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El programa presentado por Ursula Von der Leyen para obtener la confianza del Parlamento como presidenta de la Comisión, define los grandes objetivos de su nuevo mandato: reforzar la seguridad, la lucha contra el cambio climático y la competitividad. Para lograrlos, pretende profundizar la unión de los países miembros y de los ciudadanos en torno a esas prioridades estratégicas junto a una firme defensa de los valores y principios democráticos.
Sin embargo, el avance hacia los objetivos marcados no será fácil. La presidenta logró el apoyo de una coalición pro-europea compuesta por el PPE junto a socialdemócratas, liberales y verdes. Pero no conviene ignorar el avance electoral de la extrema derecha, y sobre todo su relevancia en varios gobiernos y parlamentos nacionales, lo que se refleja en la composición de una nueva Comisión más derechizada que nunca.
En cuanto a los aspectos económicos, el programa afirma su deseo de alcanzar mayores tasas de crecimiento, elevar la competitividad de nuestras economías, y recuperar el terreno perdido en actividades basadas en las tecnologías surgidas en la era digital. Todo ello sin frenar la transición verde. Lograrlo no sólo es necesario sino también posible.
Los informes de Enrico Letta y Mario Draghi aportan para ello muchas ideas y propuestas. Letta plantea la necesidad de culminar un auténtico mercado único, eliminando las reticencias, barreras y obstáculos existentes en sectores tan importantes como los mercados financieros, energéticos, digitales o las industrias de defensa. El informe Draghi cubre una perspectiva más amplia, como le fue solicitado por Von der Leyen, y en una serie de aspectos formula propuestas coincidentes con las de Letta. Su diagnóstico incluye la necesidad de adoptar decisiones, algunas de ellas muy radicales, para evitar el declive de nuestras economías frente a Estados Unidos y China. En las líneas programáticas formuladas por la presidenta de la Comisión, y en las orientaciones enviadas por ella a cada uno de los comisarios como guía de sus actuaciones, se aprecian los rasgos del modo en que ambos informes pueden inspirar las políticas a desarrollar a partir de ahora.
Comparto en muy buena medida los objetivos y las prioridades manifestadas por Von der Leyen, y lo sustancial de los análisis de Letta y Draghi en sus informes. Pero no puedo ocultar las dudas que me surgen acerca de la viabilidad de llevar a cabo una parte de esas propuestas de manera coherente. Esas dudas se refieren a tres aspectos: el primero, de carácter político; el segundo, de índole económica-financiera; y el tercero, tiene que ver con la coherencia entre distintas políticas.
En cuanto a su viabilidad política, se puede temer que en algún momento se puedan producir vacilaciones en una Comisión dominada más que nunca por miembros del PPE, bajo la dirección de una presidenta con tendencia constatada a centralizar en exceso sus decisiones limitando la colegialidad entre los componentes de su equipo. A ello se añade la pertenencia al Consejo de media docena de gobiernos dominados por populistas y nacionalistas euroescépticos, lo que hace aumentar mis temores. Aún más si, en determinados asuntos, el PPE tratase de buscar el apoyo de una mayoría alternativa, de corte populista de extrema derecha, a la coalición pro-europea que votó la investidura de Von der Leyen, desfigurando y debilitando los iniciales compromisos estratégicos de la Comisión.
Bajo la dirección de Giuliano da Empoli.
Con contribuciones de Josep Borrell, Lea Ypi, Niall Ferguson, Timothy Garton Ash, Anu Bradford, Jean-Yves Dormagen, Aude Darnal, Branko Milanović, Julia Cagé, Vladislav Surkov o Isabella Weber.
Mis dudas de índole presupuestaria tienen que ver con la forma de financiar las cuantiosas inversiones necesarias, según Draghi, para avanzar hacia una economía más competitiva y verde, en un contexto de mayor seguridad. Lo cual exigirá, junto a cuantiosos recursos procedentes del sector privado, una cantidad que incremente de manera muy considerable los recursos propios de la Unión, vía impuestos comunes y eurobonos. Escuchando a algunos líderes europeos —entre otros Orban, Wilders o Lindner— el apoyo a la financiación común de esos grandes objetivos parece extremadamente difícil. ¿Cómo podría llevarse a cabo la política industrial necesaria para recuperar los atrasos en materia de crecimiento, productividad, innovación y dinamismo económico, sin una modificación radical del actual modelo presupuestario?
Por último, aprecio algunas inconsistencias entre las estrategias fijadas para alcanzar los objetivos marcados y, por otro lado, las medidas concretas propuestas por la presidenta de la Comisión como guía para la actuación de los miembros de su nuevo equipo. Me voy a referir en particular a la voluntad de reformar algunos aspectos de la política de competencia. Una política que desde siempre es considerada como un instrumento imprescindible para el buen funcionamiento del mercado único, y que, tanto en la Unión como en las demás economías de mercado, ayuda a incentivar la inversión productiva, elevar la productividad y abrir espacios a la innovación. En definitiva, una política coherente con los grandes objetivos marcados para el desempeño de la Comisión.
Desde siempre, las reglas básicas de la política de competencia figuran en unos pocos artículos del Tratado, que prácticamente han permanecido invariables. Esas reglas están acompañadas de unos pocos reglamentos que las desarrollan, que se han completado recientemente con algunos más para adaptar el modelo a los nuevos desafíos planteados por la digitalización y el enorme poder de mercado de las grandes plataformas. Ese marco jurídico viene siendo interpretado por la jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo, y en consistencia con ella por instrumentos clarificadores de la aplicación de las reglas y de la jurisprudencia por parte de la Comisión —“soft law”—.
Ahora, Von der Leyen y Draghi proponen cambios en la política de competencia para modernizarla, apoyando la innovación, mejorando la competitividad de las empresas y la sostenibilidad. No hay nada que oponer. Pero la manera de trasladar esos objetivos a decisiones concretas es confusa.
Me explico. El aumento de tamaño de las empresas europeas no está limitado por el control de fusiones y adquisiciones encomendado a la Comisión. Viendo las cifras, entre el 1% y el 2% de las propuestas analizadas son prohibidas por el ejecutivo de Bruselas —creo que casi siempre con muy buenos argumentos—. Las verdaderas barreras al aumento del tamaño empresarial tienen que ver con otro tipo de obstáculos, como la fragmentación del mercado interior en sectores como el bancario, el energético o las telecomunicaciones, denunciada por Letta. O la ausencia de un mercado único de capitales, reclamada tanto por Draghi como por Letta. O las reticencias de unos países miembros a la entrada de empresas procedentes de otros socios, observada en numerosos casos. Sin olvidar, por supuesto, que la carencia de grandes plataformas tecnológicas europeas en nada está relacionada con nuestra política de competencia.
El segundo argumento para modificar las reglas se refiere al control de las ayudas del Estado. La flexibilización introducida en ese control desde la pandemia, prolongada durante la crisis de la energía, ha tenido sentido mientras una y otra estaban presentes. Y la necesidad de apoyar la política industrial con recursos públicos es innegable. Pero si no se eleva el origen de esos recursos a escala europea, y se mantiene el papel casi exclusivo de los presupuestos nacionales, aumentarán aún más las distorsiones en el mercado interior que se han creado por la diferente capacidad fiscal de unos pocos países respecto de los demás. Por tanto, la política industrial —entre otras— no puede llevarse a cabo creando más obstáculos de los que aún persisten en ese mercado interior que debemos proteger y ampliar como condición necesaria para alcanzar nuestros objetivos estratégicos —y para reforzar la unión—.