Escritor, poeta, crítico de jazz y, durante un tiempo, redactor en jefe de la Nouvelle revue française (1987-1995), Jacques Réda ha hecho de sus paseos urbanos, suburbanos y rurales el motor de una importante obra, en verso y prosa, de la que París es indiscutiblemente el centro. En la entrevista que publicamos aquí, realizada por fax en septiembre de 2000, preguntamos al autor por los motivos de su empresa psicogeográfica, que ha llevado a cabo a través de una docena de libros. Se trata de París y sus suburbios, de los paisajes, de la descripción, de la literatura y de la música.
En uno de los muchos libros que ha escrito sobre sus paseos parisinos, se compara a sí mismo con «una antena errante que la ciudad lleva por todo el abanico de sus estados». Me gustaría saber qué imágenes le vienen a la mente cuando trata de imaginar el París actual.
La imagen más inmediata (pero ciertamente no es personal para mí) es la de un corazón. No el corazón de los naipes ni de los «grafitis elegíacos», sino un corazón casi fisiológico en forma de esponja, más bien, o de piedra pómez, o un corazón como el que se come cuando es de ternera (o el corazón del trovador que sedujo a tu mujer). En resumen: el corazón de Francia en cualquier caso. ¿O tal vez un hígado? Pero eso es menos elocuente. Después, no veo nada. O sí: una especie de charco. El enorme charco suburbano que se extiende más allá del cada vez más teórico cinturón de los «mariscales». O una calle muy larga, sucia, negra y anónima que me había descrito un amigo de Borgoña que había hecho el servicio militar cerca de la capital (y que hasta entonces sólo había conocido Le Creusot como zona urbanizada). Eso fue lo que le impresionó cuando visitó París. Y yo, impresionado por lo que le había impresionado a él, no dejé de ver esa imagen, que seguía ahí tras cada renovación. Cuando era más joven, habría dicho: la punta de la Torre Eiffel, que se podía ver a unos treinta kilómetros en línea recta desde mi jardín suburbano. Nos tomaba más tiempo llegar allí (incluso ahora, creo) que ir a Le Creusot en TGV. Pero el corazón es de hecho una alegoría, la torre, un símbolo, y el charco carece de precisión. En realidad, no tengo ninguna representación global íntima de París, porque probablemente la he recorrido con demasiado detalle, tratando de identificar las imágenes de sus subconjuntos, como los distritos, los barrios, las calles, hasta el asco.
No consigo «abrazar» París. Les Ternes, sí; Belleville, sí; el distrito 10 o el 13; la calle des Montiboeufs. No puedes creer que sea más fácil. Descubrir el carácter de la calle des Montiboeufs o incluso de la calle Lafayette es una hazaña. Tal vez no tengan, o tal vez yo no sea lo suficientemente bueno. Cometí el error de intentar tratar las calles como personas, y eso es porque ya no hay una constante simplemente humana en los distritos. Un día es todo árabe, un año más tarde, indio o africano, seis meses más tarde todo está demolido para alojar a ejecutivos internacionales en nuevos edificios caros e insípidos, o a otra tribu en los mismos edificios nuevos, pero con menos grosor. El caminante se cansa, el escritor no puede construir nada serio. Me parece que tengo docenas de imágenes dispersas en media docena de libros, y es como las fotografías: no vuelves a mirarlas, tomas otras que no volverás a mirar. Y, sin embargo, de cada una (y de las menos significativas: un pedazo de pared, la puerta de un edificio, unos adoquines) surge el fantasma esquivo e indescriptible en cuya sustancia me agito. Con mucha frecuencia, voy a considerar su encarnación casi completa desde lo alto de la calle des Envierges. No se mueve. Se aplana. Pretende ser, de forma más panorámica, una de las fotos que podría haber tomado yo. Reconozco todos los monumentos (no, hay dos o tres que me confunden), y sólo tendría que hacer un gesto para suprimirlos (la Ópera de la Bastilla, el Beaubourg, la Torre de Montparnasse, la Biblioteca) o para desplazarlos: Notre Dame en el lugar de la Défense, el Sagrado Corazón en el lugar del Panteón, el Monte Valérien en el lugar de la Butte-aux-Cailles, etc.
Pero me abstengo.
Lo que se me olvidó mencionar fue una imagen onírica, y un sueño recurrente que va así: estoy subiendo hacia Montmartre y, cuando me acerco a la cima, la basílica se desvanece, veo abrirse ante mí una extensión infinita e infinitamente agradable de campo, infinita pero todavía dentro de París. No estoy seguro de lo que significa, pero me hace pensar en mi «parisino natural».
Volvamos por un momento a la imagen del charco suburbano, que usted mismo dice que carece de precisión. Sin embargo, usted ha caminado por ese charco, al menos tanto como por el corazón de la ciudad. ¿Sería posible para usted, sin describir el mapa ni enumerar sus partes geográficas, introducir una pequeña distinción en esta imagen global?: ¿no podemos distinguir algunos estados o familias, estratos o atmósferas psicogeográficas típicas, a pesar de la especie de transformación permanente de la que habla? ¿De qué mundos está hecho ese mundo, tan difícil de describir en su conjunto?
El charco no es exactamente una imagen, es más bien una especie de concepto. Su soporte material, o mejor aún, gráfico, podría ser uno de esos mapas de carreteras de la región de París en los que las zonas edificadas aparecen en rosa o amarillo, y el resto (cuando queda algo) en verde pálido hasta que se desvanece. Ya a finales del siglo XIX, Verhaeren había hablado de las ciudades tentaculares. El pulpo suburbano no ha dejado de expandirse desde entonces. Pero es una impresión de conjunto y, por así decirlo, de «gabinete». Pero ya que estás in situ, todo cambia y se vuelve más emocionante. He recorrido mucho las ramificaciones de ese gigantesco coral de los suburbios, tratando de entender lo que tienen en común y de captar el carácter específico de cada una, que a menudo sólo está en su nombre. A menos de que esté acostumbrado desde hace tiempo, es difícil, por ejemplo, saber si estás conduciendo por Vanves, Montrouge o Malakoff. Cuando faltan ciertos puntos de referencia, como los accidentes del terreno, no tardas en perderte y sentir que el pulpo te ha engullido. Es el caso, por ejemplo, de Villemomble y Les Pavillons-sous-Bois. Pero ése es uno de los objetivos del ejercicio. A menudo, mi «técnica» consiste en ir a cualquier puerta de París y subir al primer autobús que aparezca, sin preocuparme por la ruta ni por dónde me dejará. Uno descubre así lo inesperado y, a veces, lo pintoresco, pero también ocurre que se queda varado en el corazón de esta indistinción que, de hecho, no tiene centro, y donde parece que se podría seguir indefinidamente sin salir nunca. Para mí, se trata de una experiencia esencial, que culmina en el momento en que no sólo te pierdes topográficamente, sino que te pierdes de vista como persona y te conviertes en una especie de fragmento, todavía algo consciente de la extensión que estás recorriendo.
En este punto, ya no se puede hablar de «charco» ni de «representación» de ningún tipo. Estás «dentro», estás en proceso de fundirte en ella, incluso estás tocando una región que ya no tiene nada que ver con los suburbios ni con nociones como «la ciudad», «el urbanismo», etc. Es casi metafísico. Para seguir siendo concreto, añadiré en primer lugar que este estado se ve favorecido por el aspecto, en general totalmente deshabitado, de esos territorios durante las horas honestas del día en que los recorro. Uno se pregunta dónde ha ido la gente, o sus perros. El efecto se acentúa hoy en día por la desaparición de las actividades industriales masivas. En mis recuerdos de hace más de cincuenta años, veo los suburbios erizados de fábricas (incluso el distrito 15 —donde todavía había una granja— bullía de plantas de maquinaria, por no hablar de la enorme superficie que ocupaba Citroën); y aunque no ignore las razones de esta metamorfosis (que ha convertido a la industrial Levallois en una inmensa necrópolis «residencial»), no me resulta natural ni conveniente interpretarla en términos económicos o sociológicos o urbanísticos. ¿Qué he hecho? Quizás algo indeciso entre una vaga fenomenología de la ciudad y una tímida ontología de los lugares. No se le puede llamar «disciplina». Eso no impide que, como todo el mundo, haya discernido lo que separa los suburbios «bellos» (más o menos al oeste de la capital) de los «obreros» (más o menos al este), ni que haya reconocido, en el norte y en el sur, modulaciones y estados mixtos, ni que haya apreciado contrastes y contradicciones por doquier. Pero sería difícil decir a quién y para qué sirve mi ejemplo. Básicamente, si he trajinado tanto por la región de París se debe a que, por todo tipo de razones debidas al azar, estaba al alcance de mi mano, de mis ojos, de mis ruedas o de mis suelas. En realidad, soy un gran ternero al que nada le gusta más que revolcarse en la hierba de los prados, en los helechos de los bosques, y mamar la leche de las nebulosas.
Volviendo al «charco», observo que está en constante expansión, y no sólo en torno a la aglomeración parisina. Cada pueblo quiere su propia vivienda de interés social y su propia zona suburbana. Los TGV me parecen una prefiguración de los RER que recorrerán los «charcos» de París, Lyon y Marsella una vez unidos. Al final, sólo habrá una gigantesca conurbación europea, de la que se escaparán algunas zonas montañosas decididamente inedificables, así como terrenos baldíos concedidos a ecologistas y agricultores «orgánicos». A menos que la curva demográfica se invierta, ya habremos construido en exceso. Puede ser que el extraño silencio de los suburbios que he recorrido anuncie el silencio de ese futuro. Pero, ¿encontraremos alguna vez el silencio de las noches habitadas por el croar de los sapos y tres o cuatro lamparitas en el sueño de las colinas? Sin embargo, el ser humano parece tener una plasticidad indestructible; sin duda, encontrará su felicidad en otra parte. Recuerdo un reportaje sobre los jóvenes de los llamados suburbios desfavorecidos que habían sido llevados para entrar en «lo verde». Tendrías que haber visto la cara que ponían al ver el campo (no lo veían), y al evocar con una nostalgia real y pesada el concreto y los céspedes sembrados de latas de conservas de su pequeña patria. Yo mismo sería trágicamente incapaz de vivir en el campo durante mucho tiempo. Hablaría de la calle Sorbier o de Bagnolet con voz entrecortada. El pasado es nuestra verdadera patria.
¿Y si nos hablara un poco precisamente de la calle Sorbier, o de la calle de la Bidassoa, de esas escaleras urbanas, de esas vistas de París, de esa extraña plaza situada, si no me equivoco, por encima de la pequeña circunvalación (literalmente suburbana)? Había evocado el sueño paradójico de una extensión infinita de campo que, sin embargo, está dentro de la ciudad. ¿El lugar de ese sueño (y sin duda también de sus fracasos o de sus desviaciones) no son precisamente los suburbios, en todas sus variantes, desde las pequeñas ciudades englobadas en la ciudad hasta las regiones más alejadas donde las grandes infraestructuras, los grandes equipamientos, las urbanizaciones suburbanas, los grandes conjuntos o las «nuevas ciudades» llegaron a aureolar pueblos, a rodear llanuras agrícolas, a codearse con los antiguos bosques reales o a encajar en los trazados de los grandes jardines clásicos? Uno tiene la sensación de que siempre es esa superposición o ese equívoco propiamente «suburbano» lo que le atrae, incluso cuando pasea por el corazón mucho más densamente estratificado y escenográfico de la ciudad. Su afición por los jardines urbanos y las estaciones de tren, por todos esos lugares en los que uno está tanto aquí como en otro lugar, parece bastante característica en ese sentido. ¿No estará usted también en busca de una imposible ciudad jardín, de la que la calle Sorbier o la calle de Bagnolet serían fragmentos realizados?
Quizá el quid de la cuestión sea nuestra capacidad para vivir en sociedad. Creo que mi sueño es un sueño de un paraíso terrenal. Adán estaba solo en el Edén. Luego (iba a decir: mucho después, pero no sé), Dios le añade a Eva. ¿Por qué Eva y no otro Adán? No digo un semejante aburrido, sino un amigo con el que ir a pescar y jugar cartas. Uno no puede evitar pensar que Dios ya tiene una idea en mente; o, si Dios no tiene nada que ver, que Eva nace en el alma de Adán como un sueño y un deseo irresistibles. Tanto que se convierte en carne y hueso. Dios trabaja. Después del asunto del Árbol, la humanidad aparece con la familia, sus estructuras y sus dramas. Me parece que Adán debe haber estado mordiéndose los dedos de nuevo. Atrás quedaron los deliciosos paseos en solitario por la naturaleza virgen, con una tigresa y una cierva familiares pisándole los talones. Es posible que mi sueño sea en parte un reflejo de mi relación habitual y original con la realidad, pero lo que experimento es la maravilla de ver desaparecer la zona edificada en favor de un campo edénico. La impresión de que la ciudad, sin embargo, permanece más o menos en torno a ese infinito inconcebible, es probablemente la (mala) conciencia de lo poco que me importa mi ser social en este momento. Exactamente como en mis excursiones bucólicas: una verdadera embriaguez de espacios —bosques, mesetas, colinas, praderas, animales— con la sobriedad vespertina que me obliga a llegar a un rincón suficientemente civilizado de la humanidad para descubrir una posada, una oficina de correos tal vez, una farmacia, una librería y, por qué no, un centro comercial donde las princesas locales van y vienen del brazo y, a veces, cediendo a «la crisis». Tengo este lado «pánico», incluso un poco fauno, descuidado por quienes sólo ven mi lado citadino. Pero no soy un feliz habitante de la ciudad, sobre todo desde que tuve que renunciar, por diversas razones (en las que la SNCF desempeña un papel que no le perdono), a un medio de transporte perfectamente adaptado a mi búsqueda de edenes provisionales. Así que es posible que los suburbios, con su mezcla, ofrezcan una especie de media, una concesión entre la aspiración a la soledad extática y la necesidad, o incluso el gusto (porque soy una persona un poco antisocial, pero bastante sociable) de lo que sólo se puede encontrar a través de la vida en sociedad. Lo que más me emociona de los suburbios son los huecos que te permiten creer por un momento que los macizos de árboles de allí también ocultan el acceso al sueño recurrente que he mencionado. Luego hay una cierta dulzura de la humanidad a la que soy muy sensible: personas que repintan el marco de una ventana al fondo de un patio, que riegan sus lechugas en un jardín, a veces en una obra de demolición cuyos trabajadores han explotado hábil y clandestinamente el lote durante una temporada.
Y estoy dotado de una forma de simpatía bastante especial, debida sin duda a una especie de incertidumbre sobre mi propia realidad, y que me lleva no tanto a imaginar existencias como a identificarme con ellas hasta cierto punto. He pasado mucho tiempo diciendo esto mejor y con más precisión en mis libros; siempre es un poco deprimente repetirse. Además, hay que tener en cuenta este espacio tan singular, que no es ni la ciudad, ni el campo, ni los suburbios, sino… la página, y que es el verdadero sitio donde evoluciono en este vehículo de transporte público que es el lenguaje, moldeándolo a mi gusto y desviándolo hacia fines complejos y un tanto enigmáticos. Hablemos del barrio tan atractivo que está situado entre el Boulevard de Ménilmontant y la calle des Pyrénées. He descrito varios aspectos del mismo en La Liberté des rues y Le Citadin; aparecerá en un texto de Accidents de la circulation que se publicará a principios del próximo año. No estoy de ocioso. Sí, la calle Sorbier y la calle de la Bidassoa, la calle Boyer y todas las transversales: calle des Plâtrières, calle Laurence-Savart, las escaleras de la calle d’Annam… Está lleno de «agujeros» a los que me gusta ir y volver a ver, pero la magia pierde su poder con la costumbre, y tendría que ir siempre a otro sitio, mientras que hay lugares rurales donde, como Adán antes del pecado, creo que podría pasar la eternidad. La plaza de la calle Bidasoa es una de las más extrañas, tiene razón. Se menciona en Les Ruines de Paris, y a menudo vuelvo allí, especialmente cuando las grandes acacias, gleditschias y árboles de laca están en hoja o en flor. Hay algo misterioso que sólo puede encontrarse en las imágenes poéticas, como el salón de Rimbaud en el fondo de un lago. El ferrocarril de circunvalación pasa por debajo. A las seis de la tarde, la plaza se vacía. Sólo hay uno o dos ancianos melancólicos, y a veces un grupito de negras que ríen en un banco y charlan con una pizca de acento de Belleville. Pienso en lo que suscitarán esos árboles y ese silencio más tarde en su memoria. Lo recuerdo antes que ellas. Sé que a una de ellas la van a regañar porque se le olvidó comprar el pan.
Hablando de recuerdos (y como «escribidor»), ¿qué opina de la imagen del palimpsesto que se utiliza a menudo hoy en día para evocar el espesor del propio territorio?
Con la noción del «palimpsesto», se me plantea el problema de la descripción. De hecho, de qué sirve describir si no se describe todo (al menos la totalidad de tal o cual lugar que hemos retenido), o si no se describe sobre la base de una teoría que aplica una especie de cuadrícula a lo que llamamos realidad, designando de antemano lo que debe describirse, e incluso cómo. Y entonces describimos la teoría por encima de todo, pero eso no aparece necesariamente de forma inmediata. También se puede imaginar que se está describiendo con total libertad, mientras que en realidad se está utilizando una teoría sin saberlo (o sin saberlo bien). O puede ser que la teoría sea la que nos conduzca insidiosamente. Hay hábiles denunciantes de esta ilusión de libertad descriptiva, pero ellos también utilizan a veces una teoría para denunciar. Teorías y tiempos, o teorías de los tiempos: ya no describimos hoy como lo hacíamos en la época de Lamartine, de Boileau, del Roman de la Rose, etc. Pero, se preguntarán, ¿por qué describir? Me parece que seguimos describiendo, incluso desde un punto de vista literario bastante estricto. Los novelistas describen situaciones y personajes (o incluso picaportes, como se ha dicho del «nouveau roman«); los filósofos describen procesos de ideas; los poetas románticos describen sus sentimientos; los surrealistas, los sueños o los saltos del «continuo» mental. A través de la metáfora, la poesía (o lo que sea que esté bajo su paraguas) consigue atajos o tabletas de descripción. Pero hay un demonio que empuja no tanto al secuestro como al envolvimiento más o menos paciente de una realidad en su sitio y en su duración. Uno quisiera aprovechar el presente y prolongarlo. Pero el presente casi no tiene existencia. Sólo adquiere realmente consistencia cuando ya se enfrió, cuando ya pasó. Por ello, todas las descripciones «datan» de alguna manera lo que no significa que pierdan su encanto ni su interés: en cierto modo, forman parte del presente en el que se descubren y pueden ser a su vez objeto de una descripción), ya sea porque nada muy seguro las vincula a un modelo desaparecido, ya sea porque ese modelo ya se describió con medios que pronto caducarán, incluidos ciertos medios del lenguaje.
Por tanto, cabe suponer que, cuanto más variada y profunda sea la descripción en sus planteamientos, más probabilidades tendrá de ser precisa y duradera. Por ejemplo, es importante conocer la historia de los lugares que uno describe, ya que sólo han llegado a ser como son con el paso del tiempo, como resultado de todo tipo de intervención humana. Bajo los adoquines, rara vez se encuentra inmediatamente la playa, sino (sobre todo en nuestros viejos continentes) otros adoquines que esconden un camino de guijarros que oculta otro de arcilla. Este es un primer aspecto del palimpsesto que usted menciona. Pero bajo el más antiguo de los caminos, sigue estando el resultado del trabajo anónimo y cuantificable de miríadas de siglos de suelo. Lo que hace que las descripciones de Julien Gracq sean tan maravillosamente vívidas es la perfecta integración poética de sus conocimientos como historiador, geógrafo y geólogo con los dibujos cuatridimensionales y a color de los paisajes que recorrió. No sé si es eso lo que envidio, o el trazo rápido y flexible de la pluma de Cingria describiendo los andares de un gato en un presente vibrante con el telón de fondo de la Asiria revivida. Nunca se es demasiado sabio, en una tarea en la que el arte consiste en hacer un uso juicioso e inesperado (porque la sorpresa es instructiva) de los propios conocimientos. En lo que a mí respecta, no corro el riesgo de ser asfixiado por el peso de mis conocimientos. No es que esté completamente desprovisto de ellos, pero la mayoría de las veces es como si el espectáculo de las cosas los prohibiera. Lo que requiere mi atención es, sin duda, el fenómeno de la aparición, ya sea una montaña, un macizo de hierba, un campanario románico, un rostro, un sonido, un olor, una choza suburbana o la desafortunada mole arquitectónica de la Défense (que volví a ir a ver hoy, para mi personal y tardía inauguración del tranvía de Val de Seine). Pero si mis conocimientos no me estorban (y de qué sirve traerlos si no aportan nada a los especialistas), me resulta mucho más difícil contener al pequeño personaje que se remueve dentro de mí y que reacciona constantemente a las solicitudes anecdóticas, se divierte, se enfada, ironiza o se emociona cuando haría falta toda la gravedad (pero también la inmovilidad, tal vez hasta la parálisis) que exige ese fenómeno bastante asombroso, convincente e incomprensible de la aparición. También diría que hojear el palimpsesto, si queremos llegar hasta el final, podría llevarnos mucho más lejos que los vestigios arqueológicos y que los abismos de la geología. Estaríamos tocando la constitución misma de la materia, que es para nosotros el soporte inmediato y «natural» de toda «realidad». Caemos entonces en una especie de metafísica tan sutil, inquieta y compleja que —si he entendido bien, porque soy lo contrario de un sabio en ese campo— sólo la abstracción matemática nos permite vislumbrar.
Sin embargo, pienso en ello cuando contemplo un muro, un río, cualquier cosa. Pero ciertamente sigue siendo un pensamiento de época, y no sabemos cuáles serán las teorías científicas sobre la naturaleza de las cosas dentro de cincuenta o mil años. A no ser que creamos que «el mundo» ha elaborado o elegido nuestro cerebro para pensarse a sí mismo, es difícil ver cómo este trozo de mundo podría tomar la distancia de objetividad que asociamos a cualquier método sólido de conocimiento. Hay en todo esto, incluso en la muerte (pues desaparecer, a medida que se acerca la fecha límite, se convierte —si no fuera por el sufrimiento y la degradación que a menudo la preceden— en otro fenómeno del más extraordinario interés: diría que lo que me llama la atención, cada vez más, no es que desaparecer sea inevitable, sino que seamos capaces de hacerlo), una especie de humor fantástico. Cuando ya dimos vuelta a la última página del palimpsesto, ni siquiera se puede argumentar que no haya nada: simplemente, no hay última página porque no hay fondo, no hay apariencias, sino diferentes niveles de aparición.
Hablaba hace un momento de la página como un análogo del territorio, y luego mencionó a Cingria, Gracq, Verhaeren… ¿Podría hablarnos un poco más de esos colegas con los que se encuentra en el territorio de la literatura? A algunos de ellos, a Cingria en particular, les ha dedicado textos o incluso libros, y también aparecen en sus paseos, a veces a la vuelta de una calle o de un reflejo, de forma más bien discreta, como si tuviera cuidado de no pisarse solo. (Escribe en alguna parte sobre tal o cual rincón de París «por donde la literatura ya pasó», que «dispensa de detenerse ahí»). ¿Podría elaborar un pequeño mapa de esas afinidades electivas, incluso entre sus contemporáneos, si conoce alguno?
Soy fácilmente influenciable, un defecto más o menos corregido por el efecto superficial y poco duradero de las influencias que se suceden, se persiguen o se suman para amalgamarse con algo que debe ser de mi entorno. No digiero todo lo que aportan y a menudo me he liberado conscientemente de su parte inasimilable practicando la imitación. Éste es un rasgo que no sólo se aplica al aspecto literario del personaje, pero ciñámonos a ese aspecto. Mis lecturas, mis afinidades, mis gustos y, en consecuencia, las influencias que he recibido son numerosas y muy eclécticas. Los que podrían considerarse (cautelosamente, en parte) como «escritores de la ciudad» o, más concretamente, «escritores de París» no han contado —creo— más que los demás, más bien menos. Me considero fácilmente un descendiente de Fargue, mientras que el primero de mis libros, que se sitúa, con razón o sin ella, en su esfera de influencia (Les Ruines de Paris), lo escribí entre 1974 y 1976, en una época en la que no había leído Le Piéton de Paris y en la que, al saber de su existencia, me cuidaba de no abrirlo. Lo mismo ocurre con el muy buen Paris de Follain, al que me siento más cercano que al de Fargue. Para Baudelaire, obviamente, el caso es más complejo. Pero sé que cuando escribí los primeros textos de Les Ruines de Paris (proponiéndome por primera vez, en este campo vecino del poema en prosa, un programa temático de bastante largo aliento, aunque intermitente), el único modelo ideal que tenía en mente era Connaissance de l’Est de Claudel, uno de los pocos libros que puedo decir que apenas ha abandonado mi cabecera desde hace más de cincuenta años. Puede que me equivoque en los procesos y resultados de mi propia química: Les Ruines de Paris no es a priori muy claudeliano. Pero esto hay que discutirlo en relación con una parte bastante amplia del libro, la que se dirige a los paisajes rurales, generalmente vistos desde un tren. Más tarde, gracias a los diferentes hábitos de circulación, creo que suprimí todo lo que pude mientras conducía o me estacionaba en el mismo corazón del «tema». Me parece que intenté modelar una especie de orografía de mi prosa, no con fines imitativos, sino para tratar de expresar el movimiento interior que provoca aquel del territorio. Los relieves son emociones. En ese sentido, la orografía urbana me parece una serie de accidentes tan «naturales» como los de las colinas, valles, montañas y mesetas. Los «leo» todos de la misma manera, en el texto todavía sin palabras que imprimen a través de mis ojos. De ahí (justificado además por la existencia de especialistas que llevan a cabo esta tarea a la perfección) mi relativa pero definitiva (y seguramente lamentable) indiferencia hacia todo lo que no sea el contacto crudo y generador de emociones con los fenómenos. También hay que entender que primero fui, y en gran medida he seguido siendo, lector y escritor de poesía, es decir, de poemas. Debo haber leído, por ejemplo, La Chartreuse de Parme, L’Éducation sentimentale o Guerra y Paz tres veces. Y no sería capaz de resumirle la historia (pero usted ya la conoce) ni de nombrar a los personajes principales. Pero puedo recordar cientos de versos de Virgilio, Ovidio, Marot, du Bellay, La Fontaine, Vigny, Baudelaire, Mallarmé, Valéry, Toulet y muchos otros. Todavía recuerdo fácilmente piezas de prosa cuya textura es bastante comparable, en su densidad, a la del verso «clásico». Es el caso de Claudel, que puedo releer una y otra vez sin cansarme, y de ciertos paisajes en los que se renueva constantemente el milagro del movimiento que los eleva y la poderosa presencia que los sostiene. Uno encuentra a veces algo idéntico en Cingria, pero también hay en él un genio que parece guiarlo por los caprichos necesarios para su libertad inventiva y cómica del lenguaje, la inteligencia y la visión. Cingria parece haberse retratado a sí mismo en el pasaje final de Le comte des formes, que celebra las fuentes de Roma. Si digo que nadie ha escrito mejor que él sobre las ciudades (pero también sobre las montañas, los suburbios, los gatos, las serpientes, las locomotoras, el canto llano, las bicicletas, el tomismo, Trotsky, los museos provinciales, las viejas señoras rusas, Rimbaud, la reina Berthe, el precio de las estampillas, la arquitectura, todo), es en especial porque, incluso más que admirarlo (también admiro a Tucídides y a Faulkner, a Proust y a Ponge, a Beckett y a Ronsard, a Borges y a Racine, a Montaigne y a Dante, a Shakespeare y a Homero, etc.), leerlo es tan indispensable para mí como tener que alimentarme. Pero como soy un animal literario omnívoro, no puedo prescindir de algunos otros autores, la mayoría de los cuales son poetas que a veces conozco casi de memoria y que olvido para poder reaprenderlos, como Toulet. Ahora, entre Cingria y Toulet, Faulkner y La Fontaine, hay una especie de abismo, pero también lo hay entre el Causse Méjean o entre el boscaje y la Place des Vosges o el pequeño infierno suburbano de Galliéni. Quizá me guste menos lo que se llama «realidad» o «vida» que la literatura que aumenta mi sentido de la vida y de la realidad. Por último, me pide que mencione a algunos contemporáneos cercanos que ya formen parte de mi paisaje o de mi vasta aglomeración de lecturas. Me temo que me olvidaré de algunos. Dejando lamentablemente de lado a todos los que espero haber honrado en La Sauvette (casi todos ellos poetas), así como a muchos de mis contemporáneos en una generación que siempre está en la brecha, permítame ceñirme a una y sólo una recomendación (porque Bergounioux, Macé, Michon, ni hay que mencionarlos, supongo): la de leer la novela La Vraie, de Dominique Pagnier. También quisiera compensar una desafortunada omisión, en lo que respecta a los «escritores de París» que me encantan, nombrando a Henri Calet.
Es más que un aficionado, usted es un auténtico especialista en jazz. ¿Qué relación tiene la música con la escritura y los paseos?
Sólo puedo repetirme una vez más, sobre un tema que me es familiar desde hace unos cincuenta y cinco años, y sobre el que empecé a expresarme en 1963 con una periodicidad mensual1. Incluso, en cierto sentido, ahora soy más viejo que el jazz que descubrí en la segunda fase de la vida adulta del mismo, y eso no me alegra. Su trayectoria es tan completa como la de la poesía cortesana o la de la tragedia de Racine. El hecho es que todavía se puede leer con placer a Racine o a Bertrand de Born, o incluso escribir un sirventés o alejandrinos de rima plana sobre el tema de Berenice. Es lo que hacen los músicos de jazz de hoy, que sólo pueden seguir los pasos de Johnny Dodds o Coleman Hawkins, Lester Young o Charlie Parker, John Coltrane o Eric Dolphy, Albert Ayler, etc., según sus gustos y su temperamento. Es decir, en el seno tranquilizador de tal o cual momento predilecto de la historia del jazz, que, como proceso histórico ya concluido, sólo admite reiteraciones a veces sorprendentes o admirables, pero no un paso más allá. Este paso deja inevitablemente al jazz para entrar en un dominio muy vasto que, por interés o conveniencia, seguimos llamando «jazz», pero que se inscribe en «nuevas músicas» o «músicas improvisadas» que utilizan rasgos del jazz y no menos gustosamente los de tales folclores o tradiciones más o menos exóticas. Quizás ése sea el confuso comienzo de algo que aún no tiene nombre. Esto no significa que el jazz esté «muerto» ni que haya caído en desuso, pues el movimiento que llevó su trayectoria sobrevive a la interrupción natural de su curso. Es la palabra «swing» la que designa el carácter esencial del movimiento. Podría decirse que incluso una interpretación de jazz completamente fallida alcanza, no obstante, un nivel de swing igual a 0.1, mientras que una interpretación que carece de las condiciones melódicas, armónicas y, sobre todo, rítmicas, sin las cuales no puede haber swing, no tiene razón de ser para llamarse jazz. Y eso es, por supuesto, sólo de importancia relativa. No me gusta ese jazz2. Pero sólo el jazz puede darme lo que precisamente lo constituye, es decir, el swing, como metamorfosis en danza del movimiento del caminar (lo que se llama aproximadamente «rock» es, con todos sus derivados, sólo un avatar —accesorio, un poco teratológico y sin destino— del jazz).
La mayoría de las grandes obras del jazz se basan en un tempo que puede oscilar entre el de un paso muy vivo y el de un paseo (el parangón absoluto en este sentido me parece el “Body and Soul” de Coleman Hawkins). ¿Bailo cuando camino? ¿Mi pie de apoyo acentúa especialmente el ritmo débil, como si intentara columpiarse? Tal vez a veces… Pero estoy llegando a la relación fundamental entre el blues, una estructura a la vez cerrada y abierta (en la vuelta de su propio círculo), y el swing que, sin embargo, ha entregado, o que se ha liberado de él para avanzar en una línea aparente e infinitamente recta, pero que, como toda línea recta, ha seguido una curva parabólica (histórica, estética, técnica) hasta resolverse por completo. Entonces, al final, la engañosa infinidad horizontal adquirió una dimensión vertical y suprahistórica en la que revolotean y brillan todos los momentos que los prepararon, acompañaron o hicieron posibles, junto a tantas obras maestras homologadas. Por eso el limitado universo del jazz sigue siendo para mí algo inagotable, aunque sólo sea la repetición siempre cambiante de uno de esos momentos (y, por ejemplo, un solo de Benny Carter que, por milésima vez sin duda, he vuelto a escuchar tres o cuatro veces seguidas esta mañana). Pero lo que es realmente inagotable es ese rebote aéreo del paso que, sin embargo, abraza el suelo, incluso cuando parece liberarse de él con la zancada de Lester Young. El jazz es, pues, para mí, una lección permanente de filosofía y de poética. No digo que un modelo para mis propias obras nimias. A menudo me han preguntado si realizo «improvisaciones de escritura» (como si la improvisación fuera algo radicalmente opuesto a la composición), ¡o si intento «swinguear” mientras escribo! Creo que mi filiación rítmica me vincula más directamente con Racine que con Duke Ellington, entendiéndose que los poetas en lengua inglesa menos propensos a haberse inspirado en el jazz (Wordsworth, por ejemplo) son más propensos a «swinguear» para nuestros oídos que nuestros poetas modernos más sincopados. Es cierto que he sugerido que puede detectarse un sigiloso giro del verso clásico en la hábil o milagrosa posición de las e mudas. Pero se trata de conexiones superficiales o anecdóticas. Hay ciertos barrios de París en los que, cuando paseo, los conjuntos de chimeneas parecen elevarse uno tras otro al sol con la deslumbrante precisión de las «secciones» de Jimmie Lunceford… Casi siempre, mientras camino, silbo o canto. No necesariamente el blues o el Rockin’ in rhythm. Tengo un repertorio bastante amplio y curioso. Así que me pregunto quién, hoy en día, aparte de mí, en estas calles, todavía recuerda L’office des complies o La Protestation des chasseurs à pied en su totalidad… También tengo debilidad por este blues ellingtoniano en el que un transeúnte, que enumera sus modestos encuentros de forma un poco melancólica, concluye cada estrofa con “I guess I’m just a lucky so-and-so”. Es una forma de optimismo frente a nuestra desaparición entre los incansables tentáculos de la ciudad.