Otra cuestión clave para el futuro de la Unión Europea son las perspectivas de ampliación. A este respecto, la guerra de Ucrania ha redefinido las prioridades y el calendario de un proceso que, sobre todo en lo que respecta a los Balcanes Occidentales, requiere una combinación de visión estratégica, valentía y pragmatismo.

La Unión debe convencer a Israel de que abandone la política de ocupación llevada a cabo por los colonos supremacistas judíos en Cisjordania y de que trabaje en favor de una Autoridad Nacional Palestina más legítima y eficaz.

GIUSEPPE CONTE

Como primer ministro, apoyé firmemente los esfuerzos de Albania, Macedonia del Norte, Montenegro y Serbia para iniciar las negociaciones de adhesión, así como los de Bosnia y Herzegovina para obtener el estatuto de país candidato.

En 2022, el proceso de adhesión de estos Estados se aceleró, y la guerra de Ucrania le dio un fuerte impulso. Sin embargo, cuando en el Consejo Europeo de 23 y 24 de junio de 2022 se aceptó la perspectiva europea de Ucrania, Moldavia y Georgia y se decidió conceder inmediatamente el estatuto de candidato a Ucrania y Moldavia, la situación cambió.

El proceso de adhesión de la región balcánica forma parte, en este momento, de la estrategia más general de contención hacia Rusia. 

No cabe duda de que la entrada de los países balcánicos en la Unión Europea puede representar un paso fundamental hacia una mayor autonomía estratégica de Europa, sobre todo en el sector de la defensa.

Sin embargo, una cosa es la lógica y las estrategias vinculadas a la seguridad del continente y otra el camino de integración -política, jurídica, económica- de los nuevos Estados en el orden de la Unión Europea. Una aceleración imprudente, sin una verificación minuciosa del cumplimiento de ciertas condiciones decisivas (Estado de derecho, fortalecimiento de las instituciones democráticas, derechos fundamentales, reforma de la administración pública, desarrollo económico y competitividad) puede causar daños importantes al funcionamiento de las instituciones. Además, el peligro más inminente es el de una desaceleración patológica del proceso de toma de decisiones, que culmine en un riesgo concreto de parálisis, a menudo provocado por el uso del derecho de veto precisamente por parte de los países de más reciente adhesión y menos integrados en el acervo eurounitario.

Hay que tener cuidado de no favorecer a quienes, precisamente fomentando una ampliación gradual y rápida, tienen interés en debilitar a la Unión Europea y comprometer su capacidad de actuar –de forma autónoma y con liderazgo– en el contexto geopolítico mundial.

En este sentido, podría relanzarse la idea de una Europa de dos velocidades, de la que ya tenemos experiencia, desde la zona euro hasta el espacio Schengen.

La geografía y la arquitectura del continente podrían replantearse, sin debilitar la Unión. El propio Emmanuel Macron, retomando una propuesta formulada en 1989 por François Mitterrand, ha abogado en repetidas ocasiones por la creación de una comunidad política europea más amplia, que permita encontrar nuevos ámbitos de cooperación fuera de la Unión Europea. 

La gestión europea de la dimensión interna de la migración no es menos compleja.

Con miras a una reforma integral de las políticas migratorias de la Unión, la Comisión Europea presentó en septiembre de 2020 un «nuevo pacto sobre migración y asilo», al que personalmente dediqué un gran esfuerzo, consciente de su centralidad estratégica para un país como Italia, muy expuesto a la presión migratoria a lo largo de las rutas mediterráneas que, lejos de disminuir, se está intensificando notablemente hasta el punto de causar preocupación entre las comunidades locales más expuestas al fenómeno. 

Por desgracia, hasta la fecha no se ha avanzado lo suficiente. Italia no ha sido capaz de provocar un cambio decisivo en la política migratoria europea, ni de vencer la resistencia a cualquier forma de solidaridad concreta en el mecanismo europeo de acogida y concesión de asilo a los migrantes, manifestada precisamente por aquellos Estados gobernados por fuerzas políticas próximas a los partidos que apoyan al gobierno Meloni, que de hecho vetaron el Consejo Europeo de los días 29 y 30 de junio, contribuyendo así a frenar cualquier atisbo de reforma. El Consejo Europeo de los días 26 y 27 de octubre tampoco logró avances significativos en la cuestión migratoria.

El más grande objetivo sobre el que se decidirá el futuro del continente, aquel en el que debemos centrar toda nuestra atención y el máximo compromiso de cara a las elecciones al Parlamento Europeo, es la recuperación de la dimensión plenamente política de la Unión, que se traduce en la creación plena y definitiva de un pueblo europeo.

Como resultado de décadas de integración europea, los ciudadanos europeos, especialmente los más jóvenes, entienden Europa como un espacio físico y jurídico unitario que les permite compartir cotidianamente su propio patrimonio de experiencias humanas, culturales y profesionales, aceptando cada vez más las especificidades nacionales como variaciones de una misma sensibilidad, como formas diferentes de participar en un «sentimiento común».

El proceso de creación de un pueblo europeo se ha visto fuertemente influido por la dimensión jurídica. En este sentido, ha sido fundamental la actuación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal de Justicia, cada uno dentro de su ámbito de competencia, en estrecha relación con los tribunales constitucionales nacionales. Este avanzado y articulado sistema de tutela judicial, hoy parte indeleble del patrimonio jurídico de la Unión, representa un logro de la civilización que debe ser defendido y preservado, precisamente por los efectos virtuosos que es capaz de producir en el imaginario colectivo de los ciudadanos europeos, al fomentar la conciencia de formar parte de un destino común, de ser un pueblo en el sentido de una comunidad que participa en un sistema uniforme de derechos y en un fecundo proceso de civilización.

Más aún, hoy debemos defender este modelo, desgraciadamente amenazado internamente por las decisiones de algunos Estados miembros –los casos de Polonia y Hungría son emblemáticos– que atentan contra los derechos y libertades constitucionales.

El proceso de creación de un pueblo europeo se ha visto fuertemente influido por la dimensión jurídica.

GIUSEPPE CONTE

No se puede tolerar ninguna concesión en lo que se refiere al respeto del Estado de derecho: la protección de las minorías, la independencia del poder judicial, la equidad de los procedimientos electorales, la lucha contra la corrupción y la libertad de prensa son valores inscritos en nuestro código genético. Ningún Estado, miembro de la Unión o que desee serlo, puede legítimamente retroceder en este ámbito sin consecuencias.

En este sentido, recibo con satisfacción la sentencia del 5 de junio pasado, en la que el Tribunal de Justicia estimó el recurso por incumplimiento interpuesto por la Comisión Europea contra Polonia, a raíz de la aprobación de una ley nacional sobre la organización de la judicatura ordinaria, la judicatura administrativa y el propio Tribunal Supremo, con el objetivo de reducir significativamente su independencia. Se trata de una decisión muy importante, no sólo por su contenido, sino también porque afirma, al más alto nivel y sin ambigüedades, la centralidad del Estado de derecho, que forma parte de la identidad misma de la Unión y se plasma en principios que conllevan obligaciones jurídicamente vinculantes para los Estados miembros. 

A pesar de todo ello, aún no hemos logrado convertirnos verdadera y plenamente en un «pueblo», no hemos tenido el valor de construir un modelo inclusivo que, de forma realista, más allá de toda retórica, fomente la creación de un demos europeo. No hemos tenido el empuje «profético» de los grandes estadistas de posguerra. Antes de la pandemia, la Unión Europea se había anclado firmemente en la dimensión puramente económica, en una perspectiva orientada unívocamente hacia la aplicación de directrices liberalistas, dirigidas a favorecer la privatización de servicios y bienes esenciales, la reducción de la regulación en sectores económicos vitales y la contracción de las políticas de apoyo social y bienestar, que aumentaron las desigualdades de riqueza y oportunidades. La política europea se ha replegado temerosamente hacia el lado de la fría gramática procedimental, perdiendo poco a poco el contacto con sus pueblos y haciendo cada vez más insalvable la distancia, que no es sólo geográfica, entre Bruselas y las numerosas periferias del continente.

No se puede tolerar ninguna concesión en lo que se refiere al respeto del Estado de derecho. 

GIUSEPPE CONTE

Progresiva e inexorablemente, la política ha abandonado su función de legitimación y representación, apareciendo –a los ojos de los ciudadanos– a la vez distante y «oligárquica», incapaz de comprender las necesidades reales de la colectividad. Se ha convertido, como ha señalado el politólogo Jan Zielonka, en «un parámetro ceremonial que cubre operaciones globales muy complejas, en gran medida incomprensibles e incluso secretas».

La pandemia y la guerra en Ucrania han cambiado ciertamente la situación, pero debemos estar alerta, porque la nueva perspectiva no está firmemente arraigada en el patrimonio europeo. Vemos signos preocupantes, sobre todo por parte de las fuerzas conservadoras y nacionalistas, de un peligroso regreso al pasado, a modelos de gobernanza poco adecuados a los retos que tenemos por delante.

Nos encontramos en un punto de inflexión decisivo en la historia de una Europa unida; nos aguardan opciones fundamentales para nuestro futuro. 

La convicción europea del siglo XXI, en mi opinión, presupone inevitablemente un cambio en las formas y las instituciones que han caracterizado la historia de la integración en los últimos 30 años; requiere urgentemente una auténtica «conversión», que es también –en algunos aspectos– una vuelta a los orígenes, a las razones fundacionales del sueño europeo.

¿Será capaz la Europa que imaginamos de expresar una fuerza motriz, y no sólo estabilizadora, a favor de sus ciudadanos, de sus Estados miembros y de los intereses comunes? La cuestión del sentido, planteada por Julia Kristeva, y con la que comencé mi intervención, vuelve a estar en el centro del escenario: ¿qué tipo de Europa queremos?, ¿qué tipo de Europa necesitamos si queremos garantizar a los ciudadanos europeos un futuro digno en las décadas de paz y prosperidad que la Unión ha asegurado?

La convicción europea del siglo XXI requiere urgentemente una auténtica «conversión», que es también –en algunos aspectos– una vuelta a los orígenes, a las razones fundacionales del sueño europeo.

GIUSEPPE CONTE

Mi respuesta es siempre la misma: Europa debe estar cerca de sus pueblos. En el siglo XXI, la Unión Europea debe proseguir su proyecto «por el pueblo» y «para el pueblo». La política no es una dimensión neutra de la vida, no es una variable independiente sin consecuencias para nuestra existencia. Ya Isócrates escribió en La areopagítica: «El gobierno es el alma de la ciudad, y tiene tanto poder como la mente en el cuerpo. Es precisamente el gobierno el que delibera sobre cada asunto y se convierte en el guardián del bien. Es inevitable […] que cada uno viva bien o mal según el tipo de gobierno que tenga». En La política, Aristóteles define la comunidad ideal como aquella «que nace con miras a vivir, pero que existe esencialmente con miras a vivir bien».

No queremos (sobre)vivir, ni contentarnos con arrebatarnos sufridos espacios de libertad, ni flotar en un presente confuso a la espera de un futuro incierto. 

Queremos «vivir bien» en Europa, por citar a Aristóteles: un objetivo que sólo es posible si la persona humana, con su valor irreductible y sus derechos inalienables, es la finalidad y el criterio de toda acción política. Y si el Estado-nación es el lugar irrenunciable para la (re)solución de los conflictos, tenemos que regresarle a Europa el sentido de una comunidad cooperativa y vigilante, unida por un destino común. Esta es la casa en la que queremos vivir. Esta es nuestra idea de Europa.

La política no es una dimensión neutra de la vida; no es una variable independiente sin consecuencias para nuestra existencia.

GIUSEPPE CONTE

Teniendo esto en cuenta, es muy deseable que, en los distintos foros de cooperación interparlamentaria, se inicie un debate sobre las formas de reforzar y promover los principios democráticos y los sistemas parlamentarios en la Unión Europea, teniendo también en cuenta las amenazas procedentes de terceros países que pueden interferir en los procesos democráticos de la Unión Europea, incluidos los riesgos de la desinformación.

La iniciativa promovida por el vicepresidente del Parlamento Europeo, Othmar Karas, en una reunión con representantes de los parlamentos nacionales en Bruselas en febrero de 2022, con el objetivo de elaborar una carta para el parlamentarismo en Europa, es extremadamente positiva.

En lo que se refiere, en particular, a las «amenazas híbridas» que exacerban nuestra democracia, la inminencia de las elecciones de 2024 exige la máxima atención, sobre todo por la importancia de las elecciones al Parlamento Europeo para definir el nuevo equilibrio político en el seno de la Unión, en particular con miras a la formación de la nueva Comisión. Por otra parte, los peligros asociados a la manipulación de la información, tanto más cuando se lleva a cabo utilizando herramientas de inteligencia artificial, son muy elevados.

En este contexto, será interesante conocer cuanto antes el paquete legislativo anunciado para la defensa de la democracia, que debería contener un articulado abanico de medidas para contrarrestar la desinformación y los ciberataques destinados a manipular los procesos democráticos, especialmente en la fase más sensible, la electoral.

Pero eso no es todo. Se han anunciado medidas para garantizar una mayor transparencia en la representación de intereses, sobre todo en lo que respecta a los contactos entre grupos de presión y eurodiputados, y para controlar cualquier financiación procedente de terceros países, con el fin de interceptar eficazmente los comportamientos ilegales y la corrupción. Más allá del resultado de los procesos judiciales individuales, los acontecimientos que han implicado a ciertos diputados europeos nos dan una imagen opaca y ambigua que alimenta la desconfianza y el desapego de la opinión pública. Se requiere la máxima severidad para castigar con dureza estos episodios y evitar en el futuro comportamientos tan reprobables.

Bajo la perspectiva más general de una renovación valiente de la arquitectura institucional de la Unión Europea, es preciso proseguir los trabajos de la Conferencia sobre el futuro de Europa. Desgraciadamente, las conclusiones de la Conferencia, por las que tanto trabajé en el Consejo Europeo, no fueron muy valientes. El conflicto en Ucrania y la crisis energética nos han obligado a reconsiderar nuestras prioridades y, en consecuencia, han restado espacio y centralidad a una iniciativa que nació con ambiciones muy distintas.

Sin embargo, el trabajo realizado ha sido de una importancia absoluta, y las numerosas propuestas contenidas en el informe final recogen claramente las trayectorias hacia las que deberán encaminarse las políticas europeas en los próximos años: cambio climático y medio ambiente, salud, justicia social y empleo, papel de la Unión Europea en el mundo, Estado de derecho, seguridad, transformación digital, refuerzo de la democracia, migraciones, cultura y juventud.

Desgraciadamente, las conclusiones de la Conferencia no fueron muy valientes.

GIUSEPPE CONTE

Todo esto tendrá que traducirse inevitablemente en proyectos concretos, una vez que hayamos identificado las prioridades en las que hay que centrar nuestro trabajo. En este sentido, estoy de acuerdo con la propuesta formulada por Emmanuel Macron en el acto de clausura de la Conferencia de convocar una Convención para revisar los Tratados. Ante los nuevos retos a los que se enfrenta Europa, ha llegado el momento de emprender un proceso de reforma amplio y ambicioso, capaz también de proyectar a Europa en la escena internacional como un interlocutor autorizado y creíble, capaz de influir en los equilibrios geopolíticos mundiales, más aún en una coyuntura histórica marcada por la inseguridad y la emergencia omnipresente de viejos y nuevos conflictos.

Ante todo, hay que simplificar el proceso de toma de decisiones, recurriendo más a la mayoría calificada y ampliando el abanico de cuestiones en las que es posible superar la restricción de la unanimidad, sobre todo con miras a nuevas ampliaciones.

Es cierto que este objetivo, gracias al instrumento de la llamada cláusula «pasarela», puede alcanzarse incluso sin modificar los Tratados. Sin embargo, una intervención a nivel «constitucional» (si se nos permite utilizar la expresión en este contexto) tendría el mérito de ordenar clara y sistemáticamente todo el marco de competencias y procedimientos.

También es deseable actuar con arrojo para reforzar adecuadamente el papel y los poderes del Parlamento Europeo, única institución que goza de legitimidad democrática directa, en particular en lo que se refiere al poder de iniciativa legislativa y de investigación, pero también en lo que se refiere al poder general de rendición de cuentas frente a las demás instituciones europeas.

Al mismo tiempo, un fortalecimiento adecuado de las instituciones de democracia directa representa, también desde el punto de vista europeo, un avance esencial para la recuperación de la credibilidad ante los ciudadanos.

También es deseable actuar con arrojo para reforzar adecuadamente el papel y los poderes del Parlamento Europeo, la única institución que goza de legitimidad democrática directa. 

GIUSEPPE CONTE

Pero sobre todo para contrarrestar las tendencias centrífugas y la desintegración europea, que a veces son hijas de la desilusión europea, necesitamos una definición más clara y renovada de los objetivos (neutralidad climática, crecimiento, empleo, justicia social, lucha contra las desigualdades, protección de los derechos), que pueda renovar el pacto de confianza entre los ciudadanos y devolver el entusiasmo por el proyecto europeo, especialmente entre las generaciones más jóvenes. 

Las fuerzas progresistas están llamadas a asumir un reto decisivo: contrarrestar el repliegue identitario y la asfixia dentro del perímetro del «interés nacional», y repeler el viento nacionalista que sopla en todo el continente. La mejor manera de ganar este desafío es trabajar, con una visión concreta, para reforzar la credibilidad y la fiabilidad de la casa común europea, abrazando, con valentía y confianza, la perspectiva de un renacimiento, de una conversión hacia un modelo de desarrollo más justo, más solidario, más ecológico, orientado hacia el desarrollo pleno e integral del individuo y fundado en nuevas relaciones entre el hombre y el mundo, entre la ética y la técnica, entre el medio ambiente y el desarrollo.

Un reto que hay que asumir con entusiasmo y generosidad, un gran desafío para la nueva Europa.