Con la publicación del informe Draghi, que el Grand Continent acompañó en las distintas lenguas de la revista, la Unión se prepara para entrar en una nueva fase. Desde hace varias semanas, damos la palabra a investigadores, comisarios europeos, economistas, ministros e industriales para que reaccionen ante una de las propuestas más ambiciosas para transformar la Unión. Si aprecias nuestro trabajo y dispones de los medios para hacerlo, considera la posibilidad de suscribirte al Grand Continent

Entre otras cualidades, el informe de Mario Draghi sobre el futuro de la competitividad europea tiene el mérito de proponerse como una «receta» completa y coherente para abordar los nudos que bloquean el crecimiento de la Unión y, con él, su resiliencia económica y sociopolítica, así como su defensa y seguridad. Las señales de alarma no faltan. Suenan regularmente desde hace algún tiempo en cada elección de los Estados miembros, ya sea nacional o local, donde los partidos antisistema siguen ganando fuerza. Las crisis que asolan Europa y el Mediterráneo hacen eco de ellas de forma cada vez más siniestra. La resolución de estos bloqueos, que se han convertido en estructurales, parece por tanto tan ineludible como la necesidad de identificar una estrategia compartida entre los 27 Estados miembros para devolver el impulso a la Unión y dotarla de las herramientas adecuadas para navegar entre las olas cada vez más bravas de un mar cada vez más agitado.

En cuanto al método, el enfoque «modular» y pragmático del informe Draghi es una excelente premisa. Permite esbozar una especie de menú a la carta del que extraer intervenciones específicas no necesariamente vinculadas entre sí, evitando el escollo habitual de una lógica de «todo o nada» que debilitaría gravemente las perspectivas reales de aplicación. El énfasis puesto en la cuestión de la planificación de la financiación responde a esta necesidad, aunque sin ocultar los obstáculos que las intervenciones propuestas van a encontrar desde el punto de vista político. Es un primer paso necesario hacia un enfoque sensato de objetivos comunes más ambiciosos. En definitiva, el informe establece una estrategia que sólo puede ser gradual e incremental y que deberá aplicarse caso por caso, haciendo un uso coordinado de todos los instrumentos institucionales que pueden favorecer la aparición de intereses comunes entre los Estados miembros, en particular, el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), el Comité Político y de Seguridad (COPS), el Comité Militar (CMUE) y la coordinación de las fuerzas de inteligencia y seguridad.

En este contexto, el trabajo de Mario Draghi, oportunamente centrado en propuestas concretas, parece dictado por un sentido de urgencia compartido, acorde con la magnitud de los retos a los que se enfrenta Europa. Está impulsado por una triple constatación:

  • el carácter radical de los cambios impuestos por el deterioro del entorno económico y de seguridad internacional;
  • el carácter poco realista de cualquier hipótesis política de reforma de los tratados a corto plazo;
  • el costo potencialmente fatal de la inacción para la Unión.

Quince años de crisis continuas en Europa han demostrado hasta qué punto es esencial establecer un diagnóstico compartido de la situación y de las causas de los problemas para encontrar soluciones eficaces. Durante demasiado tiempo, Europa se ha replegado sobre sí misma, ignorando lo que ocurría en el resto del mundo en un momento en que los costos de la fragmentación eran cada vez más evidentes. Los asuntos internos de la Unión se desarrollan ahora en el contexto de una situación mundial extraordinariamente compleja. Un escenario en rápida y continua evolución que pone en tela de juicio los valores fundamentales que sustentan el proyecto europeo. Los retos a los que se enfrenta la Unión atraviesan ámbitos geográficos y temáticos, cada uno de ellos con necesidades diferentes, pero todos destinados a tener un impacto real en el futuro de la Unión. Por lo tanto, es necesario elaborar una síntesis que garantice la coherencia de las acciones que deben llevarse a cabo, cartografiar las áreas críticas en los distintos frentes e identificar las herramientas y los recursos que permitirán alcanzar los objetivos fijados.

Desde la pandemia, se ha generalizado un sentimiento de inseguridad que no ha perdonado a ninguna parte del mundo.

Giampiero Massolo

Resumen y cartografía de las zonas críticas

La realidad geopolítica es radicalmente distinta de la de hace unos años. La pandemia, las guerras en Ucrania y Medio Oriente, los efectos cada vez más evidentes y preocupantes del cambio climático, una transición energética que sigue luchando por alinearse y las incógnitas vinculadas a la aparición de la IA en la escena mundial han provocado un sentimiento generalizado de inseguridad que no ha perdonado a ninguna parte del mundo. Las reflexiones sobre la dinámica del escenario internacional no se han hecho esperar: la lógica de la confrontación y la oportunidad ha empezado a prevalecer sobre la de la cooperación. El multilateralismo se debilitó gravemente, dando un nuevo margen de maniobra a actores, estatales y no estatales, más interesados en aumentar sus dividendos estratégicos en situaciones de crisis que en actuar como factores de estabilización sistémica.

La ausencia de un modelo de equilibrio claro para las relaciones internacionales hace que el panorama sea aún más complejo de descifrar. Recientemente hemos salido del periodo de dominación estadounidense que siguió al final de la Guerra Fría. Sin embargo, un bipolarismo perfecto entre Estados Unidos y China, que parecería ser el resultado lógico, está luchando por emerger. Nos encontramos, pues, en un mundo multipolar confuso, en el que las asociaciones y alianzas tienden a formarse a menudo de forma espontánea y para aprovechar la oportunidad del momento, más que sobre la base de sistemas de valores o ideologías compartidos.

En este contexto de incertidumbre generalizada, es difícil imaginar que podamos confiar en modos de colaboración estables y fiables.

Los riesgos de la globalización se han multiplicado a la par que las amenazas y la desaparición de los beneficios y las redes de seguridad que han caracterizado las últimas décadas. Estos escollos tienen tantas dimensiones que la línea que separa la seguridad de la inestabilidad es muy difusa. Es esencial tenerlo en cuenta y equiparse en consecuencia.

Cualquier análisis de las vulnerabilidades de los sistemas nacionales, cualquier paradigma de seguridad, debe incorporar ahora necesariamente elementos intangibles junto a los físicos. En un mundo cada vez más peligroso, las herramientas militares eficaces y tecnológicamente avanzadas son ciertamente necesarias, pero ya no son suficientes. La naturaleza de los conflictos en el siglo XXI será cada vez más híbrida, multidimensional e intangible. La arsenalización de internet y de los flujos energéticos, financieros y migratorios puede poner de rodillas a un país más rápida y eficazmente que un ataque convencional. Como consecuencia, el sistema de cada país está sometido a una presión cada vez mayor desde dentro y desde fuera, y los gobiernos —incluso los de regímenes no democráticos— se enfrentan a demandas alarmantes de protección por parte de sus ciudadanos. Para Occidente, se trata de un reto dentro del reto. Especialmente para la Unión, que aspira legítimamente a ser un modelo a seguir, un ejemplo exitoso de democracia y prosperidad, derechos y oportunidades.

Para Europa, la situación se hace más compleja por las cuestiones que se han vuelto más acuciantes en el frente exterior, en un momento en que las instituciones de la Unión y los Estados miembros se desentienden de las consecuencias de la pérdida gradual de la capacidad de la Unión para influir en la resolución de las crisis internacionales. El debilitamiento de la credibilidad diplomática del continente, fruto también de las persistentes divisiones en el seno de los Estados miembros sobre cuestiones clave como la ampliación del voto por mayoría calificada en el Consejo, ha coincidido con la actual fase de gran anarquía mundial. La difícil situación económica también se ha sumado a los costos sociales del ajuste del instrumento militar, hecho indispensable por los últimos acontecimientos geopolíticos.

La arsenalización de internet y de los flujos energéticos, financieros y migratorios puede poner de rodillas a un país más rápida y eficazmente que un ataque convencional.

Giampiero Massolo

La guerra de Ucrania fue un duro despertar a la ilusión de que la seguridad podía lograrse de forma barata o limitarse a dimensiones como la cibernética, la lucha contra el terrorismo o la contención de la migración. El espectro de una guerra convencional en territorio europeo dejó de parecer de repente una posibilidad tan remota y se hizo patente la necesidad de un cambio de ritmo, del que fue sin duda una importante señal la adopción de la «Brújula Estratégica» en marzo de 2022, que sentó las bases para definir las directrices que deben inspirar la política de seguridad y defensa de la Unión de aquí a 2030.

Movilizarse con inteligencia

Sin embargo, aún queda mucho camino por recorrer y es necesario seguir avanzando:

  • a nivel político, que es una prioridad;
  • en términos de recursos, que es la consecuencia lógica;
  • en términos de integración de la industria de defensa, que es la columna vertebral operativa.

Política

Desde el punto de vista político, se trata ante todo de concretar la idea, todavía muy teórica, de una autonomía estratégica europea. Hay que aclarar de entrada un malentendido fundamental: no se trata de «independencia», sino precisamente de «autonomía» estratégica. Europa no puede prescindir de la relación transatlántica ni del apoyo de Estados Unidos para garantizar su propia seguridad y asegurar un nivel adecuado de disuasión en su contexto geopolítico, al menos en un futuro próximo. A su vez, este imperativo sustenta los objetivos inmediatos:

  • la estructuración y desarrollo de los elementos constitutivos de la autonomía, en concreto, objetivos políticos, recursos y capacidades;
  • la definición de un «quid pro quo» estratégico a pagar a Estados Unidos, en términos de participación adecuada en el «reparto de cargas» y asunción concreta de responsabilidades, a cambio de una presencia estadounidense continuada en Europa.

En este contexto, la autonomía estratégica aplicada a la seguridad tiene un presupuesto lógico inevitable: dotar a la Unión de una política exterior y de seguridad común guiada por un «interés nacional europeo» definido; y una consecuencia operativa obvia: el establecimiento de una práctica consolidada de reparto de la percepción de riesgos y amenazas entre los Estados miembros. Hasta ahora, cualquier intento de definir un auténtico interés común europeo ha tropezado con la tendencia a dar prioridad a los intereses nacionales de los Estados miembros. Los intentos de reunir a los 27 en este ámbito han terminado a menudo en tediosos ejercicios de mediación seguidos de compromisos a la baja. Esta aporía, cada vez más anacrónica cuando se trata de cuestiones de defensa y seguridad, pone de manifiesto la insostenibilidad de los costos políticos, estratégicos y financieros.

La autonomía estratégica aplicada a la seguridad tiene un presupuesto lógico inevitable: dotar a la Unión de una política exterior y de seguridad común guiada por un «interés nacional europeo».

Giampiero Massolo

Por otra parte, la rapidez con la que Europa debe reaccionar a los cambios del contexto mundial no es compatible con una adaptación profunda del marco normativo comunitario en este ámbito, lo que exigiría una reforma de los tratados inevitablemente larga y de resultados inciertos. Esto significa, por una parte, que será necesario recurrir cada vez más a mayorías de geometría variable dirigidas por grupos de Estados miembros afines y, por otra, que habrá que promover pragmáticamente iniciativas y procesos de decisión y coordinación más ágiles que permitan a la Unión, en la medida de lo posible en esta fase, hablar con una sola voz. Esto es cierto incluso en contextos multilaterales como el de la OTAN, donde los Estados miembros se encuentran atrapados entre la necesidad de respetar la limitación del 2% del PIB para gastos militares —cuyos costos sociales se dejan sentir cada vez más— y la búsqueda de un equilibrio en la definición de las prioridades estratégicas, entre las sensibilidades del flanco oriental de los países bálticos y balcánicos y la preocupación por las crisis del Mediterráneo que unen a los países de la orilla sur.

Recursos

Si la heterogeneidad de las posiciones nacionales en materia de política exterior y de seguridad parece hoy difícil de superar, en parte debido a la debilidad actual del motor franco-alemán, no faltan posibles soluciones en materia de recursos, aunque su viabilidad práctica esté aún por demostrar. También en este punto, el informe de Mario Draghi demuestra un enfoque pragmático y realista, que se inspira inevitablemente en la ausencia de un presupuesto europeo dedicado a la defensa y, por tanto, en la posible utilización de los canales e instrumentos existentes.

Las considerables inversiones necesarias para garantizar un ajuste cualitativo y cuantitativo de las capacidades militares europeas exigen una racionalización de los gastos nacionales encaminada ante todo a eliminar las numerosas duplicaciones existentes. Si se requiere urgentemente un aumento de los compromisos en los ámbitos de la investigación, el desarrollo y la innovación para responder a la evolución de las necesidades operativas, debería orientarse prioritariamente hacia proyectos de iniciativa conjunta con las mejores perspectivas de éxito. La creación de un comisario europeo de Defensa y Espacio dentro de la recién creada segunda Comisión von der Leyen podría desempeñar un importante papel impulsor a este respecto, pero requerirá un apoyo adecuado por parte de los Estados miembros.

En última instancia, la elección de los instrumentos dependerá de ellos, incluida la financiación ad hoc, el recurso al presupuesto comunitario mediante la activación de nuevas partidas de gasto o el fomento de asociaciones público-privadas. Sin embargo, es en el frente de la creación de un instrumento de tipo plan de estímulo dedicado a la industria de defensa donde podría jugarse la partida más importante en el futuro, dada la envergadura del compromiso que exige el objetivo de unificar un mercado muy fragmentado en cuanto a procedimientos e instrumentos financieros. La actitud negativa de los países frugales ante cualquier hipótesis de deuda común dificulta por el momento la puesta en práctica de esta perspectiva. No obstante, permanece en segundo plano como punto de llegada ideal de un proceso gradual de convergencia de la voluntad política de los Estados miembros, del que el sector industrial podría ser útilmente el motor.

Es en el frente de la creación de un instrumento como un plan de recuperación dedicado a la industria de defensa donde podría jugarse la partida más importante en el futuro.

Giampiero Massolo

Industria de defensa

El informe Draghi recomienda iniciativas destinadas a reforzar la base industrial europea en el sector de la defensa y el espacio, destacando los costos cada vez mayores de la adquisición y producción redundante de armamento entre los Estados miembros. Estos costos aumentan no sólo en términos financieros, sino también en términos operativos: el desarrollo de un sistema de defensa racional y coherente a través de un nuevo programa de adquisiciones compartido parece, en este sentido, una necesidad.

Las dimensiones críticas, por otra parte, están ya bien identificadas:

  • la reasignación de mano de obra de una producción a otra y entre diferentes zonas geográficas: un objetivo cuya consecución implica costos sociales y logísticos significativos y no siempre asequibles, que no son neutrales en términos económicos y políticos;
  • las relaciones de colaboración que ya existen a nivel de producción entre los Estados miembros y los socios industriales y comerciales no europeos: es posible que no todos ellos estén dispuestos a abandonar los programas de inversión y/o adquisición establecidos en favor de soluciones europeas para las mismas categorías de productos; baste pensar en el ejemplo de los aviones de combate de nueva generación, en el que los países europeos participan en proyectos que compiten entre sí;
  • la complejidad de pasar de un enfoque nacional a uno europeo del concepto de interoperabilidad: la perspectiva de la aparición de un embrión de instrumento de defensa común hace indispensable abordar este nudo, pero la resistencia de los mandos militares de los Estados miembros y de las empresas nacionales de defensa dificulta mucho el camino;
  • la necesaria y consiguiente abdicación de las decisiones nacionales en materia de mercados públicos con el desarrollo de procedimientos comunes: también en este caso, los acuerdos comerciales y de producción existentes con países no europeos complican las perspectivas de unificación de los procedimientos, al igual que las posibles reacciones de los propios socios occidentales, en particular, los estadounidenses, que se quejarían de prácticas discriminatorias si las normas acordadas resultaran ser excluyentes para sus empresas;
  • la disyuntiva entre gasto militar y gasto en sistemas nacionales de protección social: el debate sobre el objetivo del 2% del PIB para gasto militar ha puesto de manifiesto sensibilidades en Europa, sobre todo en lo que respecta a la percepción pública de los enormes costos sociales asociados a los programas de rearme impuestos por el nuevo marco de inseguridad internacional.

Estas cuestiones no dejarán de tener un impacto significativo en las modalidades de convergencia de las políticas europeas de defensa y seguridad. Sin embargo, aunque es evidente que no cabe esperar grandes avances a corto plazo, también hay motivos para creer que las circunstancias dictadas por el actual clima económico, especialmente difícil, pueden llevar a tomar decisiones más audaces. La capacidad de los Estados miembros con mayor peso político para actuar ante los complejos retos de nuestra nueva realidad —teniendo en cuenta las interdependencias existentes— será decisiva.

En este sentido, cualquier retraso en la inversión en innovación tecnológica sería un obstáculo para una estrategia eficaz de descarbonización y para el desarrollo de la capacidad europea de producción de energías renovables. Tal retraso debilitaría la autonomía estratégica de la Unión y provocaría la aparición de restricciones en el suministro energético y, por tanto, de riesgos reales para la seguridad. No es casualidad que uno de los mensajes más significativos del informe de Mario Draghi resida precisamente en la recomendación de promover una política industrial para la Unión que pueda apoyarse en una multiplicidad coherente de instrumentos y políticas, superando la compartimentación y la lógica del silo que ha caracterizado la acción europea durante demasiado tiempo. Por lo tanto, la reacción de los Estados miembros al informe Draghi debe evaluarse no tanto —o no sólo— sobre la cuestión fundamental de la deuda común —sobre la que las posiciones son conocidas y están casi cristalizadas desde hace tiempo— como sobre este llamado a una política industrial estratégica.

Frente a actores unidos como Estados Unidos y China, Europa ya no puede permitirse no tener una estrategia común. Y aunque elaborar una «doctrina» en el sentido tradicional no es una opción viable para la Europa de los 27, el camino trazado por Draghi identifica en la política industrial europea lo que podría considerarse un «mínimo sindical», una base sobre la que la Unión podría construir esta unidad para no quedarse atrás y seguir intentando influir en las cuestiones cruciales de nuestro tiempo.

Necesitamos países pioneros que pongan en marcha la máquina de las reformas. La invitación de Mario Draghi se dirige también —y quizá sobre todo— a ellos.

Giampiero Massolo

En este sentido, conviene alejarse del eterno —e interminable— debate entre los que querrían más Europa y los que querrían menos.

El punto de partida no puede ni debe ser una visión ideológica de la integración europea, sino las condiciones objetivas que pueden permitir a la Unión seguir el ritmo de la historia. Esto requiere un enfoque pragmático en aquellos ámbitos en los que es imperativo que Europa actúe como una entidad única. Pero, al mismo tiempo, no puede seguir siendo un dogma válido pase lo que pase. Hay otros ámbitos en los que las instituciones de la Unión deberían hacer menos, sobre todo en el de la acción reguladora, que a menudo ha acabado siendo un obstáculo para el proceso de integración. En esencia, se tratará de aplicar —más a menudo y mejor— el principio de subsidiariedad. Con el mismo enfoque pragmático, también hay que reconocer la importancia de la integración diferenciada: el pretexto de hacer avanzar juntos a los 27 corre el riesgo de convertirse en una cómoda justificación de la inacción. Necesitamos impulso, por supuesto, pero sobre todo necesitamos países pioneros que pongan en marcha la máquina de las reformas. La invitación de Mario Draghi se dirige también —y quizás sobre todo— a ellos.