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El 22 de septiembre del año pasado, el Presidente de la República Popular China, Xi Jinping, anunció un plan para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero con el fin de lograr la neutralidad de carbono a más tardar en 2060. Ese país, al que a veces se le denomina “la chimenea del mundo”, el mayor emisor de CO2 y la primera potencia industrial del mundo, parece así emprender una vía de desarrollo hasta ahora desconocida. Porque se trata, efectivamente, de una opción de desarrollo y, en ningún caso, de una renuncia al mismo; y si bien se trata en realidad de aplicar los compromisos adquiridos durante el Acuerdo de París de 2015, estos adquieren un significado político inesperado en el contexto actual.
En un texto publicado unos días después, el historiador Adam Tooze desplegó los diversos significados geopolíticos de este anuncio, que consideraba un importante punto de inflexión en el orden internacional. El peso económico, ecológico y estratégico de este país es suficiente para hacer de este anuncio –incluso independientemente de su posterior aplicación– una palanca arquimédica que debería provocar un profundo reajuste de las políticas industriales y comerciales contemporáneas.
En Europa, y más aún en Francia, estos anuncios han sido acogidos con gran cautela, incluso con silencio. Solo el tiempo dirá si se trata realmente de un Pearl Harbor climático o de un simple anuncio que no se ha cumplido, pero cuando se trata de China y el clima, nos proyectamos inmediatamente hacia cuestiones de gigantesca magnitud, que haríamos mal en ignorar. Me gustaría intentar ir más allá de la reticencia a ver todo el alcance de estos anuncios, para considerar cómo pueden transformar la relación de la ecología con el poder, tal y como se ha concebido hasta ahora en nuestras provincias occidentales.
El primer punto que hay que destacar, considerado únicamente de manera implícita por Adam Tooze, es la monumental paradoja histórica de hacer una demostración de poder político en 2020 al embarcarse en un programa de desarme de combustibles fósiles.
Desde el advenimiento de las sociedades industriales, y más aún desde la época posterior a la Segunda Guerra Mundial, la capacidad de movilizar recursos, y particularmente recursos energéticos, se ha identificado casi unívocamente con la influencia en el escenario político mundial. El carbón y el petróleo no solo son los principales motores de una capacidad productiva que debe generar altos niveles de consumo y una relativa pacificación de las relaciones entre clases, sino también lo que está en juego en las proyecciones transfronterizas de poder destinadas a asegurar un suministro continuo a precios bajos. El orden político surgido de la Segunda Guerra Mundial, totalmente obsesionado con la búsqueda de la estabilidad (a falta de una verdadera paz) tras el episodio del fascismo, encontró en el despliegue de las fuerzas productivas un instrumento de poder sin parangón, que permite tanto aliviar las tensiones internas de las sociedades industriales como mantener el statu quo entre estas naciones y los nuevos actores surgidos de la descolonización.
Es esta dinámica histórica la que explica la reticencia a seguir el camino de una revolución ecológica. Mientras que el imperativo climático ha sido expuesto en detalle por las ciencias del sistema terrestre, la inercia del paradigma desarrollista y su efecto de mancha de aceite en las relaciones internacionales y entre clases, paraliza desde hace tiempo la bifurcación verde. Se suele preguntar cómo se puede salvaguardar el “modelo social”, francés u otro, si nos privamos de un motor esencial de crecimiento. Del otro lado del mundo, la pregunta es cómo se pueden satisfacer las demandas de desarrollo en un planeta que está mostrando sus límites.
El anuncio del presidente chino rompe esta lógica y es por eso que tiene una importancia histórica: frente al estancamiento de Estados Unidos en una crisis democrática y las ambigüedades del plan europeo de recuperación ecológica, China toma la delantera y abre una brecha al indicar que ya es posible, e incluso necesario, llevar a cabo una política energética sin el apoyo de los combustibles fósiles. Porque el plan de financiación de una infraestructura productiva descarbonizada no significa, obviamente, que China renuncie a su sueño de desarrollo e influencia geoestratégica. Simplemente está anunciando que, a partir de ahora, basará su poder –tanto su motor económico como su fundamento estratégico– en otras posibilidades materiales. Todavía no se conocen bien y se le otorgará, sin duda, un gran lugar a la energía nuclear1, pero contienen el inicio de un cambio en las relaciones de poder entre China y el mundo.
China cumple así una doble función. En primer lugar, responde a la ciencia y prevé un futuro en el que el calentamiento global sea limitado. Al mismo tiempo, consolida su legitimidad interna y externa al surgir como un actor responsable, alineado con los objetivos anunciados en el Acuerdo de París. Adam Tooze, como historiador de las economías de guerra, ha aclarado perfectamente el carácter a la vez realista y moral de este anuncio: no podemos darnos por satisfechos con un debate que oponga las intenciones interesadas orientadas a las ganancias de poder y aquellas más puras dirigidas a un bien común global. Ambas dimensiones están presentes en el anuncio de China y debemos estar preparados para que se entrecrucen constantemente en los próximos años.
Pero esto también tiene sentido en términos de filosofía política, lo que se nos ha probablemente escapado en Europa. Si, como sugerí en Abondance et liberté, la composición de los intereses humanos en la esfera política está siempre respaldada por las posibilidades materiales, entonces debemos admitir que estamos experimentando un cambio fundamental en estos ensamblajes geoecológicos. Si bien hace tiempo que nos planteamos la cuestión de la perpetuación del poder político legítimo, es decir, de una democratización del capitalismo, en el contexto de un cambio energético y ecológico, que se percibe como necesario aunque no sepamos exactamente cómo llevarlo a cabo, ahora tenemos que aceptar la idea de que estos cambios alimentarán más bien procesos de relegitimación, de consolidación del poder. Esta inversión absolutamente crucial de la materialidad de la política moderna se está produciendo ante nuestros ojos: la configuración de las políticas post-carbono no es un aterrizaje pacífico en el mundo de los intereses compartidos, sino un espacio de rivalidades organizado en torno a nuevas infraestructuras, nuevos ensamblajes entre el poder político y la movilización de la Tierra. Si la escalada de las políticas de productividad basadas en los combustibles fósiles, especialmente entre Estados Unidos y China, podría compararse con una guerra latente, el proceso de desarme y desmantelamiento de estas infraestructuras también será profundamente conflictivo.
El segundo punto que hay que señalar se refiere más directamente al movimiento climático y ecológico, el universo rojiverde, o rosado-verde, tal como existe en Europa y Estados Unidos. En los últimos años se ha producido un acercamiento entre el imaginario político de la izquierda social clásica, heredera del movimiento obrero, y el de la ecología política, impulsada por el fuerte ascenso del imperativo climático. Si bien el compromiso intelectual entre estos dos mundos sigue siendo bastante frágil, el alineamiento entre la explotación del hombre y de la naturaleza pudiéndose debatir, se está perfilando un pacto estratégico en torno a una reactivación del dirigismo económico, en un juego de referencias a la posguerra. El Green New Deal, en sus versiones estadounidense y europea, está sujeto a importantes variantes y aún no organiza planes de inversión a la altura del desafío y verdaderamente inscritos en objetivos de justicia social. Sin embargo, se ha impuesto como el common ground de las izquierdas occidentales.
Así y todo, la fuerza del Green New Deal es también su debilidad. Este plan de reconstrucción económica y social pretende superar el obstáculo que supone la cuestión del empleo al subordinar la transición energética a una exigencia de redistribución, de control de los canales de inversión e incluso de garantía de empleo. Así definido, este proyecto corre el riesgo de perpetuar las desigualdades estructurales entre el Norte y el Sur: los países que consideramos “en vías de desarrollo” se verán probablemente privados de los medios para financiar tales planes, mientras que sus socios del Norte podrán reinvertir su capital tecnocientífico en una renovación que aumentará su “ventaja” y su seguridad. Esta paradoja, que Tooze ha señalado recientemente, es aún más embarazosa para la izquierda social-ecológica porque compromete el discurso de la inclusión y la justicia global que a menudo dice defender: visto desde el Sur, el Green New Deal aparece a menudo como una consolidación de las ventajas adquiridas durante el período colonial y extractivista, como un bote salvavidas para las economías avanzadas frente a la disrupción global.
Desde al menos los noventa, el ecologismo occidental ha sido objeto de críticas mordaces, especialmente desde la India. Ramachandra Guha, por ejemplo, ha expuesto las raíces racistas y coloniales del imaginario de la Wilderness, que permitía a los norteamericanos lavar sus malas conciencias urbanas e industriales en parques naturales creados por el desalojo de comunidades indígenas. Esta consternación colonial, que acompaña a las políticas medioambientales de los ricos, continúa en cierto modo con la paradoja del Green New Deal. Durante mucho tiempo, ha habido una brecha entre el discurso moral y universalista de la ecología, incluso cuando se asocia con la cuestión social y la realidad más oscura de las desigualdades materiales estructurales que difícilmente logra compensar. Sabemos entonces que la superioridad moral de la ecología es bastante frágil y que tiene que ser construida más que postulada: se trata muy a menudo de ideas pacíficas forjadas en un mundo violento.
Y aquí, de nuevo, la decisión china altera el juego. El plan de salida de los combustibles fósiles de Xi Jinping no se basa en un argumento moral sobre las depredaciones medioambientales causadas por el régimen extractivo e industrial, ni es una respuesta a las protestas de la sociedad civil, ni un intento de regular o abolir el régimen explotador del capitalismo. Busca ante todo modificar su base material, en una perspectiva que podríamos llamar eco-modernista, no contradictoria con el mantenimiento de las ambiciones de poder. Debido al peso de la economía china a escala mundial, este plan decidido verticalmente tendría consecuencias beneficiosas para el clima global y, por tanto, para toda la humanidad (esto es lo que lo diferencia de un plan similar que fuera decidido, por ejemplo, en Francia), pero es una consecuencia lateral de las decisiones tomadas en Pekín, con las que el presidente chino sabe jugar. Es por su mero peso material que China posee una voz que puede decirse de alcance universal, más universal que la superioridad moral del ecologismo euroamericano. En otras palabras, si bien China está interesada en presentarse en la escena internacional como un país “en desarrollo” y, por tanto, legítimo al reivindicar que se está poniendo al día económicamente en comparación al Norte, lo que está asumiendo con estos anuncios es una posición de líder mundial.
En Europa estamos acostumbrados a pensar, y yo también, que la cuestión ecológica toma el relevo de un movimiento emancipador que se ha agotado. En otras palabras, traduciría las demandas sociales de igualdad y libertad en un nuevo régimen de producción y consumo que ofrecería menos margen para la explotación económica y la anomia individualista. En definitiva, se trata de promover la aparición de un nuevo tipo social, que rompa con el que acompañó al periodo de rápido crecimiento y que se apoye en él para reactivar un proceso de democratización e inclusión social que se ha estancado. Este proyecto puede utilizarse para descalificar los anuncios chinos, alegando que no están a la altura de las circunstancias o que resuelven el problema por medios autoritarios. Tal vez. Pero al adoptar esta estrategia (y creo que esta es la mentalidad dominante en estos círculos), corremos el riesgo de no comprender del todo las aguas geopolíticas e ideológicas en las que estamos navegando, nos guste o no, y por tanto la importancia histórica de nuestro propio proyecto.
De hecho, sería reductor imaginar que el conflicto en el que estamos atrapados se da entre un capitalismo explotador, alienante y extractivo, por un lado, y una ecología política de reconciliación entre humanos, y entre humanos y no humanos, por otro. Esta sería la consecuencia de la fusión del léxico contracultural del ecologismo y del léxico de la crítica social en el universo rojiverde: una alternativa simplista entre la ecología y la barbarie. Más bien, nos encontramos ahora en una situación en la que coexisten un capitalismo fósil envejecido, enredado en sus contradicciones sociales y materiales, un capitalismo de Estado en proceso de descarbonización acelerada y, quizás, una vía más exigente y radical, que sería la reinvención del sentido del progreso y del valor social de la producción. Si aceptamos describir la situación en estos términos, que evidentemente son aún muy rudimentarios, la izquierda rojiverde europea adquiere un significado diferente. Porque ya no está atrapada en una confrontación binaria con el capitalismo (considerado indefectiblemente fosilizado), una confrontación en la que encarnaría el frente del progreso, investido de una misión universal. El modelo chino que se está desarrollando constituye un tercer término, un tercer modelo de desarrollo, compatible con los objetivos climáticos globales definidos en 2015 en París y, por tanto, con el interés universal de la humanidad, pero se trata de un modelo que también está en tensión con el ideal de democracia verde que defiende el movimiento social-ecológico.
En otras palabras, la ecología política pierde su condición de contramodelo único: pierde la capacidad de imponerse en los debates como forma política antihegemónica. Y las consecuencias son dobles. En primer lugar, ¿qué tipo de alianza forjará con el modelo chino para, por lo menos, salvaguardar lo esencial en el estricto plano climático, a riesgo de dejar de tener “las manos limpias”? Y simétricamente, ¿cómo va a hacer oír su especificidad con respecto a este nuevo paradigma?
Para la izquierda social-ecológica europea, la cuestión primordial es la de saber si los anuncios chinos han de cierto modo “robado el protagonismo”, al encarnar desde ahora la salida central del impasse climático, o si, por un juego más complejo a tres bandas que implicaba también en su momento la relación con los Estados Unidos de Trump, abren una brecha en la que hay que precipitarse sin demora. Esta ruptura es simplemente el debilitamiento definitivo en la escena económica y política mundial del capitalismo fósil, del american way of life, que parece ser el más frágil de los tres actores descritos anteriormente y, por tanto, la apertura de un debate más directo entre China y nosotros. Para decirlo de forma más sencilla: ¿qué formas políticas deben acompañar a la bifurcación ecológica? Pues si tenemos en cuenta el carácter autoritario y vertical de la vía china de descarbonización, así como su concentración exclusiva en la dimensión climática de las cuestiones en juego en detrimento de las demás dimensiones del imperativo ecológico global (biodiversidad, salud, contaminación del agua y del suelo), queda abierto un amplio espacio político. La integración de las exigencias democráticas en la bifurcación ecológica y la voluntad de imponer un freno de emergencia a la ilimitación económica pueden ser los dos soportes de una sobrepuja que, lejos de ser moralista, será plenamente política.
Por lo tanto, la ecología europea debe dar su giro realista. Esto no significa que deba entrar en un debate agresivo y marcial con otros actores geopolíticos, sino que debe abandonar la nefasta costumbre de expresarse en términos consensuados y pacificadores, para aceptar jugar en un escenario político complejo.
Al fin y al cabo, esta dimensión siempre ha existido en la historia de la cuestión social. Aunque son cosas que no siempre nos gusta recordar, la construcción de sistemas de protección comenzó en Prusia y, en cierto modo, Xi Jinping es un poco el Bismarck de la ecología: por sobre escuchar las demandas de justicia ambiental, prefirió adelantarse a ellas para silenciarlas. Después de la guerra, los avances del derecho social en Europa son incomprensibles por fuera del juego geopolítico que combina el espectro del fascismo, la guerra a extinguir, la posibilidad del bolchevismo y la influencia estadounidense. Como dijo un representante del Labour británico en 1952, el National Health Service es un subproducto del Blitz 2. En resumen, la emancipación no siempre, y ni siquiera principalmente, se gana con expresiones de generosidad moral: también es una cuestión de poder. La figura de Lenin parece estar resurgiendo en el pensamiento crítico en los últimos años, quizá precisamente porque la ecología no ha encontrado aún a su Lenin.
La ecología puede entonces estar dispuesta a hablar de estrategia, conflicto y seguridad, puede presentarse como una dinámica de construcción de una forma política que asuma la idea de poder, sin rebajar sus exigencias democráticas y sociales, y sin perder de vista su ideal de limitación de la esfera económica –más allá del estricto problema de las emisiones de gases de efecto invernadero–. Por el contrario, estas exigencias solo pueden hacerse realidad si se invierten en un pensamiento y una práctica específicamente políticos. Pero para que esto sea posible, debemos dejar atrás la tendencia a invocar valores superiores, pues no tenemos el monopolio de la crítica al paradigma del desarrollo fósil, ni la masa económica crítica para imponernos como actores de importancia universal. Está surgiendo un nuevo escenario en el que no tenemos más remedio que participar.