Este texto es la primera traducción de una entrevista con Vjačeslav Morozov sobre la doctrina de la política exterior rusa. Exprofesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Estatal de San Petersburgo, desde 2010 enseña las relaciones UE-Rusia en el Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad de Tartu (Estonia).
Esta entrevista se publicó originalmente el 6 de mayo de 2023 en las columnas del medio de comunicación en lengua rusa Posle («Después»), aparecido a raíz de la agresión rusa en Ucrania. El colectivo Posle es radicalmente crítico con la guerra en curso y su estela de masacres y destrucción, pero también con la ola de represión que ha golpeado a Rusia al mismo tiempo con una violencia diez veces mayor. Posle les da la palabra a investigadores, periodistas, activistas y testigos, cuyas observaciones y reflexiones contribuyen a aportar algo de claridad a estos tiempos convulsos y a esbozar los contornos del mundo del «Después».
Vjačeslav Morozov se centra aquí en un documento hasta ahora poco estudiado: la Doctrina de política exterior de la Federación Rusa. Hasta cierto punto, ese texto puede considerarse como el equivalente funcional, en Estados Unidos y Francia, de los «libros blancos» sobre defensa y relaciones internacionales que son la Quadriennal Defense Review —y la National Defense Strategy que tomó su lugar desde 2018— o la Revue stratégique de défense et de sécurité nationale. La misma lógica, inextricablemente analítica y pragmática, impregna todos estos documentos, cuyo propósito es definir la posición de un Estado en relación con el entorno estratégico global y regional, al tiempo que envía señales más o menos explícitas a sus socios o competidores potenciales. En el caso de Rusia, la Doctrina ha pasado por seis versiones sucesivas, desde la versión relativamente liberal y eurófila firmada por Borís Yeltsin en 1993 hasta la última edición, publicada en 2023, que hace gala de una retórica amenazadora y belicosa, bajo la apariencia de antiimperialismo y respuesta a las amenazas externas.
La Doctrina no es insensible a las limitaciones o aporías de la variante estrictamente «defensiva» del discurso ruso, según la cual la actual «operación militar especial» en Ucrania no es más que un gesto preventivo contra la «guerra híbrida» que Estados Unidos ha desencadenado a través de su títere ucraniano; la Doctrina de 2023 también se abstiene de la inverosímil postura de acusar abiertamente a Ucrania de agresión contra Rusia. En su lugar, los autores de la Doctrina optaron por una estrategia alternativa, y más hábil, que consiste en explotar en beneficio de Rusia las tensiones que impregnan el derecho internacional, los principios de la ONU y el orden internacional existente.
De este modo, los dirigentes rusos aprovechan la línea de fractura que atraviesa la Carta de las Naciones Unidas, que se debate entre las ambiciones de cooperación y el respeto a la soberanía de los Estados, por un lado, y la necesidad de equilibrio entre las grandes potencias, por otro. Del mismo modo, la Doctrina rusa se permite argumentar que la noción de un «orden internacional basado en normas» (rule-based international order), teorizada por Estados Unidos en los años cuarenta, apenas oculta un proyecto político de regulación de las relaciones internacionales del que un puñado de países occidentales obtienen los principales beneficios. Rusia es muy consciente de que puede contar con que China apoyará ese enfoque crítico del orden internacional liberal. Por último, Vjačeslav Morozov señala que Rusia se siente con mayor derecho a presentarse como una potencia diplomáticamente razonable y abierta a los debates sobre el control internacional de armamentos, dado que el propio Estados Unidos se retiró hace más de 20 años del Tratado ABM de 1972 destinado a limitar las armas estratégicas.
Por último, la nueva Doctrina de política exterior incorpora una serie de elementos forjados durante las últimas décadas por los principales ideólogos del régimen para desarrollar una concepción civilizacional del Estado ruso —denominado «Estado-civilización»— y de su esfera de influencia —el «mundo ruso»—. Distanciándose formalmente de cualquier forma de nacionalismo étnico, la nueva lógica imperial rusa defiende en cambio una representación identitaria, cultural o civilizacional de la vasta zona que incluye Ucrania, Bielorrusia, Asia Central y los diversos pueblos de la Federación Rusa, que oficialmente cuenta con 193 nacionalidades. A partir de ese axioma, la Doctrina rusa proclama que esos diversos pueblos no tienen más remedio que unirse voluntariamente a la esfera de influencia del «mundo ruso» para no ser engullidos por Occidente y escapar a la inevitable disolución de sus identidades que se produciría a continuación. Se trata, pues, de una batalla de valores o de una «guerra cultural» entre la ideología llamada «neoliberal», que Occidente amenaza con extender por todo el planeta, deshaciendo a su antojo las culturas existentes, y el baluarte ruso de la civilización, punta de lanza de los «valores tradicionales».
Al destacar esas dimensiones, el artículo plantea una serie de preguntas aún más cruciales: ¿cree el Estado ruso en sus mitos? ¿Acaso sus mitos, por ser mitos, no tienen efecto? De hecho, las categorías fundamentales de comprensión del mundo propias del aparato estatal de la Rusia en guerra sustentan una verdadera construcción escatológica. Según las visiones de este apocalipsis, Rusia se erige en baluarte contra los intentos de dominación mundial del dragón estadounidense y las demás bestias occidentales: hipócritas, embaucadoras, provocadoras del desastre y la muerte, falsas acuñadoras de valores falsos. ¿Basta con denunciar tales visiones como artefactos retóricos para desactivar mágicamente su eficacia? Rompiendo con el infructuoso optimismo, el autor somete las categorías en cuestión a un profundo análisis semántico y político, para revelar su coherencia y su posible atractivo para los críticos del actual orden internacional. Por tanto, no basta con declarar la inanidad de las nociones y valores que rondan el discurso estratégico, jurídico y político que las autoridades rusas dirigen a sus adversarios, a sus socios potenciales y a la propia población rusa.
Al sumergirse en el corazón de la abismal empresa de justificar la guerra, este texto proporciona armas indispensables. Decir que son oportunas sería quedarse corto. Lo que necesitamos hoy es una inteligencia de la guerra y no inteligencias guerreras: puntos de vista más agudos, visiones más claras, antes de que la guerra conquiste hasta la última inteligencia. (GL)
[Véase también: nuestra última actualización sobre la situación en Ucrania]
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¿Qué es la Doctrina de política exterior de la Federación Rusa? ¿Cuáles son la función y los objetivos de este documento, y a quién va dirigido?
La Doctrina de política exterior de Rusia es un documento dirigido principalmente a los demás países. Les señala las coordenadas fundamentales del planteamiento de la política exterior rusa. Es, por tanto, una herramienta de comunicación, del mismo modo que algunos de los discursos característicos de Vladimir Putin. Me viene a la mente el discurso de Múnich de 2007, que ofrecía una visión general de la situación internacional y de los intereses de Rusia, así como ciertas directrices para la actuación del país en un futuro próximo.
Sin embargo, esta Doctrina tiene otra función. Una vez transmitida a la burocracia, proporciona a sus funcionarios una colección de citas, más que una guía práctica de actuación. Cada vez que surge una situación que requiere poner en palabras la postura de la política exterior rusa, cualquier burócrata puede hojear el texto y escoger los términos o expresiones apropiados para el caso concreto.
Así pues, este documento es, como mínimo, un factor determinante de la propia política exterior rusa, sobre todo teniendo en cuenta que el proceso de toma de decisiones está muy centralizado. Todas las decisiones tomadas en la escala cubierta por la Doctrina de política exterior son prerrogativa del presidente de la Federación Rusa. Dado que el presidente puede considerarse ahora como un verdadero soberano absoluto, está en sus manos determinar la dirección estratégica de la política exterior. La Doctrina no fija ese rumbo, sino que lo hace explícito.
¿La Doctrina de política exterior ha desempeñado siempre ese papel, o ha cambiado en los últimos años?
La primera Doctrina de política exterior se adoptó en 1993. En aquel momento cumplía la función tradicionalmente asignada a los documentos estratégicos: la de marcar un rumbo y servir de guía a los diplomáticos. La Doctrina de 1993 tenía un marcado carácter prooccidental. Fuertemente eurocéntrica, anunciaba que Rusia cooperaría con los países más desarrollados, los principales países de Occidente, al tiempo que presentaba las periferias del mundo —todos los países del Sur— como una zona de conflicto de la que podían surgir amenazas potenciales.
No debemos olvidar hasta qué punto la política rusa de los años noventa fue caótica, oscilando bruscamente entre un occidentalismo ingenuo y una política de autosuficiencia, ya desde tiempos de Primakov. Aunque esa primera Doctrina había definido inicialmente una dirección estratégica para la política exterior, ésta se invirtió muy rápidamente.
Con la llegada al poder de Vladimir Putin, la Doctrina de política exterior cambió de naturaleza, y se convirtió en un instrumento destinado principalmente a enviar señales a Occidente. Se actualizó por primera vez en 2000, pero se mantuvo relativamente cerca de la versión anterior. No fue sino hasta 2008, tras el discurso de Vladimir Putin en Múnich, cuando se publicó una nueva Doctrina, esta vez muy diferente en su contenido. Se produjo un claro giro hacia una política antioccidental. A partir de entonces, la propia función del texto cambió: desde ese momento, como he dicho, de lo que se trata es de enviar señales a los países occidentales sobre la política exterior rusa.
La Doctrina sigue teniendo una orientación antioccidental, pero sobre todo contiene una dosis diez veces mayor de retórica agresiva. Palabras duras y expresiones extremadamente fuertes caracterizan la forma en que Rusia entiende sus relaciones con Occidente. ¿Cómo acabó esa retórica propia de los propagandistas televisivos en una producción oficial del Estado?
La única explicación es la guerra. El cambio en la retórica puede explicarse por el hecho de que Rusia se afirma ahora obligada a defenderse de ataques inminentes. El texto no dice otra cosa, pues afirma que está en marcha un nuevo tipo de guerra híbrida, en la que Estados Unidos está utilizando a Ucrania como mecanismo para su propia agresión contra Rusia. Asistimos, pues, a un giro hacia una retórica cada vez más agresiva, basada en los conceptos de «Estado-civilización», «mundo ruso» y «mundo multipolar». Esa retórica refleja la posición de un Estado que siente que ha sido tratado injustamente durante demasiado tiempo, que esa injusticia se ha convertido finalmente en agresión y que necesita defenderse de esa agresión.
Sobre todo, es importante señalar que el nivel de agresividad en la retórica oficial ha aumentado desde 2008. El tono de las Doctrinas de 2008 y 2013 aún conservaba cierto grado de corrección. La Doctrina de 2016 comenzó a divergir, mientras que la de 2023 no toma ningún tipo de precaución en su léxico. Expresa sin rodeos las intenciones agresivas de Occidente y la política que Rusia debe adoptar para defenderse.
La nueva Doctrina de política exterior de la Federación Rusa afirma la necesidad de actuar de acuerdo con la Carta de las Naciones Unidas, al tiempo que rechaza la idea de un «orden mundial basado en normas». Afirma: «El mecanismo para establecer normas jurídicas internacionales debe basarse en la libre voluntad de los Estados soberanos. Las Naciones Unidas deben seguir siendo la principal plataforma para el desarrollo progresivo y la codificación del derecho internacional. Perseverar en la promoción de un orden mundial basado en normas corre el riesgo de conducir a la destrucción del sistema jurídico internacional y a otras consecuencias peligrosas para la humanidad». ¿Se trata de una contradicción?
No hay contradicción, ni desde el punto de vista de la Doctrina ni desde el de la retórica rusa. La idea de un «orden mundial basado en normas» ha hecho una aparición relativamente reciente en el lenguaje de la política exterior rusa para traducir el concepto inglés de rule-based order. Su significado se recoge en el parágrafo 9 de la Doctrina, que hace referencia a las Naciones Unidas antes de afirmar que «la solidez del sistema jurídico internacional está siendo puesta a prueba: un estrecho círculo de Estados está intentando sustituirlo por una concepción del orden mundial basado en normas (es decir, en la imposición de reglas, estándares y normas en cuya elaboración no se ha garantizado la participación igualitaria de todos los Estados interesados)». Este pasaje recupera un concepto del léxico político occidental, en el que desempeña un papel similar pero más sutil, al afirmar que el orden mundial tal y como existe hoy en día, aunque en su conjunto sea favorable a Occidente, beneficia sin embargo a todos los Estados y contribuye a su prosperidad.
¿Qué hace el texto ruso? Aprovecha la noción de «orden mundial basado en normas» para denunciar la vana retórica de Occidente, que se apresura a imponer a todo el mundo una visión del mundo que beneficia exclusivamente a Estados Unidos y sus satélites. En esencia, y aunque no se utilice el término (aunque el texto incluya numerosas críticas al neocolonialismo), se trata de una denuncia a un sistema imperialista.
Esa concepción de un «orden mundial basado en normas» describe una política estadounidense de dominación unilateral. Sin embargo, según la Doctrina, Estados Unidos ya no está en condiciones de mantener ese orden mundial en un mundo que se ha vuelto multipolar. Ignorando esta realidad, Estados Unidos insiste en aferrarse a su hegemonía; por cierto, «hegemonía» también es una innovación lingüística en la Doctrina de 2023.
Desde el punto de vista del Kremlin, la fórmula «un orden mundial basado en normas» no es más, por decirlo en términos marxistas simples, que una «falsa conciencia» que Estados Unidos impone a todo el planeta con el fin de lograr la aceptación de su dominación. Rusia se opone a ello y por eso se proclama defensora de un «verdadero orden mundial», en el que todos los Estados sean realmente iguales, como garantiza la Carta de las Naciones Unidas. Sin embargo, como Rusia es miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU con derecho a veto, este orden la favorece personalmente en primera instancia.
Los estatutos de las Naciones Unidas consagran ciertos principios normativos que no pueden ser violados por los Estados miembros, en particular la prohibición de invadir el territorio de un Estado soberano. Este orden normativo y la función disuasoria del Consejo de Seguridad se vieron cuestionados por la intervención de Estados Unidos en Irak. Por otra parte, la estructura de la ONU se basa claramente en el principio de dominación de las «grandes potencias» y en el equilibrio de sus intereses. ¿Podemos decir que Rusia ya se decidió entre esos dos modelos disponibles?
Sí, Rusia está claramente a favor de uno de los principios de la ONU. Una de las características del derecho internacional es su alto grado de incertidumbre, en la medida en que se basa en un compromiso entre los principios de soberanía y la necesidad de cooperación internacional, que puede llegar a restringir la soberanía en interés de la paz y la seguridad internacionales. Al mismo tiempo, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad ocupan una posición específica, vinculada a su derecho de veto. Esta regla se deriva de la idea de un «Concierto de las Grandes Potencias», o de un orden internacional basado en el consenso de las grandes potencias (great power management). En su libro The Anarchical Society: A Study of Order in World Politics, Hedley Bull describe el «Concierto de las Grandes Potencias» como una de las instituciones de la sociedad internacional, al mismo nivel que el derecho internacional, la diplomacia, la guerra y el equilibrio de poder. Este concepto se remonta al Congreso de Viena de 1815 y se consagró en la Carta de las Naciones Unidas tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los vencedores consolidaron su dominio de los asuntos mundiales.
Esa idea de «concierto de grandes potencias» le conviene perfectamente a Rusia, sobre todo porque implica que cada una de las potencias mantiene el orden dentro de su propia esfera de influencia, al tiempo que negocia con las demás potencias a escala mundial y se esfuerza por no invadir las suyas. Dado que ése es un estado de cosas ideal para Rusia, no puede sino apoyar la Carta de las Naciones Unidas. Además, el artículo 51 de la Carta garantiza a los Estados el derecho a la legítima defensa. Esta noción aparece dos veces en la Doctrina 2023, pero sin estar explícitamente vinculada a la «operación militar especial»; es evidente que los redactores del texto no se atrevieron a acusar abiertamente a Ucrania de agresión contra Rusia. Sin embargo, es evidente que eso es lo que se sugiere cuando Rusia afirma que es víctima de un nuevo tipo de guerra híbrida y se ve obligada a protegerse de la agresión de Occidente a través de un país dependiente. Las referencias al artículo 51 deben entenderse en ese contexto preciso.
Sin embargo, la Carta de las Naciones Unidas consagra otros principios: la igualdad soberana de todos los Estados, el principio de no injerencia, la prohibición de los actos de agresión, etc. Todos esos principios son violados abiertamente por Rusia, lo que debilita su postura. Todo el mundo es consciente de ello, pero pocos Estados fuera de Occidente están dispuestos a rebajar abiertamente sus relaciones con Rusia. Además, cualquier proyecto de reforma de la ONU está condenado al fracaso de inicio debido a los intereses irreconciliables de las grandes potencias, cada una de las cuales trata de asegurarse la posición más favorable, lo que explica que sigan haciendo uso de su derecho de veto. Así las cosas, muy pocos Estados apoyan abiertamente las acciones de Rusia, como demuestran los resultados de las votaciones en la Asamblea General de la ONU.
La última versión del texto hace numerosas referencias a un «mundo multipolar». ¿Por qué no era así en las Doctrinas anteriores? Además, esta expresión va acompañada de la de «Estado-civilización». ¿Cómo debe entenderse?
El concepto de «mundo multipolar» apareció por vez primera en la Doctrina de 2000, pero sólo como objetivo estratégico. En 2008 apareció la expresión «multipolaridad emergente». Posteriormente fue sustituida por el término «policentrismo», que aparece en todas las Doctrinas hasta 2023.
El contenido de esta noción está en constante evolución, pero puede decirse que, según ese enfoque, la transformación del planeta en un espacio policéntrico ha provocado la exasperación de Estados Unidos y sus aliados. Al ver que su influencia se debilita, se aferran con mayor firmeza a su poder del pasado, a costa de una desestabilización general. Así pues, desde el punto de vista de Rusia, este concepto refleja el contenido esencial de la política mundial: Occidente se resiste a la creación de un mundo multipolar y Rusia, junto con China y otros países, promueve la multipolaridad para obtener la igualdad de derechos de todos los Estados en la escena internacional.
La noción de «Estado-civilización» va de la mano de la de multipolaridad. Para Rusia, el Estado-civilización corresponde a una representación de sí misma como entidad que reúne a diferentes pueblos, unidos por una identidad civilizacional común. Por un lado, el discurso civilizacional de la Doctrina confirma que las autoridades rusas contemporáneas sienten poca simpatía por el nacionalismo étnico. Los últimos discursos de Vladimir Putin demuestran que hace todo lo posible por evitar la retórica nacionalista, subrayando constantemente la diversidad de los pueblos que componen el país. Cuando se digna a referirse al pueblo ucraniano, le muestra cierto respeto, pero se refiere a él como parte integrante de una misma unidad civilizacional. Así, en este texto, el concepto de «mundo ruso» se utiliza en un sentido civilizacional: el mundo ruso incluye a todos los que están vinculados a Rusia, no sólo a los que son étnicamente rusos.
No es más que un intento de construir una nueva identidad sobre una base imperial. Esa identidad presupone una jerarquía entre los diversos grupos y culturas existentes, en cuya cúspide se encuentra la cultura rusa. Sin embargo, esa identidad, como todas las identidades imperiales, se declara abierta y dispuesta a incorporar a otros pueblos y culturas si reconocen la supremacía de la cultura y el pueblo rusos, pilares de la formación del Estado. Tal concepto se opone a la idea de la soberanía nacional de las «pequeñas naciones», por utilizar un término políticamente incorrecto. Aunque el pueblo ucraniano no corresponda en absoluto a la definición de «pequeña nación», así es como lo representa el imperialismo ruso. Según esa lógica, el pueblo ucraniano sólo podría existir formando un vínculo civilizacional exclusivo con el pueblo ruso. Si se distanciaran de Rusia, los ucranianos se convertirían en un apéndice de Occidente —al que nadie necesita realmente— y perderían su identidad. Este diagnóstico no sólo aplica a Ucrania, sino también a Bielorrusia, Kazajistán y toda Asia Central, así como a los diversos pueblos que viven en el territorio de la Federación Rusa. El mensaje es que su historia, su identidad y su memoria están intrínsecamente ligadas a Rusia y a su civilización, mientras que fuera de Rusia perderían su personalidad civilizacional y nacional, serían colonizados y simplemente dejarían de existir.
Por último, cabe mencionar el uso en la Doctrina del término «extranjero próximo», que llevaba tiempo excluido del lenguaje político oficial. Esta expresión, que en la década de 1990 aún podía pretender reflejar en cierta medida las realidades concretas heredadas de la era soviética, ahora sólo puede adquirir un significado imperial y servir para afirmar la supremacía rusa.
En otras palabras, en la tensión que existe entre el principio imperial y el principio de las nacionalidades, es el lado imperial el que prevalece en la actualidad. La declaración de Vladimir Putin de que «las fronteras de Rusia no se detienen en ninguna parte» es una expresión perfectamente clara de este principio imperial.
¿Podemos decir que Estados Unidos, que es el imperio al que Rusia dice oponerse, es el principal destinatario de la Doctrina de Política Exterior?
Por supuesto. Si observamos la estructura del documento, veremos que la lista de prioridades regionales comienza con el «extranjero próximo», seguido de una serie de Estados más o menos amigos, mientras que los Estados europeos sólo se mencionan al final, como satélites de Estados Unidos, y tampoco se menciona a la Unión Europea como tal. A Europa se le reconoce cierta subjetividad potencial, que no alcanzará plenamente hasta que se haya liberado del poder estadounidense y le haya dado la razón a Rusia. Por último, el texto se refiere a los países anglosajones, es decir, Estados Unidos y sus aliados: Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda.
En cuanto el tema gira en torno a los países del Sur, surge una retórica anticolonial y emancipadora. Ese giro retórico comenzó con el discurso de Vladimir Putin del 30 de septiembre de 2022, en el que utilizó la palabra «hegemonía» al menos cinco veces y habló largo y tendido sobre el colonialismo, al tiempo que intentaba establecer un vínculo entre la lucha de Rusia contra la dominación occidental en Ucrania y la de los países del Sur contra el colonialismo. Según su Doctrina de política exterior, Rusia afirma estar a la vanguardia del movimiento anticolonial mundial, apropiándose parte del legado soviético en este ámbito. También hay que señalar que la Unión Soviética, como partidaria de la descolonización, es retratada en el texto como una especie de Rusia eterna e inmutable, mientras que su internacionalismo y su dimensión ideológica progresista son cuidadosamente ignorados.
La imagen que emerge es la de una lucha entre el imperio de Estados Unidos y los pueblos amantes de la libertad. Sin embargo, se ha producido un cambio ideológico. Según la Doctrina, esos pueblos no defienden tanto su autonomía, su libre capacidad de autogobierno o la democracia, sino su identidad civilizacional. Aunque la crítica al imperialismo estadounidense pueda parecer a primera vista anticolonialista, en realidad adquiere el tono de la derecha conservadora, adornado con motivos civilizacionales y elementos culturales y religiosos -la familia tradicional, la homofobia y otros «valores» que el Estado ruso intenta imponer a su población y más allá de sus fronteras-. El postulado fundamental para Rusia es que es posible construir cierto grado de solidaridad internacional sobre esta base.
Sin embargo, yo no diría que se trata de retórica vacía, aunque claramente haga uso de recursos retóricos. Es un planteamiento bastante racional desde el punto de vista de los actuales dirigentes rusos, dado que estas ideas pueden encontrar apoyo o eco entre ciertos dirigentes de los Estados del Sur, entre los críticos del liberalismo, Estados Unidos, la OTAN, la Unión Europea, etc. Al mismo tiempo, tal retórica anticolonial oculta una política imperial por parte de Rusia, que tiene un interés directo en desarrollar un sistema de relaciones neocoloniales. Las élites rusas son las principales beneficiarias de ese sistema y tienen toda la intención de volver a un estado de cosas en el que las grandes potencias decidan sobre todos los asuntos mundiales y cada una actúe como considere oportuno en su propia periferia. La lógica es la del control colonial e ideológico, unido a la explotación económica de los recursos naturales y humanos.
¿De qué «dispositivos neoliberales» habla Vladimir Putin y por qué los critica, críticas que pueden encontrarse en el pasaje en el que la Doctrina afirma que «una forma generalizada de injerencia en los asuntos internos de los Estados soberanos consiste en la imposición de dispositivos ideológicos neoliberales que destruyen los valores espirituales y morales tradicionales»?
En primer lugar, tengo la sensación de que la Doctrina de política exterior de 2023 ha sido redactada por nuevos autores que no habían desempeñado anteriormente un papel tan activo. En comparación con las versiones anteriores, está redactada en un lenguaje ligeramente menos burocrático y su flujo es más coherente. Pero el punto clave aquí es que este nuevo texto registra una serie de decisiones deliberadas que no pueden deberse al azar, empezando por la retórica anticolonial mencionada anteriormente, o el uso de términos como «hegemonía» o «neoliberalismo».
Imagino que los autores de la Doctrina leen lo suficiente como para tener alguna idea del alcance y la difusión de las críticas actuales al neoliberalismo, sobre todo en la izquierda. Es ciertamente posible que no entiendan exactamente qué es el neoliberalismo, o incluso que pretendan no entenderlo. El hecho es que han decidido desarrollar una crítica del neoliberalismo dirigida contra Occidente, en interés de Rusia. De hecho, las críticas existentes al neoliberalismo suelen dirigirse contra el imperialismo occidental, así como contra el tipo de globalización y las crecientes desigualdades mundiales que lo acompañan. Pero en ese caso, los autores de la Doctrina pretenden no ver que Rusia encarna el ejemplo típico del hegemón local, plenamente integrado en la estructura neoliberal global.
Al hacer de Occidente el único receptáculo de sus críticas al neoliberalismo, se transforma el significado mismo del concepto. En la Doctrina de política exterior de Rusia, el neoliberalismo se presenta como un conjunto de valores occidentales que supuestamente se imponen a Rusia desde el exterior: la distinción entre «padre 1» y «padre 2», la «propaganda de la homosexualidad», el feminismo, etcétera. El neoliberalismo no es entonces más que una nueva variante del liberalismo, reorientado hacia un cierto número de valores culturales occidentales, un mero reflejo de las actuales guerras culturales vinculadas al género, la identidad queer, la desigualdad racial, el marxismo cultural y su legado, y el poscolonialismo. Para los autores del texto, todos los valores «occidentales», incluidos los derechos humanos, los derechos de las mujeres y los derechos de las minorías, entran en la categoría del neoliberalismo.
Sin embargo, es importante subrayar hasta qué punto la propia Doctrina de política exterior rusa está impregnada de un espíritu neoliberal. En concreto, el texto trata de articular tanto los puntos de vista neoconservadores como los neoliberales -de una forma que no es tan nueva, si recordamos el ejemplo de Ronald Reagan-.
Uno de los conceptos centrales de la Doctrina es el de «competencia leal», utilizado en el texto para denunciar, por el contrario, la competencia desleal de Occidente. Sin embargo, ese concepto es uno de los puntos nodales de la terminología neoliberal, en la base de la idea de que el estado normal de cosas es el de la competencia de todos contra todos. Según esta concepción del mundo, los individuos, los Estados y las naciones deben invertir en su desarrollo y acumular capital para superar a los demás. Según el Kremlin, Occidente es quien perturba el curso normal de la competencia entre Estados, civilizaciones y empresas, por ejemplo cuando impone sanciones o impide a las empresas rusas acceder al mercado internacional.
En el mundo que se imaginan los autores de la Doctrina, no hay lugar para la cooperación; la competencia de todos contra todos debe conducir a la sumisión del más débil al más fuerte. La cuestión de los valores, en última instancia, es formal: los valores evocados aquí sólo sirven para cohesionar aglomeraciones civilizacionales. En estas condiciones, el «neoliberalismo» se reduce a un significante vacío. Podría decirse que este término se utiliza ahora en el léxico político ruso de forma similar a como se utilizaba el término «democracia» hace unos años. En la época de Vjačeslav Surkov, Rusia criticaba a Occidente por imponer su concepción de la democracia al resto del mundo. Hoy en día, se ha vuelto más difícil discutir la noción de democracia, incluso de «democracia soberana», por lo que se replegaron a la posición de criticar a Occidente por su «liberalismo». Por absurdo que parezca, esta crítica al «neoliberalismo» procede de las posiciones más indiscutiblemente neoliberales.
Otro punto importante, no ajeno a lo anterior, es el eurocentrismo de las Doctrinas de política exterior de Rusia en su conjunto. Es cierto que la Doctrina de 2023, como todas sus predecesoras excepto la de 1993, es un texto antioccidental. Pero, al mismo tiempo, muestra hasta qué punto Rusia sigue considerando a Occidente como su principal interlocutor. A pesar de sus esfuerzos por desarrollar un diálogo con los países del Sur, éste se reduce una vez más a la crítica de Occidente y de la política occidental. En otras palabras, se trata una vez más de un mensaje a Occidente de que si entra en razón y adopta una política «constructiva» hacia Rusia, ésta estará dispuesta a cooperar con Europa y a volver a las relaciones de buena vecindad. En resumen, Rusia no ha conseguido emanciparse de su eurocentrismo: sigue intentando que Europa la acepte y la reconozca.
¿Cómo entender el hecho de que la nueva Doctrina ya no haga referencia a la necesidad del control de armamentos o, más en general, al desarme?
Eso no es del todo cierto: la Doctrina de 2023 sí hace referencia al control de armamentos. Sin embargo, se presenta de la siguiente manera: Occidente es responsable de todo, no tenemos nada que reprocharnos, ya que no hemos roto ningún acuerdo y estamos dispuestos a restablecer todos los tratados.
Históricamente, esto incluso es en parte cierto: el desmantelamiento del sistema de control de armamentos comenzó con la retirada de Estados Unidos del Tratado de Control de Armamentos bajo el mandato de George W. Bush y, en los años siguientes, esta cuestión estuvo lejos de ser una de las prioridades de Washington. En el contexto de las tensiones actuales, es poco probable que este sistema recupere su forma anterior, pero la Doctrina indica no obstante que Rusia está abierta al diálogo sobre la cuestión del armamento, que será probablemente uno de los primeros temas en abordarse si se resuelve o estabiliza la situación militar, o si se abre un diálogo entre Rusia y Occidente. Sin embargo, por el momento, es la guerra la que sigue en primer plano, y no puede haber ningún debate serio entre Rusia y Occidente mientras Ucrania no esté segura.
¿Esta comunicación de Rusia, reacia al compromiso y lanzando ultimátums, le ayuda en última instancia a conseguir sus objetivos?
Es probable que los dirigentes rusos estén convencidos de la eficacia de esa forma de comunicación. Al fin y al cabo, ya lo probaron en diciembre de 2021, cuando lanzaron un ultimátum a Estados Unidos y la OTAN. De hecho, fue la negativa de Estados Unidos y la OTAN a negociar en los términos de Rusia lo que proporcionó el principal pretexto para el estallido de la guerra. Hoy, los dirigentes rusos persisten en la misma línea. Sin embargo, está claro que ese método de comunicación nunca logrará los objetivos fijados, especialmente ahora que hay una guerra en marcha. Cuando a principios de 2021-2022 se discutía el ultimátum ruso, se oyeron voces que pedían que se escuchara a Rusia y se entablara un diálogo. Todo el mundo dudaba lo que desde entonces ha quedado perfectamente claro: Rusia no es tan aterradora como parecía.
Todo el mundo tiene claro que Rusia no podrá ganar la guerra. No puede ganar una guerra contra una Ucrania apoyada por Occidente. No saldrá victoriosa de una guerra a gran escala contra Estados Unidos. Podrá apoderarse de algunas franjas de territorio, pero nunca obtendrá una victoria contundente. En estas circunstancias, el tono de ultimátum de Rusia es perfectamente improductivo: sólo una pequeña parte de la comunidad de expertos se toma en serio sus proclamas. La opinión predominante sobre estas declaraciones rusas es que son propaganda, o simplemente irracionales.
En realidad, como he argumentado, la retórica rusa no carece de sentido, y su importancia se refleja en la nueva Doctrina de política exterior. Podemos no estar de acuerdo con su contenido, pero debemos trabajar sobre la base de este texto para definir una política hacia Rusia, con la que todo el mundo tiene que lidiar, por el momento. La retórica agresiva de Rusia está diseñada para dificultar su comprensión. Sin embargo, los expertos deben ser capaces de analizar el contenido de estos discursos dejando de lado su dimensión agresiva.
Todos esperamos que Rusia experimente cambios favorables en un futuro próximo, pero no podemos esperar a ese momento para definir una política hacia ella. En modo alguno estoy pidiendo que se adopte ahora una «posición constructiva», por utilizar el lenguaje de la Doctrina. Sin embargo, es esencial comprender que las acciones del Kremlin se rigen por una lógica determinada y que esta lógica le permite obtener éxitos diplomáticos parciales. Sin adoptar o aprobar esta lógica, lo cierto es que, mientras no la comprendamos, no podremos poner en marcha una auténtica política de contención, y mucho menos planes de acción aún más ambiciosos.