Una constatación: los campesinos olvidados
África se encuentra en una encrucijada: no habrá desarrollo económico ni revolución ecológica sin políticas sociales proactivas que aumenten el bienestar de las personas. De lo contrario, experimentaremos una lenta o rápida progresión hacia el caos, mucho más allá de las fronteras de África. La tan necesaria revolución ecológica -puesto que se trata, efectivamente, de una revolución ecológica- no tendrá lugar sin justicia social en África ni en cualquier otra parte.
Los más desfavorecidos son, de hecho, los más vulnerables al cambio climático, aunque sean los menos responsables del mismo porque no disponen de recursos para adaptarse a él.
Los campesinos del África subsahariana están entre los primeros afectados por el cambio climático, que afecta sobre todo a la actividad del suelo: según el INRAE, el calentamiento global ya ha reducido su productividad en un 20% desde 1980, sobre todo en los trópicos, donde las condiciones son más extremas y el suelo más frágil. Estamos hablando de tres cuartas partes de las mujeres agricultoras y campesinas más numerosas, que en el África subsahariana siguen produciendo casi el 80% de lo que consumimos.
África es, por tanto, una de las regiones donde se acumulan los retos: la población volverá a duplicarse dentro de 25 años, es decir, en 2050, a pesar de la transición demográfica que se está produciendo en todas partes y a pesar de los esfuerzos de adaptación que han conducido, en parte, a una mejora de técnicas -de agroquímica, pero, también, de agricultura y ganadería- que ha permitido multiplicar la población desde 1960 y, en gran medida, una extensión de cultivos.
Este deterioro de la productividad y de la fertilidad en los últimos 40 años ha llegado al límite de lo soportable para el campesinado africano, para los olvidados. Se ha descuidado el campo; se ha preferido la ciudad en nombre de la estabilidad política y del progreso sin campesinos. Están explotando; ya no pueden contener nada más.
Para los que se quedaron atrás, cuyo número no puede sino crecer, el futuro sólo estará hecho de, en primer lugar, migraciones hacia el exterior del continente -ya han ocurrido migraciones internas hacia las ciudades o a los países más ricos-, hasta ahora, contenidas lo mejor posible, y, segundo lugar, de conflictos por los recursos que se vuelven conflictos «interétnicos», regionales e intercontinentales -terrorismo; ya surgieron entre agricultores y ganaderos o entre rivales por las minas-.
Peor aún: somos testigos de un aumento del resentimiento y de los repliegues identitarios reconfortantes a nivel psicológico -degenerados del mismo modo y surfeando sobre populismos instrumentalizados- que son, paradójicamente, la otra cara de la ausencia de futuro y de la exigencia de una vida mejor.
Los jóvenes, que no vivieron la independencia africana de los años sesenta, sino regímenes políticos tan largos como autoritarios, se rebelan ahora, tanto en las ciudades como en el campo. Si se rompe el impulso democrático y si, al final, no se brindan respuestas concretas, esto amenazará los inestables equilibrios dinámicos de la geopolítica continental e irá mucho más allá de eso.
También, estamos convencidos de que no hay una oposición necesariamente ni, siquiera, incompatibilidad, sino que, incluso, existe complementariedad entre los dos ejes de políticas públicas. Esto es particularmente cierto en África, donde la modernidad destructiva sigue, afortunadamente, rezagada y donde las prácticas sociales y los imaginarios colectivos se han resistido, en parte, a la mercantilización de las relaciones humanas, que alcanzó su apogeo, desde 1980, con el neoliberalismo y el declive de las grandes ideologías y utopías colectivas.
El fracaso de las políticas de desarrollo
Volvamos a las ciudades y a los fracasos del «desarrollo» que no pueden superarse, ahora, en el estado de extrema debilidad y fragilidad de las economías, agriculturas e instituciones africanas. Pensemos en los pequeños empleos informales saturados; empleos industriales inexistentes; ingresos de renta captados por las élites políticas y una clase administrativa que comparte cada vez menos con la población rural empobrecida de la que procede.
En efecto, la extraversión de las economías y la depredación de los recursos continuaron bajo la independencia a pesar de los intentos, con frecuencia, cortados de raíz por Occidente del puñado de ejecutivos africanos formados en la época y, luego, gracias a un nuevo orden económico mundial que, con el pretexto de una teoría económica perfecta e insuperable, aumentó la apertura comercial y mató cualquier voluntad de desarrollo endógeno, sin garantizar ninguna posición satélite habitable. Se cultivaron, a escala mundial, no sólo un materialismo sin límites, sino, también, la codicia como principio de inteligencia social.
Las teorías favorables a la liberalización de los flujos dejaron sin embargo en la sombra la libre circulación de las personas. Este impensado fue gestionado a posteriori por los países occidentales en el marco de una política de «cada quien por su cuenta» en África; no dudaron en apoyar regímenes autoritarios -gendarmes de los flujos anticipadamente-. A modo de comparación, recordemos que no menos de 60 millones de europeos emigraron entre 1850 y 1930 para regular las fracturas provocadas por la industrialización y la progresión demográfica…
Un método que hay que recuperar: provocar la solidaridad a través de los bienes comunes
¿Qué futuro, y más aún, qué revolución ecológica, qué «progreso económico y social», qué protección del medio ambiente pueden preverse para el continente cuando África ya no puede cubrirse con 2.000 millones de tractores, coches y aparatos de aire acondicionado, y cuando se acelera el empobrecimiento de la población, sobre todo de los campesinos -sin acceso al agua, sin retretes, sin electricidad, sin motorización y tampoco sin industria-?
Dar respuestas, desde el nivel local hasta el internacional, a los grandes problemas que amenazan, hoy, la supervivencia de las poblaciones y la paz mundial, y por lo tanto, a la comunidad humana, que ya no está ciega, pero que puede ser engañada: todo se sabe en Internet y la miseria se hace insoportable para los que no tienen nada en comparación con los que lo tienen, o parecen tenerlo, todo porque los países ricos no son cicateros con la miseria y los miserables, evidentemente, no saben compartir tan bien la abundancia.
Necesitamos más empleo y una vida más digna para todos, lo que significa derechos humanos y civiles. Hay que redefinir prioridades y basar políticas públicas decididas -disruptivas- en las fuerzas endógenas de un continente que no carezca de ellas. Para ello, es imperativo liderar un cambio casi cosmológico que haga que desarrollo, sostenibilidad medioambiental y bienestar para todos no sólo sean compatibles, sino complementarios. Un futuro «sostenible» en el sentido literal, soportable para todos, para África y Occidente por igual.
No se trata de renunciar al llamado bienestar moderno, pero buena parte de la modernidad se basó en la colonización, en la explotación y en un dominio casi religioso, sino, para basar políticas públicas en una estrategia a largo plazo y no en las actuales dilaciones ni ilusiones de emergencia, de redefinir el bienestar humano en una relación diferente con el mundo vivo, de revivir lo mejor de cientos de miles de años en los que los seres humanos se sabían seres vivos entre otro en un universo que se ha vuelto materialista, que está sobrepoblado y ultraconectado. Ante los temidos colapsos, el reto es grande: devolverles un futuro envidiable tanto al sur como al norte, al este y al oeste.
En África, existen algunas fuerzas endógenas para que se desarrollen estos nuevos impulsos, que denominé bienes comunes o procomunes, que ponen en acción los diferentes niveles de subsidiariedad democrática adaptados a cada una de las cuestiones. Son bienes comunes que hay que promover entre el mercado, ineficiente, y el Estado, demasiado débil, arrasado por el ajuste estructural, fracasado por su captura y dependencia de los intereses de las multinacionales y de las grandes potencias.
En algunos lugares, se mantiene una vida basada en lo común. Así lo ilustran las prácticas sociales, el simbolismo colectivo y las solidaridades familiares dinámicas, cuya perversión actual es la solidaridad tribal. Esta solidaridad local podría utilizarse en el marco de una democracia ascendente comprometida con la inclusión de las personas y la reproducibilidad de las prácticas locales.
Además, se trataría de aprovechar al máximo la inventiva de los jóvenes y su creatividad; esta última, limitada en cuanto a recursos, reinventa cada día la low tech africana. La tecnología digital y la telefonía móvil han demostrado ser potentes herramientas de acceso a la información: hay que cultivar aplicaciones económica y socialmente útiles.
Del lado de la dimensión económica, se debe financiar las necesidades económicas de grandes políticas públicas a través, por una parte, de monedas comunes liberadas de la cómoda, pero contraproducente, paridad del euro y, por otra, del ahorro no utilizado de las clases medias garantizado por el financiamiento público internacional respaldándolos con procesos de integración regional, una integración mucho más pertinente que las fronteras coloniales heredadas.
El acceso para todos a las energías sostenibles descentralizadas -solar, eólica, geotérmica, hidráulica- es, en este contexto, un objetivo totalmente alcanzable y un factor evidente de desarrollo endógeno sostenible combinado con el bienestar de las poblaciones. La capacidad, probada durante décadas, de los campesinos y campesinas para evolucionar hacia técnicas más productivas, sin motorización ni agroquímicos agresivos, basadas en prácticas agrícolas ancestrales, en múltiples patrones de uso de la tierra -aunque estén amenazados por la apropiación privada y por el acaparamiento internacional de tierras- y en un patrimonio vegetal más resistente a la variabilidad climática que los paquetes técnicos estándar de la «revolución verde» y menos dependiente de los insumos de alto consumo energético de las multinacionales.
Al mismo tiempo, la riqueza de la biodiversidad del continente y los servicios medioambientales que prestan al mundo sus grandes bosques primarios y sus pequeños agricultores siguen estando infravalorados; los campesinos son ahora demasiado pobres para degradar sus tierras de forma agroquímica y mecánica. El continente, especialmente el África subsahariana, es casi neutro en carbono, pero está sometido a un mayor estrés por el cambio climático, aunque también a presiones para seguir siéndolo debido a la pobreza o a las limitaciones medioambientales mundiales.
Poner en práctica soluciones africanas: nuevas políticas públicas para el continente a través de la «solidaridad racional» internacional
En mi último libro1, desarrollé los ejes principales de una solución africana en el contexto actual, basada en las fuerzas detectadas cuyas potencialidades ya mencioné anteriormente.
En primer lugar, la única fuente importante de empleo está en el campo: el sector agrícola. La única forma de conciliar la escasez de combustibles fósiles con el bienestar de todos -es decir, la justicia social- es la intensificación agroecológica de las tierras de los pequeños agricultores capaces de duplicar los bajos rendimientos actuales para poder alimentarse a sí mismos y a su población.
En la ciencia agroecológica y agroforestal, la combinación de conocimientos y técnicas de baja y alta tecnología permite el aprovechamiento infinito de la energía del sol y el nitrógeno del aire, la maximización del agua y la resistencia de la biodiversidad cultivada y no cultivada ante los riesgos climáticos y las plagas, el uso sostenible de los elementos minerales del suelo a través de las raíces y la mejora de su fertilidad orgánica y su capacidad para fijar CO2 (en la biomasa).
En segundo lugar, en función de esto, tanto en el sur como en el norte, los circuitos cortos y el consumo local deben convertirse en la norma y favorecer la transformación artesanal e industrial de los recursos locales. Por consiguiente, hay que frenar el crecimiento de las actuales dependencias múltiples.
Este programa a gran escala tiene sus condiciones: lo que llamo neoproteccionismo, o, más bien, «comercio justo», no dogmatismo, sino pragmatismo económico: en estas cuestiones cruciales, proteger a los campesinos africanos y a los transformadores de la competencia insostenible -y subvencionada y respaldada políticamente- de los países desarrollados y aprovechar este sistema fiscal; animar a los consumidores -que ya están bien aculturados- a darle prioridad a este interés general; acompañar a los más pobres de las ciudades en el aumento transitorio del precio de los alimentos.
Por último, hay que invertir masivamente en la modernización del campo y en la revolución agroecológica «doblemente verde» de la agricultura campesina. La vida en el campo debe significar, por fin, educación, salud y electrificación sostenible. Éste es el precio de una transición demográfica rápida y del acceso de las mujeres a sus derechos: una verdadera educación para las niñas y los niños -al menos, hasta la enseñanza secundaria y en buenas condiciones-, como es sabido en todo el mundo.
Para contribuir a esta inmensa inversión ecológica, debemos velar por que se pague un precio justo por los servicios medioambientales que brinda el continente y, en particular, por su campesinado; no deforestar, sino reforestar, almacenar cantidades masivas de carbono y biodiversidad en el suelo y la vegetación y desarrollar energías sostenibles. Y no olvidemos los reiterados compromisos establecidos por los países desarrollados con la ONU desde 1970, que no se han respetado: 0.7 % de AOD, Fondos Verdes, Fondos de Pérdidas y Daños, Fondos de Biodiversidad.
Creo que ésta es la solución para África en un momento en el que todos sabemos que los magníficos objetivos de desarrollo 2030 -terminar con el hambre y terminar con la pobreza- no se cumplirán en 2030; se necesita un cambio drástico, un cambio que el Secretario General de la ONU reclama con vigor, previsión y urgencia
Las crisis mundiales -bancarias, sanitarias, vinculadas con las guerras- han mostrado la vulnerabilidad del sistema mundial y de los países africanos en particular. La contaminación de conflictos en el Sahel y África Central no invita al optimismo: se han cruzado umbrales críticos. El apoyo de Occidente hacia regímenes autoritarios considerados estables y complacientes no ayuda, pero los jóvenes se mueven y las ideas circulan.
En cualquier caso, hay que convencer y convencer contra la prevalencia de las ilusiones de «desarrollo» sin desarrollo humano de las multinacionales, contra, en particular, una gran ignorancia general en la que se considera que más de la mitad de la población africana está atrasada, ignorancia que ha sido cultivada por décadas de alabanza del agronegocio, contra el vapuleo ecológico, contra el derrotismo y el repliegue.
Si no basta con el derecho de todos a una vida digna, si no basta con la responsabilidad de todos por el hecho de que al menos un billón de seres humanos permanezcan década tras década tratando de sobrevivir, debemos insistir en que se trata de una cuestión de «solidaridad racional» internacional, aunque sea.