En el espacio de 24 horas, Benjamin Netanyahu ha conseguido contradecirse varias veces –sin complacer a nadie–. El miércoles 8 de octubre por la noche, en una entrevista concedida a la cadena de televisión estadounidense ABC, el Primer Ministro israelí declaró que Israel se planteaba reocupar la Franja de Gaza «por tiempo indefinido». Al día siguiente, ante las cámaras de Fox News, incluso ante la severa reacción de la administración Biden, «Bibi» mantuvo exactamente lo contrario, afirmando sin embargo que era necesario dotarse de una fuerza de seguridad capaz de impedir que acciones hostiles contra el Estado judío y su población volvieran a originarse en el territorio de Gaza, incluso a costa de eliminar núcleos de terroristas a punto de cometer actos similares.

El carácter contradictorio de las declaraciones de Netanyahu atestigua tres cosas: 1) que su gobierno no tiene aún una posición definida y definitiva sobre cómo gestionar la fase que seguirá al cese de las operaciones militares en la Franja de Gaza; 2) que la presión internacional a favor de un alto el fuego y de la búsqueda de una solución política a la crisis –en particular la presión estadounidense y occidental, pero también la de los países árabes conservadores– pesa sobre las decisiones del gobierno israelí; 3) que es imperativo presentar ya una propuesta concreta que permita pasar de la fase militar a la fase política.

En este momento, el gabinete de guerra israelí no tiene ni idea de lo que seguirá a la deseable –pero no necesariamente factible– erradicación militar de la presencia de Hamás en Gaza. Hasta ahora, Israel ha demostrado que sólo tiene en mente el componente «cinético» de la estrategia, que coincide con la totalidad de su concepción actual. En el marco de tal concepción –que al viejo Clausewitz le habría parecido monótona y, en consecuencia, políticamente perdedora– no es de extrañar la determinación con la que Netanyahu se cierra a cualquier hipótesis de alto el fuego. No hay que dejarse engañar por la posibilidad de unas breves «pausas humanitarias», provocadas en realidad por las pausas técnicas entre las distintas fases de las operaciones terrestres. Si el motor de la acción es la simple «necesidad militar», cualquier pausa que no se derive de limitaciones logísticas, organizativas y tácticas es obviamente inconcebible. El hecho es que, tarde o temprano, las Fuerzas de Defensa de Israel tendrán que retirarse de Gaza y pasar el relevo. ¿Pero a quién y cómo?

En este momento, el gabinete de guerra israelí no tiene ni idea de lo que seguirá a la deseable –pero no necesariamente factible– erradicación militar de la presencia de Hamás en Gaza. 

VITTORIO EMANUELE PARSI

En los últimos días se han barajado varias alternativas. Los estadounidenses presionan para que la Franja pase a ser administrada por la Autoridad Palestina y Al Fatah, el grupo liderado por Abu Mazen y que gobierna Ramala y las minúsculas porciones de territorio en las que, por cierto, el Tsahal y la policía israelí entran y salen cuando quieren y sin permitir el uso de la fuerza. Se trata de una hipótesis descabellada. Si Abu Mazen aceptara tal iniciativa, perdería toda la credibilidad que le queda a los ojos de su pueblo y una administración impuesta por las bayonetas israelíes acabaría siendo el blanco de la ira gazatí. Sería el mayor regalo imaginable para Hamás. En toda la Cisjordania ocupada se sentirían juntas las consecuencias de la negligencia y la autodestrucción de los gobiernos israelíes de los últimos años: dejar que Hamás gobierne la Franja de Gaza sin ser molestado –a pesar de estar sometido a un severo bloqueo económico– mientras se multiplican los asentamientos ilegales israelíes en los territorios que deberían haber quedado bajo futura soberanía palestina –500.000 en Cisjordania y 250.000 en Jerusalén Este– y donde se ha dado carta blanca a los colonos para que se dediquen al acoso, agresión y humillación contra la población palestina, a la que, además, Tsahal y la policía israelí debían proteger como fuerza de ocupación.

Vincular el futuro de Cisjordania a Gaza también forma parte de la estrategia de Hamás. Hace unos días, su líder político, Ismail Haniyeh, lo dejó claro en un mensaje de vídeo dirigido oficialmente a los habitantes de la Franja de Gaza, en el que declaraba: «Necesitamos la sangre de mujeres, niños y ancianos para despertar el espíritu revolucionario que llevamos dentro, para hacernos avanzar». ¿A quién se refiere? Evidentemente, no a los milicianos de Hamás que, el 7 de octubre, mostraron al mundo de qué odio eran capaces. Ni a los gazatíes que, desde el día siguiente, son blanco diario de las bombas israelíes y que, en cualquier caso, no tienen más remedio que servir de escudos humanos a los terroristas de Hamás. En realidad, el «nosotros» se refería a los palestinos de Cisjordania, aquellos que se encuentran entre el martillo de los colonos y las FDI y el yunque de la Autoridad Palestina. A ellos se dirigía, además, no sólo el metatexto del mensaje, sino toda la estrategia política de Hamás desde el 7 de septiembre. Los 1.500 muertos israelíes en los kibutzim y en la rave party, los 240 secuestros y los 10.000 muertos palestinos en Gaza perseguían y persiguen este objetivo: mostrar a los palestinos «aletargados» de la Cisjordania ocupada que ha llegado el momento de levantarse contra «la entidad sionista», animados por un nuevo espíritu revolucionario alimentado por la sangre de los mártires, abandonando a Al Fatah a su suerte.

Tarde o temprano, las Fuerzas de Defensa de Israel tendrán que retirarse de Gaza y pasar el relevo. ¿Pero a quién y cómo?

VITTORIO EMANUELE PARSI

Una ocupación militar de Gaza por parte israelí y un traspaso de la administración civil a los hombres de Abu Mazen no haría sino completar el plan de Hamás: sería, por tanto, una locura política criminal por parte israelí y un regalo para Hamás. Demostraría que, más de un mes después de la terrible e imperdonable masacre del 7 de octubre, después de un luto y una destrucción inaceptables en la Franja de Gaza, Israel es de hecho incapaz de salirse de la estrategia impuesta por Hamás y de tomar realmente la iniciativa estratégica.

Palestinos buscan supervivientes bajo los escombros de un edificio destruido por un ataque aéreo israelí en el campo de refugiados de Khan Younis, al sur de la Franja de Gaza, el lunes 6 de noviembre de 2023. © AP Foto/Mohammed Dahman

En el Congreso de Estados Unidos, Anthony Blinken, Secretario de Estado estadounidense, ha planteado en las últimas semanas la posibilidad de un fideicomiso provisional que podría gestionar la transición de la ocupación israelí a la toma directa del poder por la Autoridad Palestina. Esta propuesta, que pretende evitar que la propia Autoridad sea tachada definitivamente de «colaboracionista» por los palestinos, retoma una propuesta realizada en 2003, durante la segunda Intifada, al entonces presidente George W. Bush, en las columnas de Asuntos Exteriores, por Martin Indyk, ex embajador estadounidense en Israel. Sin embargo, para que esto fuera posible, la ONU tendría que dar luz verde, lo que no es ni mucho menos un hecho, dado el interés de Rusia en mantener a Oriente Próximo convulsionado, a Estados Unidos bajo presión y a las capitales occidentales distraídas, para poder continuar su guerra de agresión en Ucrania sin ser molestada. También sería necesario un contingente militar grande y robusto, capaz de vigilar las fronteras y mantener la ley y el orden en Gaza, es decir, impedir que resurjan o se reformen las células de Hamás. Esta tarea estaría fuera del alcance de cualquier contingente de fuerzas de paz. 

El único caso de administración provisional de la ONU con éxito (limitado) es el que se aplicó en Camboya a principios de la década de 1990 para sacar al país de la guerra civil entre las fuerzas gubernamentales pro-vietnamitas y los herederos de los Jemeres Rojos, que preveía la representación paritaria de los dos partidos políticos camboyanos y su colaboración en el poder como salida de la administración provisional. Aplicado a Gaza, significaría imaginar un gobierno conjunto entre Hamás y Fatah en la Franja de Gaza, establecido bajo la égida y gracias a las fuerzas de la ONU. Si éste no fuera el resultado anunciado, las fuerzas de la ONU se convertirían en el objetivo de Hamás, la Yihad y cualquier movimiento que se resista a la ocupación. ¿Quién aceptaría poner allí a sus soldados? Para comprender los riesgos, basta recordar que en los últimos días el ministro de Asuntos Exteriores de la República Islámica de Irán ya ha insinuado con virulencia que las tropas italianas del contingente de la FPNUL desplegadas en la frontera israelo-libanesa podrían convertirse en un objetivo militar legítimo en caso de continuación de la ofensiva sobre Gaza. Imagínense el recibimiento reservado a las tropas occidentales –incluso a las que llevan cascos azules– desplegadas en Gaza con la misión de impedir acciones hostiles contra Israel y la reconstitución de células de Hamás…

Una ocupación militar de Gaza por parte israelí y una transferencia de la administración civil a los hombres de Abu Mazen no harían sino completar el plan de Hamás…

VITTORIO EMANUELE PARSI

Esto sólo deja una opción: una fuerza de seguridad árabe, proporcionada por los firmantes de los acuerdos de Abraham, completada por Arabia Saudí.

La idea sería ofrecer a estos países la oportunidad de convertirse en los protagonistas de una política de seguridad de amplio alcance para Oriente Medio en su conjunto, y liberar así a la región de la larga sombra proyectada por un proceso de descolonización en gran medida infructuoso. La propuesta debería provenir de Estados Unidos, la Unión Europea y los principales países europeos –Francia, Alemania, Italia, España–, así como del Reino Unido, y debería considerar a Mohamed ben Salmán y a Arabia Saudí como los principales beneficiarios, así como el líder de la coalición. El príncipe saudí es lo suficientemente ambicioso, inteligente y carente de escrúpulos como para comprender lo que se le ofrecería a su país y a las demás monarquías del Golfo: la oportunidad de desempeñar un papel protagonista en la política regional y mundial que ninguna «Visión 2030», Mundial de fútbol, adquisición de museos u operación financiera podría lograr jamás.

El ejército saudí, reforzado por contingentes de los demás firmantes de los Acuerdos de Abraham y posiblemente, aunque no necesariamente, por los de los dos países que han firmado un tratado de paz con Israel –Jordania y Egipto–, está suficientemente equipado, es numeroso y está entrenado para garantizar la seguridad entre Gaza e Israel y en la Franja de Gaza. El Reino de Arabia Saudí es un bastión del conservadurismo suní, hostil a los Hermanos Musulmanes y a Hamás, pero desde luego no tiene fama de «ímpio» ni de «cruzado». Una fuerza de este tipo tendría que aceptar un mandato político explícito para eliminar a cualquier facción armada que se opusiera al restablecimiento de la paz en la Franja de Gaza, dejando al mismo tiempo el campo abierto a la competencia política pacífica, incluso para los eventuales descendientes de Hamás. Mi hipótesis es una fuerza que intente aunar la fuerza de mantenimiento de la paz árabe –en gran parte siria– que puso fin a la larga guerra civil libanesa a finales de la década de 1980 y el Acuerdo del Viernes Santo que puso fin a la temporada de disturbios en el Ulster, dando agilidad política al brazo político del IRA. Es una operación delicada, difícil y compleja, pero no imposible, y sobre todo, como trataré de explicar, la única opción que tiene posibilidades de éxito.

Toda esta situación sólo deja una opción: una fuerza de seguridad árabe, proporcionada por los países signatarios de los acuerdos de Abraham, complementada por Arabia Saudí.

VITTORIO EMANUELE PARSI

Pero, ¿por qué aceptarían los Estados del Golfo correr semejante riesgo, exponerse a un ejercicio cuyo resultado dista mucho de ser seguro?

Hay que dejar claro desde el principio que toda la operación implica riesgos y costes elevados. Estos sólo pueden justificarse por el vínculo con un objetivo histórico, cuya consecución podría contribuir decisivamente a reducir esos mismos riesgos. Este objetivo es la total y completa independencia y soberanía de Gaza y Cisjordania, es decir, el nacimiento, 77 años después de la Resolución 181 de 1947 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, del Estado de Palestina. Sólo así podrán presentarse las potencias árabes del Golfo: no como fuerzas al servicio de sus intereses particulares –la creación de una zona común de prosperidad económica con Israel– y como colaboradoras de Israel, sino como portadoras de la tan esperada independencia palestina: en Gaza y Cisjordania. Su implicación debería exigirse simultáneamente con el anuncio solemne por parte del gobierno israelí, y garantizado internacionalmente, de la plena concesión de la independencia a Palestina en un plazo de 12 meses a partir de la creación de la Fuerza de Seguridad Árabe, acompañada de un compromiso financiero sustancial para la reconstrucción de la Franja de Gaza y de un plan de inversión masiva en Cisjordania gestionado por una autoridad ad hoc formada por la Autoridad Palestina y un consejo de donantes internacionales.

Sería la mejora necesaria de los Acuerdos de Abraham, capaz de transformarlos en auténticos acuerdos de paz regionales, capaces de dar garantías a los países árabes, israelíes y palestinos. También sería la oportunidad más eficaz para revitalizar los acuerdos, cuya aplicación reporta considerables beneficios económicos a las partes. Además, su aplicación sigue siendo una gran oportunidad económica para todos los firmantes. Su debilidad reside en el hecho de que prevén una normalización de la presencia de Israel en la región –y una consolidación de su seguridad– sin ninguna consideración de la cuestión palestina. Al responsabilizar directa y temporalmente a los países firmantes de la seguridad y la reconstrucción de Gaza, se eliminaría esta fragilidad crucial –la misma que identifica Hamás y sobre la que ha intervenido criminalmente– y los Acuerdos se situarían en una arquitectura regional y multilateral más amplia, sólida y ambiciosa.

Las antorchas de las fuerzas israelíes iluminan el cielo nocturno en la ciudad de Gaza, el lunes 6 de noviembre de 2023. © AP Foto/Abed Khaled

Nada de esto es fácil. Esta Fuerza de Seguridad Árabe tendrá que ser lo suficientemente robusta y decidida políticamente como para poder neutralizar a todos los que se le opongan, empezando por los diversos grupos patrocinados por Irán. Pero esto significaría salir de la lógica y la estrategia que Hamás ha impuesto a todos los actores hasta ahora, y separar a Hamás del pueblo palestino dando a los palestinos lo que les corresponde: soberanía, autodeterminación e independencia. Y esto no será el resultado de la guerra, sino de la paz.

Esta Fuerza de Seguridad Árabe tendrá que ser lo suficientemente robusta y políticamente determinada como para poder neutralizar a todos los que se le opongan, empezando por los diversos grupos patrocinados por Irán.

VITTORIO EMANUELE PARSI

Irán se opondría resueltamente a tal dispositivo, tratando de movilizar a todos sus apoderados en la región y lanzando quizás una campaña de ataques incluso fuera de la región. Pero en este punto hay que ser realistas: Teherán considera los Acuerdos de Abraham esencialmente como un medio para que Estados Unidos recupere el liderazgo en Oriente Medio y, en cualquier caso, se opondría a cualquier plan de estabilización o acuerdo de seguridad que siguiera implicando garantías para la supervivencia de Israel y un mayor papel para los saudíes. Más vale hacer frente a esta oposición con un instrumento fuerte que con un plan débil.

También debemos descartar la posibilidad de poder contar con cualquier forma de colaboración o apoyo por parte de Rusia, dada la ventaja que Moscú obtiene de la persistente crisis en Gaza para la conducción de su guerra de agresión en Ucrania. Un argumento diferente podría aplicarse a China, que, ante una arquitectura de seguridad equilibrada y suficientemente sólida, podría ser persuadida de unirse a ella. La colaboración con Occidente y los países árabes moderados de Oriente Próximo también podría permitir a China reconsiderar su postura sobre la guerra en Ucrania. Por último, para las democracias occidentales, la posibilidad de ser los patrocinadores y garantes de un acuerdo de seguridad más justo y sólido en Oriente Medio significaría la aplicación de una política de seguridad más eficaz y más acorde con sus propios principios, la eliminación de cualquier posible acusación de aplicar un «doble rasero» siempre que Israel esté implicado, y la posibilidad de volver a concentrarse en el peligroso frente ucraniano –donde Europa se enfrenta a una amenaza existencial–, hacer las paces con importantes segmentos de su propia opinión pública, asestar un golpe a la islamofobia y al antisemitismo, eliminar los argumentos de la propaganda de las autocracias y redescubrir la vía fundamental del acercamiento entre las democracias del «Norte rico» y las escasas democracias del «Sur global», en la que se juega el futuro mismo de la democracia como forma «típica» de gobierno de la modernidad política.

La perspectiva de una fuerza de seguridad árabe para Gaza, a corto plazo, sólo obstaculizaría la consecución de un objetivo tan ambicioso como el nacimiento rápido y seguro de un Estado palestino. Para que esto sea creíble, Tel Aviv debe comprometerse seriamente a desmantelar gradualmente los asentamientos judíos ilegales en Cisjordania y, finalmente, en Jerusalén Este. Esto sería un regalo no para los palestinos, sino para el pueblo israelí y para la vitalidad de su democracia, ya demasiado envenenada por el extremismo de los colonos y sus representantes. La influencia negativa de los colonos en la política israelí se parece demasiado a la de los pieds noirs en la política francesa de los años cincuenta. Ya sabemos cómo acabó aquello: con el colapso de la Cuarta República y el rescate in extremis de la democracia francesa por el general De Gaulle.

La perspectiva de una fuerza de seguridad árabe para Gaza no haría sino obstaculizar la consecución de un objetivo tan ambicioso como el nacimiento rápido y seguro de un Estado palestino.

VITTORIO EMANUELE PARSI

Esta es sin duda la etapa más crítica, y su modularidad podría debatirse, pero es necesaria para la supervivencia de la propia democracia israelí. Casi cincuenta años de ocupación colonial de Cisjordania han erosionado la calidad de la democracia israelí y la han alejado progresivamente de las simpatías de la opinión pública, en particular de las jóvenes generaciones de las democracias occidentales amigas. Si Israel ya tiene que contar con el «factor demográfico» interno, también debe empezar a evaluar otro factor demográfico quizá más grave: el de un Occidente formado por personas que, en los últimos treinta años, han sido testigos principalmente del uso arbitrario y desproporcionado de la violencia por parte de colonos y soldados de ocupación contra la población palestina. Las palabras de advertencia del presidente Biden al primer ministro Netanyahu de no «cometer en Gaza los mismos errores que cometimos después del 11 de septiembre en Afganistán e Irak» deben considerarse en un sentido más amplio. La diferencia, por supuesto, es que si Estados Unidos, al darse cuenta del fracaso de una estrategia esencialmente cinética, se retiró finalmente de Afganistán e Irak, Israel no puede «retirarse de Oriente Medio».

Evidentemente, un compromiso de esta envergadura no sería creíble si lo asumiera Netanyahu, que ahora parece irremediablemente desacreditado, nacional, regional e internacionalmente. Alguien más tendría que ser el garante por parte israelí –tal vez Ganz, tal vez otros–. Esto también sería un paso importante en la restauración de la democracia israelí.

Cuando décadas de políticas orientadas hacia el supuesto realismo político –en realidad hacia la pura lógica del poder y la opresión– han conducido a un resultado tan desastroso como el que tenemos ante nosotros, quizá sea hora de abrirse a políticas que tengan más aliento y visión. Políticas en las que se asuman riesgos y se asuman costes en la persecución de metas elevadas y objetivos ambiciosos; políticas que permitan pasar página del pasado y de sus paralizantes legados y que se abran a un futuro por construir, cambiando su significado y permitiendo que esta posibilidad influya en cambios en el comportamiento de los actores implicados.