La Rusia del después

El consenso de Moscú

¿Cómo explica un partidario de Putin el estancamiento de Rusia? En este texto, que traducimos y contextualizamos por primera vez, Ivan Timofeev realiza un ejercicio que nos obliga a comprender todas sus implicaciones para responder a una pregunta de fondo: ¿puede el Estado ruso sobrevivir a la guerra?

Autor
Guillaume Lancereau
Portada
© PAVEL GOLOVKIN/AP/SIPA

Este texto, publicado en el diario de asuntos económicos Kommersant, fue escrito por Ivan Timofeev, profesor asociado de teoría política en MGIMO, centro de formación y generación de élites, en particular políticas, en la Rusia contemporánea. El autor es más conocido como director general del Consejo Ruso de Asuntos Internacionales y director de Programas del Club de Debate Valdai.

Ese centro de investigación es una de las oficinas de propaganda del régimen de Vladimir Putin. El presidente de la Federación Rusa, quien impulsó su creación en 2004, pronuncia los discursos de clausura de cada uno de los congresos anuales. En 2014, Vjačeslav Volodin formuló la siguiente frase, que se volvió famosa: «Mientras exista Putin, existirá Rusia; cuando ya no exista Putin, ya no existirá Rusia». Fue también en esa ocasión cuando el presidente ruso expuso ante el público congregado en Sochi una serie de convicciones profundamente arraigadas, algunas de las cuales hacen eco de los análisis del siguiente artículo: la Guerra Fría podría haber terminado con un equilibrio de poder en un mundo multipolar si Estados Unidos no hubiera albergado sueños de dominación planetaria; Rusia es y pretende seguir siendo un Estado autónomo, libre para determinar su propio destino; los conflictos a varias escalas son la consecuencia esperada de tal configuración, en particular en las fronteras inmediatas de grandes potencias como Rusia.

Bajo el pretexto del objetivismo y la distancia analítica, el siguiente texto recoge algunos de esos puntos de vista. Aquí se hace hincapié en la noción de «gosudarstvennost» (de gosudarstvo, el Estado), un término con diversos usos y connotaciones (la obra Gosudarstvennost’ i anarkhija, de Mijaíl Bakunin, se ha traducido como Estatismo y anarquía), que aquí se refiere a una especie de soberanía interna en la construcción de la «forma», del «sistema» o de las «estructuras» estatales de un país. Al hacer hincapié en esta noción y contrarrestar las representaciones a menudo caricaturescas del «régimen ruso» en Occidente, Ivan Timofeev subraya al mismo tiempo el margen de maniobra que debería concederse a los gobernantes rusos para forjar una forma de Estado original, independiente de los modelos existentes y acorde con las necesidades de la «civilización» rusa.

Tanto si miran al pasado como al presente, muchos de esos análisis pueden parecer cuestionables. Por ejemplo, la tesis de que, a diferencia de las guerras del siglo XX, los conflictos anteriores sólo pretendían obtener concesiones del enemigo, y no transformar la naturaleza del régimen o la forma de Estado del país adversario: el ejemplo de las potencias unidas contra la Francia revolucionaria o el de cualquier conquista colonial servirán para rebatir esta tesis. Por encima de todo, esta contribución muestra el grado de prudencia y circunspección que deben mostrar los principales analistas de Rusia en su valoración de los acontecimientos actuales.

El autor evita las burlas, exhortaciones y amenazas que suele proferir la prosa de Vladimir Putin, manteniendo así su texto formalmente analítico y distante; por otro, en un artículo publicado el 30 de junio de 2023, se abstiene de toda referencia a la marcha de Evgenij Prigožin sobre Moscú y a sus efectos sobre el poder del presidente ruso. Por un lado, el autor habla efectivamente de la guerra en Ucrania, pero evita utilizar la palabra «guerra»; por otro, rebate la idea de que la cuestión principal en este conflicto sea la preservación de la soberanía rusa, o la prevalencia del nacionalismo extremo en la Ucrania de preguerra, a pesar de que esos sean los principales argumentos que Vladimir Putin utiliza una y otra vez para justificar su «intervención militar especial». A lo largo del artículo, las críticas del autor son encubiertas y discretas; sus puntos de vista se enmascaran tras una serie de discursos divulgados, sin tener en cuenta la preocupación tan real que puede sentirse bajo sus palabras. «Manténganse a la izquierda, manténganse a la derecha»: los expertos rusos caminan sobre brasas ardientes, quizá en detrimento de cualquier perspectiva verdaderamente ambiciosa sobre el posible futuro de Rusia.

Cada vez está más extendida en Rusia la opinión de que el objetivo de Estados Unidos y del «Occidente colectivo» que lidera es nada menos que la resolución definitiva de la «cuestión rusa». Para lograrlo, este objetivo requeriría no sólo una derrota de Rusia y una nivelación de su potencial militar, sino también una revisión de su estructura estatal y una remodelación de su identidad, incluso la liquidación de Rusia como Estado unificado. Durante mucho tiempo, ese punto de vista estuvo confinado a los márgenes del pensamiento de política exterior, pero el último año y medio ha transformado profundamente la situación. Esa visión de los objetivos de Occidente es ahora dominante, está bien definida y pensada racionalmente. La propia Rusia está llevando a cabo una política activa destinada a contrarrestar al Estado ucraniano, cuya existencia en su forma y fronteras anteriores es percibida por Moscú como un importante desafío para la seguridad.

La experiencia histórica del siglo pasado demuestra que infligir una derrota total al adversario antes de emprender la revisión de su estructura estatal es la norma, no la excepción, en la práctica de las relaciones internacionales. Se trata de una diferencia fundamental con respecto a los conflictos de los siglos XVIII y XIX, en los que la derrota del adversario se consideraba un medio de obtener concesiones de éste, pero no de reconstruir los cimientos de su Estado.

La experiencia de los siglos XX y XXI dista mucho de ser lineal, pero destacan ciertas regularidades. La derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial condujo a una importante redefinición de su condición de Estado, que generó esencialmente una serie de contradicciones internas, al tiempo que completaba el aplastamiento militar de Berlín. La derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial tuvo consecuencias aún más trascendentales. El país se encontró dividido, privado de su autonomía en política exterior y reconstruido casi por completo. Otros casos de rendición militar y posterior ocupación también provocaron una remodelación de grandes potencias, empezando por Japón e Italia. La Unión Soviética, como país vencedor, participó en la resolución de la «cuestión alemana». También participó en la creación de regímenes socialistas en los territorios liberados de la ocupación nazi. La Guerra Fría que siguió inmediatamente hizo más difícil ese tipo de división: cada nuevo intento se topaba con la resistencia del adversario. A veces, el enfrentamiento terminó en empate, como en Corea; otras veces fue la URSS la que tuvo la sartén por el mango, por ejemplo, cuando infligió una dolorosa derrota a Estados Unidos en Vietnam; otras veces, por el contrario, Estados Unidos tuvo más éxito, sobre todo en su apoyo a las fuerzas antisoviéticas en Afganistán.

El colapso de la URSS dejó el campo libre a Washington, independientemente de la retórica de la Unión Soviética, y luego de Rusia, de que la Guerra Fría había terminado con la victoria de ambos bandos. La realidad fue bien distinta. Los antiguos países socialistas se integraron rápidamente en las estructuras euroatlánticas, con el apoyo activo de las élites locales y de gran parte de la opinión pública. La propia Rusia proclamó su intención de reincorporarse al «mundo civilizado». Estados Unidos y Occidente en su conjunto recibieron carta blanca para reconstruir ese gigantesco espacio, creyendo, no sin justificación, que era la consecuencia natural de su victoria incruenta sobre la Unión Soviética.

Sin ningún contrapeso, Estados Unidos se embarcó en una serie de intervenciones militares, que también acabaron en la reestructuración total de los Estados objetivo. Yugoslavia se derrumbó; Irak fue ocupado, su líder condenado y su sistema político puesto patas arriba. Esta historia no ha estado exenta de fallos. En Afganistán, una victoria rápida desembocó en una guerra de guerrillas y en la retirada de las tropas. En Irán, la intervención militar prevista nunca llegó a producirse. Corea del Norte se convirtió en una potencia nuclear, lo que redujo drásticamente la probabilidad de una intervención exterior. Todas las intervenciones exitosas de Estados Unidos suscitaron un fuerte descontento por parte de Moscú, sin que ello se tradujera en acciones concretas. La estrecha cooperación humanitaria con Occidente, las masivas inversiones occidentales en Rusia y el interés de la sociedad rusa aumentaron o, al menos, apenas se condenaron en Rusia hasta finales de la década de 2010.

Sin embargo, la sostenida y creciente reticencia de las autoridades rusas hacia la política occidental no ha dejado de provocar reacciones, que pueden dividirse en dos tipos. En primer lugar, los países occidentales se han esforzado cada vez más por entablar un diálogo con la sociedad civil rusa prescindiendo de las autoridades del país, según un paradigma de sociedad civil «buena» frente a gobierno «malo». La noción de «régimen ruso» que surgió entonces suscitó una creciente y comprensible aversión por parte de Moscú e implicaba -de hecho, señalaba claramente- que Occidente enfrentaba de algún modo a la sociedad civil con el gobierno y se negaba a verlos como parte de la misma comunidad política. Cuanto más deliberada y ostensiblemente mostraban los Estados occidentales ese punto de vista, más resistencia encontraban por parte de Moscú.

Occidente, además, explicaba esa tendencia por las deficiencias de la democracia en Rusia, lo que no hacía sino aumentar la irritación de las autoridades rusas, que evidentemente no tenían ninguna intención de depender de juicios extranjeros a la hora de construir su Estado, tanto más cuanto que esos juicios procedían no sólo de las democracias avanzadas, sino también de los países de Europa del Este y de los países bálticos, con su rastro de resentimiento y sus complejos históricos. La experiencia de las «revoluciones de colores» en el espacio postsoviético no hizo sino acrecentar los temores de Moscú. En Georgia, Kirguistán y Ucrania, las protestas públicas se beneficiaron plenamente del apoyo moral, político e incluso material de los países occidentales, la mayoría de las veces unido a una operación de demonización de las autoridades en el poder.  

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Moscú tenía razón al percibir estos cambios revolucionarios de poder como un desafío para sí mismo, aunque se llevaran a cabo en nombre de la democratización y el desarrollo. Surgió un claro consenso entre la élite rusa de que el Estado sólo podía y debía construirse a través de sus propios esfuerzos, y que la interferencia de fuerzas extranjeras en cualquiera de sus formas era inaceptable. Ese consenso empezó a tomar forma a mediados de los años noventa, antes de convertirse en una línea política clara hacia el final del primer mandato presidencial de Vladimir Putin.

La segunda tendencia que ha ejercido una gran influencia en la opinión pública rusa está relacionada con las políticas de Estados Unidos y la Unión Europea en el espacio postsoviético. Rusia aceptó a regañadientes la integración de los países de Europa Central y Oriental en las estructuras occidentales, sin duda creyendo que se trataba de un regalo envenenado para ellos. Contrariamente a un estereotipo muy extendido en Occidente, que atribuye fácilmente a Moscú el sueño de restaurar la URSS, los verdaderos objetivos de Rusia estaban muy alejados de cualquier ambición imperial. El país no tenía ningún deseo de asumir otra enorme carga imperial para engordar a las élites locales y comprar la lealtad de la población. Estaba perfectamente satisfecho con la neutralidad de las antiguas repúblicas soviéticas e incluso con la cooperación con Estados Unidos que se estaba dando en el espacio postsoviético, siempre que esas interacciones siguieran siendo equitativas. A principios de la década de 2000, Moscú no se opuso a la presencia militar de Estados Unidos en Asia Central; posteriormente, contribuyó durante mucho tiempo al abastecimiento de las fuerzas occidentales en Afganistán. Sin embargo, nunca pudo darse por satisfecha con una situación en la que todos los proyectos occidentales se llevaran a cabo sin ninguna participación rusa. En el contexto de la asertiva política diplomática de Vladimir Putin, encaminada a restablecer relaciones constructivas con Estados Unidos y la Unión Europea en todos los ámbitos, aún existía la esperanza de que el espacio postsoviético siguiera siendo un área neutral de cooperación.

Sin embargo, cada vez estaba más claro que la inclusión de Rusia disminuiría. Las «revoluciones de colores» antes mencionadas fueron una nueva llamada de atención. Las crecientes preocupaciones de las autoridades rusas fueron discutidas, pero cortésmente desestimadas por sus socios occidentales. Al parecer, Occidente no vio el beneficio de tener en cuenta los intereses de Rusia. De hecho, tras un colapso económico total, una fuga masiva de cerebros, una serie de conflictos internos, el desencadenamiento de la delincuencia y la corrupción, la fuga de capitales al extranjero, la culminación de la transformación del país, ya iniciada bajo Leonid Brežnev, en un mero proveedor de materias primas, el descenso de la natalidad y la explosión del alcoholismo y de la mortalidad, era difícil ver a Rusia como un competidor serio.

También hay que tener en cuenta el papel que han tenido los intereses locales de las élites de varios países postsoviéticos, que acumularon cierto capital político vendiendo a Occidente la idea de la «amenaza rusa».

Fue un grave error de juicio subestimar la determinación de los dirigentes rusos de restaurar las estructuras estatales y evitar un juego de suma cero en el espacio postsoviético. Con cada nueva crisis, Occidente ha seguido negando el carácter realista de los peores escenarios posibles, aquellos en los que Rusia reafirmaría sus intereses por la fuerza, mediante un contraataque destinado a remodelar los Estados postsoviéticos. La primera crisis grave fue la guerra de cinco días con Georgia, durante la cual Rusia no sólo reaccionó con dureza a un ataque contra su contingente de mantenimiento de la paz, sino que también reconoció la independencia de Abjasia y Osetia del Sur. Occidente tuvo entonces la clarividencia de reconocer las carencias del líder georgiano y evitar una crisis con Rusia, pero el precio fue el establecimiento de un precedente: el de una revisión de facto de las fronteras postsoviéticas.

A continuación, Moscú respondió inmediatamente a la nueva revolución ucraniana de 2013-2014 con la «Primavera de Crimea», a la que siguió el apoyo a la resistencia en el Donbas. Los acuerdos de Minsk dejaban entrever una salida relativamente suave de la crisis, pero la línea dura y decidida de Rusia ya había alarmado a Occidente. El camino elegido fue el de la contención y la resistencia a Moscú. Las relaciones entre Occidente y Rusia en el espacio postsoviético, y especialmente en Ucrania, dieron un giro hacia la abierta rivalidad, y los acuerdos de Minsk fueron abiertamente denunciados por algunos líderes occidentales como una maniobra que allanaba el camino para una nueva confrontación. Por último, el apoyo de Rusia al gobierno sirio demostró la intención de Moscú de interponerse en el camino de la «ingeniería social» occidental, incluso más allá de las fronteras del espacio postsoviético.

Aunque se esperaba una nueva crisis, muchos, incluidos los rusos, pensaban que era improbable una operación militar a gran escala contra Ucrania. De hecho, Rusia estaba profundamente arraigada en la economía mundial centrada en Occidente y su dependencia comercial de la Unión Europea seguía siendo acusada. Rusia no rechazaba a Occidente en términos de valores, aunque ciertos fenómenos y movimientos sociales fueran criticados y contrarrestados apelando a los valores tradicionales. Para Moscú, la cuestión clave seguía siendo la seguridad de sus fronteras occidentales. Evidentemente, las autoridades rusas asumieron que una militarización gradual de Ucrania y del flanco oriental de la OTAN era inevitable y desembocaría en una crisis militar en un momento inoportuno para Rusia. El neonazismo en Ucrania no era un fenómeno de masas; no gozaba de un apoyo generalizado entre la población, pero la tolerancia de las autoridades de Kiev hacia los movimientos radicales estaba muy mal vista en Rusia. La decisión de emprender una operación militar preventiva fue el punto de ruptura, que elevó radicalmente las apuestas en la rivalidad con Occidente. El conflicto militar subsiguiente deshizo en gran medida el legado del periodo postsoviético.

La cuestión que queda por resolver es cómo acabará la crisis actual. Actualmente no hay perspectivas de una resolución política del conflicto entre Rusia y Ucrania. La viabilidad de cualquier acuerdo de paz, aunque se alcance, parece muy incierta. Occidente teme una brutal escalada militar y una guerra con Rusia, que podría desembocar rápidamente en ataques nucleares. Al mismo tiempo, no puede descartarse una creciente implicación de la OTAN en el conflicto.

En los medios de comunicación occidentales y entre los analistas se debate mucho sobre la perspectiva de disturbios internos en Rusia, pero esto aún no se refleja en las posiciones oficiales. Pero puede que sólo sea cuestión de tiempo que las opiniones de los expertos y las declaraciones populistas de ciertas figuras políticas se traduzcan en posiciones oficiales. El malestar interno en el seno de una gran potencia nuclear plantea graves riesgos. En Occidente, sin embargo, se consideran una amenaza menor que la perspectiva de una confrontación militar directa, e incluso se cree que una explosión interna podría dejar a Rusia fuera de combate durante mucho tiempo y permitirle revisar su sistema político. Si los acontecimientos se desarrollaran de este modo, la preservación de su estructura estatal y de su soberanía volvería a convertirse para Rusia en la principal cuestión del conflicto.

Pero la estructura estatal de Ucrania también está en juego, y es muy probable que salga de la crisis actual con un potencial mermado, unas fronteras reducidas y una dependencia total de las potencias extranjeras.

Estados Unidos se encuentra sin duda en una posición más ventajosa: ha podido disciplinar a sus aliados y no corre riesgos de Estado. Aun así, se encuentra en una rivalidad con China que lo coloca en una situación de doble contención. Por tanto, una victoria rusa y el fortalecimiento de sus relaciones con China representarían un problema estratégico considerable para Estados Unidos.

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