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La Unión Europea, que esta semana convoca a sus ciudadanos a renovar su Parlamento, ha entrado decididamente en una nueva era de su historia1. Durante casi tres cuartos de siglo, el proyecto europeo estuvo dominado básicamente por una lógica de acercamiento de los Estados miembros: mercado común, armonización de las normas, supresión de los controles fronterizos, criterios de convergencia económica, moneda única, programa Erasmus, etc. Hoy, sin embargo, las consignas son la defensa y la autonomía frente a las potencias exteriores. Estamos pasando de una lógica de acercamiento a otra de demarcación.

Iniciado hace unos diez años y acelerado por la crisis de Covid-19 y la invasión a gran escala de Ucrania por Rusia, un nuevo programa está tomando forma. Sanciones económicas, desacoplamiento energético y apoyo a la industria bélica contra Rusia; filtraje de las inversiones extranjeras, control de las subvenciones de terceros países, instrumentos anti-coerción y «atenuación de los riesgos» ligados a la interdependencia en sectores sensibles contra China. Es como si, tras un primer proyecto europeo destinado a forjar vínculos entre los europeos, tomara el relevo un segundo proyecto, esta vez destinado a protegerlos de las amenazas globales. El orden del día ya no es tender puentes, sino cavar trincheras.

Para la Unión, el orden del día ya no es construir puentes, sino cavar trincheras.

PIERRE HAROCHE

De la construcción a la forjadura de Europa

Esta nueva lógica nos invita a renovar nuestra comprensión del proyecto europeo. 

En francés en particular, el proceso histórico de unificación europea suele denominarse «construction européenne». Esta imagen remite a una dinámica de ensamblaje, de edificación por los europeos de una casa común. La ciencia política ha seguido a menudo este enfoque eurocéntrico, aceptando implícitamente considerar la integración europea como un fenómeno en gran medida endógeno, producto de las actividades de los propios europeos. La cuestión principal era quién desempeñaba el papel protagonista, insistiendo algunos en los agentes económicos transnacionales y las instituciones de Bruselas, otros en los gobiernos nacionales —o incluso en determinados líderes individuales con convicciones personales—. 

Sin embargo, si aceptamos que la lógica dominante de la Unión Europea se juega ahora en sus fronteras, en colisión y confrontación con potencias exteriores como Rusia y China, otra perspectiva se hace ineludible. Sin invalidar los debates anteriores, la cuestión que se plantea entonces es la siguiente: ¿cómo estimula, orienta y constriñe la evolución de la competencia entre las grandes potencias mundiales la evolución del proyecto europeo? La imagen pertinente nos parece la de una Europa ya no construida por los europeos, sino forjada por el mundo.

Europa ya no construida por los europeos, sino forjada por el mundo.

PIERRE HAROCHE

La influencia de las potencias exteriores sobre Europa no es nada nuevo en la historia de la integración europea. Los inicios de la Guerra Fría, que llevaron a Estados Unidos a exigir a Francia soluciones que permitieran a Alemania Occidental recuperarse económica y militarmente en los años 50, para contrarrestar mejor la influencia soviética, pero también la descolonización y el colapso de los imperios —que animaron a las potencias europeas a volver a centrarse en el continente— fueron factores decisivos en los orígenes de la integración europea. Pero, aunque no es radicalmente nueva, la dinámica de la forjadura de Europa adquiere aún más relevancia hoy en día, ya que las potencias exteriores ya no se limitan a determinar las condiciones estructurales en las que germina el proyecto europeo, sino que al mismo tiempo son cada vez más el objetivo de las políticas europeas.

Además de las narrativas centradas en el papel y las motivaciones de los europeos, necesitamos escribir una historia global de Europa. Una historia en la que el imperialismo ruso, pero también el auge de la influencia económica china y la creciente orientación de Estados Unidos hacia Asia en detrimento de Europa, desempeñan hoy los papeles principales.

Del neoliberalismo a la geoeconomía

Esta revolución copernicana, en la que la Unión ya no se concibe principalmente como una respuesta a las tensiones entre europeos, sino cada vez más como una respuesta a las amenazas exteriores, es también una revolución cultural para muchos actores.

En la nueva fase, tenemos que escribir una historia global de Europa.

PIERRE HAROCHE

Tomemos el ejemplo de la Comisión Europea. Históricamente, su función ha sido, ante todo, impulsar la creación de un mercado interior unificado eliminando las barreras al comercio transnacional. Esta misión central le ha valido la reputación de «caballo de Troya de la globalización neoliberal», empeñada en erradicar cualquier intervención estatal que pudiera obstaculizar el curso de la integración impulsada por el mercado. Hoy, esta misma Comisión se ha convertido a una nueva doctrina, la geoeconomía, es decir, el despliegue de políticas económicas intervencionistas con vistas a alcanzar objetivos en términos de seguridad internacional y competencia de poder. Como muestra de este cambio de rumbo, el concepto rector de la Comisión en materia económica es ahora la «autonomía estratégica abierta».

De la norma a la geopolítica

Después de mercado, la nueva palabra clave es ahora poder

La idea del poder de la Unión Europea no es ciertamente nueva, pero durante mucho tiempo se ha abordado a través del concepto de poder normativo, entendido como la capacidad de la Unión para exportar sus principios y valores a sus vecinos mediante el estímulo y la imitación.

La ampliación es una política emblemática en este sentido, por la que la Unión orienta los programas de reforma de los países candidatos a cambio de sus avances en el proceso de adhesión. Sin embargo, sin desaparecer, esta lógica está cada vez más subordinada a la mucho más tradicional del poder geopolítico, en la que el objetivo no es tanto difundir normas entre los socios como contrarrestar las ambiciones de los adversarios. Así, el reconocimiento de las candidaturas ucraniana, moldava y georgiana en 2022-2023 no responde a la convergencia de estos países hacia el modelo europeo, sino a la agresividad de Rusia, a la que hay que contrarrestar.

Después del mercado, la nueva palabra clave es poder. 

PIERRE HAROCHE

Del cosmopolitismo al civilizacionismo

Más allá de la ampliación, la revolución en curso tiene un impacto real en la identidad europea. 

A principios de los años 2000, cuando la Unión Europea iniciaba las negociaciones de adhesión con Turquía, pensadores como Jürgen Habermas, Étienne Balibar y Jean-Marc Ferry teorizaban sobre una identidad postnacional y cosmopolita de la Unión, basada en la apertura de los pueblos entre sí. Filosófica y materialmente, la Unión se consideraba una máquina de borrar fronteras.

Hoy, sin embargo, con Ucrania más que Turquía en el horizonte de la ampliación, el concepto dominante es menos cosmopolitismo que civilización europea. Y a diferencia del cosmopolitismo, una civilización se define, al menos en parte, por sus límites, por sus Otros. En Ucrania y Georgia, por ejemplo, la adhesión a la Unión se describe comúnmente como una «opción civilizacional», destinada tanto a acercarse a Europa como a distanciarse del «mundo ruso». En el extremo, podría decirse que la ampliación de la Unión se ve ahora menos como una apertura que como un cierre, la fortificación de un baluarte contra Rusia.

Tanto filosófica como materialmente, la Unión solía verse como una máquina de borrar fronteras. Hoy, la ampliación se ve menos como una apertura que como un cierre, la fortificación de un baluarte contra Rusia.

PIERRE HAROCHE

Por último, si la identidad de la Unión es menos una cuestión de convergencia que de demarcación, esto también explica por qué el corazón simbólico de Europa no es ahora tanto la pareja franco-alemana, a menudo vista como el prototipo de la superación del nacionalismo en Europa, sino los países del «Frente Oriental» frente a Rusia, e incluso, paradójicamente, los países de los márgenes que aún no se han integrado —Ucrania, Georgia, donde hombres y mujeres luchan por integrarse en la Unión—. Mientras que en 2003 el presidente Chirac llamaba a los países de Europa del Este a «callar» para alinear mejor sus posiciones con las de la Unión Europea —en particular las de los franceses y alemanes hostiles a la guerra de Irak—, veinte años más tarde el presidente Macron enmendaba su error en Bratislava y se comprometía a «escuchar» mejor a esos mismos países, a los que ahora se les reconoce el mérito de haber comprendido e identificado la amenaza rusa antes que los demás.

Las elecciones europeas en la forja del mundo

Resulta sorprendente constatar que las divisiones partidistas empiezan a reflejar las grandes transformaciones señaladas. 

Si el proyecto europeo ya no pretende tanto reducir las fronteras entre los Estados miembros como erigir otras nuevas frente a las amenazas exteriores, los partidos políticos se ven incitados a posicionarse no sólo en la división clásica entre más y menos integración, sino también en un debate sobre el tipo de demarcación que pretenden establecer con el exterior, es decir, el tipo de «civilización europea» que buscan defender frente al mundo.

Por un lado, el Primer Ministro Viktor Orbán y la Presidenta del Consejo Giorgia Meloni promueven una concepción «cristiana» de la civilización europea, amenazada por la inmigración y el «islamismo»; por otro, el Presidente Macron aboga por la defensa de una civilización europea «humanista», amenazada de muerte por la guerra en Ucrania y los ataques a la democracia liberal. El resultado es la aparición de concepciones parcialmente opuestas de aquello contra lo que Europa debe movilizarse, y del significado de «la frontera europea».

Los partidos políticos se ven incitados a posicionarse no sólo en la división clásica entre más y menos integración, sino también en un debate sobre el tipo de demarcación que pretenden establecer con el exterior, es decir, el tipo de «civilización europea» que buscan defender frente al mundo.

PIERRE HAROCHE

Mientras que para muchos la misión primordial de Europa es resistir a la amenaza rusa, otros, en la extrema derecha, son tanto más complacientes con Moscú cuanto más enérgicamente denuncian la inmigración. Elegir al enemigo, eso es lo que está en juego. En otras palabras, la «civilización europea» se está convirtiendo en un objeto político cada vez más investido, que cristaliza las transformaciones en curso del proyecto europeo. Más que a una reorientación de ciertas políticas públicas europeas hacia el exterior, asistimos a la emergencia de un fenómeno a la vez de gran amplitud y más estructurante —una Europa nueva, en la forja del mundo—.

Notas al pie
  1. Este texto se basa en nuestro trabajo en el reciente libro Dans la forge du monde. Comment le choc des puissances façonne l’Europe (Fayard, 2024).