En este enlace encontrará los demás episodios de esta serie de verano en colaboración con la revista Le Visiteur.

La ciudad occidental nació de una separación. En la Época Clásica, la deidad tutelar se situaba a cierta distancia de la ciudad que protegía1. El templo que lo alberga está aislado, pero lo está con dignidad, ocupando la cima de una colina2. Esta posición le permite dominar su territorio y obligar a sus fieles a acercarse por una ruta destinada a lo largo de un recorrido diseñado para realzar el frontón, punto de mira de las procesiones3. La acrópolis es el pedestal del templo: lo hace visible desde lejos y, a la inversa, permite observar los horizontes desde el altar exterior4. Hay, pues, una doble razón para esta distancia: ver desde lejos y ser visto desde lejos.

El Partenón, siglo V a. C.

El privilegio de tal situación obliga al templo a ser un cuerpo perfecto. Es, por tanto, objeto de un conocimiento basado en la autonomía: inicialmente, el templo se destaca en el cielo por razones rituales5, pero este aislamiento le permite también afirmarse como objeto ideal, un objeto que ejemplifica y concentra los principios del arte de la construcción6. El objeto-templo sólo obedece a sus propias leyes: no se le impone ninguna servidumbre de alineación, sus dimensiones y su ubicación no están limitadas por ningún dato externo, salvo la orientación, la visibilidad y la accesibilidad7. El templo es soberano.

La acrópolis se dirige al cielo, mientras que la ciudad baja reúne las viviendas y las funciones comerciales, cívicas y religiosas8. Esta separación es la firma de una civilización en la que sólo los dioses tienen derecho a un monumento y en la que el lugar dominante pertenece al primero de ellos9. Cuanto más se aleja el templo, más tiene el privilegio de hacer el contexto, en lugar de estar sometido a él. Así toma forma la ambición de la arquitectura estatal, cuyas manifestaciones a lo largo de los siglos estructurarán y embellecerán la ciudad.

La ciudad es un tejido «sin cualidades». Hay dos tipos de ciudades: las que crecen empíricamente y las que se rigen por un plano ortonormal. Las primeras crecen caóticamente en torno a un centro; las segundas, monótonamente en una cuadrícula10. También hay templos, ya que no todos los dioses están destinados a ocupar la acrópolis o a alejarse de la ciudad. Sin embargo, cuando se encuentra en la ciudad —en Delos, por ejemplo— el templo tiene dificultades para encontrar un lugar desde el que pueda irradiar: simplemente se deposita en algún lugar y queda un vacío residual a su alrededor. Su radio de acción se limita a las inmediaciones de un terreno. Este templo no tiene lugar. Su débil relación con el contexto le impide ejercer una influencia en el plano urbano. En este tipo de situaciones, el individualismo de los edificios encaja perfectamente con la ausencia de un plan general a escala urbana11. Tanto el ágora de Delos como la de Atenas son representativas de lo que llamaré «ciudad almacén», donde la disposición de los edificios es aleatoria. Esto también se observa en Delfos, donde ningún razonamiento global llega a ordenar los pequeños templos: cada uno de ellos ocupa el espacio haciendo valer su propia orientación.

Un barrio de Delos, siglo V a. C.

Podemos ver que una forma urbana —con eso me refiero a un orden compuesto por varios edificios— implica una línea divisoria entre, por un lado, la «preocupación por sí mismo», que cada edificio expresa hasta cierto grado —y cuyo modelo más logrado es el templo— y, por otro, la preocupación por un conjunto al que cada edificio puede contribuir si renuncia a su autonomía. La calle pone en consonancia la arquitectura. En Delfos, la yuxtaposición de templos es como una sociedad donde sólo hay líderes. Por lo demás, un santuario no hace ciudad: carece del tejido ordinario de las viviendas.

Delos, templos que datan de los siglos VI y V a. C.
Plano de Delfos.

La cuestión que se plantea entonces es la de la cohabitación del monumento y el no monumento dentro de la ciudad. Pues si la acrópolis hace del templo el dueño de la casa, la ciudad le impone compromisos: abajo, ya no es el único que hace el lugar, sino que se ve obligado a compartir el espacio exterior con otros edificios. La promiscuidad de la ciudad modera su aura, y las diversas funciones prácticas con las que está cargada la profanan12. El silencio del horizonte da paso al estruendo de la calle. ¿Qué le queda? ¿Qué representa el templo sin su promontorio y sin el gran paisaje que lo exalta? ¿Qué puede quedar, en el desorden urbano, de lo que hace fuerte a Sunio? Allí arriba, el pórtico es golpeado a veces por el sol naciente y a veces inflamado por el poniente, mientras que en la ciudad está expuesto a recibir la sombra de otro edificio, literal y figuradamente. El templo está a la sombra de la ciudad.

Si el caos de Atenas en el siglo VI a.C. no le ofrece un lugar destacado al templo, el trazado de Mileto no se lo concede tampoco. El templo de Dionisio, al igual que el de Atenea, «se aloja» en un islote; no mantiene ninguna relación con los demás islotes, a los que no debe nada, pero tampoco reclama ninguna ascendencia sobre ellos13. El plano urbano es indiferente a su presencia14. El templo se alinea con un diseño que lo precede y lo supera. Sus dimensiones y orientación se adaptan al lote. Queda al servicio de la continuidad de las fachadas, en una ciudad en la que la plantilla de los edificios es invariablemente horizontal y baja, donde ninguna masa destaca15. Los islotes de la ciudad son como las personas de la ciudad: iguales, similares e intercambiables. Al perder el interés en el templo urbano, Hipodamo nos recuerda que lo que cuenta en la cultura jónica es el ágora, que también adquiere una geometría regular16.

Mileto, el templo de Dionisio.
Mileto, el templo de Dionisio.

La toma de la polis

El templo, que no había entrado en la ciudad arcaica y clásica, se hizo poco a poco un hueco en ella aprovechando los principios del urbanismo hipodámico. La decadencia de la ciudad y el ascenso de las monarquías fue lo que le permitió hacer la ciudad en lugar de vivir discretamente en ella. Recordemos que la ciudad que Clístenes había iniciado con sus reformas no se identificaba con ningún personaje en particular17. Sin embargo, en cuanto el poder se personificó, buscó un lugar para estar representado con dignidad. En ese sentido, la influencia persa desempeñó un papel innegable en la construcción de la magnificencia urbana en Occidente. Ya en el siglo III a.C., las monarquías y los imperios establecieron, dentro del propio tejido de la ciudad ordinaria, lugares que tenían el prestigio de la acrópolis. El reto era dar a los templos una posición destacada sin depender de la geografía, y de forma que se integraran en la ciudad para que se convirtieran en uno con ella en lugar de representarla desde lejos18.

Mileto, el ágora norte en los siglos IV a. C, II a. C, y II d.C.

Para distinguirse en la multitud de edificios, el templo urbano reivindicó un aislamiento con el cual realzar su valor. El monumento restableció así, en la ciudad, la distancia necesaria —física y simbólica— que lo separara del mundo. La forma más fácil y ambiciosa de ocupar un lugar aislado en el centro mismo de la ciudad era colonizar un espacio disponible, ya constituido, listo para ser utilizado y de gran simbolismo: el ágora fue la presa ideal para el monumento en busca de estatus. Todo comenzó erigiendo en un costado del ágora la figura tutelar del pórtico con frontón —una representación «resumida» del templo—, que, al sobresalir hacia el frente, interrumpiera la estoa. Y, para que esta figura adquiriera todo su peso, el ágora —inicialmente abierta al tráfico y dotada de varios accesos— se fue cerrando hasta convertirse en un patio peristilo, con lo que perdió el vínculo orgánico que tenía con la ciudad circundante19. El hilo continuo de la columnata20 se convirtió en el collar del que emergía el pórtico con frontón como joya central. El motivo del templo se apoderó así de un espacio libre y abierto y lo convirtió en un teatro, es decir, un espacio cerrado en torno a un escenario. La asociación de estas dos figuras que habían permanecido ajenas entre sí, el templo y el ágora, dio lugar al atrio21. Mediante esta operación, el espacio profano del ágora adquirió solemnidad y, a la inversa, el poder tomó prestada de la figura del templo la gravedad que necesitaba para imponer respeto. Este dispositivo tuvo una gran posteridad, como demuestran los innumerables ejemplos que marcaron nuestras ciudades hasta el siglo XIX.

Mileto, simulación del ágora norte en el siglo II d.C.
El foro de la Paz en Rome, silgo I (simulación).
Ange-Jacques Gabriel, castillo de Compiègne, siglo XVIII.

Este punto de inflexión histórico selló el destino del espacio público. Mi hipótesis es que la ciudad occidental es el resultado de esta toma del ágora, cuyas razones fueron sobre todo políticas. El ágora no representaba nada22 ni estaba sujeta a ningún edificio en particular. En la época helenística, los monarcas se dieron cuenta de que el gobierno de los hombres dependía del gobierno del espacio, que requería edificios que impusieran un orden; su orden. La inserción del templo en el ágora debe su éxito al hecho de que combina dos componentes fundamentales —dos constantes— de la civilización: el objeto de reverencia, que marca un punto (el menhir es la expresión más antigua de esto), y el espacio vacío de reunión. Fue una fórmula ganadora. Al ubicarse frente al espacio vacío del ágora, el monumento se asegura de que la gente lo mire. El vacío parece ser sólo la consecuencia del monumento, como si éste hubiera hecho retroceder las fachadas para crear un hueco a su alrededor a escala de la multitud. Aquello que los ojos voltean a ver, aquello que la mirada se alza para ver23 invade el espacio de la reunión, le da su nombre y su rostro. El espacio público está, a partir de entonces, marcado con el sello de la institución.

De izquierda a derecha: los patios del palacio de Mari, siglos XII y XI a. C.; plan del palacio de Tirinto, periodo micénico; plano del palacio de Sargón II en Dur-Sharrukin, siglo VIII a. C.

Se trata de un intercambio de buena voluntad: los reyes y las dinastías se apropian del monumento y, al mismo tiempo, éste recibe un lugar de primer orden dentro de las murallas de la ciudad. Este urbanismo naciente encontró sus primeros campos de práctica en Alejandría, Pérgamo y Roma. Alejandría es un compromiso entre el «hecho del príncipe»24 en forma de monumento urbano escenificado y el principio de igualdad expresado por la cuadrícula25. En Pérgamo, el urbanismo monumental se logró con un sentido de moderación, a diferencia de la Roma imperial, cuyos excesos condujeron al amontonamiento.

Transferencia

De Atenas a Pérgamo observamos un traslado del mito: el fin de los dioses26 anuncia el reinado de los reyes. A partir de entonces, el alto logro arquitectónico se desprende gradualmente del templo y toma el camino del palacio. Este traspaso, iniciado en el periodo helenístico, no habría sido posible sin la aparición de un tercer término entre los dioses y los hombres: el rey. Como figura intermedia, el rey preside la organización social al tiempo que está teñido de lo divino27. Con las monarquías y los imperios, el templo, que era la morada de los dioses, se convirtió así en el adorno del poder, y el altar de los sacrificios, en una tribuna política. La transición se realizó suavemente, a través del pórtico con frontón, para garantizar la continuidad. Al pasar de un rito a otro, el santuario políado se convirtió, en Roma, en el lugar del culto imperial.

Por tanto, no es casualidad que el ágora naciera y muriera con la ciudad-Estado. Porque no era una simple plaza como las que había antes, o en otros lugares. Los patios de los palacios micénicos y babilónicos, aunque tuvieran funciones administrativas y religiosas, no se parecían en nada al ágora28: la idea de un espacio ingobernable en el corazón de la ciudad, destinado a conservar la vivacidad polémica entre los ciudadanos, era lo último que podían imaginar esas feudalidades hereditarias excesivamente jerarquizadas. El ágora representa una civilización de la libertad; el patio, una civilización de la servidumbre29.

El ágora de Assos, construido bajo la influencia de Pérgamo, recibe el templo al oeste a inicios del siglo II a. C.

La disposición un tanto aleatoria de los templos en la urbanización empírica, o el deslucido lugar que se les asignaba en la cuadrícula, habían preservado de algún modo al ágora de la tutela de un monumento. Como espacio libre, sin cualidades ni jerarquías, el ágora acompaña perfectamente los tres principios fundadores de la democracia griega, en particular la isegoría: el acceso libre e igualitario a la palabra30. No olvidemos que fue el debate público contradictorio en un espacio igualitario lo que permitió la formación conjunta de la ciudad y la racionalidad31. Sin embargo, la aparición de un frontón estableció una jerarquía al romper la horizontalidad —la «neutralidad»— del ágora tanto en el plano físico como en el simbólico32. En Aso, el templo entero es invitado y ocupa su lugar a un lado del ágora, con lo que reforzó de inmediato la diferenciación del espacio que había iniciado el pórtico con frontón. Ese gesto fundó la noción de lugar urbano y dio origen a un dispositivo que arquitectos y soberanos aprovecharían durante más de dos mil años: la plaza monumental. La plaza florece en la tumba del ágora. El ágora, que era una extensión isotrópica, se convirtió inmediatamente en un espacio orientado. La plantilla, invariablemente baja, de las estoas quedó rota por un monumento cuya altura gobierna ahora el recinto33. Mientras que el ágora apenas tenía elementos arquitectónicos, el frontón introdujo la noción de fachada. Sea cual sea el uso de la plaza —mercado o reunión política—, el monumento se apropió de ella. Desde el templo de Dionisio en Mileto hasta el de Deméter en Pérgamo, la venganza del templo es impresionante.

Preguntémonos “quién se beneficia” de esta plaza recién creada. El ágora no ofrecía nada que contemplar, mientras que la plaza es un nuevo tipo de aislamiento en tanto que es un espacio que se interpone entre el individuo y lo que lo gobierna. Ese distanciamiento del monumento —del que la plaza es, en última instancia, sólo una consecuencia— le confiere una dimensión icónica. El ágora clásica acogía a los ciudadanos; el monumento helenístico los convoca.

Base de escultura, cementerio Dípylon, Atenas, 510 a. C. Museo nacional arqueológico, Atenas.

El ágora conlleva una función que su etimología ayuda a definir. En ella coexisten dos significados diferentes, incluso contrarios. Uno viene de ageirein, que significa «reunirse», verbo en torno al cual se ha desarrollado a lo largo del tiempo una cultura del espacio público entendido como… reserva de encuentros fortuitos, posibilidades inesperadas y acontecimientos diversos. La otra raíz es agôn, que designa tanto el combate como el lugar donde se desarrolla. Si el ágora encarna en última instancia la unidad de la ciudad, es precisamente porque acoge la división y la rivalidad. El ágora existe para que la violencia pueda ser canalizada, contenida y domesticada en un espacio controlado, y no se extienda por el cuerpo social. Los griegos se dieron cuenta de que había que observar la violencia para entenderla, y que había que aislarla para evitar su propagación34. Por ello, la polis es hija del ágora, el mismo espacio que los reinos abandonarían y que las dictaduras destruirían sin más. Con la plaza monumental, el lugar de la competencia de ideas, fundamento de los regímenes democráticos, se convierte en el lugar de la aclamación, propio de los regímenes despóticos. Lo espectacular despliega ahí su eficacia política y el pueblo forma una masa, como un ejército.

La multitud ante Mussolini, palacio de Venecia, el 4 de noviembre de 1928.

El ágora era un espacio político informal, accesible a todos, donde se formaba la opinión pública35. Esta idea de un espacio libre en el que nada supera al ciudadano desaparece definitivamente de nuestras civilizaciones en el periodo helenístico. Podría decirse que, hace unos veinte años, encontró las condiciones para un nuevo modo de existencia en internet, al menos tal y como se imaginó en su nacimiento[/note]No es casualidad que las antiguas nociones de foro y ágora hayan resurgido en internet.[/note].

La evolución del foro romano es comparable a la del ágora: durante la República, era un espacio abierto, descubierto, donde ningún monumento ocupaba el eje longitudinal. En Paestum, el templo estaba a un lado del foro, pero como su lugar aún no quedaba establecido, invadía torpemente la zona del comitium. Fue en Pompeya donde encontró un lugar dominante. Quedaría muy apegado a él. Desde la República hasta el Imperio, el foro tan sólo fue el títere del templo. El templo de César se elevaba sobre un estilóbato; la ausencia de escaleras reforzaba la frontalidad y la postura de desafío. El cierre del foro a todo el tráfico abandonó el espíritu de apertura característico de los primeros modelos. Augusto continuó por la misma vía36.

De izquierda a derecha y de arriba a abajo: plano restituido del foro de Cosa hacia 180 a. C. Según F. E. Brownagrig.

Si comparamos el ágora de las ciudades griegas y el foro imperial en el que desembocó la evolución aquí descrita, las diferencias son significativas. Los accesos del ágora clásica se situaban en las esquinas, por razones esencialmente prácticas pero también estéticas37. Sin embargo, el foro imperial se inclina por un acceso medianero para mejorar la percepción de un edificio central38. Las proporciones del foro, tradicionalmente oblongas, encajan perfectamente con el realce de la profundidad de la perspectiva frente al templo, a lo largo de un eje rector39. El urbanismo se convirtió en la expresión de una ideología real e imperial. La arquitectura también contribuyó a ello: la tipología habitual de los templos romanos abandonó la planta períptera a favor de la planta prostílica, que «resumía» el templo en una sola cara. Esta evolución refleja el abandono de la ambulatio a lo largo de las estoas. El templo imperial no ofrece su flanco a una galería40; concentra todo su efecto en el pórtico con frontón. Por último, se moviliza un arsenal decorativo primero con el motivo del pórtico, luego con el conjunto del templo, pero también con puertas, como la que daba acceso, en época romana, al ágora meridional de Mileto41. La decoración, que estaba prohibida e incluso vetada en la ciudad griega por las leyes, alegando que podía pervertir el espíritu de los ciudadanos, se introdujo en la ciudad42. Nunca saldrá de ella43. La emoción es ahora parte del urbanismo, y el urbanismo es una herramienta de propaganda.

Reconstitución del foro de Julio César en Rome y del templo de Venus Genetrix, por Olindo Grossi, 1934.

Así fue como el espacio de todos se convirtió en el espacio ante aquello que nos gobierna. Así fue como la arena de la disputa se convirtió en el estrado del príncipe, y cómo el monumento consiguió domar a esa agitada multitud que Bataille describió como la «chusma arquitectónica»44. La plaza monumental contribuyó a convertir al ciudadano en súbdito. En el ágora, el pueblo tenía una cita consigo mismo, mientras que la plaza es el lugar donde el poder apela al pueblo. Las monarquías y los imperios ofrecieron así al templo urbano un estatus que los griegos nunca le habían concedido. Así cobró forma un paradigma urbanístico tan eficaz que los poderes fácticos nunca se deshicieron de él. La máquina estatal que es la plaza monumental glorifica el poder al mismo tiempo que halaga la autoestima del ciudadano, que se siente más inclinado a obedecer. Dejar su huella en la forma urbana es, además, la forma más segura de hacerse un hueco en la posteridad. Esto aplica a Eumenes II (siglo I a.C.), Julio II, Luis XIV, Napoleón y François Mitterrand.

El ágora sur de Mileto, siglo IV o II a. C.
Foro de Augusto en Roma, siglo I a. C.
El ágora sur de Mileto, cercado en la época romana.
Puerta del ágora sur de Mileto, siglo II.
Pierre-Antoine Demachy, Cérémonie de la pose de la première pierre de la nouvelle église Sainte-Geneviève, París, 1765.
Francesco Granacci, Joseph présente son père et ses frères au pharaon, Florencia, Galería Uffizi, 1517.
Taddeo di Bartolo, plano de Roma, siglo XV.

Una cierta idea de orden

La plaza monumental, tanto en sus orígenes grecorromanos como en su evolución, ha acompañado a todos los regímenes. Por tanto, invita a una reflexión político-arquitectónica sobre el orden, qué es, cómo se reifica, qué significa y qué efecto produce en el cuerpo social. Utilizaré dos tipos emblemáticos de la historia del poder, que se oponen directamente entre sí: la plaza comunal de la Italia medieval y la plaza real francesa. La primera reinventa la forma en que el monumento adquiere importancia en la ciudad, sin depender de la planificación urbana. Conviene recordar aquí que el orden de la ciudad tiene sus artífices en cada época: Hipodamo, Enrique IV y Haussmann marcan una tradición en la que la forma urbana precede a los edificios: el primero impone una cuadrícula; el segundo, una cadena de plazas regulares; el tercero, una serie de aperturas. Sin embargo, en el mundo de las ciudades-Estado del sur de Italia, la forma urbana se deriva de los edificios. Los lugares dependen  esencialmente de los objetos, como puede verse en la pintura. El espacio público medieval no tiene, pues, ninguna forma a priori; acompaña a los edificios como si fuera su emanación. El orden de la plaza medieval no se impone, sino que se negocia con el vecindario; la irregularidad de la plaza y la multiplicidad de sus fachadas dan a cada edificio su parte del efecto global, como los objetos de una naturaleza muerta. Desde el punto de vista de la composición, la plaza medieval es una síntesis de los dos tipos originales: el ágora arcaica (sobre todo en Elis), que adopta la forma de un conjunto de edificios aislados que bordean un espacio cuyo perímetro es, cuando menos, discontinuo, y la llamada “ágora jónica”, que es un vacío rectangular fuertemente enmarcado, como en Éfeso45. La comparación se detiene ahí, porque la plaza medieval tiene que ver con un poder: está adosada a un palacio o una catedral, pero —y ésta es su especificidad— sin hacerlo su único amo. El modelo político comunal dio lugar así a plazas a su imagen y semejanza, como la Piazza del Campo de Siena, donde el Palazzo Pubblico reúne varios edificios en torno a su atrio. Los reúne sin limitarlos. El palacio se impone con autoridad, pero extiende los brazos de forma amistosa. A través de la curvatura de su fachada, se hace uno con su parcela en lugar de infligirle una geometría ideal. De pie frente a él, uno se siente a la vez impresionado por la amplitud de sus muros y acogido por el hueco que dibujan con delicadeza.

Siena, elPalazzo Pubblico, fines siglo XIII y XIV.

La forma del edificio atenúa así la violencia de su tamaño. La pendiente del terreno también contribuye a ello, porque desde la calle, la altura del palacio se eleva sin aplastarnos, ni siquiera sobrepasarnos. Las cualidades de plano de esta plaza se suman así a sus cualidades de tazón, para reunir todas las características de un teatro.

Dos concavidades se responden mutuamente: la del Palazzo Pubblico y la forma redonda de los palacios de enfrente. Dos abrazos entre los que el ciudadano se siente protegido. Una majestuosidad sin ego: esto es lo que ha conseguido construir la Siena de los nueve magistrados46. A pesar de las masas construidas, no hay tensión que lastre el espacio. De esta plaza surge una paz social en la que, excepcionalmente, el poder tiene una cara amable.

Plaza real, hacia 1660.
La plaza Louis-le-Grand (actual place Vendôme), dibujo de Nicolas de Fer, hacia 1705.

El honor municipal y el prestigio real tienen cada uno su propia forma urbana47. La monarquía va acompañada de un orden ideal, donde todos los edificios están sometidos a la voluntad de una figura que no hace concesiones. El absolutismo —de la palabra absolutus: “libre de todo apego”— aplica tanto al propio rey como al lugar que lo representa. A pesar de las variaciones tipológicas, tres características fundamentales definen la plaza real: la regularidad geométrica, la ordenación de las fachadas y la estatua del rey (que suele estar en el origen del proyecto de la plaza)48. Luis XIII ya anunciaba la monarquía absoluta al hacer de la plaza real (que desde la Revolución se llama Place des Vosges) no la plaza comercial y popular que había querido Enrique IV, sino una plaza aristocrática donde el terrapleno —más tarde lleno de barricadas— no fuera más que la alfombra de la estatua ecuestre49. La plaza real puede apoyarse en una parcela privada con fines lucrativos: la cortina de fachadas es suficiente para encerrar el espacio alrededor de la estatua50. ​​Este exceso de representación satura la plaza, como si estuviera hecha más para ser contemplada que para ser habitada. Además, no es casualidad que la única plaza de Siena que está desierta incluso en julio esté ocupada por una estatua central51.

En la plaza real, el control absoluto de la articulación es comparable al del templo, y los muros de la plaza Vendôme pueden verse como una inversión de la fachada del templo: la envoltura convexa se convierte en una envoltura cóncava, y la estatua de la divinidad en el interior deja paso a la del rey, en el exterior52. La plaza real es el brazo no armado de la monarquía. Contribuye a restaurar su imperio a través de un territorio sometido a un poder central53. Reproduce la imagen de este poder al afirmarse como un espacio autocentrado, imperturbable y constituido por fachadas rigurosamente disciplinadas. La plaza medieval, en cambio, es la expresión de un poder municipal en el mundo fragmentado de las ciudades-Estado54. Por lo tanto, es natural que derive la razón de su forma singular del propio contexto55. Es un lugar con varias voces, que por tanto construye un orden sin decretarlo con un solo gesto; un orden sin dominación. ¿Será por eso que es tan entrañable? Los edificios se complementan, y a veces también las plazas: en Lucca, la contigüidad de las plazas de San Giovanni, San Martino y Antelminelli pone cada una de ellas al servicio de otra. Las tres se apoyan en lugar de competir; cada una obtiene su calidad de la perspectiva que da sobre la siguiente.

Lucques, piazzas San Giovanni, San Martino y Antelminelli.

Al interior de la plaza medieval, la unidad es perceptible, pero sin recurrir a una ordenación de las fachadas. Esta unidad se consigue mediante una multiplicidad de edificios, mientras que los edificios que delimitan la plaza real no constituyen una multiplicidad: la repetición y la continuidad de las fachadas disuelven la individualidad de cada una. La idealidad a priori de la plaza real —la que se diseña entera e implacablemente con un solo gesto—- se opone así a la idealidad a posteriori de la plaza medieval.

Giuseppe Zocchi, La place de la Seigneurie à Florence, siglo XVII.
Jules Hardouin-Mansart, los hoteles particulares de la place Vendôme, 1699.

En el siglo XVIII, el espacio público se amplía y el entorno construido se desmantela: con la plaza Luis XV (actual plaza de la Concordia), el deseo de conectar las zonas circundantes prima sobre el de definir una plaza independiente. El objetivo de esta plaza es conciliar dos principios opuestos: la preocupación por sí misma —ser un lugar, un centro— y la necesidad de articular grandes áreas de territorio. Mientras que las plazas anteriores —por ejemplo, la plaza de las Victorias— eran un lugar puramente de representación, ajeno al tejido, la plaza Luis XV pretende ser útil poniendo de relieve lo que existe56. El deseo de permitir la circulación del aire y de las personas llevó a limitar las construcciones57. En el espacio de un siglo, el modelo de plaza centrípeto se transformó en un modelo centrífugo58. Gabriel está más interesado en los alrededores que en el rey del centro: un gran gesto urbanístico que el automóvil transformará en una magnífica intersección59. Un viento de apertura recorre así la plaza real y la monarquía que representa; como si la apertura de las ideas —a la que contribuyeron pensadores como Montesquieu, Voltaire y Rousseau— y la de la plaza se respondieran. El rey de bronce ya no es una figura hierática colocada en su alhajero y proporcionada a él. Luis XV está menos vestido y menos rodeado en esta explanada que lo supera, a pesar de las zanjas cavadas para intentar, en vano, estrechar el espacio a su alrededor60.

Vista de la calle real hacia la fachada de la iglesia de la Madeleine.
La avenida de la Ópera.

La plaza pierde su razón de ser en cuanto el poder deja de depender de ella. El templo cuya construcción impulsó Napoleón no despejó ninguna plaza, ya que la calle real era suficiente para escenificarlo. En su propio terreno, la iglesia de la Madeleine no crea por su ubicación más que una glorieta rectangular sin interés. Otros ejemplos parisinos, como el Panteón o el palacio Brongniart, nos recuerdan que el monumento, cuando ocupa el centro de la plaza, no libera ningún espacio público.

Posteriormente, el Estado se dotó de los medios —legales y financieros— para crear la gran red de espacios públicos. En el París de Haussmann, el espacio del monumento ya no es la plaza sino el bulevar. En el bulevar de la Ópera o de Estrasburgo, la antigua perspectiva del foro imperial se ha alargado hasta acabar en la fachada de un monumento. Las amplias aceras plantadas con árboles han sustituido a las estoas.

El bello divorcio

En el siglo pasado, la explosión urbana nos llevó del orden de la ciudad al desorden de los suburbios. La crisis del perímetro urbano y el desarrollo descontrolado de la urbanización rural (rurbanisation) anunciaron el fin del equilibrio entre la ciudad y el campo. Se elaboró entonces una doctrina contra el proceso de erosión del territorio, como un paréntesis de optimismo en el desastre en curso, y un ejemplo de voluntad en el dejar ser de un sistema productivo libre de injerencias. Se concreta en la Cité radieuse, que replantea la relación entre la arquitectura y la naturaleza, sin la ciudad. El cuerpo dislocado de la ciudad es el fondo trágico del que se desprende este gesto que se pretende salvador, y que es inocente de los crímenes que se cometerán en su nombre. La Cité radieuse aparece como un Arca de Noé destinada a salvar al mundo del naufragio anunciado. Trescientas treinta y siete viviendas se reúnen para restaurar la fuerza de la obra arquitectónica y urbana. Este proyecto dignifica la vivienda ordinaria, arrancándola del tejido horizontal para darle la altura que merecía la acrópolis en su día. El monumento se retira de la ciudad que había ocupado durante dos mil quinientos años, para volver al gran paisaje que lo vio nacer. La Cité radieuse encarna el principio del absolutismo a su manera, ya que es independiente y autónoma. Al igual que el templo políado, el edificio se libera del contexto inmediato para entrar en contacto con el horizonte y el cosmos a través del trayecto del sol61. Una geografía amueblada con unos cuantos edificios que lo merecen: lo que los griegos construyeron, Le Corbusier soñó con reinterpretarlo.

Las explanadas de Brasilia (Lucio Costa), y de Chandigarh (Le Corbusier).

No es de extrañar, por tanto, que los pioneros de la arquitectura moderna perdieran el interés por las plazas62 y se decantaran por la explanada, un gusto que nos había dado el siglo XVIII francés y que, en virtud de su escala, otorga al objeto arquitectónico una autonomía incondicional63. Sabemos el éxito que tuvo la explanada más adelante.

A la izquierda, el Partenón, siglo V a.C. Derecha, Le Corbusier, la Cité Radieuse, Marsella, 1945.

Triste divorcio

Una sociedad tiene el espacio público que se merece. Las catedrales, los palacios, los museos y las mediatecas han sido grandes contribuyentes a la ciudad cuando se les ha dado los medios para hacerse con un espacio exterior.

Renzo Piano yRichard Rogers, el Centro Pompidou y su plaza, París, 1971

El estado del espacio público se basa en la elección del lote, la selección del proyecto y el diseño del suelo. ¿Qué responsabilidad urbana puede asumir un gran edificio público cuando está relegado a un rincón entre un parque que lo aleja de la ciudad y la circunvalación? ¿Qué espacio urbano se puede compartir cuando un individualismo escandaloso impregna cada edificio de departamentos? ¿Qué significa la explotación sistemática de la plaza más pequeña, incluso en Italia? El deseo de llenar el vacío entre nosotros y nuestros antiguos amos a toda costa —y más aún a través del entretenimiento— es síntoma de un malestar: nos liberamos de la tutela religiosa y de la monarquía, pero ¿estamos en paz con la huella que dejaron atrás? Los proyectos llamados «participativos» y la supuesta «reapropiación» de plazas por parte de todos mantienen las ilusiones de una conquista social. Es como si la democracia no pudiera sobrevivir sin acabar con la grandeza que hemos heredado pero que está resultando demasiado engorrosa.

Jean Nouvel, la filarmónica de París, 2015.

Nos las arreglamos al jugar con ella, integrándola en la industria del ocio, dando la impresión de estar ocupando ilegalmente nuestros propios vestigios. Una cosa es cierta: los caprichos pasan, pero el monumento permanece. Otra cosa es igualmente cierta: los hombres están fundamentalmente divididos entre dos deseos, el de la libertad, que proclaman fácilmente, y el deseo menos declarado de ser gobernados. Cuando este último se reprime demasiado, vuelve con una potencia cuyos riesgos conocemos de sobra.

Brescia, Piazza della Loggia.
La plaza de la catedral Saint-Jean-Baptiste de Turín en 1933.

Nuestra historia está hecha de nuestra tumultuosa relación con el espacio público y el monumento, bajo la tutela de príncipes, obispos o alcaldes. Nacida del matrimonio forzado del templo y el ágora, el atrio —-y, por extensión, la plaza— ha mantenido vivo el espíritu de lo sagrado en el corazón de la agitación urbana. Ha sido portador de los símbolos que han alimentado nuestras civilizaciones, tanto en la magnificencia como en el Terror, y ha sobrevivido a las revoluciones técnicas y políticas64.

Esta longevidad guarda su secreto. La arquitectura del poder, deslumbrante y manifiesta, revela con tranquilidad el poder de la arquitectura. He intentado esbozar una genealogía de la arquitectura del poder remontándome a sus orígenes occidentales, para identificar sus modalidades, comprender sus herramientas y propósitos, y situar los principales hitos de su evolución. Por otra parte, es más difícil captar el poder de la arquitectura, porque este poder no puede medirse por el poder de su amo. Se extiende más allá de su época, sobrevive a las convulsiones políticas y abarca religiones y regímenes por igual. Este misterioso poder de la masa de piedra que se levanta en el espacio, del que el templo dórico fue un gran fundador, no debía nada a los dioses, que sólo estaban de paso y que, al final, sólo eran humo. Ninguna civilización comprendió mejor que los griegos este poder que tiene la arquitectura gracias a sus propios muros, y no por lo que encierran.

Notas al pie
  1. Esta posición expresa la definición primigenia de lo sagrado: «lo que está apartado».
  2. El templo políado es el dedicado a la deidad protectora de la ciudad. El principio de separación se observa en templum (latín) y en temenos (griego), que comparten la misma raíz: cortar o separar. Pierre Gros, L’Architecture romaine, París, Picard, 1996, tomo I, p. 122.
  3. La larga procesión de las Panateneas terminaba en las alturas de la Acrópolis. Sobre la noción romana de fastigium en los frontones y acroteras de los templos diseñados para orientar los caminos y dominar los espacios, véase Pierre Gros, ibid., p. 122.
  4. Cf. Platón, Las Leyes, V, 745, y Jenofonte: «[…] para los templos y los altares, el lugar más adecuado es uno bien descubierto y completamente aislado: porque es agradable rezar sin tener una vista limitada, y es aún más agradable acercarse a los altares sin mancharse», Les entretiens mémorables de Socrate, III. Esta tradición se encuentra también en los ritos romanos: «Ningún obstáculo debía dificultar la visión del augur; por ello, en Roma, los monumentos o edificios construidos en puntos elevados, como la Velia o el Cælius, se derribaban periódicamente para preservar la vista panorámica completa del espacio augural situado en el Arx (uno de los picos de la colina Capitolina)», Pierre Gros, ibid., p. 123.
  5. Los altares de sacrificio debían estar aislados y al aire libre a causa del humo. Además, en la tradición romana, el augur observaba los auspicia urbana, en particular el vuelo de las aves, en un espacio celeste. Pierre Gros, ibid., p. 123.
  6. «De todo el arte de construir, no hay nada que requiera más inteligencia, cuidado, industria y diligencia que levantar y adornar un templo», recuerda Alberti. De re aedificatoria, libro VII, cap. iii. Edición consultada: L’Art d’édifier, traducido del latín, presentado y anotado por Pierre Caye y Françoise Choay, París, Seuil, 2004, p. 324.
  7. Sobre la orientación de los templos, véase Vitruvio, De architectura, IV, 5.
  8. El resto del texto explica la diferencia entre el templo políado y los demás.
  9. Cf. Roland Martin, «L’espace civique, religieux et profane dans les cités grecques de l’archaïsme à l’époque hellénistique», en Architecture et société. De l’archaïsme grec à la fin de la République, actas del coloquio internacional organizado por el CNRS y la École française de Roma (Roma, 2-4 de diciembre de 1980), Roma, Publications de l’École française de Rome, 1983, p. 23. Sobre la primera separación de lo sagrado del hábitat en el siglo VI a.C., véase Roland Martin, Recherches sur l’agora grecque, París, E. de Boccard, 1954, p. 238. Sobre la diferencia entre las acrópolis persas, sedes de los palacios de los grandes reyes, y las acrópolis griegas, véase Pierre Lévêque, L’Aventure grecque, París, Armand Colin, 1964. Edición consultada: Le Livre de poche, 2015, p. 399-400. Sobre la fundación de la ciudad y la sustitución de los príncipes micénicos por los dioses en la Acrópolis de Atenas, véase Claude Bérard, «Érétrie, l’organisation de l’espace et la formation d’une cité grecque», en Alain Schnapp (ed.), L’Archéologie aujourd’hui, París, Hachette, 1980, p. 236, y Victor Ehrenberg, L’État grec, París, François Maspero, 1976, pp. 43-44. Sobre la ubicación de los templos según Vitruvio: De architectura, I, 7.
  10. obre estos dos tipos, véase Roland Martin, «L’espace civique, religieux et profane dans les cités grecques de l’archaïsme à l’époque hellénistique», op. cit., Sobre los criterios funcionales de los planos urbanos, véase Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, París, Picard, 1974, p. 124-125. En cuanto al ágora, las funciones religiosas y políticas que tuvo hasta el siglo V a.C. fueron sustituidas en los siglos V y IV a.C. por funciones comerciales. Sobre esta evolución, véase Roland Martin, Recherches sur l’agora grecque, op. cit., en particular pp. 281 y ss.
  11. Véase Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., pp. 258, 333.
  12. Un ejemplo de función es la Sala del Consejo. Lo sagrado se mezcla con lo profano, como demuestran los sacerdocios y las magistraturas. Jean-Pierre Vernant, «Greek religion», The Encyclopedia of Religion no 6, Nueva York, Macmillan, 1987. Edición consultada: Mythe et religion en Grèce ancienne, París, Seuil, 1990, p. 56.
  13. Sobre el urbanismo milesiano que produce una ciudad horizontal sin monumentalidad, véase Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., pp. 124-126. El autor confirma la ausencia de peso de los monumentos religiosos: «En las ciudades de inspiración milesia, cuyo terreno está dividido en lotes regulares por la red de calles, los santuarios encajan en la malla de la red sin desempeñar un papel privilegiado», p. 255.
  14. Para distinguirse, el templo se contenta, en el mejor de los casos, con un estilóbato.
  15. Véase Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., p. 124-125.
  16. Jean Pouilloux, «Les leçons de l’urbanisme grec», Journal des savants, julio-septiembre de 1957, pp. 126-135. Sobre los dos tipos de ágora, «irregular-abierta» en las ciudades de crecimiento lento y orgánico, y «regular-cerrada» en las ciudades planificadas (la llamada ágora jónica). Sobre los dos tipos de ágora, la «irregular-abierta» en las ciudades orgánicas de crecimiento lento y la «regular-cerrada» en las ciudades planificadas (la llamada “ágora jónica”), véase Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., p. 269. Sobre el «caos» ateniense, ibid., p. 76 y ss.
  17. Jean-Pierre Vernant, «Du mythe à la raison : la formation de la pensée positive dans la Grèce archaïque», Annales ESC, 1957, p. 183-206. Edición consultada: La Grèce ancienne. Du mythe à la raison, París, Seuil, 1990, p. 219.
  18. Alberti recuerda los principios de los antiguos (pero esto aplica a la Roma imperial): «[…] el lugar donde establezcas un templo deberá ser muy frecuentado, bien visible y, como se dice, soberbio y libre de todo contacto con el mundo profano», De re aedificatoria, op. cit., libro VII, cap. iii, p. 326. Y más adelante: «En mi opinión, la zona del pórtico y todo el templo deberían elevarse y dominar el resto de la ciudad, ya que esta disposición contribuye en gran medida a la nobleza del edificio», Libro VII, cap. v, p. 330.
  19. Sobre la transformación de las ágoras de Mileto a partir del siglo III a.C., véase Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., p. 275. Véase también, del mismo autor, Recherches sur l’agora, op. cit., p. 532.
  20. La alineación de las columnas de la estoa evolucionó hacia una columnata, entendida como un conjunto coordinado, ponderado y cadencioso para el placer de la vista.
  21. En lo que yo llamo la «ciudad almacén», la proximidad física de algunos templos y el ágora sucedía, pero sin coordinación espacial.
  22. La representación se limitaba a unos cuantos altares, a un templo colocado aquí y allá. Cf. Gaëlle Coqueugniot, «L’agora et ses bâtiments», Les Dossiers d’archéologie no 342, noviembre-diciembre de 2010, p. 72-79.
  23. La definición de poder de Patrick Boucheron se basa en la figura del saliente: «Porque eso es todo lo que es el poder: esta capacidad de hacernos mirar lo que nos mira», en Conjurar el miedo. Siena, 1338, essai sur la force politique des images, París, Seuil, 2013, p. 247.
  24. Roland Martin citado en Jean Pouilloux, «Les leçons de l’urbanisme grec», op. cit., p. 132.
  25. La cuadrícula traduce en el espacio el principio de isonomía, que arranca a los individuos de sus antiguas solidaridades para inscribirlos en una ley común. Jean-Pierre Vernant, Mythe et pensée chez les Grecs, París, François Maspero, 1965. Edición consultada: París, La Découverte, 2016, p. 239. Véase también Roland Martin, «L’espace civique, religieux et profane dans les cités grecques de l’archaïsme à l’époque hellénistique», op. cit., p. 27-28. Sobre la ciudad helenística, véase Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., pp. 117-118, 127 ss.; 247-248, 332. Un vínculo acerca la corte atálida de Eumenes II a la de los príncipes florentinos del siglo XV, ibid., p. 143.
  26. Véase Jean-Christophe Bailly, Adieu. Essai sur la mort des dieux, Nantes, Éditions nouvelles Cécile Defaut, 2013.
  27. Véase Pierre Lévêque, L’Aventure grecque, op. cit., p. 557.
  28. Véase Roland Martin, Recherches sur l’agora grecque, op. cit., p. 70 y ss. Sobre la sociedad palaciega micénica, véase Jean-Pierre Vernant, Les Origines de la pensée grecque, París, CNRS, 1962. Edición consultada: París, PUF, 2016, p. 33-34.
  29. Tomo prestados aquí los términos utilizados por Pierre Lévêque en su comparación de la acrópolis griega y la acrópolis persa. Véase en Lévêque, op. cit., p. 400.
  30. El llamado período arcaico ya había establecido el ágora «as the medium of community self-help», según la fórmula de Bonner. Roland Martin, Recherches sur l’agora grecque, op. cit., p. 151.
  31. Jean-Pierre Vernant, Les Origines de la pensée grecque, op. cit., p. 56-76; Jean-Pierre Vernant, «Du mythe à la raison : la formation de la pensée positive dans la Grèce archaïque», op. cit.
  32. Sobre el caso de Asos, véase Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., p. 274. Véase también Nurettin Arslan y Kenan Eren, «L’agora d’Assos : le plan, la construction et les différentes phases de son utilisation”, en Laurence Cavalier, Raymond Descat, Jacques des Courtils, Basiliques et agoras de Grèce et d’Asie Mineure, Bordeaux, Ausonius, 2012, p. 273-286.
  33. Sobre la plantilla, véase Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., p. 124.
  34. Saul Frampton, «Agony in the agora», Aeon, 7 de agosto de 2017 (publicado en línea).
  35. Saber Mansouri, “L’agora athénienne ou le lieu de travail, des discussions et des nouvelles politiques : chercher la politique là où elle n’est apparemment pas”, Dialogues d’histoire ancienne, Besançon, Institut des sciences et techniques de l’Antiquité, vol. 28, no 2, 2002, p. 41-63.
  36. Pierre Gros, L’Architecture romaine, op. cit., p. 213.
  37. El ágora solía ser un espacio en forma de herradura a lo largo de una calle. El acceso por la esquina permitía un «despliegue oblicuo de las columnatas», Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., p. 334.
  38. Cf. Roland Martin, Recherches sur l’agora grecque, op. cit., p. 541.
  39. Vitruvio recomienda las proporciones 3/2 para el foro. De architectura, V, 1. Véase también Pierre Gros, L’Architecture romaine, op. cit., p. 207.
  40. Cf. Pierre Gros, ibid., p. 130.
  41. Roland Martin, L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit., p. 275, y Recherches sur l’agora grecque, op. cit., p. 398-400.
  42. Las leyes de Licurgo prohibían todo tipo de decoración, como relata Plutarco: «Licurgo estaba persuadido de que estos ornamentos no servían para propiciar el buen consejo; que más bien lo perjudicaban, al sugerir pensamientos inútiles, sentimientos de orgullo y vanidad, a quienes, reunidos para deliberar sobre los asuntos públicos, se entretienen con estatuas, cuadros y adornos, como los que se ponen en nuestros teatros para embellecer el escenario». Plutarco, Les Vies des hommes illustres, traducido del griego por Dominique Ricard, París, 1938. Véase Roland Martin, Recherches sur l’agora grecque, op. cit. p. 295, y L’Urbanisme dans la Grèce antique, op. cit. p. 334.
  43. La riqueza decorativa del altar de Pérgamo da una idea del aparato decorativo que se utilizó a partir de entonces en el urbanismo.
  44. Georges Bataille, « Architecture », Documents, no 2, marzo de 1929, p. 117.
  45. Pausanias menciona claramente los dos tipos: «El ágora de Elis no se parece a la de los países jónicos ni a la de las ciudades griegas vecinas a Jonia; está construida de forma más arcaica, con estoas aisladas entre sí y separadas por calles», en Roland Martin, Recherches sur l’agora grecque, op. cit., p. 312.
  46. «No tienen ni rey ni príncipe que los gobierne, sino sólo jueces que ellos mismos nombran», escribió el viajero judío Benjamín de Tudela sobre los habitantes del norte de Italia, en Patrick Boucheron y Denis Menjot, La Ville médiévale, París, Seuil, 2003.
  47. Sobre el honor municipalis, véase Patrick Boucheron y Denis Menjot, ibid., p. 365.
  48. El 22 de abril de 1682, el duque de La Feuillade encargó una estatua del rey, aunque en ese momento no existiera una plaza para albergarla. No fue sino hasta 1685 cuando se inició el proyecto de la plaza de las Victorias. Thomas W. Gaehtgens, en Alexandre Gady (ed.), Jules Hardouin-Mansart 1646-1708, París, Maison des sciences de l’homme, 2010, p. 489. Asimismo, la plaza Luis XV (actual plaza de la Concordia) comienza con la estatua buscando dónde descansar. Michel Gallet e Yves Bottineau, Les Gabriel, París, Picard, 1982, p. 254 ss.
  49. Inaugurada en 1612, la plaza, cuyo espacio central enarenado quedó libre al principio, recibió en 1639 la estatua de Luis XIII en el centro.
  50. Se trataba de una especie de asociación público-privada en un momento en que el arsenal legislativo para forzar la cesión de terrenos para un proyecto estatal era débil. Incluso en el siglo XVIII, la «expropiación» seguía siendo un asunto complicado. Véase François Monnier, «La notion d’expropriation au xviiie siècle d’après l’exemple de Paris», Journal des savants no. 3-4, 1984, pp. 223-258.
  51. Se trata de la plaza Salimbeni —remodelada en el siglo XIX— y la estatua del canónigo Sallustio Bandini.
  52. El uso de un orden colosal en la plaza Louis-le-Grand (más tarde llamada plaza Vendôme) hace eco de las columnas de un templo.
  53. Una herramienta de comunicación, diríamos hoy.
  54. Cf. Catherine Brice, Histoire de l’Italie, Paris, Perrin, 2002, p. 99-142.
  55. Sobre la formación de las ciudades en la Edad Media y su relación con el régimen patrimonial y señorial, y con los principados, véase Yves Barel, La Ville médiévale, Grenoble, Presses universitaires de Grenoble, 1975.
  56. Cf. François Monnier, « La notion d’expropriation au xviiie siècle d’après l’exemple de Paris », op. cit.
  57. Youri Carbonnier, « La monarchie et l’urbanisme parisien au siècle des Lumières, grands projets et faiblesse du pouvoir », Histoire urbaine no. 24, 2009/1, p. 34-36.
  58. Charlotte Chastel-Rousseau, « Promenades d’Anglais sur la place Louis XV ou les aperçus critiques d’un mode d’embellissement “à la française” », Dix-Huitième Siècle no. 32, 2000, p. 532.
  59. Ante el proyecto de Germain Boffrand —que prefiguraba el de Gabriel— el marqués de Marigny, director de los Edificios del Rey (Bâtiments du roi), denunció los siguientes defectos: «La plaza es demasiado grande. 2º Está dibujada en el papel, pero el ojo no la dibujaría en el suelo. 3ª La estatua no destacaría en esta inmensa vaguedad…», París, Archivos Nacionales, citado en Charlotte Chastel-Rousseau, ibid., p. 532. Su comentario sobre el proyecto de Gabriel confirma la crítica: «la estatua no estaría en proporción con la inmensidad de la plaza», ibid., p. 534.
  60. A su regreso de Waterloo, el soldado de caballería Mercer escribió en 1815: «Es una explanada agradable, pero no es una plaza», citado en Charlotte Chastel-Rousseau, ibid.
  61. David Diamond examinó esta relación con el cosmos utilizando el convento de La Tourette como caso de estudio. Véase «L’emprunt du paysage et l’énigme de Corbu», Le Visiteur no. 21, París, SFA et Infolio, 2015, p. 99-119.
  62. Christian de Portzamparc señala que Le Corbusier nunca diseñó espacios exteriores cóncavos. Les Dessins et les jours, París, Somogy, 2016, p. 29.
  63. Además del ejemplo de la plaza Luis XV, la plaza Stanislas, en Nancy, y la plaza del Peyrou, en Montpellier, son también ejemplos de «explanadas» del siglo XVIII.
  64. En el lugar del pedestal de Luis XV se instaló el cadalso en el que fue decapitado su sucesor.
Créditos
Publicación original: "Les ordres de la ville", Le Visiteur n°24, París, Société française des architectes e Infolio, 2019.