Tras la Acrópolis de Andrea Marcolongo, Los Ángeles de Alain Mabanckou, la Provenza de Carlo Rovelli, la orilla de Beirut en la mirada de Joana Hadjithomas y Khalil Joreige y los escalones de la Casa Malaparte de Pierre de Gasquet y la Sicilia de la infancia de Jean-Paul Manganaro, la Apulia literaria de Nicola Lagioia y el Reino Unido política de Lea Ypi, la isla de Manhattan a través de los ojos de Antoine Compagnon… Nuestro «Gran Tour» continúa su vuelta al mundo: hoy, Barbara Cassin nos lleva de viaje por los territorios de la traducción -de Ucrania a la IA-.
Desde el inicio de su carrera, ha dirigido varios proyectos intelectuales fuera de Francia. ¿Dónde ha sentido que su presencia como filósofa tenía importancia política?
Me gustaría mencionar tres lugares en los que, realmente, tuve la impresión de que las cosas sucedieron de una manera ligeramente diferente, tanto para los demás como para mí, debido a los proyectos que he dirigido o en los que he participado.
Primero, fue Sudáfrica. El profesor Philippe-Joseph Salazar me invitó a enseñar retórica en la Universidad de Ciudad del Cabo. Cuando el Congreso Nacional Africano (CNA) llegó al poder, representantes de ese partido vinieron a verme con una petición apasionante: crear una nueva Atenas. El objetivo primordial era, según sus palabras, acercar el Parlamento al pueblo. En un país que acababa de evitar el derramamiento de sangre, sacar el máximo partido de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación y, luego, redactar y traducir una nueva constitución en más de diez lenguas nacionales eran retos evidentes. El proyecto político consistía en poner en común esta variedad lingüística. Una palabra como ubuntu, que se ha hecho mundialmente famosa, es un término zulú que aparece en todas las versiones de la constitución provisional: no es exactamente compañerismo ni exactamente reconciliación, sino algo así como «nosotros somos; luego, yo soy». Es fácil ver cómo cuestiones filosóficas y filológicas se convierten en cuestiones políticas.
Luego, está Brasil, donde viví el periodo pre-Lula, el primer gobierno de Lula, la fase de Bolsonaro y el regreso de Lula. Muy pronto, establecimos una especie de puente aéreo entre las universidades brasileñas –en particular, la Capes Cofecub y las famosas «becas sandwich»– y el Centro Léon Robin de París. Estudiantes e investigadores franceses de filosofía antigua han encontrado puestos en Brasil y viceversa y nosotros hemos acogido a muchos: es un verdadero diálogo intelectual que no se habría producido sin eso, con contactos e intercambios que continúan hasta hoy. Éste es uno de los raros casos en los que creo que puedo decir que la situación no sería la misma sin un proyecto que yo dirigí.
El tercer lugar, lo ocupa Ucrania. Cuando estaba compilando el Vocabulaire européen des philosophies – Dictionnaire des intraduisibles (Seuil/Robert, 2004), quise que el ruso fuera una de las lenguas europeas del diccionario. Gracias a Heinz Wismann, entonces director de estudios de la EHESS, me puse en contacto con Constantin Sigov, un filósofo ucraniano que hablaba tanto ucraniano como ruso. Dirigió un magnífico equipo, vinculado con franceses como Georges Nivat y Charles Malamoud, para contribuir al diccionario.
Constantin Sigov, editor, académico y filósofo, escribió el artículo Pravda. Pravda, que, a menudo, se traduce como «verdad», no es sólo el nombre de un periódico famoso por sus mentiras, sino, también, el de la primera colección de leyes: de hecho, está más cerca de «droit», «ley». Por esta razón, Sigov se negó con tanta amargura a que pravda se incluyera en el mismo epígrafe que «verdad», aletheia, veritas, etcétera. Trabajamos juntos en este tipo de cuestiones de peso y profundidad.
Incluso entonces, algunas entradas destacaban las características específicas de la lengua ucraniana en comparación con la rusa, pero, después de la publicación del libro, cuando nos invitaron a Citéphilo Lille, nos preguntaron si íbamos a traducir el diccionario. Y Constantin Sigov fue el primero que decidió que habría una traducción al ucraniano y otra al ruso.
«Una lengua no es más que la suma total de los equívocos que su historia ha dejado en ella», dice Jacques Lacan. Esto es exactamente lo que pensábamos cuando decidimos traducir –es decir, reinventar– el diccionario, empezando por el ucraniano.
Esta permeabilidad es el núcleo del proyecto Dictionnaire.
¿Diría que esta iniciativa ha contribuido a la transformación de Ucrania, que comenzó en 2014 y que se ha acelerado desde el inicio de la guerra?
Es como el huevo y la gallina: no sabemos quién causó qué, pero hubo un efecto acumulativo o simultáneo. Muchos de mis alumnos estuvieron en Maïdan, pero nada de esto es unívoco. Este tipo de trabajo, a largo plazo, tiene una influencia real en el significado de los acontecimientos. Yo creo que sí.
¿Cuál cree que es el papel político de los filósofos?
No quiero hablar en términos grandilocuentes del papel de la filosofía o de los filósofos. Lo que puedo decir es que hubo momentos en los que el medio filosófico local cambió cuando yo estaba allí, en los que se abrió y colaboró de forma diferente entre disciplinas y con el resto del mundo. Pensar la traducción es una invitación directa a interesarse por lo que resiste en las lenguas y las culturas. Le debo mucho al CNRS, que me permitió poner en marcha una serie de programas institucionales, con financiamiento y, por lo tanto, intercambios, para sacar a la luz reivindicaciones y apoyarlas.
La India y China son países donde esta necesidad se siente, ahora, con urgencia. La India se encuentra en un grave declive filosófico bajo el gobierno de Modi. Francia puede vender aviones o acoger inversores, por supuesto, pero no podemos quedarnos ahí. Tenemos que ayudar a las comunidades intelectuales que sobreviven, a estos activistas hindúes que no son más activistas que usted y yo. Hoy, una mujer tan brillante y reconocida como la historiadora Romila Thapar es maltratada por la universidad hindú. Tenemos que crear intercambios, interferencias, cadenas recíprocas de educación y comprensión que permanezcan ahí.
Defendió la idea de que lo universal siempre es lo universal de alguien. ¿Cómo combinar este proyecto de diálogo intelectual global si abandonamos la idea misma de universalidad?
Defiendo la idea de un relativismo consecuente, donde lo universal es circunstancial. Souleymane Bachir Diagne, utilizando los términos de Merleau-Ponty, habla de un universal lateral –del que la traducción es un paradigma– por oposición al universal dominante de un Levinas. Sin embargo, el universal no es exactamente mi problema. El universal siempre es el universal de alguien, pero, una vez dicho esto, hay lugares en los que es, obviamente, necesario, imperativo, abogar por un universal que se aplique aquí y ahora. Para mí, lo universal, en primer lugar, no es un fin, sino un medio; y, en segundo lugar, es una asíntota, una meta.
Es un poco como el humanismo. No son palabras cuyo significado conocemos, sino palabras cuyo significado tenemos que inventar: palabras que sirven para inventar cosas. Para una exposición sobre la Ilustración, Heinz Wismann propuso construir un centro vacío: la cuestión es cómo llenarlo. Eso dependerá del aquí y ahora, lo que no significa que no podamos tener una forma y un objetivo, pero lo que me mueve no es ese ideal regulador, sino la cuestión de qué contenido le damos. ¿Qué contenido le damos para que haya algo mejor? Para mí, esta mejora se define por el hecho de que entrenamos la capacidad de juzgar.
Si no hay ningún universal absoluto, entonces, hay una invariante: el método que usted aplica para estas diferentes situaciones y que incluye el lema derrideano inscrito en su espada de académica: ¿»Más de una lengua»?
Este método no es nuevo. Es el método filológico, heredado de Friedrich Schleiermacher. Se basa en la idea de que, para comprender, hay que partir de lo que no se comprende. No es muy diferente del punto de partida de la propia filosofía, el asombro ante el mundo. Es una forma de filología política. En cualquier caso, es un buen punto de partida.
Esto es lo que me impulsó a lanzar el proyecto del Dictionnaire. La literatura puede ayudar a introducir síntomas en las lenguas. Los traductores literarios están formados para estar atentos a lo intraducible. ¿Por qué realizar el Dictionnaire en el campo de la filosofía y no en el de la literatura? En primer lugar, lo hice porque es mi campo, pero también porque, a menudo, oímos que, mientras que la poesía y la literatura pueden ser intraducibles por su propia naturaleza, la filosofía debe ser traducible porque son conceptos. Yo quería mostrar que las palabras de la filosofía no son conceptos universales, sino las formas en las que determinados lenguajes arrojan luz sobre realidades diversas. Como dice Schleiermacher, incluso los conceptos más absolutos, como Dios y el ser, están iluminados y coloreados por el lenguaje.
Después de estos intraducibles filosóficos, usted emprende, ahora, un Dictionnaire des introduisibles des trois monothéismes. ¿Cuál es el objetivo de este proyecto?
Es un proyecto que, actualmente, integré en las Maisons de la Sagesse – Traduire. Ante las crisis migratorias y humanitarias que estamos viviendo, veo tres niveles en los que la labor de traducción puede resultar útil.
El primero fue la acogida, que dio lugar a los Glossaires bilingues de l’administration française (ed. Danièle Wozny), cuyo objetivo es facilitar el diálogo entre los recién llegados y las administraciones que los acogen, lo que dista mucho de ser evidente. «Apellido, nombre, fecha de nacimiento»; nada menos sencillo de una cultura a otra; eso es lo que entendí al trabajar con asociaciones durante la exposición «Après Babel, traduire» que organicé en el Mucem de Marsella en 2016-2017.
El segundo nivel es el de la integración en la sociedad, para lo que tuvimos la idea de crear un «banco cultural». Un recién llegado depositaría en él un objeto con su historia y, a cambio, recibiría un microcrédito para llevar a cabo un proyecto que le permitiera integrarse. A este plan virtual, le está costando hacerse realidad.
La tercera etapa se refiere a lo que está retrasando las cosas. La relación entre los tres monoteísmos me parece un ámbito que no se está debatiendo. Siempre podemos dedicarnos a un ecumenismo suave, pero eso no nos lleva muy lejos. He querido reflexionar filológica y filosóficamente, en la línea del Dictionnaire des introduisibles, sobre las palabras que rigen estas tres religiones que gobiernan Europa y mucho más allá. Las preguntas van desde las más generales: ¿cómo habla Dios de sí mismo en el Torah, en la Biblia cristiana y en el Corán?; ¿qué tiene de extraño una religión para otra?; ¿por qué se les prohíbe a los judíos pronunciar o escribir el nombre de Dios?; ¿cómo logra el monoteísmo cristiano articular tres personas? Y Alá: ¿es un nombre propio o común? Y se llega a preguntas muy concretas, sobre un hapax, por ejemplo: ¿qué significa samad, que sólo aparece una vez en el Corán? Es fundamental, pero ¿por qué? Son síntomas de geometría variable.
El mero hecho de pensar juntos ya es fructífero. Lo importante es trabajar en confianza y la fuerza motriz, si me atrevo a decirlo, ya está firmemente establecida, con David Lemler, Philippe Capelle-Dumont y Pierre Gisel, Souleymane Bachir Diagne y Marc Rastoin. Vamos a hacer podcasts con el Institut du Monde Arabe y a hacer presentaciones muy abiertas para alumnos de secundaria. Explicarle a un musulmán por qué un judío no escribe el nombre de Dios nos obliga a todos a dar un paso atrás. Eso es lo que nos ayuda a entender por qué no tenemos lo que creemos tener.
¿Es una forma de combatir el fundamentalismo?
El fundamentalismo se basa en «la verdad soy yo». Me gusta citar a Lacan, que habla de variedad en lugar de verdad. Está en el corazón de esta tercera etapa del proyecto; sí: contrarrestar la lógica fundamentalista. Y todos estamos avanzando para abordarlo. Incluso para una filósofa como yo, no creyente y más pagana que otra cosa, es fascinante. Este proyecto me interesa desde hace mucho tiempo. Hace muchos años, fui invitada por el tío del rey de Jordania, que me preguntó qué más podía hacer que poner el Corán, la Biblia y el Torah en un mismo volumen, en la misma caja. Pensé en este Dictionnaire des introduisibles des trois monothéismes…
Es, ante todo, un diccionario de síntomas, lo contrario de una enciclopedia: sólo habrá lagunas, pero ya hay algunos rellenos en los huecos y eso es lo interesante. No pretendemos abarcarlo todo. Hacemos lo que podemos, pero ya es tremendamente concreto.
Muy pronto, sus reflexiones sobre el lenguaje giraron en torno a la cuestión del aprendizaje neuronal y lo que, hoy, se conoce como inteligencia artificial. ¿Por qué traducir en la era de DeepL y de ChatGPT? ¿Cómo podemos esforzarnos por hablar y pensar en más de un idioma si la máquina pretende ser capaz de hacerlo en todos ellos?
La primera vez que me llevé un susto con este tema fue cuando DeepL tradujo una parte de un libro que acababa de escribir en francés –que se llamaba Éloge de la traduction (Fayard, 2016)– para una conferencia que daba en Estados Unidos. Me dio una traducción fluida en la que no pude ver nada que estuviera mal traducido. Mi primera reacción fue decirme: «Ya no sé escribir».
Cuando escribí Google moi (Albin Michel, 2006), le pedí a Google Translate que tradujera al alemán la oración «Et Dieu créa l’homme à son image«. Tras un par de idas y venidas, obtuve esto: «Y el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza». Tras la misma manipulación en inglés, obtuve esto: «Y Dios creó al hombre a su imagen y semejanza». Por supuesto, se trata, sobre todo, de una anécdota divertida sobre los inicios de este software. Evidentemente, el error se corrigió inmediatamente, pero sigue siendo sintomático: la mala interpretación de la máquina revela que hay algo intraducible o «más» intraducible.
No tiene sentido «rechazar» el cambio tecnológico. Por otra parte, la forma en la que la utilizamos es lo que puede marcar una verdadera diferencia.
Es fácil comprender que sería mucho más sencillo para todos hablar en inglés, como se hace en Bruselas, aunque no se reconozca abiertamente. Presentamos expedientes europeos que serán redactados o reescritos en inglés e, incluso, para ser precisos, en globish. Sería muy fácil hacerlo todo directamente en inglés. Y, sin embargo, traducimos.
Mi trabajo en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea me ha dejado una profunda huella. En el TJUE, un asunto se presenta en una de las veinticuatro lenguas de Europa, se juzga en francés (la lengua de la ley) y, a continuación, se dicta sentencia en la lengua del asunto, que se traduce, inmediatamente, a las veinticuatro lenguas. Para ello, cuentan con juristas-lingüistas especializados en esta transformación traslativa, que llega hasta la resemantización de términos comunes como «trabajador», aplicable para un inmigrante sin papeles, o «mujer», que puede referirse a la tercera esposa de alguien.
La traducción, en Europa, es un café por europeo y año. La traducción, en el TJUE, es una de azúcar en el café. Así que no es una cuestión de costos.
La ordenanza de Villers-Cotterêts estipula que las resoluciones judiciales deben dictarse en lengua francesa y no de otro modo. En resumen, el TJUE es su heredero europeo: el objetivo es que todas las personas sujetas a la ley puedan entender lo que les ocurre.
Para evitar pasar a un inglés global, tenemos que pensar no en contra de la traducción automática, sino con ella. Tenemos que ver cómo puede desarrollarse de acuerdo con mi frase favorita de Lacan, que ya cité: «Una lengua, entre otras cosas, no es más que la suma total de los errores que su historia ha dejado en ella». Me refiero a hacerlo de tal manera que los sesgos y las dificultades no se borren, sino que constituyan el principio de una transformación de la máquina en una máquina más informada e «inteligente».
¿Qué significaría, en la práctica, este cambio de enfoque?
Mi idea es que el algoritmo ya no se base en las analogías, sino en las diferencias: que lo intraducible, en cierto modo, forme el corpus clave. Cuando intenté explicar esto, por primera vez, percibí interés por parte de los profesionales. Es mucho más difícil saber qué es una diferencia que una semejanza; tal como están las cosas, quizás sea imposible. No obstante, los programadores también buscan algo parecido a un desorden en la máquina, buscan cómo hacerle para que la máquina tenga un «inconsciente», para que no se detenga en las limitaciones del contenido que se encuentra en Internet, que es una colección de opiniones. El funcionamiento actual de la máquina se basa en el hecho de que la calidad es una propiedad emergente de la cantidad. La pregunta es ésta: ¿cómo conseguir que la calidad sea, también, una propiedad emergente de la dificultad?
Cuando chateé con ChatGPT, me interesó mucho el momento en el que la herramienta de conversación me dijo, por fin, esto: «No puedo decírtelo; soy una máquina». ChatGPT dice esto cuando se le pide una opinión sobre valores, valores morales, por ejemplo, por prudencia porque la máquina está impregnada de un americanismo bastante miope, del que los diseñadores están muy conscientes. Sin embargo, hay otras ocasiones en las que esta respuesta resulta más sorprendente. Estoy trabajando en un libro titulado Où fuient les mots?. Le pregunto a ChatGPT: «¿Se te escapa alguna palabra?». La máquina responde con humildad: «Claro, no lo sé todo». Sin embargo, cuando le pregunto si le faltan palabras, responde esto: «Ah, no; lo que está en mi memoria está en mi memoria; soy una máquina». Eso es lo interesante.
Esto me interesa porque le devuelve al hombre su dominio a través de sus mismos defectos. Estos defectos son los que hacen al hombre superior a la máquina.
Por supuesto, hay diferencias entre lenguas que no se pueden cambiar, pero una frase traducida puede hacernos sentir un poco diferentes de su equivalente. En cualquier caso, señalar lo que es intraducible es la única manera de avanzar. A menudo, pongo el ejemplo de la palabra deuda: en francés, el significado de esta palabra, que procede del latín, incluye la idea de que el vínculo entre deudor y acreedor se anula una vez devuelta la suma prestada; en alemán, la palabra Schuld, que también significa «falta», implica algo muy distinto: el reembolso no basta para saldar la deuda… Todo esto es lo que debe seguir siendo sensible, aunque todavía no se sepa exactamente cómo.
Decir «bonjour», «shalom» (o «salam») o «Grüss Gott» siempre es una forma de saludar, pero no implica exactamente la misma apertura al mundo. Los traductores automáticos podrían darles a conocer a los lectores estas diferencias especificando los matices entre estas palabras al hacer clic, por ejemplo. El objetivo siempre es el mismo: sensibilizar, apelar al juicio, entrenar la capacidad de juzgar, con la conciencia de que los pequeños matices abren grandes interrogantes.
Me recuerda a la descarada frase de Hannah Arendt, cuando alguien le preguntó, con cierto desconcierto, lo siguiente: «¿El gusto es una facultad política?». Respuesta: “Sí”.