Un espectro acecha al mundo: el espectro del nacionalismo. Del Brexit a «America First«, de Narendra Modi a Xi Jinping, de la «Fortaleza Rusia» a las políticas antiinmigración, los nacionalistas ostentan, ahora, un poder sin precedentes. Sin embargo, las implicaciones que la presencia de nacionalistas en el poder puede tener para el futuro de la economía mundial aún son poco conocidas, en parte, porque hay dudas sobre si existe algo como una política económica claramente «nacionalista». Parece que hay poco en común entre el proteccionismo populista de un Donald Trump, que tiene los ojos puestos en las encuestas de opinión, y la autocracia de planificadores dirigistas como Xi Jinping. Además, las políticas aplicadas fluctúan, a menudo, bruscamente, incluso dentro de un mismo gobierno «nacionalista». En el periodo de unos pocos años, el gobierno de Xi ha acogido a inversores extranjeros, los ha expulsado y ha vuelto a invitar a multinacionales extranjeras. Algunas posiciones políticas parecen extremadamente cortas de visión, incluso para los estándares nacionalistas. Los Brexiters británicos han hecho una dura campaña para «recuperar el control» de las fronteras de la isla, pero no han utilizado esta nueva libertad para controlar las fronteras de forma mucho más estricta en cuanto a mercancías ni a capitales ni a inmigrantes europeos extranjeros. Entonces, ¿qué quieren, realmente, los nacionalistas? ¿Podemos predecir a dónde nos llevarán sus políticas?

Me parece que hay puntos en común en la forma en la que los nacionalistas abordan los asuntos económicos. Esto sólo se hace evidente si se examina su historia a lo largo de muchas décadas y en contextos muy diferentes. Por nacionalistas, entendemos lo siguiente: individuos para los que la nación representa la comunidad suprema en la organización política y económica, lo que supera a otras comunidades como la religión, los clanes, las localidades o la humanidad en su conjunto. Es importante reconocer que el nacionalismo es un espectro, no una dualidad. Históricamente, muchos nacionalistas han valorado a otras comunidades. Los socialistas africanos de los años 60, como Julius Nyerere, por ejemplo, reconocían el papel de las comunidades familiares y de las divisiones de clase, pero, en última instancia, las subordinaban a la nación. Esto nos ayuda a comprender las causas del actual resurgimiento del nacionalismo económico y a apreciar sus implicaciones para el futuro de la globalización. Al hacerlo, queda claro que el nacionalismo y la globalización están estrechamente vinculados y, a menudo, se refuerzan mutuamente.

El nacionalismo es hijo de la globalización

Si recordamos las diatribas de Donald Trump o de Viktor Orbán contra las «élites globalizadas», es natural ver el nacionalismo económico como la antítesis de la globalización. El llamado a los nacionalistas a volver a un pasado romántico de espléndido aislamiento parece subrayar la naturaleza, fundamentalmente, «antimoderna» del nacionalismo. Sin embargo, los mismos nacionalistas tienen una comprensión incompleta de sus propios orígenes. El nacionalismo no es una reacción espontánea o atávica arraigada en nuestro pasado tribal; es hijo de la moderna economía globalizada. Hay, al menos, cuatro razones para ello.

En el periodo de unos pocos años, el gobierno de Xi ha acogido a inversores extranjeros, los ha expulsado y ha vuelto a invitar a multinacionales extranjeras.

MARVIN SUESSE

En primer lugar, como todo economista sabe, la integración del mercado crea ganadores y perdedores. Los perdedores pueden ser los trabajadores de fábricas de Detroit o de Birmingham, los pequeños agricultores de la India o las comunidades indígenas de Bolivia. Estos grupos marginados tienen un gran interés en oponerse a la globalización. En sí misma, esta oposición no es, necesariamente, «nacionalista»: los grupos antiglobalización suelen oponerse a la integración de los mercados por toda una serie de razones, ya sean sociales o medioambientales. Al fin y al cabo, muchas personas, simplemente, quieren proteger sus medios de subsistencia. Sin embargo, estos grupos de presión individuales suelen ser pequeños y carecen de la influencia necesaria para repercutir en la opinión pública a su favor. Los grupos antiglobalización pueden ampliar considerablemente su alcance y dotar a su causa de una nueva legitimidad política presentando sus llamados como una defensa del «interés nacional». Las apelaciones al nacionalismo también pueden ayudar a formar coaliciones entre grupos de izquierda y derecha que, de otro modo, carecerían de un programa cohesionado. 

Hay muchos ejemplos históricos de este fenómeno. En la Alemania de 1879, los industriales y los agricultores de cereales estaban sometidos a la presión de la competencia extranjera. No obstante, la cooperación era difícil para los industriales burgueses y los terratenientes aristocráticos, que eran, tradicionalmente, adversarios. Además, los votantes sospechaban que no eran más que representantes de grupos de interés que buscaban llenarse los bolsillos. En respuesta a estas dificultades, los grupos de presión industriales y agrícolas lanzaron, conjuntamente, una gran campaña de relaciones públicas y presentaron su improbable coalición como defensa del «trabajo nacional». Los librecambistas fueron atacados como «enemigos del pueblo». Estas estrategias –que los nacionalistas repiten desde entonces– han resultado terriblemente efectivas y han unido a su causa amplios sectores de la población alemana. Muchos partidos euroescépticos modernos han seguido una línea similar. Por un lado, se centran en reivindicaciones proteccionistas dirigidas a los perdedores de la globalización. Combinan este proteccionismo con medidas programáticas centradas en la libre empresa, que resuenan bien entre los votantes de clase media acomodada, a menudo, propietarios de pequeñas empresas. Esta coalición se mantiene unida apelando a la identidad nacional. Aunque esta estrategia se ridiculiza fácilmente como una estratagema política más, les ha permitido a partidos como el UKIP, la Agrupación Nacional y el AfD extender su influencia más allá de los votantes que se sienten, económicamente, abandonados por la globalización.

Del mismo modo, deberíamos entender el trumpismo como un movimiento que ha combinado con éxito agravios económicos y culturales bajo un paraguas nacional para crear una mezcla explosiva de disidencia. Está bien establecido que el aumento de las importaciones procedentes de China tras la adhesión de este país a la OMC, en 2001, fomentó la creación de una clase precaria de (antiguos) trabajadores manufactureros en las antiguas regiones industriales de Estados Unidos. Sin embargo, como experimentó el demócrata Bernie Sanders en las elecciones primarias de su partido, en 2016, las apelaciones a los perdedores de la globalización no bastan para ganar la nominación ni, mucho menos, la presidencia. La jugada ganadora de Trump fue vincular estos problemas económicos con preocupaciones etnonacionalistas apelando a las quejas de una América blanca «tradicional», que aspiraba a aislarse del cambio sociocultural. Esto permitió que varios grupos de todo el espectro de la derecha, desde los libertarios del Tea Party hasta los evangélicos y los conservadores sociales, entraran en su coalición. Estos grupos no sufrían tanto la globalización desde un punto de vista material, pero sí sentían que su estatus social, antes privilegiado, se estaba viendo socavado por el multiculturalismo, la inmigración y los ideales progresistas «globales». El apoyo de estos grupos, a su vez, le proporcionó a Trump la coalición electoral que necesitaba para aplicar sus políticas económicamente proteccionistas. 

El nacionalismo no es una reacción espontánea o atávica arraigada en nuestro pasado tribal; es hijo de la moderna economía globalizada.

MARVIN SUESSE

La globalización también contribuye a divulgar ideas nacionalistas de una forma más directa. La aceleración de los viajes y de las comunicaciones significa que los nacionalistas pueden divulgar mejor su trabajo y, en ocasiones, formar colaboraciones internacionales. Aunque la cooperación transfronteriza entre nacionalistas pueda parecer contraintuitiva, ha sido, sorprendentemente, común a lo largo de la historia. A principios del siglo XIX, los barcos de vapor y, luego, los ferrocarriles le permitieron a Friedrich List, uno de los escritores más leídos de la tradición nacionalista, extender sus actividades más allá de su Alemania natal. Se nacionalizó americano, asesoró al rey Luis Felipe y fue consultor del rebelde húngaro Lajos Kossuth. A finales del siglo XIX, su libro Sistema nacional de economía política había inspirado a responsables políticos de Argentina, Rusia, Japón y la India. Los estadistas de estos países no dudaron en tomar prestadas las ideas de List –un declarado nacionalista alemán que soñaba con la hegemonía continental alemana– y adoptaron las recomendaciones sobre política arancelaria y crediticia que consideraron útiles para sus propios proyectos nacionalistas. Del mismo modo, el economista rumano Mihail Manoilescu, cuyo pensamiento se inspiró en List, en la década de 1930, forjó vínculos con dictadores como Benito Mussolini y António Salazar para divulgar sus escritos sobre los beneficios del aislamiento económico. Como demuestran estos ejemplos históricos, los nacionalistas pueden colaborar y, de hecho, lo hacen. Los medios de comunicación de masas y las redes sociales actuales también han potenciado, en lugar de limitar, el esparcimiento de opiniones, videoclips y memes nacionalistas. Muchos debates en parlamentos y tertulias europeas hacen eco, ahora, de formulaciones desarrolladas por «guerreros de la cultura» americanos o por propagandistas del Kremlin. Resulta que la tecnología moderna no es un antídoto para quienes desprecian, fundamentalmente, los intercambios internacionales.

Un trabajador en un taller de producción de carcasas de aluminio y acero para interruptores de alta tensión GIS para la red estatal en Haian, provincia de Jiangsu, el 5 de septiembre de 2023. © CFOTO/Sipa USA/SIPA

En muchos sentidos, las nuevas tecnologías pueden, incluso, acelerar el nacionalismo, en gran medida, porque las innovaciones avanzadas pueden convertirse en objeto de fetichización nacionalista. La actual política industrial americana ofrece muchos ejemplos de intentos de indigenizar la tecnología mediante subvenciones, exenciones fiscales y políticas de adquisición preferentes. La política industrial china lleva aún más tiempo fomentando el desarrollo nacional de tecnologías que, de otro modo, habrían requerido costosas importaciones. Esto ha conducido al establecimiento de un aparato político elaborado, y, a menudo, intrusivo, en torno al ambicioso plan «Made in China 2025», que ha desembolsado grandes cantidades de subvenciones y créditos para empresas seleccionadas. Entre los sectores objetivo figuran las energías renovables, los vehículos eléctricos, los ferrocarriles de alta velocidad y las tecnologías digitales y de comunicaciones. Precisamente, estos sectores son elementos esenciales de una economía global interconectada y en red. 

La aceleración de los viajes y de las comunicaciones significa que los nacionalistas pueden divulgar mejor su trabajo y, en ocasiones, formar colaboraciones internacionales.

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Estas acciones alimentan sus propias reacciones. En respuesta a los intentos de China de domesticar la tecnología, las administraciones americanas tanto de Donald Trump como de Joe Biden han sancionado empresas y bienes chinos. Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, habló de la necesidad de «reducir los riesgos» en las relaciones de la Unión con China. En cuanto a Narendra Modi, ha redoblado sus esfuerzos en favor de una «India autónoma» centrándose, en especial, en reducir el alcance de las tecnologías digitales chinas. Está claro, pues, que, en los mercados interconectados, las medidas proteccionistas adoptadas por un gobierno invitan, inevitablemente, a otros Estados a adoptar políticas similares. Por lo tanto, las medidas nacionalistas pueden propagarse y reforzarse mutuamente a través de vínculos globales forjados por el comercio y los flujos de capital, incluso cuando las propias ideas nacionalistas no viajan. El economista británico John Maynard Keynes lo reconoció en su famosa conferencia sobre autosuficiencia nacional, pronunciada en Dublín, en 1933, cuando le señaló a su auditorio extranjero, en plena Gran Depresión, que «si no nos debieran dinero, si nunca hubiéramos poseído sus tierras, si el intercambio de bienes fuera a una escala que hiciera que el asunto fuera de menor importancia para los productores de ambos países, sería mucho más fácil ser amigos». Como sabía Keynes, las tensiones en torno al intercambio de bienes e ideas pueden dividir  naciones en lugar de unirlas.

Aunque estos conflictos internacionales estimulan el desarrollo de políticas nacionalistas, los nacionalistas suelen estar motivados por los efectos de la integración de mercados en la unidad nacional. Incluso en los casos en los que los mercados internacionales no dan lugar a perdedores absolutos, aumentan las desigualdades entre los distintos grupos de una nación. El caso clásico es el de Argentina, que se desarrolló rápidamente antes de la Primera Guerra Mundial exportando cereales y carne de vacuno a Europa (sobre todo, a Gran Bretaña). El capital británico se invirtió, entonces, en los servicios públicos y ferrocarriles de Argentina. Mientras los ingresos promedio aumentaban en Argentina, la riqueza de los terratenientes que vendían la carne y los cereales, y que, a menudo, «colaboraban» con los inversores británicos, crecía aún más rápido. Este aumento de la desigualdad nacional les sirvió de trampolín a populistas en ciernes como Juan Perón, que culpaba a los terratenientes y a otras élites nacionales de «venderles» la nación a los británicos. Una vez en el poder, Perón trató de satisfacer a su base electoral prometiendo erigir altas barreras para las exportaciones argentinas y para la inversión británica. El objetivo no era fomentar el crecimiento o el desarrollo, sino promover la igualdad económica mediante la redistribución. Al separar a las élites nacionales «no nacionales» de las fuentes «extranjeras» de su riqueza, Perón intentó igualar los ingresos nacionales y reforzar la unidad nacional. 

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En las dos últimas décadas, se han ejercido las mismas presiones en los países del Sur. En Bolivia, por ejemplo, a Evo Morales, le preocupaba que la cohesión nacional se viera socavada por las enormes diferencias de ingresos entre las élites europeizadas del país y los que él consideraba los verdaderos bolivianos: los pueblos indígenas andinos. En su opinión, las élites «transnacionales» se habían enriquecido a costa de la mayoría indígena mediante la exportación de materias primas, la cooperación con instituciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional y las asociaciones con empresas multinacionales de explotación de recursos. En respuesta, su gobierno intentó nacionalizar la extracción de petróleo y de gas y las operaciones mineras. Estos intentos de líderes de países en desarrollo por recuperar el control de las fronteras suelen pasarse por alto en los relatos que se centran, exclusivamente, en el auge del populismo en Estados Unidos y Gran Bretaña. Las desigualdades internas desencadenaron poderosas reacciones aislacionistas en América Latina y África antes que en el Norte.

Los nacionalistas orientan la globalización, pero no la detienen

¿Significa que el auge del nacionalismo anuncia el fin de nuestra economía de mercado integrada? En absoluto. La oposición de líderes como Evo Morales contra las instituciones que rigen la economía mundial globalizada pone de manifiesto no sólo los orígenes de este sentimiento, sino, también, sus límites. Bolivia era y aún es un país pobre y muy pequeño, lo que significa que Morales necesita inversión extranjera, ayuda y tecnología para continuar el desarrollo económico del país. A pesar de su feroz retórica sobre la defensa de la «soberanía económica», su gobierno, sencillamente, no podía permitirse aislarse por completo. Al final, se vio obligado a llegar a un acuerdo con las multinacionales mineras, ya que las empresas estatales bolivianas dependen de su experiencia. También, tuvo que tolerar a terratenientes de élite que producían materias primas agrícolas para exportación. Como a muchos nacionalistas, a Morales, le preocupaba no sólo remediar las desigualdades internas, lo que requería cierto grado de aislamiento, sino, también, remediar las desigualdades entre Bolivia y las naciones industriales avanzadas del Norte. Este último objetivo requiere industrialización y, por lo tanto, capital extranjero, tecnología e ingresos de exportación. En otras palabras, era esencial un cierto grado de integración en la economía mundial.

El dilema de Evo Morales de elegir entre el doble objetivo de aislamiento y de desarrollo económico es una característica recurrente del pensamiento nacionalista sobre la economía. En los últimos 250 años, la mayoría de los nacionalistas han optado por llegar a compromisos en respuesta a este dilema, en lugar de perseguir la autarquía total. La política económica japonesa ofrece muchos ejemplos de estos compromisos, tanto durante la era Meiji, a finales del siglo XIX, como durante la reconstrucción de posguerra, en las décadas de 1950 y 1960. En ambos periodos, Japón contaba con poderosas fuerzas aislacionistas que deseaban cerrarles sus fronteras a las potencias económicas extranjeras invasoras, en especial, a Estados Unidos, cuyos productos inundaban los mercados nacionales. En el lenguaje de la década de 1860, estos aislacionistas querían «venerar al emperador y expulsar a los bárbaros». Sin embargo, otros comprendieron que el aislamiento no era el remedio para la debilidad de Japón, sino la causa. Sólo una economía industrializada que proporcionara un «país rico, un ejército fuerte» le permitiría a la nación resistir a las potencias extranjeras. No obstante, la industrialización sólo podía tener lugar si se permitía la importación de capital extranjero y, aún más importante, de tecnología. Para equilibrar las cuentas exteriores de la economía, era necesario compensar estas importaciones de tecnología con exportaciones, ya fueran textiles, en la era Meiji, o electrónicas, en la posguerra. Esto allanó el camino para la integración de Japón en la economía mundial.

El dilema de Evo Morales de elegir entre el doble objetivo de aislamiento y de desarrollo económico es una característica recurrente del pensamiento nacionalista sobre la economía.

MARVIN SUESSE

Aunque la política japonesa optó por la reintegración, fue una decisión tomada por necesidad más que por convicción. El aislacionismo no había dejado de ser un objetivo importante. En consecuencia, políticos y burócratas japoneses intentaron limitar la exposición a la economía mundial de diversas formas, incluida la imposición de límites estrictos sobre la inversión extranjera directa. Otros países también han adoptado estrategias similares. La «apertura» de China por Deng Xiaoping, a partir de 1978, partió del reconocimiento de la necesidad de inversión extranjera, pero, al mismo tiempo, intentó controlar las empresas multinacionales en la medida de lo posible. Para lograrlo, el PCC les exigió a las empresas extranjeras que crearan empresas conjuntas con empresas nacionales chinas, lo que le permitió a China acceder a tecnología extranjera manteniendo un mínimo de control. Este razonamiento también puede encontrarse en otros periodos de la historia. Alexander Hamilton, a menudo, considerado el padre fundador de la economía moderna americana, en la década de 1790, reconoció que la joven república necesitaba capital británico e, incluso, trabajadores británicos calificados para crear la capacidad industrial necesaria para defender a la nación frente al poderío industrial de… Gran Bretaña. Esto no quiere decir que Hamilton estuviera a favor de la inmigración por razones políticas o morales (de hecho, se sabe que era, relativamente, xenófobo), sólo que reconocía la necesidad de admitir selectivamente a trabajadores extranjeros calificados para hacer avanzar su proyecto económico nacional. Esta tendencia a elegir una forma de globalización bajo pedido, en lugar de la autosuficiencia incondicional, es lo que deberíamos esperar de las políticas nacionalistas de hoy.  

La lógica del dilema nacionalista nos permite hacer otra predicción sobre la política contemporánea: la tendencia de los países a formar bloques. Esto puede parecer contraintuitivo: ¿puede justificarse la cooperación entre naciones por motivos nacionalistas? Una vez más, vale la pena volver a los escritos de Friedrich List, que estaba muy consciente de los costos del aislamiento. La protección de los campeones nacionales, escribió, es deseable, pero son propensos a la ineficacia y a la monopolización, en especial, si no tienen acceso a grandes mercados ni a abundantes recursos naturales. Estas ventajas, por supuesto, estarían fácilmente disponibles bajo el libre comercio, pero, también, significaría una competencia feroz que podría acarrear el fin de las industrias nacientes. El compromiso de List entre el aislamiento nacional y el libre comercio mundial consistía en proponer uniones de Estados amigos, por ejemplo, entre su Alemania natal y Francia. La unión estaría protegida de la competencia exterior por altas barreras arancelarias. Al mismo tiempo, el libre comercio dentro de la unión les ofrecería a las empresas los mercados y recursos necesarios para prosperar. 

La tendencia a elegir una forma de globalización bajo pedido, en lugar de la autosuficiencia incondicional, es lo que deberíamos esperar de las políticas nacionalistas de hoy.  

MARVIN SUESSE

Las ideas que propugnaban la formación de bloques económicos fueron especialmente frecuentes en la década de 1930, pero incluso los nacionalistas actuales han seguido los pasos de List. La desvinculación de China de Occidente la ha acercado a Rusia, cuya agresión militar ha provocado el aumento de las sanciones occidentales. A la inversa, Joseph Biden trató de persuadir a los aliados de Estados Unidos en Europa y Asia para que apoyaran medidas punitivas contra empresas chinas y rusas. En la propia Europa, los llamados a reforzar la autonomía estratégica de la Unión Europea están, ahora, a la orden del día tanto por parte de políticos nacionales como Emmanuel Macron como de la propia Comisión.

Un espacio mundial en disputa

Sin embargo, no debemos creer que la tendencia nacionalista al compromiso conducirá a soluciones especialmente estables y armoniosas para el orden mundial. Las tensiones inherentes a la formación de bloques lo demuestran claramente. Mientras que el presidente Biden espera que los europeos apoyen las políticas de su administración hacia el emergente bloque sino-ruso, las políticas «Buy American» de su administración también han perjudicado a las empresas europeas que exportan a Estados Unidos. Por eso, el llamado de Emmanuel Macron a la autonomía estratégica europea también iba dirigido, en parte, contra Estados Unidos, cosa que cuestiona la unidad de un bloque occidental. Al mismo tiempo, no está claro hasta qué punto Macron (o cualquier otro político francés) subordinará los intereses estratégicos franceses a los de la Unión Europea en su conjunto, si fuera necesario. Emmanuel Macron ha defendido, a menudo, «la autonomía estratégica de Europa» y «la independencia agrícola, sanitaria, industrial y tecnológica de Francia» en el mismo discurso, sin indicar cómo podrían coexistir estos dos niveles. Por lo tanto, la formación de bloques no conducirá a la aparición de monolitos económicos impenetrables, sino a una red de alianzas cambiantes. 

Ésta es la implicación final del dilema nacionalista. A medida que cambien las circunstancias, también lo harán las soluciones que elijan los políticos para salvar la distancia entre aislamiento y apertura. El resultado no será ni la fantasía de la autosuficiencia nacional ni la utopía del libre comercio mundial, sino una globalización politizada y fragmentada en la que coexistirán zonas de intensa competencia de mercado con islas protegidas de intervención estatal. Si se examina más de cerca, resulta que esta perspectiva no es muy diferente de la economía mundial tal y como ha existido durante la mayor parte de los últimos 250 años.