El año 2023 se abre con la perspectiva de un largo conflicto en el continente europeo1. La protagonista es una potencia nuclear cuyo líder, Vladimir Putin, es capaz de combinar lo caliente y lo frío, o, con mayor exactitud, lo ardiente y lo gélido, y de mantener el riesgo de una escalada que el mundo podría temer profundamente.

Esta guerra, que ahora está en la mente de todos, no surgió por una repentina exacerbación de la tensión entre Ucrania y Rusia. Forma parte de un proceso que comenzó hace diez años y que, ahora, está llegando parcialmente a su fin. Este proceso es el resultado del deseo de Rusia y China de cambiar el orden mundial y de utilizar la fuerza por encima del derecho.

Putin y Xi: la tentación de un orden mundial autoritario

Esta estrategia fue establecida por Vladimir Putin, quien regresó al Kremlin en la primavera de 2012, y por Xi Jinping, quien asumió la Secretaría General del Partido Comunista de China a finales de ese mismo año. Se basa en la convicción, compartida por ambos líderes, de que Estados Unidos (en general, los países occidentales) se encuentra en la cima de su influencia y ha entrado en un declive irreversible, lo que justifica una revisión de la jerarquía internacional imperante hasta entonces. En su opinión, esta reivindicación se justifica por el establecimiento de un nuevo equilibrio de poder. China calcula que será la mayor economía del mundo en 2050.

Para el centenario de su revolución, en 2049, China cree que tendrá una ventaja tecnológica decisiva en ámbitos clave como el digital, el cibernético e, incluso, el espacial. Rusia y China también se han embarcado, en los últimos diez años, en programas militares que, en términos de existencias de armas, permanecen muy por debajo del arsenal estadounidense, pero que representan, en términos de calidad y cantidad, sumas considerables de dinero que reflejan una lógica de actualización e, incluso, de adelantamiento para los equipos más sofisticados. También se han convencido de la inevitabilidad de la desaparición de Estados Unidos de la escena internacional. La negativa de Barack Obama a intervenir en Siria, en el verano de 2013, fue la primera prueba de ello: confirmada por la suavidad de la reacción occidental en el momento de la anexión de Crimea y de la ocupación de parte del Donbass. La debacle de Afganistán hizo el resto.

Esta guerra, que ahora está en la mente de todos, no surgió por una repentina exacerbación de la tensión entre Ucrania y Rusia. Forma parte de un proceso que comenzó hace diez años y que, ahora, está llegando parcialmente a su fin.

françois hollande

China y Rusia también interpretaron las turbulencias financieras que asolaron las economías occidentales, seguidas de las crisis terroristas en Europa y Estados Unidos y, por último, los grandes movimientos migratorios que desestabilizaron las sociedades occidentales, como señales de que los regímenes de libertad estaban perdiendo su influencia. Estos imperios han aprovechado esta circunstancia para abrir nuevos caminos en África y Oriente Medio y para ampliar cada vez más sus fronteras. Rusia, y, en menor medida, China, también han fomentado todas las empresas susceptibles de socavar el marco democrático en nuestras propias naciones, gracias a la presencia, en nuestro país, de medios de comunicación bajo su control y a la movilización de redes sociales bajo su influencia. La combinación de sus operaciones ha logrado perturbar el desarrollo de las elecciones y fomentar las conspiraciones.  

China y Rusia llegaron a la conclusión de que, tras el largo periodo iniciado con la caída del Muro de Berlín y la aceleración de la globalización, ambas naciones habían vivido como una fase de discreción, sumisión y humillación y de que había llegado el momento de que estas dos grandes potencias pasaran a la ofensiva. En este sentido, el año 2012 fue crucial. Desde entonces, Vladimir Putin y Xi Jinping se han reunido cuarenta veces, incluso, durante la crisis sanitaria, aunque se dice que los dos líderes estuvieron totalmente aislados durante este periodo. 

© AP Foto/Andrew Kravchenko

Más allá de la frecuencia de estos intercambios, Putin y Xi han establecido una amistad que califican de «eterna e infinita». Este pacto nunca se ha quebrantado: ni con Siria ni con Irán ni con Corea del Norte. Se ha mantenido firme en Ucrania mediante todo tipo de cooperación económica, comercial, energética y militar… La traducción es explícita: Rusia es, ahora, el segundo proveedor de petróleo de China y su principal fuente de suministro de armas. Ambos países realizan ejercicios conjuntos, maniobras navales y patrullas aéreas.

Sin embargo, esta relación va más allá de la afirmación de intereses comunes. Putin y Xi comparten las mismas detestaciones: la de Occidente, al que quieren debilitar y reprimir en donde pretende actuar, y la de la democracia, que consideran como vía a la decadencia y a la desintegración de las naciones. Adoptan los mismos métodos: el miedo (a veces, leve; a veces, cruel, según las circunstancias) y la dominación en el extranjero. Sin embargo, existe una gran diferencia en cuanto a los respectivos lugares de China y Rusia en la globalización. China necesita comerciar con el resto del mundo y recibir inversiones para su crecimiento y, por ende, para su estabilidad interna, mientras que Rusia puede vivir en relativa autarquía… ¿hasta cuándo? En cualquier caso, Putin y Xi creen que, pase lo que pase, el tiempo trabaja para ellos y que, dado que su poder es ilimitado en su duración y en su ejercicio mientras no exista un contrapoder aparente, permanecerán eternamente vinculados el uno con el otro.

Este pacto entre Putin y Xi nunca se ha quebrantado: ni con Siria ni con Irán ni con Corea del Norte. Se ha mantenido firme en Ucrania mediante todo tipo de cooperación económica, comercial, energética y militar…

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Están conscientes de que tienen ventaja sobre las democracias. Pueden permitirse la paciencia y la contemporización, mientras que los gobernantes en democracia saben que su futuro está inevitablemente condicionado, que otros los sucederán mecánicamente y que, si se ven obligados a actuar a corto plazo, nunca estarán seguros de poder inscribir su acción a largo plazo.

Esta asimetría, que siempre ha existido entre dictaduras y democracias, adquiere, hoy, una dimensión particular. Para preservar su popularidad (porque los autócratas siempre necesitan medir el apoyo de su opinión), los regímenes autoritarios juegan la carta del patriotismo exacerbado y fingen ser atacados por el imperialismo y el neocolonialismo de Occidente para expresar mejor sus pretensiones. Con ideologías diferentes, la referencia al comunismo para Xi Jinping, y al eslavofilismo para Putin, convergen hacia el rechazo de lo que fue el orden mundial anterior. Éste es su mensaje para las personas que quieren enrolarse en esta lucha. Por eso, aunque sea muy difícil medir con exactitud el apoyo del pueblo ruso a lo que se está haciendo en Ucrania, no hay que subestimar la eficacia de la propaganda sobre una gran parte del cuerpo social, que cree sinceramente que su país está bajo el ataque de la OTAN y bajo la  amenaza de los «nazis» ucranianos.

Por último, aunque Pekín y Moscú actúen por separado en zonas geográficas cada vez más amplias, que no necesariamente se solapan, se cuidan de no competir nunca y de no demostrar públicamente una divergencia. Estas dos potencias, si no necesitan necesariamente recordarse mutuamente que son aliadas, acuerdan una serie de objetivos.

En primer lugar, es el objetivo de neutralizar a Estados Unidos, que no deja de ser su principal adversario. Es difícil imaginar cuánto odia Putin a Estados Unidos. Odia, sin duda, su ambición de imponer un sistema económico; lo aborrece por su modo de vida y por su supremacía desde la caída del Muro de Berlín. Estos agravios aún son su fuerza motriz. El segundo objetivo es impresionar a Europa. Éste es, claramente, uno de los objetivos de la guerra en Ucrania: asustar; asustar a la gente para que se retire y se divida. Su tercer objetivo es ejercer la mayor influencia posible en los conflictos que afectan a regiones particularmente ricas en materias primas, minerales raros y combustibles fósiles. Desde este punto de vista, Rusia está en camino de tener éxito en su maniobra en África. También ha adoptado posiciones firmes en Oriente Medio, ha mantenido buenas relaciones con los Estados del Golfo e Irán, así como con Israel, y ha asegurado, con China, el control de los estrechos y mares.

Aunque Pekín y Moscú actúen por separado en zonas geográficas cada vez más amplias, que no necesariamente se solapan, se cuidan de no competir nunca y de no demostrar públicamente una divergencia.

FRANÇOIS HOLLANDE

Los fines de la guerra de Ucrania

Esta gran alianza que no dice su nombre se basa en un contrato cada vez menos implícito, que ya no se concibe como un reequilibrio de los mundos, sino como la construcción de una nueva jerarquía. La convulsión del planeta comienza con el desafío para nuestros valores de libertad, democracia y derechos fundamentales. Este contexto es en donde el conflicto ucraniano adquiere todo su significado. Lo que está en juego va mucho más allá de las batallas territoriales. Lo que está en juego es el equilibrio de poder a escala mundial y el establecimiento de un precedente que podría justificar el uso de la fuerza para modificar las fronteras o, incluso, la integridad de varios Estados. La forma en la que concluya la guerra y se alcance la paz determinará un nuevo panorama internacional.

En este sentido, la alternativa es relativamente sencilla. Si Vladimir Putin lograra una victoria, aunque fuera parcial, representada por la absorción de las cuatro regiones cuya anexión ya anunció (aunque no las haya conquistado militarmente), además de Crimea, que ya está anexada desde 2014, significaría que Estados Unidos y Europa no habrían logrado, a pesar de toda la ayuda prodigada a Ucrania, repeler la invasión. El riesgo sería, entonces, exponer a los países bálticos, a Moldavia, quizás, incluso, a Polonia, a nuevas amenazas, no necesariamente de invasión, pero al menos de presión sobre su propia estabilidad. China también lo interpretaría como una prueba más de la debilidad de Occidente a la hora de apoyar a sus aliados y de la reticencia de las democracias a admitir la posibilidad de una guerra: otra gran diferencia con las dictaduras. En esta configuración, se teme que Taiwán sea el objetivo en un futuro próximo.

Este escenario también sería interpretado por naciones que sueñan con un destino imperial, como Turquía, Irán y Arabia Saudita, como una licencia para ir más lejos en la represión interna o la conquista externa. Países emergentes como la India, Brasil y Sudáfrica se verían reforzados en su posición de equidistancia o indiferencia con respecto a la actitud por adoptar en otros conflictos.

© AP Foto/Andrew Kravchenko

Consideremos la segunda hipótesis. Si Vladimir Putin sufriera una derrota en Ucrania, si se viera obligado a replegarse tras la línea que existía antes de la invasión y si, incluso, se viera obligado a ceder todos los territorios que ocupaba desde 2014, entonces, más allá de las consecuencias internas que esta humillación podría provocar en Rusia, esta retirada sonaría a freno a las tentaciones de hacer prevalecer la fuerza sobre el derecho. China aplazaría durante mucho tiempo su deseo de retomar Taiwán por medios militares, sin renunciar a ello. La alianza de China con Rusia, aunque eterna, se mantendría, pero tal solidaridad se convertiría en una carga económica para los primeros y en una piedra política con la perspectiva de un largo aislamiento. China podría preocuparse por las sanciones que, inevitablemente, se le impondrían, que penalizarían su crecimiento, ya afectada por la pandemia; temería, en especial, las restricciones comerciales, que arruinarían sus esperanzas de convertirse en la primera potencia económica mundial.

La forma en la que concluya la guerra y se alcance la paz determinará un nuevo panorama internacional.

françois hollande

Para que se dé el mejor de los casos, deben cumplirse varias condiciones. La primera es el nuevo compromiso de Estados Unidos. Es cierto que, durante los años de Bush, la hiperpotencia de Estados Unidos podría haber provocado rechazo, hostilidad y hasta confusión. Sin embargo, la retirada de la escena mundial que comenzó con Obama y que se ha amplificado con Trump resultó desastrosa, ya que creó un vacío que rápidamente llenaron las potencias rivales, lo que le abrió un campo de expansión a Rusia.

Aunque se temía que Biden fuera en la misma dirección, particularmente durante la debacle de Afganistán, es justo decir que ha adoptado una postura firme y valiente en el conflicto ucraniano. Estados Unidos ha comprometido considerables sumas de dinero y sigue haciéndolo para ayudar a los ucranianos. ¿Le permitirá la mayoría republicana en la Cámara de Representantes continuar con este esfuerzo? ¿Y no optará el próximo presidente electo, en noviembre de 2024, por una política que combine el proteccionismo comercial ya en marcha con el aislacionismo político? Éste es, sin duda, el cálculo de Putin, quien tiene una visión a largo plazo. Esperará y congelará el conflicto ucraniano si puede.

La segunda condición para un escenario de retorno a la paz es el apoyo continuo de la opinión pública occidental. Antes de la invasión a Ucrania, había razones para el resurgimiento de la inflación: la abundancia monetaria provocada por las políticas acomodaticias de los bancos centrales, el desequilibrio entre la oferta y la demanda tras la crisis sanitaria, los cueste lo que cueste a escala europea, que, en cierto modo, habían estimulado el poder adquisitivo, etcétera. Sin embargo, la guerra de Ucrania ha amplificado aún más el alza de los precios y una parte de la opinión pública denuncia las dificultades actuales no tanto por el final de la crisis sanitaria, sino por el comienzo del conflicto. En consecuencia, los temores a la escasez, al desbordamiento de las facturas y la pobreza energética contradicen la imagen de una opinión pública que apoya totalmente la causa ucraniana.

Los temores a la escasez, al desbordamiento de las facturas y la pobreza energética contradicen la imagen de una opinión pública que apoya totalmente la causa ucraniana.

françois hollande

Una unión con nuevas condiciones para Europa

Incluso, hay razones para creer que los grupos políticos y hasta los Estados europeos pedirán una negociación o un acuerdo sobre el régimen de sanciones. Ya están apareciendo tensiones en una Europa que ha respondido bastante bien ante la crisis ucraniana. Se ejercerán sobre este punto clave: la oportunidad de una solución transaccional con Rusia. Turquía se dispone a desempeñar un papel clave en este sentido. Incluso, definió un método: tomar Ucrania región por región y estudiar caso por caso lo que podría conceder una u otra parte. Turquía también tiene una doble relación que aumenta la ambigüedad, ya que es miembro de la OTAN y el mejor enemigo de Rusia. Esto significa que Turquía y Rusia pueden competir en todos los ámbitos que les conciernen; siempre solucionan las cosas. Lo hemos visto tanto en Siria como en el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán.

Ésta es la segunda esperanza de Vladimir Putin: pensar que las opiniones acabarán por ablandarse, que los europeos se mostrarán más apegados a su modo de vida que a sus valores, a su comodidad que a la democracia y a su economía que a la seguridad. Ésta es la cuestión a la que se enfrenta, hoy, la Unión Europea: ¿cuál es su destino? ¿Quiere ser una potencia económica y comercial impresionante, cuyos resultados le aseguren cohesión interna y respeto exterior, si no influencia política? ¿Ser una unidad con una economía global fuerte y sin pretensiones políticas? Alemania ha adoptado esta visión desde hace mucho tiempo. Ahora, ve sus límites.

© Oleksandra Butova/SIPA

¿Quiere retirarse a su propio continente? Dado que su modo de vida se ha convertido en una excepción en el mundo, ¿no habría que protegerlo a toda costa elevando al máximo las fronteras para limitar la inmigración y garantizar la soberanía industrial y energética para no verse afectado por las crisis? A Europa, le resultaría muy difícil asumir esta elección por unanimidad. Sin embargo, algunos ya lo apoyan. Hoy, los populistas ya no quieren deshacer Europa. Es una victoria paradójica del Brexit: nadie quiere salir de la Unión. Quieren convertirla en una fortaleza, en un aislamiento al que ya no le importa lo que ocurre afuera, para proteger mejor lo que ocurre dentro. Sin embargo, tal esquema de cierre presupone una garantía de seguridad. Esto, sólo puede proporcionarlo Estados Unidos (ésta era la apuesta de Donald Trump), que inevitablemente impondrá sus condiciones. Es posible una vía alternativa, la de una unión política capaz de garantizar la solidez de estos valores, y, por lo tanto, de realizar un esfuerzo de defensa y seguridad, para transmitir mejor un mensaje de estabilidad y equilibrio para el mundo. Esta orientación se ha pospuesto durante mucho tiempo en los debates europeos. Hoy, ya no puede aplazarse.

Ésta es la cuestión a la que se enfrenta, hoy, la Unión Europea: ¿cuál es su destino?

françois hollande

Estamos conscientes de las vacilaciones y contradicciones de nuestros socios: Europa del Norte y del Este han depositado su confianza en la Alianza Atlántica ciegamente. Francia, por su parte, aboga por la autonomía estratégica en el marco de la OTAN, pero con la idea de construir una industria europea de defensa y de constituir fuerzas conjuntas en el futuro. Alemania, por su parte, querrá conciliarlo todo, es decir, admitir un mayor esfuerzo presupuestario, avanzar hacia la producción conjunta comprándole a Estados Unidos los aviones de los que carece, sin romper nunca con Estados Unidos, pero asegurándose de avanzar lo más posible con los europeos. 

Sin embargo, es inútil esperar que la Europa de los 27 pueda constituir una unión en la que la seguridad sea un eje principal. Por lo tanto, no es con la Europa de los 27, sino a través de una Europa de unos pocos países en el caso de una cooperación muy reforzada, como se construirá la Europa de la defensa. El conflicto ucraniano habrá aclarado estas diferentes opciones sin destacar una en particular.

Hacia un nuevo multilateralismo

Comienza una nueva era en las relaciones internacionales. ¿Cuál será su configuración? La globalización, entendida como la apertura general de los mercados y con una mayor intensidad de los intercambios comerciales, ha alcanzado sus propios límites. Recordemos que, en 1975, la parte del comercio en el PIB mundial era del 30%; pasó al 60%; la crisis sanitaria inició una disminución de esta proporción, disminución que se acentuará por una deslocalización de las actividades, unida a nuevas limitaciones y normas que restringirán el crecimiento del comercio internacional (a lo que hay que añadir los efectos de las sanciones que afectaron a China y a otros países «infractores»). También, se están empezando a poner en marcha cadenas de valor para eludir a China y Rusia mediante la deslocalización amiga: Estados Unidos ya tomó medidas en este ámbito y los europeos tendrán que seguirlos. Se introducirán impuestos adicionales y aumentarán las subvenciones a las industrias nacionales. Por último, la generalización de las normas medioambientales también contribuirá a reducir el papel del comercio mundial en la producción. No estamos en una fase de desglobalización, como algunos han dicho, sino de declive del comercio mundial.

Al mismo tiempo, se está produciendo una multipolarización. Por un lado, se reforzará el pacto sino-ruso, que apoyará a todos los regímenes autoritarios, sean cuales sean. Ejecuten donde ejecuten, cuelguen donde cuelguen, uno de ellos siempre apoyará al gobierno en turno -a veces, Rusia; a veces, China-. 

Ejecuten donde ejecuten, cuelguen donde cuelguen, uno de ellos siempre apoyará al gobierno en turno -a veces, Rusia; a veces, China-. 

françois hollande

Por otro lado, estará la alianza de democracias, si Estados Unidos está dispuesto a decidir sobre la solidez de esta relación a la luz de sus propios intereses (que no necesariamente convergen con los nuestros), una vez que Europa haya tomado la opción que desarrollamos más arriba para asegurar su defensa y una vez que otros países, como Japón, Corea, Australia y Canadá, se hayan insertado en los sistemas de alianzas. El aumento de los gastos de defensa en las democracias es la prueba de que la convergencia es posible. Entre estos dos bloques, los países tendrán la tentación de desempeñar su propio papel, incluso, abriendo enfrentamientos periféricos: nuevas pequeñas potencias se imponen y desempeñan un papel en África o en Asia, por no hablar de Turquía. Por último, el terrorismo no saldrá necesariamente de escena porque, siempre que subsistan conflictos nunca resueltos sobre los que puedan insertarse elementos religiosos, es inevitable que se produzcan efectos indirectos que nos afecten. 

© Oleksandra Butova/SIPA

El multilateralismo será el gran perdedor en esta nueva situación. El Consejo de Seguridad está permanentemente paralizado por los vetos; las misiones de mantenimiento de la paz de la ONU demuestran cada día su total ineficacia y su costo prohibitivo, tanto en Malí como en la RDC. El Secretario General de la ONU hace valientes declaraciones que sólo escuchan quienes comparten sus valores. Mientras que este sistema está bloqueado en términos políticos, paradójicamente, las crisis sanitarias, el calentamiento global o el reto de la tecnología digital o de las comunicaciones a escala mundial nos obligan a cooperar e, incluso, a tomar decisiones. Si nuestras emisiones nos impiden respirar, si regiones del mundo sufren catástrofes recurrentes, si el GAFAS amenaza nuestra seguridad, todos estamos preocupados y, por lo tanto, movilizados para reducir las causas. Esto explica por qué, en cuestiones tan importantes como el cambio climático, los acuerdos internacionales aún son posibles y por qué, por fin, se vislumbra un rayo de esperanza. La opinión pública y el pueblo no han dicho su última palabra. Pueden surgir en cualquier momento para exigir la construcción de un orden común.

Existe una opinión pública mundial. Ésta opinión será la que anulará todas las pretensiones. 

françois hollande

El reciente ejemplo de la estrategia cero-Covid en China es esclarecedor. Un Estado puede, ciertamente, confinar a una población durante uno o dos años, pero llega un momento en el que, incluso con una autoridad brutal y medios de represión casi ilimitados, se topa con algo irreprimible: la necesidad de vivir. Existe una opinión pública mundial. Ésta opinión será la que anulará todas las pretensiones. 

Es la única luz que se nos permite ver en el cuarto oscuro en el que se ha convertido el mundo. Sin embargo, la serie de crisis de las que no somos capaces de salir debería llevarnos a un nuevo compromiso democrático. La lección, en definitiva, de esta confrontación mundial, de esta pretensión de la fuerza para negar la ley y de este desafío para la libertad, que no es una decadencia, sino un proyecto, es que las democracias son superiores a todos los demás regímenes -siempre que los ciudadanos afectados estén convencidos de ello para defenderlas mejor-. 

Notas al pie
  1. Este texto es una elaboración a partir de la conferencia inaugural pronunciada por François Hollande durante el ciclo 2023 de la Cátedra de Grandes Temas Estratégicos Contemporáneos de la Universidad de París-1 Panteón-Sorbona, de la que es socio el Grupo de Estudios Geopolíticos.