La revista propone un debate abierto, estructurante -no estructurado-, sobre la compleja relación de la idea europea con el universalismo: después de Pierre ManentSouleymane Bachir DiagneMgr Matthieu Rougé, Mireille Delmas-Marty y Rokhaya Diallo, abrimos nuestras columnas a Myriam Revault d’Allonnes.

¿Los valores europeos son universalizables?  En primer lugar, ¿de qué «universalidad» o de qué «universal» estamos hablando? ¿La dimensión universal de los valores europeos es una universalidad abstracta, a priori, que algunos califican de «dominante» porque, partiendo de un origen preciso y asignado (una identidad particular), pretende normalizar y alinear sobre su propio modelo lo que es distinto de sí mismo?  Ésta es la crítica que le hacen constantemente a este tipo de universalidad por parte de quienes la ven, con razón, como la expresión encubierta de la hegemonía (económica, colonial, cultural). Esta «universalidad» no es sino el trasplante unilateral de una forma singular efectivamente dominada por la modernidad occidental.  Sin embargo, esto es, precisamente, lo que se invoca en la reivindicación de una identidad europea monolítica, investida por los valores cristianos y en busca de una narrativa abarcadora.

Sin embargo, hay otra forma de pensar en lo universal y dicha forma no es, en absoluto, ajena a la historia ni al espíritu europeo: tanto como exigencia política (que debe aplicarse a toda la humanidad) como en calidad de exigencia antropológica que afirma la existencia de estructuras de pensamiento comunes y trascendentes para todas las culturas.  

Lo universal y lo histórico se entrecruzan; así es como un universal reivindicado y afirmado se convierte en un universal reconocido. 

MYRIAM REVAULT D’ALLONNES

Varios pensadores han intentado, durante mucho tiempo, escapar de la falsa alternativa entre, por un lado, la posición de un universalismo abstracto y omnicomprensivo que no sólo trascendería nuestras singularidades, sino que las aboliría, y, por otro lado, entre la diversidad de contextos, costumbres y situaciones culturales e históricas que invalidaría cualquier pretensión de universalidad con el argumento de que emana de un cierto imperialismo cultural. Ya sea Merleau-Ponty y la posibilidad de un «universal lateral» que reside en un «ensayo incesante de uno mismo por el otro y del otro por uno mismo» (y en el que se inspira de Souleyman Bachir Diagne), Ricoeur y el concepto de universales «históricos», «potenciales» o «incoativos» o Michael Walzer con la idea de un «universal reiterativo»: todos ellos rechazan un universal sobresaliente que, por un lado, se confunde con la uniformidad y con la homogeneización (indiferencia a las diferencias) y que, por otro lado, se proclama ocultando su posición conquistadora y/o dominante. Toman nota del impasse y de las desviaciones de este universal sobresaliente, pero no renuncian a la posibilidad, al horizonte (o al horizonte de sentido) de una universalidad plural. Esta búsqueda de posibilidades, que se opone a un universal omnicomprensivo y dado a priori, se manifiesta muy claramente en la elección de los calificativos utilizados. El universal «incoativo» designa un proceso que está comenzando, en proceso de ser realizado, validado y reconocido como tal por la prueba de la realidad. El adjetivo «reiterativo» subraya la repetición incesante de experiencias particulares, como una especie de incentivo para construir sobre lo que ya ha sucedido: si ya ha sucedido, entonces, todavía es posible. Lo que todos estos pensadores tienen en común es la insistencia en la alteridad, el encuentro y en el viaje. Por ejemplo, Merleau-Ponty intenta repensar, en estos términos, un universal reclamado (exigido, reivindicado) que se convertiría en un universal reconocido: se trata de constituir una «experiencia ampliada que se vuelve accesible, en principio, a hombres de otro tiempo y de otro país»1.

Si esto es así, el origen histórico (europeo u occidental) de un determinado valor no invalida su pretensión de universalidad. Por ejemplo, la pretensión de universalidad ligada a nuestra concepción de los derechos humanos tiene su origen en las culturas europeas y occidentales en las que se formuló por primera vez. Tiene una fuente, un origen histórico «particular»: esto no significa que emane de un supuesto imperialismo cultural ni que no sea universalizable ni que no contenga auténticos universales.  Sin embargo, para tomarlo en cuenta, es necesario articular las diferencias concretas y las exigencias de una convivencia democrática. No se trata de un universal que domine o abarque, sino de un universal reivindicado (solicitado, reclamado) que se convierta en un universal reconocido; algo así como una reinvención de lo universal en cada situación particular: menciono de paso que la universalidad del álgebra no se cuestiona por el hecho de que haya nacido en Bagdad, bajo los abasíes. ¿Por qué habría de ser diferente para los derechos humanos?  

Me parece que el enorme movimiento que, hoy, desatan las mujeres iraníes pretende ser un movimiento universal de derechos humanos cuya fuente es europea… Es un ejemplo de apropiación y de validación cultural y política de los valores europeos y occidentales… Lo universal y lo histórico se entrecruzan; así es como un universal reivindicado y afirmado se convierte en un universal reconocido.  Es el momento en el que esta «experiencia ampliada» se constituye y se hace accesible a otros en otro tiempo y en otros países… 

Estas observaciones sobre un universal que, lejos de ser un trasplante unilateral, es concebible como un objetivo, como una exigencia que se agudiza en situaciones concretas y singulares, podrían enriquecerse con un análisis crítico de la identidad europea: se trata de una identidad excéntrica que no encuentra su origen primario en sí misma, sino fuera de ella.

MYRIAM REVAULT D’ALLONNES

Este enfoque no está del lado de la aceptación de la dominación europea u occidental ni del lado de un relativismo generalizado erigido en norma, sobre todo, porque esta última, bajo el pretexto de movilizar la historia, invoca, con mucha frecuencia, particularidades «étnicas», «raciales», «tribales» y «de comportamiento» que no son más que simulacros de identidad. 

Estas observaciones sobre un universal que, lejos de ser un trasplante unilateral, es concebible como un objetivo, como una exigencia que se agudiza en situaciones concretas y singulares, podrían enriquecerse con un análisis crítico de la identidad europea: se trata de una identidad excéntrica que no encuentra su origen primario en sí misma, sino fuera de ella. Como atestiguan la historia mítica y la lengua griega de la que deriva la palabra, Europa (Europè) fue una princesa fenicia raptada por Zeus que, transformado en toro, se la llevó a Creta. Así, Europè fue secuestrada, arrancada del lugar donde nació (Asia Menor): es, en cierto modo, una persona desplazada. Y, según la etimología comúnmente aceptada del nombre, es un compuesto de «eurus» (ancho, que se extiende hacia fuera, en anchura) y «ops» (el ojo, la mirada, la vista).  Europa es, por lo tanto, la mirada lejana, la mirada llevada hacia lo lejano, la que se extiende más allá y fuera de sí misma, hacia lo que no es ella, hacia lo que es otra cosa fuera de lo que es ella. Ésta podría ser una primera aproximación a lo universal: no un universal omnicomprensivo que, partiendo de un origen preciso y asignado, pretenda normalizar y alinear sobre su propio modelo lo que es distinto a él, sino un universal marcado por la curiosidad hacia lo otro, lo diferente. A la pregunta «¿qué es esta Europa?, Paul Valéry respondió lo siguiente: «Es una especie de cabo del viejo continente, un apéndice occidental de Asia». Es cierto que se trata de un amplio comentario sobre el mito de la princesa Europa, pero Valéry no entendía Europa en el sentido de un territorio o de un conjunto de comunidades definidas por una identidad estable e inmutable. Al contrario, lo veía como un compuesto de valores, una mezcla de elementos, un conjunto de préstamos hechos desde afuera y a partir de los cuales se había construido. La naturaleza de estos préstamos está abierta al debate, pero lo que está claro, si se adopta este punto de vista, es que es difícil, si no imposible, asignarle a Europa una identidad original y primaria. Como afirma Edgar Morin en su apertura de Penser l’Europe, «en el origen de Europa, no hay un principio fundador original». En efecto, tanto el «principio griego» como el «principio latino» provienen de su periferia y son anteriores a él. El «principio cristiano» vino de Asia y no floreció en Europa hasta finales del primer milenio. 

Hay que añadir que el «campo de experiencia» europeo (el campo de sus diversas experiencias pasadas) no puede reducirse a un vector lineal. El pasado no es una pila de hechos ni una cronología. El patrimonio europeo es el resultado de una integración muy compleja, muy enmarañada, para nada monolítica. Consiste en el entrelazamiento de tradiciones fuertes y heterogéneas a la vez, incluso contradictorias. El antiguo Israel y el cristianismo primitivo se entrelazaron con la cultura grecolatina, con las sucesivas mutaciones (las «crisis») que se sucedieron a través del Renacimiento, la Reforma Protestante, la Contrarreforma, la Ilustración (que no es, en absoluto, un movimiento homogéneo), el Romanticismo, la Revolución Industrial, los procesos de «secularización», etcétera. Todo ello constituye un tejido muy frágil, no sólo por su carácter compuesto y sus disimilitudes, sino también porque la cultura europea se enfrenta a las convicciones y creencias de esas diversas tradiciones sedimentadas y a la «crítica» en el sentido fuerte del término, tal como lo reclamaba la filosofía de la Ilustración: «pensar por sí mismo», por citar la máxima kantiana de la autonomía de la razón. Es difícil entender por qué la «crítica», así entendida, sería la marca de una hegemonía o de un imperialismo cultural si es cierto que apela, sobre todo, a la capacidad de autonomía y de autorreflexión; no se trata sólo de contenidos externos a los que se niega a suscribir sin haber examinado sus presupuestos. También es una actitud reflexiva que mira hacia atrás y que revisa constantemente sus propios presupuestos. Los grandes descubrimientos y la colonización no estuvieron exentos del poder crítico de Montaigne, quien escribió, en 1580, en Des cannibales: «somos los bárbaros del mundo». Jonathan Swift, en Los viajes de Gulliver (1726), denunció la «piadosa» empresa civilizadora bajo la que se esconde «una moderna expedición colonial». Cada momento de dominación y colonización europea ha visto surgir movimientos anticoloniales desde adentro: la Exposición Universal de 1937 fue violentamente desafiada por los surrealistas, etcétera.  Podemos multiplicar los ejemplos de estas experiencias contradictorias, de esta ansiedad, de esta «intranquilidad» que hace de la conciencia europea una conciencia de crisis que no puede identificarse pura y simplemente con la satisfacción de una cultura dominante. Existe, pues, una fragilidad del espacio europeo de la experiencia, ligada a la discordancia permanente entre la fuerza de las convicciones y la fuerza de la crítica.  En este sentido, podría argumentarse que, paradójicamente, esta conciencia de crisis (esta confrontación permanente entre las convicciones y la crítica incesante) es la que puede alimentar un proceso de universalización porque lo somete a la prueba de la realidad. Se trata de un desafío a un universal equivocado que confunde lo universal con lo uniforme y que oscurece la violencia que ha acompañado su expansión. Sin embargo, esto también permite que no se invalide ninguna exigencia de universalidad resultante de la modernidad occidental (aunque sea burlada en la práctica) reduciéndola a un simulacro o a la vacuidad de un discurso «utópico». 

No hay verdadero universal si no es el que está abierto a la alteridad y habitado por la pluralidad. Para entenderlo, es necesario salir de esta lógica binaria en la que, por un lado, se enfrenta un universal sobresaliente autoproclamado con, por otro lado, la crítica de una universalidad siempre reducida al discurso de la dominación.

MYRIAM REVAULT D’ALLONNES

Esta fragilidad constitutiva, esta conciencia de crisis, sólo puede ser atendida por narrativas que se entrecrucen y entremezclen porque las personas son seres enredados en historias y sus vidas no sólo se viven: se cuentan. Existe, pues, un tipo de identidad al que tienen acceso los individuos (pero también los grupos y los pueblos) y que está mediado por la función narrativa. Esta «identidad narrativa» (Paul Ricoeur) es una identidad construida en el cambio y no una identidad inmutable y permanente, siempre idéntica a sí misma.  De nuevo, esto se aplica tanto para las comunidades históricas y políticas como para los individuos porque las narraciones siempre tienen varias voces.  Nuestras identidades personales están vinculadas a las identidades colectivas y nuestras aventuras singulares están siempre atrapadas en aventuras que conciernen a otros. Por eso, la narrativa, ya sea ficción o historia, nunca es sólo «autonarrativa» en el sentido de un «yo» aislado: nos hace compartir otras experiencias, nos hace participar en el mundo. Es evidente que esta identidad narrativa, ligada al recuento incesante de una narración anterior por otra posterior, no es una identidad estable ni impecable, ya que no deja de operar una cadena de transformaciones, reelaboraciones y rectificaciones. Se hace, se deshace y se rehace constantemente. Además, los relatos que las comunidades se transmiten entre sí sobre sí mismas y sobre los demás no sólo se enredan, sino que chocan y entran en conflicto: lo que es un relato de victoria y gloria para unos es un relato de derrota, humillación e, incluso, resentimiento para otros. Uno nunca se libra de la exposición a la alteridad. Es un aspecto fundamental de lo universal, tanto como horizonte de sentido como en calidad de idea reguladora y de «hacerse» ante la realidad plural: no hay verdadero universal si no es el que está abierto a la alteridad y habitado por la pluralidad. Para entenderlo, es necesario salir de esta lógica binaria en la que, por un lado, se enfrenta un universal sobresaliente autoproclamado con, por otro lado, la crítica de una universalidad siempre reducida al discurso de la dominación. Compliquemos un poco las cosas… 

Notas al pie
  1. Merleau-Ponty, «  Rapport pour la création d’une chaire d’anthropologie sociale au Collège de France  », 1958, hors-série n°2, 2 de noviembre de 2008.