Me gustaría tratar de mantener unidos los registros de lo imaginario, lo real y lo simbólico. No es fácil en tan poco tiempo. De hecho, no es fácil en sí mismo. Porque hay que considerar las cosas desde varios puntos de vista que jamás cabrán en una sola idea.

Empecemos por las características de la guerra en Ucrania como un estallido de violencia extrema. Muchas veces oímos que la guerra actual está trayendo de vuelta algo que se creía erradicado, una brutalidad que había desaparecido del horizonte europeo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Esto es cierto en varios aspectos, el más importante de los cuales es el fenómeno del desplazamiento masivo de la población, indisociable del hecho de que, día a día, se están cometiendo crímenes a gran escala contra la humanidad. No lo es desde el punto de vista de la naturaleza de la violencia cometida, cuyo equivalente, o algo peor, ya vimos en las guerras de Yugoslavia de los años 90, violencia que nuestra conciencia colectiva había instalado en una especie de jaula imaginaria y que luego se apresuró a olvidar. Por otro lado, es una forma de aislar a Europa y a los europeos de la historia del mundo en el que ya dejaron de intervenir, incluso para hacer la guerra de manera directa o indirecta. Sin necesidad de remontarnos al siglo pasado, estas agresiones y masacres tan violentas no han dejado de producirse, a veces a nuestras puertas.

La legítima desconfianza del eurocentrismo no puede, sin embargo, ocultar que esta vez se trata de nosotros, los europeos en el sentido histórico de la palabra, lo que incluye obviamente a los ucranianos, pero también a los rusos. Por primera vez desde el fin del nazismo, estamos en una guerra general dentro de nuestro «gran» continente. Estamos en guerra por una agresión absolutamente contraria al derecho internacional, que conduce a la guerra total y conlleva el riesgo de una escalada nuclear. Tendrá un impacto duradero en las vidas y percepciones de todos los europeos. Por lo tanto, somos completamente responsables, tanto de la elección de las categorías de análisis como de las consecuencias que se puedan extraer de ellas.

Por primera vez desde el fin del nazismo, estamos en una guerra general dentro de nuestro «gran» continente. Estamos en guerra por una agresión absolutamente contraria al derecho internacional, que conduce a la guerra total y conlleva el riesgo de una escalada nuclear.

etienne balibar

La guerra que el presidente Putin, actuando como autócrata y aventurero, ha desatado contra la nación ucraniana, invocando un escenario de agresión inminente y argumentando que Ucrania pertenece al «mundo ruso», del que su Estado es a la vez guía y dueño, es hoy una guerra de destrucción total: destrucción de ciudades y paisajes, de recursos, de monumentos y, por supuesto, de los hombres, mujeres y niños sometidos a los bombardeos y a los abusos de los soldados. La resistencia que ha provocado, el compromiso heroico de la población y de sus dirigentes están en proceso de contener al invasor, incluso de hacerlo retroceder, pero sobre todo, están en proceso de dar a luz a un pueblo de ciudadanos que no existía más que en potencia, en una tradición histórica antigua pero contradictoria, y en las experiencias más recientes de una democratización caótica. 

Si pensamos en la forma en que el presidente ruso ha machacado su tesis de la inexistencia de la nación ucraniana y de la inconsistencia del propio pueblo ucraniano, diríamos que esta guerra, para los ucranianos, es su guerra de independencia. Al ganarla —porque tienen que ganarla— emergerán para siempre como un Estado. Un francés de mi generación no puede dejar de pensar en lo que les ocurrió a los argelinos, sin ignorar todas las diferencias. Y como su base moral es la superación de los antagonismos en los que el antiguo amo creía poder apoyarse, esta independencia lleva consigo la transformación de una simple nación étnica o cultural en una nación cívica, en consonancia con los principios sobre los que se construye la Unión Europea, y justifica, por ambas partes, el deseo de proceder lo más rápidamente posible a una adhesión que en su día se declaró imposible.

© AP Photo/Felipe Dana

Pero en este punto debemos cambiar de enfoque y considerar la relación de Ucrania con Europa, tal y como la guerra la está reconfigurando, desde un punto de vista más global, cosmopolítico, elevándonos progresivamente de la escala local a la de todo el planeta. Me parece que un buen hilo conductor para desentrañar la complejidad de las contradicciones y de las relaciones de poder es la superposición de niveles y tipos de fronteras que se evidencian en la guerra, o en los que participa. Las fronteras materializan las oposiciones y los antagonismos, estructuran el mundo. Si no queremos darle demasiada importancia al hecho de que el nombre de Ucrania significa originalmente «margen» o «frontera», lo cierto es que la región que lleva este nombre ha sido un terreno de confrontación permanente, de divisiones y encuentros más o menos violentos entre culturas, y que hoy vuelve a estar en juego en un enfrentamiento entre entidades mucho más grandes. Pero lo que me llama la atención cuando intento identificar su configuración y la naturaleza de sus demarcaciones, es que todos estos espacios no sólo son conflictivos, sino también profundamente asimétricos.

Diríamos que esta guerra, para los ucranianos, es su guerra de independencia.

etienne balibar

Esto es cierto en el primer nivel, el de las fronteras «nacionales», pues han sido constantemente cuestionadas por una historia de conquistas, anexiones, divisiones y unificaciones, pero también por exterminios y deportaciones desde el comienzo de la era moderna hasta la reconstitución de las naciones europeas tras las guerras mundiales y la caída del comunismo. Lo que está en juego en el Donbas desde 2014, e incluso antes, es una mezcla de historia social, antagonismos estatales, afiliaciones culturales y generacionales que la guerra está cambiando drásticamente, pero cuyo futuro sigue siendo incierto. Dependiendo de si el frente cede en una u otra dirección, y de si el país sigue siendo más o menos habitable o reconstruible, la frontera tendrá un trazo y una función completamente diferentes. Pero en cualquier caso será incomparable, por ejemplo, con la de Francia y Alemania, ya que de un lado habrá una nación en formación, y de otro, un imperio totalitario en crisis más o menos profunda. Esta asimetría, como decía hace un momento, se extiende a los «conjuntos» geopolíticos de los que forman parte los beligerantes, o que forman por sí mismos, y cuyo antagonismo también materializa Ucrania, es decir, en el segundo nivel de las líneas fronterizas. 

Pero aquí vemos que las cosas se complican mucho, tanto desde el punto de vista de lo que llamamos “guerra” como desde el punto de vista de lo que llamamos “frontera”. Por supuesto que la Unión Europea está en guerra con Rusia, no nos engañemos: es una guerra moral y diplomática, una guerra económica y financiera, una guerra militar que aún se limita al suministro de armas y de inteligencia y que podría extenderse más allá de las fronteras ucranianas si Rusia busca contraatacar en otros territorios. Pero no está sola, y cada vez es menos independiente, ya que la estructura comunitaria a la que pertenecen las iniciativas, y a la que quieren unirse primero los Estados que se sienten amenazados por el imperialismo ruso, es la alianza militar dominada por Estados Unidos. Cuanto más dure la guerra, más recursos se comprometerán y más dará la impresión de que Estados Unidos quiere avanzar en el programa de «rollback» que teorizaron Zbigniew Brzezinski y otros, volviendo a trazar la línea de demarcación entre el mundo «atlántico» —cuya hegemonía aseguran—, y el mundo «euroasiático» que constituye el residuo de la URSS. Paradójicamente, esto se encuentra, como en un espejo, con el discurso del régimen ruso, de inspiración muy schmittiana o huntingtoniana, sobre el enfrentamiento de dos mundos, Oriente y Occidente, con valores incompatibles. Sin embargo, aquí también se observa una asimetría muy profunda. Se dice que Estados Unidos «ha vuelto» a Europa: no amenaza obviamente su independencia ni sus valores políticos, pero impulsará su militarización, su dependencia económica y tecnológica. Por el contrario, en el lado euroasiático, la relación entre Rusia y su «gran retaguardia» del Extremo Oriente parece extraordinariamente inestable, sea cual sea el interés que el régimen chino haya visto en apoyar al enemigo de su enemigo. Porque el objetivo histórico de China no es el de implantarse en Europa (salvo, precisamente, para instalar las terminales de sus «rutas de la seda»), sino construir una hegemonía en el «Sur», en África y América Latina, que rivalice con la de Estados Unidos. En otras palabras, a pesar de constituir por sí misma un Grossraum (en el sentido de Carl Schmitt) o quizás por esta misma razón, China no pretende compartir el mundo. Por eso, si por un lado tenemos un bloque cada vez más unido formado por Europa y Estados Unidos en el marco de la OTAN, por el otro lado no tenemos un bloque sino-ruso que se comprometa como tal en el combate, ni siquiera en el nivel de sus formas «híbridas»: el de la guerra económica e ideológica.

Por supuesto que la Unión Europea está en guerra con Rusia, no nos engañemos: es una guerra moral y diplomática, una guerra económica y financiera, una guerra militar que aún se limita al suministro de armas y de inteligencia y que podría extenderse más allá de las fronteras ucranianas si Rusia busca contraatacar en otros territorios.

etienne balibar

Sin embargo, este nivel no es el último, ni es decisivo «en última instancia». Al evocar la división Norte-Sur, pasamos al nivel propiamente planetario. La tesis que defiendo a este respecto es doble, aunque de manera muy esquemática. En primer lugar, a nivel planetario, los espacios políticos están cada vez menos separados o desconectados entre sí. Por ello, la guerra ruso-ucraniana no puede considerarse una guerra local. En la era de la globalización avanzada, todos los territorios, todas las poblaciones, todas las tecnologías son interdependientes, y estas interdependencias se traducen en flujos que cruzan fronteras, incluidas las fronteras entre amigos y enemigos. El gas y el petróleo rusos siguen fluyendo hacia Europa Occidental, e incluso hacia Ucrania, a cambio de dólares y euros, aunque se hable mucho de intentar detenerlos. Todavía no hemos llegado a ese punto. Y el trigo ruso o ucraniano que ya no llegue a Egipto, Túnez o Marruecos podría provocar no sólo crisis o hambrunas en esos países, sino también levantamientos y éxodos. Esos países no están «en guerra», pero sí «en la guerra». 

Por el contrario, las sanciones económicas contra Rusia afectan indirectamente a un gran número de países del mundo. Aparte de que no tienen la misma experiencia histórica de enfrentamiento con el imperialismo estadounidense, europeo, ruso o exsoviético, ya no hace falta buscar la razón de la reticencia de la opinión pública de muchos países del «Sur» para embarcarse en una guerra percibida como occidental. Pero me gustaría insistir en el siguiente punto: cuando pensamos en términos planetarios, no debemos aislar las cuestiones económicas y geopolíticas del problema que plantea otro tipo de frontera, las fronteras climáticas que se están desestabilizando y desplazando a causa del calentamiento global y sus consecuencias. ¿Qué sentido tiene hablar del abastecimiento de gas, y de invertir su suministro en Europa desde el Nordstream I y II hacia las terminales de licuefacción y regasificación del Mediterráneo y del Atlántico, si no identificamos una correlación con las políticas medioambientales que nos están haciendo perder la batalla de los dos grados de calentamiento para fines de siglo? Una de las mayores fronteras climáticas del mundo, la que separa las regiones antiguamente ocupadas por la tundra, la taiga y el permafrost de las estepas templadas y las regiones desérticas, atraviesa Rusia de este a oeste, y no por los márgenes. Se está desplazando drásticamente. Cuando, dentro de unas semanas, Siberia empiece a arder de nuevo, se planteará inevitablemente la cuestión del tipo de ayuda internacional que debe prestarse a Rusia para hacerle frente y, sobre todo, del tipo de negociaciones que deben emprenderse al mismo tiempo para relanzar la transición energética mundial. ¿Qué interés debe primar entonces, el de la libertad de los ucranianos —que no es negociable—, el interés ecológico de los europeos, o el de los terrícolas, cada vez más inmediatamente amenazados?

© Ken Cedeno/UPI Photo

Una vez más, aunque de forma imprevista, la tipología de las fronteras, la de las naciones, la de la guerra y la de la política se muestran estrechamente entrelazadas. La nación que lucha por su independencia y su constitución democrática se enfrenta al dilema estratégico que Raymond Aron [en la conclusión de su clásico Paz y guerra entre las naciones] describió como la decisión de incorporarse a la federación o al imperio. Pero la decisión está determinada por la confrontación de los imperialismos a escala mundial y la asimetría de sus intereses y de sus medios. 

Cuando, dentro de unas semanas, Siberia empiece a arder de nuevo, se planteará inevitablemente la cuestión del tipo de ayuda internacional que debe prestarse a Rusia para hacerle frente y, sobre todo, del tipo de negociaciones que deben emprenderse al mismo tiempo para relanzar la transición energética mundial. ¿Qué interés debe primar entonces, el de la libertad de los ucranianos —que no es negociable—, el interés ecológico de los europeos, o el de los terrícolas, cada vez más inmediatamente amenazados?

etienne balibar

Y todas esas relaciones de fuerza se relativizan y se engloban en otra estructura en movimiento, una estructura geoecológica en la que confluyen las desigualdades del desarrollo, los territorios de extracción o de consumo de energía fósil, y las zonas de colapso acelerado del equilibrio medioambiental. Cuanto más dure la guerra, más difícil será tratarla sólo en el primer nivel, por más dramático que éste sea, e ignorar la presión de los niveles superiores, es decir, el hecho de que se trata de un nuevo tipo de guerra local-global. Creo en la capacidad del pueblo ucraniano, apoyado por el compromiso y los suministros de sus aliados occidentales, alentado moralmente por la forma en que acogemos a sus mujeres y niños, de contener la agresión y hacer retroceder los tanques rusos. Pero, tal vez por pesimismo metodológico, también creo que la guerra, si no llega a los extremos y no desata un proceso de destrucción mutua, durará mucho tiempo y será destructiva además de bárbara. Y con la duración y la brutalidad vienen los odios irredimibles, no sólo hacia los gobiernos y los regímenes, sino entre los pueblos, durante generaciones. El pacifismo, dije1 hace más de dos meses, «no es una opción». No me retracto. La paz es una necesidad para el planeta, pero una paz «perpetua», como la llamaba Kant, es decir, una que no contenga en su propia forma las premisas para reanudar la guerra. Ése era, en teoría, el objetivo de las instituciones de derecho internacional como las Naciones Unidas y de las convenciones para el desarme que han perdido toda legitimidad y credibilidad desde el final de la Guerra Fría, bajo la presión de diversas potencias, siendo la Rusia de Vladimir Putin la última. ¿Cuándo y cómo vamos a volver a atacar el problema, consolidando o cruzando qué fronteras, construyendo qué alianzas y con quién? No lo sé.2

Notas al pie
  1. En una entrevista con Mediapart el 7 de marzo de 2022
  2. Este texto es la transcripción no revisada de la intervención de Étienne Balibar en el coloquio organizado por el Grand Continent en la Sorbona el 17 de mayo: “Después de la invasión de Ucrania, Europa en el interregno”.