Políticas del planeta
¿Cómo no ver que la crisis ecológica mundial es ahora una cuestión política? Detrás del espectáculo cada vez más frecuente de los incendios, las inundaciones y las olas de calor, vemos desplegarse los escenarios de una política de la Tierra que moviliza tanto a los expertos como a los legos. El planeta ya no es el telón de fondo pasivo y mudo de la historia humana, sino uno de los objetos que hay que tomar para conquistar el poder. La Tierra está en todas partes: en las grandes cumbres internacionales, en las reuniones diplomáticas, en las instituciones multilaterales de comercio mundial, en el discurso de las ONG, en los grupos de investigación geoestratégica, en los candidatos a las elecciones nacionales y locales, en las aulas universitarias. Tanto si se trata de preparar los sistemas sociales para las consecuencias del cambio climático como de limitar su impacto, la competencia política se organiza en torno a la capacidad de integrar la cuestión planetaria en la construcción de lo político.
Sin embargo, aunque la Tierra sea una cuestión de poder, también está claro que el curso de los acontecimientos aún no se ha alterado. Nos encontramos en un período histórico intermedio, una guerra climática “ilusoria”, en la que se han colocado las piezas en el tablero de las relaciones de poder nacionales e internacionales, pero ninguna de ellas se ha jugado realmente aún. Los equilibrios ideológicos internos de las democracias liberales se están reajustando en la división entre un renacimiento social, democrático y ecológico, y un nacionalismo identitario, que también puede beneficiarse de un discurso de respuesta a la crisis climática haciendo una apología de las fronteras y la seguridad. Sin embargo, el statu quo liberal sigue ocultando este nuevo conflicto en la mayoría de los países, precisamente difuminando el mensaje y jugando con la necesidad de reformar y de protegerse contra las amenazas percibidas como externas.
Los acuerdos comerciales, las estrategias industriales y las instituciones que regulan las finanzas internacionales también están muy «climatizados», por utilizar el término de Stefan Aykut y Lucile Maertens: así, está de moda condicionar las asociaciones comerciales a cláusulas ecológicas, desincentivar o gravar las inversiones sucias o volver a situar al Estado inversor-estratega en el mapa. Lo mismo ocurre con los organismos responsables de la seguridad mundial y la estabilidad geoestratégica1. Pero, al igual que en la escena nacional, todos esos cambios siguen siendo potenciales: las emisiones de CO2 siguen aumentando, y las medidas de protección y adaptación al cambio climático son un alivio muy magro, generalmente reservado a los más ricos.
Este interregno se explica por la ausencia de un motor social capaz de propiciar una salida al estancamiento climático. En primer lugar, el productivismo implícito de los modelos de crecimiento y protección social dificulta el desarrollo de un amplio apoyo democrático a los principios de una economía política antropocénica2. De hecho, una parte de los empleos y de la condición social de las personas sigue dependiendo de la economía de los combustibles fósiles, ya sea directamente en los sectores industriales, o indirectamente a través de los presupuestos de las clases populares limitados por el precio de la energía, los combustibles y los alimentos3. La cuestión del costo del cambio de modelo, y su distribución social, sigue siendo el principal obstáculo para una activación real de la politización del planeta. Con esto nos referimos a una politización que desencadene transformaciones reales en las infraestructuras de toma de decisiones, en el orden socioeconómico y, en última instancia, en las formas de vida. Una politización que supere los discursos de alerta y la economía de la promesa perpetua, capaz de provocar una redefinición profunda, más allá de la adhesión o no de los individuos a la causa del medio ambiente, de la relación entre el capital, el trabajo y la biosfera. A falta de una politización tan transversal y eficaz de la cuestión planetaria, es de temer que la coalición de los combustibles fósiles, que en su versión estadounidense llevó al poder a Donald Trump, tenga un largo futuro por delante4.
¿Qué nos falta? Sólo una mediación simbólica y sociológica parece poder establecer el vínculo entre el conocimiento que tenemos del estado del mundo y las instituciones que inventamos para gobernarnos, para enmarcar de forma sostenible y responsable el mundo al que está ligado nuestro destino. Durante mucho tiempo, el pacto entre el proceso de conquista de la abundancia material y la construcción jurídica y política de la autonomía había asegurado ese vínculo. En la mayoría de las democracias liberales, el pacto fue asumido por la economía política capitalista y por el Estado de seguridad: se trataba de hacer productiva la naturaleza para liberar a los individuos de la carencia y asegurar las relaciones internacionales mediante la interdependencia económica. Tras la descolonización, el pacto se reinventó en el marco del Estado desarrollista5 y la preocupación por la soberanía de los recursos6. Sin embargo, ahora es imposible atenerse a esa fórmula que ha definido en gran medida la modernidad, ya que la relación histórica entre la ampliación de las fronteras de la productividad y la construcción de una base de protecciones jurídicas y sociales para los individuos se está tambaleando. Los aumentos de productividad son cada vez más difíciles de conseguir, generalmente a costa de la calidad de vida y las condiciones de trabajo de las masa, además, la legitimación del orden democrático mediante el crecimiento amenaza constantemente con erosionar sus cimientos. Pero los cambios de paradigma no ocurren por arte de magia: el hecho de que la economía de los combustibles fósiles, y más ampliamente, la productividad ilimitada, hayan capturado la imaginación política está profundamente arraigado en nuestros patrones de pensamiento y acción7.
Gran parte de esta confiscación del futuro está relacionada con la construcción deliberada por parte de los intereses de los combustibles fósiles de lo que podría llamarse un discurso de inevitabilidad. El coche individual y los modelos urbanos asociados a él, los procesos industriales que sustentan los aspectos más cotidianos de nuestra vida, todo ello debió ser objeto de una importante inversión histórica, que continúa en la actualidad8. Pero la fosilización de nuestros imaginarios políticos no sólo se explica por el lobby de la industria energética: como ya había demostrado Pierre Bourdieu en los años 60, la política de productividad y crecimiento también neutralizó en parte los conflictos distributivos entre la clase trabajadora y los inversionistas al hacer posible un «reparto de los beneficios» que parecía más justo para todos9. La correspondencia temporal entre la expansión de la productividad y el bien común, o incluso alguna forma de universalidad, es ya cosa del pasado. Lógicamente, la tarea actual es construir otro sustrato material sobre el cual basar la justicia socioeconómica, y encontrar su traducción institucional.
Sin embargo, a estas alturas del debate, sería un error adoptar un enfoque dogmático que definiera in abstracto una nueva teoría de la justicia adaptada al Antropoceno, independientemente de las relaciones de poder sociales y geoestratégicas. De hecho, la «climatización» de las políticas nacionales e internacionales ha provocado transformaciones fundamentales en el ideal ecológico.
Los candados de la abundancia
Es necesario retroceder un poco para arrojar luz sobre esto. Tras la Segunda Guerra Mundial, la construcción de una gobernanza supranacional y la construcción de normas ético-jurídicas que se suponía que se aplicaban a toda la humanidad debían responder a la amenaza universal y existencial que el totalitarismo suponía para la humanidad (como realidad y como principio). A menudo se olvida, pero la preservación del medio ambiente fue una de las misiones de ese universalismo de posguerra10 bajo el liderazgo del director de la UNESCO, y futuro fundador del WWF, Julian Huxley. Las actuales Conferencias de las Partes (COP), en las que se pretende establecer la coordinación internacional de la lucha contra el cambio climático, son las herederas lejanas de esos primeros esfuerzos. Se apoyaban en la constatación de una crisis ética, en un discurso de responsabilidad por el futuro, en la neutralidad política de la ciencia y en el apego al principio universalista que obliga a superar las divisiones de intereses cuando está en juego el bien de la humanidad. Pero, como nos recuerda amargamente cada COP, este mecanismo neokantiano no contribuye en nada a la construcción de una paz perpetua descarbonizada, sencillamente porque no está en sintonía con los lugares reales de poder donde se deciden las estrategias industriales, las concesiones mineras y los flujos financieros11.
Mientras que durante la mayor parte del siglo XX el ideal ecologista encontró su matriz en estos mecanismos humanitarios-universalistas, a principios del siglo XXI se vio empujado a buscar en otra parte sus justificaciones y el modelo de los procedimientos a defender. Así, en los últimos años, hemos visto surgir una política de transformación planetaria que no se basa tanto en la crítica del antropocentrismo o en la necesidad de un nuevo código ético como en la redefinición de los vínculos entre capital, trabajo y naturaleza.
Tomemos como referencia histórica la publicación del informe de Nicholas Stern sobre la economía del cambio climático en 2006. Al definir la crisis climática como una falla del mercado, es decir, como una traición al principio liberal de que la libre competencia permite una asignación óptima de los recursos y, por tanto, el mal social menor, el Informe Stern popularizó un debate hasta entonces técnico sobre las condiciones de la acumulación de capital en un mundo finito. Abrió la puerta a un encuentro hasta ahora insólito entre el debate sobre la racionalidad de la economía neoclásica y el empoderamiento político del planeta.
Lo que está en juego desde entonces en el ámbito intelectual y político no es simplemente la aparición de una «economización» de la crisis climática12, sino la posibilidad de hacer de la racionalidad económica el locus privilegiado desde el cual pensar la construcción de las políticas globales. Desde un punto de vista estrictamente teórico, la idea de que el sistema de precios no contiene información fiable sobre el estado del metabolismo ecológico se remonta al menos a Thorstein Veblen, y quizás incluso antes. Sin embargo, desde un punto de vista histórico y social, la novedad es real: después de décadas de intentar responsabilizar a los consumidores, de invocar una causa trascendente para dar la razón a otros seres distintos de los humanos, el centro de gravedad del debate se ha desplazado, y con él la capacidad de traducir la cuestión climática al lenguaje del poder que es la economía. En el paradigma humanitario-universalista, nos vimos en cierto modo obligados a dar un salto entre el lenguaje de la ciencia (las advertencias de los climatólogos, y antes, de los ecologistas especializados en biodiversidad, toxicología, etc.) y el de las normas sociales. La incapacidad de cambiar las justificaciones del poder, las definiciones del bien común y los resortes del cambio real se debe a la brecha entre dos esferas demasiado heterogéneas. Esto es lo que ha contribuido a confinar la causa ecologista al registro de la culpa moral durante tanto tiempo.
La cuestión ecológica y climática afecta ahora a lo que constituye el código del orden social en las sociedades industriales, comerciales y financiadas, es decir, el capital y las instituciones que garantizan su circulación y distribución. El debate sobre los impuestos sobre el carbono, los mercados de derechos de contaminación, la reconstrucción de un Estado inversionista y las políticas industriales13 sobre el papel de los bancos centrales o los posibles mecanismos de planificación14, alimentan la esperanza de una futura codificación económica del nuevo orden planetario que pueda conquistar al mayor número de personas. Naturalmente, todo un espectro de posiciones ideológicas compiten por imponer dispositivos más o menos favorables según la clase social considerada. Pero parece que al menos tenemos el lenguaje para traducir, para la sociedad, las noticias que nos llegan de las ciencias de la Tierra.
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En cierto modo, se trata de que la racionalidad económica encuentre una forma de redención después de haber sido durante tanto tiempo cómplice de las crisis del capitalismo contemporáneo. Las distintas variantes del Green New Deal desarrolladas en Estados Unidos y Europa, pero también la orientación general del XIV plan quinquenal chino15, pretenden integrar la seguridad planetaria en la normativa que regula los flujos de capital, en particular mediante una «transición energética», y adaptar la organización del trabajo a esta transición. Incluso desde el punto de vista de las opciones teórico-políticas que rompen más claramente con estos principios, lo que está en juego se formula esencialmente en términos económicos, ya sea que hablemos de un abandono total de la racionalidad capitalista o de una desmercantilización masiva de los sectores estratégicos. En cualquier caso, el intermediario económico permite imaginar de forma mucho más concreta que antes la manera de poner en marcha toda la estructura social y superar el estancamiento climático. Los diseñadores de estos diferentes escenarios económicos se ven impulsados por el deseo de construir alianzas democráticas (o al menos electorales) en las que puedan reunirse los ciudadanos interesados. Aunque el simple espectáculo de las catástrofes ecológicas no parezca ser lo suficientemente eficaz para hacer campaña por el cambio, es necesario pasar por programas de reindustrialización, impuestos, redistribución y formación. Todas estas son herramientas que permiten codificar la crisis global no como una carga, sino —a costa de un pequeño arreglo con la realidad— como una oportunidad, con la clave para redefinir las divisiones sociales e ideológicas del pasado16.
Es este vínculo orgánico entre la creación de coaliciones sociales y la economía del cambio climático lo que quizá ofrezca las mejores garantías de una transformación real hoy. A medida que el romanticismo de la protesta se va desvaneciendo en el espejo retrovisor, aparece ante nosotros una ecología que escinde, politiza e implica. Una realineación de intereses en torno a la transición, la voluntad de acoger en la política de la Tierra a una parte de los «perdedores» del orden neoliberal, son factores que constituyen la base de los conflictos actuales y futuros, así como la matriz de un giro realista de la ecología política17.
Sin embargo, es quizás aquí donde la promesa de una codificación esencialmente económica de los problemas alcanza paradójicamente sus límites. Por supuesto, tenemos la suerte de leer casi a diario los riquísimos análisis de los economistas que tratan de identificar los mecanismos de regulación y distribución de la riqueza capaces de devolvernos a los límites del sistema Tierra. Pero, ¿tenemos realmente una idea más precisa, a través de esos trabajos, de la dinámica política que puede conducir a una salida del estancamiento?
Por el momento, podemos ver con bastante claridad cómo un cierto número de intereses económicos tienen encadenado el futuro y, por tanto, imaginar las relaciones de poder capaces de liberarlo. Sin embargo, la mayoría de las veces, éstas siguen siendo bastante tecnocráticas: son las normas de funcionamiento de los bancos centrales, la lógica de los grupos de presión, el chantaje que los inversionistas pueden hacer respecto al uso o a la devaluación de los activos «varados», todos ellos mecanismos que implican principalmente a las élites financieras y políticas. El contenido sociológico real de los grupos capaces de defender y llevar a cabo uno u otro de estos proyectos de codificación económica del Antropoceno está menos claro. La principal explicación de esta inercia, del sorprendente retraso de la vida social18 respecto a sus más altas instituciones, es que pocos representantes políticos se atreven a decir la verdad sobre las consecuencias de la crisis global.
El crecimiento del mal y la racionalidad económica
La crisis se presenta alternativamente como una catástrofe en curso y destinada a empeorar, una catástrofe que es nuestra responsabilidad y, al mismo tiempo, como una oportunidad para regenerar la igualdad y la justicia social, como un argumento imparable para gravar a los ricos y restaurar la democracia. El dilema es real, imposible de sortear: para constituir el bloque social que apoye la transición, es necesario presionar los afectos políticos del mayor número, arrancar apoyos poniendo en juego la supervivencia de los niños y suscitar un sentimiento de esperanza en el que resuenen los logros de las grandes luchas sociales del pasado. El precio que hay que pagar por mantener la esperanza es callar lo que nadie quiere oír, es decir, que la integración de los límites planetarios en el orden social tendrá consecuencias para todos. Consecuencias que deben repartirse de la forma más justa posible, pero que, sin embargo, son difíciles de presentar de forma totalmente positiva: se trata de una lucha por reducir las injusticias asociadas a la perturbación del sistema Tierra y, por tanto, de una lucha en la que la premisa inevitable es la del aumento del mal19.
La función de la racionalidad económica que se está implantando actualmente es, entre otras cosas, disipar los efectos de este reconocimiento, que sin embargo está en estado latente en la sociedad. Al hablar de una reorganización de los canales de financiamiento de la economía y de una redistribución de las oportunidades a favor de la clase media, la economía del cambio climático se conforma con demasiada frecuencia con un pensamiento que adopta el punto de vista de los organismos gubernamentales, que se sitúa en la cabina de mando de las decisiones globales para controlar a distancia las palancas macroeconómicas de la transición. El costo bruto de las necesidades de protección y adaptación rara vez se menciona. El origen de los fondos que se utilizarán para mantener las infraestructuras, los sistemas de reproducción de la sociedad, todos los sectores no lucrativos o de baja rentabilidad, se deja cortésmente de lado para dar a entender que, bajo la dirección de la experiencia económica, se equilibrarán los costos y los beneficios. En lo que respecta a la inversión en la transición, la razón económica puede navegar con sus herramientas y hacer promesas interesantes, pero en lo que respecta a las «magnitudes negativas», la cuestión permanece. La más enigmática de dichas magnitudes negativas es, por supuesto, la cuestión de la sobriedad: traducido en términos económicos, el desarrollo de las infraestructuras de transporte público, la eliminación de la obsolescencia programada, el acortamiento de las cadenas de suministro, la reducción de los residuos, todo ello implica inevitablemente una contracción de la esfera económica y de la lógica de la acumulación. Sin embargo, me parece que no tenemos una visión clara de las consecuencias políticas de esa contracción, deseada o sufrida, y menos aún de la composición de la coalición social que apostará por ese escenario, es decir, que aceptará soportar las consecuencias de esa contracción económica en nombre de un bien que no es cuantificable: la seguridad, la estabilidad y la paz. El cambio de lo cuantitativo a lo cualitativo es lo que marca el paso del universo económico de la calculabilidad y la previsibilidad al universo político de la decisión.
Buena parte del esfuerzo de los economistas, o digamos más ampliamente del discurso económico sobre la crisis global, consiste en apoyar la viabilidad de la transición energética demostrando que el costo está a nuestro alcance20, que los beneficios son mayores que los riesgos —sobre todo si son medidos y asegurados por los poderes públicos—, que la mayoría saldrá ganando, y que no se trata de alterar la vida cotidiana de los ciudadanos. La estrategia es correcta. Pero si todavía no está ganando, no es sólo porque se ve frenada por otras estrategias competidoras como la del repliegue en la negación y el unilateralismo, sino también porque deja lugar a dudas sobre cómo gobernar las magnitudes negativas. El necesario estrechamiento de la amplitud material de nuestros estilos de vida es generalmente entendido por una gran parte de la población como un estrechamiento de la libertad, de las oportunidades materiales y simbólicas de emancipación. Desde ese punto de vista, la sobriedad y la sustentabilidad constituyen un muro político que siempre se puede intentar sortear por medios ideológicos más o menos sutiles, o por cálculos de interés, pero que no por ello está menos presente en la mente de todos. Que se presente como una cuestión de «poder adquisitivo», «libertad de movimiento», «libertad de elección», o cualquier otra expresión que encierre el vínculo entre abundancia y libertad, no cambia nada: más allá de las recetas económicas inventadas para reorientar los flujos de capital de la catástrofe hacia la sustentabilidad, está el problema realmente político de acomodar las aspiraciones de todos en el nuevo espacio ecológico disponible.
La conclusión natural de esta observación es que la lucha política actual debe ser tanto de reorganización económica como de reorganización de las normas sociales de consumo, alimentación, movilidad, trabajo y pertenencia al grupo. Casi todo lo que conforma la construcción de la persona y el sentimiento de autonomía puede verse afectado por esa reorientación. El cambio de la dimensión metabólica y energética de la sociedad, en la medida en que afecta a las relaciones sociales en general, y no sólo a los hábitos de consumo de los más ricos, nos concierne a todos: aunque sea absolutamente correcto hacer que los más ricos financien la transición, el dinero así recaudado se invertirá en infraestructuras y en un modelo de desarrollo que cambiará la vida de todos. Y mientras este cambio sea visto como una carga, hay pocas posibilidades de que prevalezca el argumento estrictamente económico de las oportunidades asociadas a la transición: para muchos, la aparente seguridad del orden productivo del pasado ofrece aún más garantías que la anticipación de riesgos considerados inciertos y lejanos.
El reto de cerrar la brecha entre las emisiones reales y los compromisos internacionales no puede dejarse sólo en manos del diseño institucional y macroeconómico. O más bien: la racionalidad económica que se ajusta al Antropoceno no hace más que señalar la dificultad de la reintegración socio-ecológica al revelar una brecha entre la definición de los principios de regulación y los obstáculos sociológicos reales que impiden que se traduzcan en sistemas de actitudes, comportamientos y normas que guíen las elecciones y representaciones de la colectividad. Desde este punto de vista, parece poco probable que la racionalidad económica baste para ganar la batalla política, aunque sea obviamente un aliado esencial.
Del cálculo a la decisión
Una de las principales fuentes de pesimismo a este respecto es la dinámica intrínseca de las relaciones internacionales. Las relaciones de poder militares y geoestratégicas tienden a alimentar una carrera por el crecimiento y por asegurar el suministro de energía y materias primas, y se puede argumentar que, cuanta más presión tengan estas relaciones, más se acelerará la carrera.
Por lo tanto, existe un vínculo orgánico entre el estado de las relaciones internacionales y la capacidad de reorientar los modelos de desarrollo a escala mundial. El lenguaje de la confrontación, que tiende a aumentar indefinidamente los arsenales industriales y militares de las grandes potencias, hace muy difícil imaginar un atenuamiento coordinado a nivel mundial de los sistemas de energía y producción. La consecuencia es, por supuesto, que los países que ya son los más ricos, y por tanto los más responsables de la crisis climática, agravan el enorme desequilibrio entre ellos y la mayoría de las pequeñas y medianas potencias del Sur, que no tienen que hacer el mismo esfuerzo de autolimitación que nosotros. Éste es un ejemplo más de la brecha que queda entre la racionalidad económica y la política: la distensión diplomática y comercial entre China y Estados Unidos, absolutamente necesaria para la construcción de políticas globales, no puede ser el resultado de un cálculo puramente económico. Se trata de la voluntad de los actores políticos, es decir, un enfoque orientado por la construcción de la paz y el equilibrio.
Ya sea en la lógica social interna de las democracias liberales del Norte, o en el plano de las relaciones internacionales, podemos identificar así los límites del enfoque principalmente económico de la cuestión mundial. En otras palabras, no saldremos del estancamiento climático por la simple fuerza del cálculo y la movilización de intereses.
La composición de las alianzas sociales y geopolíticas que serán los motores del cambio también implica elementos como el sentimiento de miedo, el sentido de la responsabilidad, la capacidad de asumir riesgos y la capacidad de desprenderse del peso del pasado. Todos ellos son motivos de acción que superan el marco ideal del cálculo costo-beneficio, y que abren forzosamente un tiempo de decisión en un espacio de posibilidades restringidas.
Notas al pie
- Stefan C. Aykut y Lucile Maertens, “The climatization of global politics: introduction to the special issue”, International Politics, vol. 58, no. 4, 2021, pp. 501-518.
- Ingolfur Blühdorn, «The legitimation crisis of democracy: emancipatory politics, the environmental state and the glass ceiling to socio-ecological transformation», Environmental Politics, vol. 29, no.1, 2020, pp.38-57; y Matto Mildenberger, «Carbon Captured, How Business and Labor Control Climate Politics», MIT Press, 2020.
- Pottier, Antonin, et al., «Qui émet du CO2 ? Panorama critique des inégalités écologiques en France», Revue de l’OFCE, vol. 169, no. 5, 2020, pp. 73-132.
- Thomas Oatley y Mark Blyth, «The Death of the Carbon Coalition», Foreign Policy, 12 de febrero de 2021.
- Ver, para el ejemplo de India, Chatterjee, E. (2020), «The Asian Anthropocene: Electricity and Fossil Developmentalism», The Journal of Asian Studies, vol. 79, no. 1, pp. 3-24.
- Para el caso de Brasil, ver Antoine Acker, «A Different Story in the Anthropocene: Brazil’s Postcolonial Quest for Oil (1930-1975)», Past & Present, vol. 249, no. 1, 2020, pp.167-211; sobre Medio Oriente, Philippe Pétriat, Aux pays de l’or noir. Une histoire arabe du pétrole, París, Gallimard, 2021.
- Andrea Coccia, «Contre la voiture», le Grand Continent, abril de 2021.
- Al respect, ver Cara N. Daggett, The Birth of Energy. Fossil Fuels, Thermodynamics, and the Politics of Work, Duke University Press, 2019; o también Matt Huber, Lifeblood. Oil, Freedom, and the Forces of Capital, University of Minnesota Press, 2013.
- Le partage des bénéfices, expansion et inégalités en France [Actas del Coloquio organizado por el Cercle Noroit en Arras, 12 y 13 de junio de 1965], Les Éditions de Minuit, 1966.
- Ver los capítulos que Joachim Radkau consagra al tema en The Age of Ecology. A Global history, Polity, 2014.
- Jessica F. Green, «Follow the Money. How Reforming Tax and Trade Rules Can Fight Climate Change», Foreign Affairs, 12 de noviembre de 2021.
- Ève Chiapello, Antoine Missemer, Antonin Pottier et al. (dir.), Faire l’économie de l’environnement, París, Presses des Mines, 2021.
- Mariana Mazzucato, Rainer Kattel y Josh Ryan-Collins, «Industrial Policy’s Comeback», Boston Review, 15 de septiembre de 2021.
- Cédric Durand y Razmig Keucheyan, «L’heure de la planification écologique», Le Monde diplomatique, mayo de 2020, pp. 16-17; Maximilian Krahe, «Planifier pour répondre à l’incertitude», infra, p. 000. Para una síntesis de estas diferentes estrategias, ver Anusar Farooqui, Tim Sahay, Adam Tooze, Daniela Gabor, Robert Hockett, Saule Omarova, Yakov Feygin, «Investment and decarbonation», Phenomenal World, 18 de junio de 2021.
- Michel Aglietta, «Le 14ème plan quinquennal dans la nouvelle phase de la réforme chinoise», Revue GREEN: Géopolitique, Réseaux, Énergie, Environnement, Nature, Groupe d’études géopolitiques, no.1, septiembre de 2021.
- Stein Pedersen, Valentin Jakob, Bruno Latour y Nikolaj Schultz, «A conversation with Bruno Latour and Nikolaj Schultz: Reassembling the geo-social», Theory, Culture & Society, vol. 36, no.7-8, 2019, pp. 215-230.
- Pierre Charbonnier, «Le tournant réaliste de l’écologie politique», le Grand Continent, 2020.
- Gilles Gressani, «Comprendre l’écosocialisme, une conversation avec Paul Magnette», le Grand Continent, septiembre de 2021.
- Para un relato esclarecedor de esta idea, véase Helen Thompson, «The geopolitical fight to come over green energy», Engelsberg Ideas, 5 de marzo de 2021.
- Véase, por ejemplo, Adam Tooze, «Realism and NEt Zero: the EU case», 23 de marzo de 2021. El historiador concluye su análisis de la «viabilidad» de la transición energética europea con estas palabras: «Invertir en la transición energética limpia y en la modernización verde puede resultar un ámbito en el que Europa puede, de hecho, ofrecer a sus ciudadanos un futuro dinámico y prometedor».