Ciento cincuenta y tres razones de ser
La primera novela de la joven poeta Slata Roschal, 153 formas de inexistencia, indaga en ciento cincuenta y tres pensamientos de una mujer ruso-alemana, convencida de que "el mundo no la necesita" y cuya mayor cualidad es saber "renunciar siempre". Sin embargo, en contra de lo que podría sugerir su título, 153 formas de inexistencia se lee ni más ni menos como una búsqueda de una razón de ser.
«Nada es un hecho; todo sucede porque se cuenta, es sólo porque se cuenta que sucede”. En 153 párrafos de extensión desigual, Ksenia narra. Narra escenas cotidianas, vividas o percibidas, en las que aparece a su vez como rusa, alemana, hija de migrantes, judía, testigo de Jehová, mujer, esposa, madre de un niño pequeño, escritora, investigadora de literatura eslava. También exhibe listas de la compra, de ideas, de ropa para niños, anuncios de internautas, cuestionarios y páginas de notas vacías. Así, 153 formas de inexistencia se inscribe en una paradoja primaria: la de una existencia plural que se presenta como una no existencia.
La sensación muy explícita de no poder ser ella misma, en el sentido de no poder y no tener derecho a ser ella misma, es algo que Ksenia conoce desde su infancia. La novela está salpicada de numerosas escenas de incomprensión, provocadas en particular por el peculiar comportamiento de su madre: «En nuestra casa se mezclaban la tradición familiar rusa, la censura soviética, el fanatismo religioso y las características individuales de mis padres”. La impresión resultante de desamparo marca a la niña y se repite de muchas maneras más adelante, convirtiendo su existencia en una inexistencia. Un malestar ligado a la incapacidad de captar el sentido de lo que se le impone subyace en particular en los párrafos en los que se recuerdan ciertos principios queridos por la comunidad de los testigos de Jehová en la que creció antes de distanciarse definitivamente de ella. Estos principios rígidos, enumerados en tablas o con un montón de salmos, citas bíblicas e interpretaciones moralistas, la obligan a adoptar un comportamiento que no entiende o que no se ajusta a sus aspiraciones. Más tarde, como estudiante de doctorado en literatura rusa y ávida lectora de Dostoievski, se enfrenta, impotente, a las interpretaciones demasiado inequívocas y definitivas de ciertas escuelas, interpretaciones que le parecían falaces y chocantes.
Pero la inexistencia de Ksenia tiene otras causas, quizá más profundas. En esta novela, Slata Roschal, al igual que otros escritores que trabajan actualmente en los países de habla alemana —como Lena Gorelik, Senthuran Varatharajah y Khuê Phạm— trata la compleja cuestión de la identidad de los comúnmente denominados «posmigrantes». Nacidos o criados en Alemania de padres extranjeros, son tanto alemanes como extranjeros, o ninguno de los dos. La escritora trata de asimilar esta identidad «para la que no había designación»: «mi hermano y yo no sabíamos quiénes éramos”. La ausencia de una identidad precisa le permite observar la realidad alemana desde una distancia crítica. En el primer párrafo, que se parece mucho a un microrrelato perfectamente pulido, describe a una anciana que se niega a comprar un melón porque habla ruso y no puede darse a entender. En otras escenas, tiene que soportar todo tipo de prejuicios sobre los rusos y sus supuestas costumbres. Cuando se le pregunta por el «café ruso» —»es bueno con vodka, ¿no? ¡Seguro que Ksenia lo sabe!”— somete al lector a lo que respondió y a lo que debería haber respondido, atestiguando el estira y afloja entre el rechazo de una identidad rusa impuesta (que la excluye como alemana) y la voluntad de defender esa misma identidad de cualquier idea preconcebida, aunque eso signifique entrar en conflicto con sus interlocutores. Por otro lado, es igualmente capaz de desenmascarar los esfuerzos de los inmigrantes rusos por mostrarse asimilados a la sociedad alemana, lo que también la remite a ella misma y a su propia actitud.
Sin embargo, todo esto no le impide abordar su «inexistencia» con humor y autoescarnio. Así, tras describir sus competencias o incompetencias lingüísticas —»Habla en voz baja y es difícil de entender, alarga las vocales, combina ocasionalmente morfemas rusos y alemanes, evita el contacto visual»— el diagnóstico es: ¡bilingüismo! Y la terapia recomendada fue la siguiente: «psicoterapia, logopedia, psiquiatría, mutismo de por vida». Es una forma de distanciarse irónicamente de las críticas que recibe de todas partes, entre otras cosas porque está criando a su hijo de forma bilingüe. El bilingüismo juega un papel fundamental en toda la novela, y la escritora hace constantes malabarismos con las dos lenguas de las que dispone, deslizando en ciertos párrafos formas traducidas a ambos idiomas, o frases y términos rusos cuyo significado puede o no explicar. También se deja engañar. Cuando quiso escribir «No soy ni mujer ni hombre» en alemán, tecleó involuntariamente la frase en un teclado ruso, lo que anuló su significado y, sobre todo, su seriedad. Su descuidado error le permite escapar de un cuestionamiento en el que corre el riesgo de quedar atrapada y que sabe muy bien que no tiene sentido para ella: «Si me atreviera a dar un paso demasiado grande, diría que no soy una mujer. No soy una mujer de verdad. O tal vez lo sea, una mujer. Típicamente una mujer. O no una mujer de verdad, pero incapaz de ser un hombre».
La novela deja mucho espacio a la introspección y le da a la narradora la oportunidad de reflexionar sobre lo que es o no es, sobre cómo percibe su cuerpo, de observar sin tapujos su difícil relación con los demás —sobre todo la desconfianza que le inspiran los otros y que poco a poco intenta superar—, su relación con el lenguaje, con las lenguas y, como escritora, con las palabras. «Deja de pensar, pensé, al menos piensa en imágenes, no en palabras, es para volverse locos, cómo voy a dormir con tantas palabras, y trato de pensar en imágenes, un bosque, azul, una oruga”. En estos 153 párrafos de inexistencia, se revela en toda su vulnerabilidad, sin miedo a decir sus defectos, su vergüenza, lo absurdo de su propia situación desprotegida y, sobre todo, su incapacidad fundamental para comprender el mundo en el que se desenvuelve. Todos estos aspectos la empujan a la melancolía: «Hay un estado así, sabes, que es el que más temo, a decir verdad no tengo mucho miedo, no tengo miedo a morir por ejemplo, sino a una inexistencia, ni vida ni muerte, una existencia manipulada, dirigida desde fuera, indefensa”.
Son muchas las interpretaciones y cuestiones vinculadas al número 153: un número triangular y narcisista para los matemáticos, una representación de la armonía de los contrastes, el número de peces que trajo San Pedro en el Evangelio según Juan y que simbolizaría todas las naciones conocidas, entre otras. Evidentemente, este número también ha fascinado a la escritora y la ha animado a indagar en su inexistencia en toda su pluralidad, incoherencia y misterios, buscando así una razón de ser, precisamente allí donde el sentido se le escapa.
La editorial independiente homunculus verlag, fundada en 2015 en Erlangen, publica textos literarios de alta calidad centrados en la pluralidad cultural. Sobre todo, tiene la audacia de apostar por jóvenes autores aún poco conocidos por el gran público. La novela de Slata Roschal es una de esas obras insólitas que dejan oír una nueva voz: «Clabaude, es una palabra bonita, digo yo. ¿Qué significa?, dice Arthur. No lo sé, le digo, pero es una palabra bonita”.