Horacio, con su «laudator temporis acti«, se guardaba de glorificar los tiempos antiguos en favor de una censura morosa de los tiempos presentes1. Este es el riesgo que corremos al evocar el periodo Delors (1985-1994), presentado como una edad de oro de la construcción europea.
Circunstancias favorables
Para prevenir este riesgo, hay que reconocer en primer lugar que este periodo se benefició de circunstancias favorables que permitieron a las estrellas nacionales alinearse por encima de Bruselas. Francia estaba presidida por un Mitterrand con un firme compromiso con Europa; Helmut Kohl, un renano de la inmediata posguerra, gobernaba en Bonn; el Felipe González de la «movida» se encontraba en la Moncloa. También estaba Margaret Thatcher, que durante mucho tiempo apoyó a Jacques Delors, antes de convertirse en su oponente.
El nombramiento de Delors al frente de la Comisión Europea fue a su vez el resultado de circunstancias afortunadas. François Mitterrand, aprovechando su éxito en el Consejo Europeo de Fontainebleau de junio de 1984, había conseguido el nombramiento de un francés para presidir el futuro ejecutivo comunitario, pero estaba considerando a Claude Cheysson, que se topó con el veto británico. Helmut Kohl, que había tenido ocasión de conocer a Delors en el ejercicio –áspero– de sus funciones ministeriales, ayudó al Presidente francés sugiriendo el nombre de Delors. Se dice que Emmanuel Macron devolvió el favor a Angela Merkel en 2019, cuando Ursula von der Leyen fue preferida a Manfred Weber.
Un nombramiento improvisado, pues. Pero un gran cazatalentos encargado de este nombramiento habría aconsejado sin duda la misma elección. El itinerario personal de Jacques Delors se prestaba a ello. Su experiencia profesional en la Banque de France, su especialización en economía, de la que fue profesor, su experiencia sindical, sus estancias en el Commissariat au Plan, luego en el gabinete del Primer Ministro Jacques Chaban-Delmas, su experiencia como diputado al Parlamento Europeo, elegido en 1979, y finalmente como Ministro francés de Economía y Hacienda le habían preparado excelentemente para el cargo altamente técnico y político de Presidente de la Comisión.
Otros factores que contribuyeron a crear un clima favorable al proyecto europeo a mediados de los ochenta fueron las negociaciones para la ampliación de la Comunidad a España y Portugal, dos países candidatos entusiastas. También ayudaron la calidad de los Comisarios europeos que las cancillerías enviaban a Bruselas, con personalidades sólidas, entre ellas algunas de las más veteranas, como Lorenzo Natali, y algunas de las más jóvenes, como el irlandés Peter Sutherland. Jacques Delors también se benefició de la estrecha relación de trabajo que estableció con el entonces eminente Secretario General de la Comisión, Emile Noël. Entre sus amigos también se encontraban destacados belgas como Etienne Davignon, Pierre Defraigne, Jean Durieux, Philippe Maystadt, Jean-Louis Lacroix y Jean Godeaux. Formaban el ala social de la Democracia Cristiana belga. Sin olvidar los inestimables consejos de Max Kohnstamm, estrecho asesor e inspirador de Jean Monnet en los años cincuenta.
El pensamiento deloriano sobre Europa
En comparación con los genios malignos que actúan hoy en Europa o en su seno, el periodo de Delors contó con algunas hadas madrinas. Pero más allá de estas circunstancias, el renacimiento de la aventura europea que se atribuye a Jacques Delors en los numerosos comentarios que siguieron a su muerte también debe mucho al propio Delors y a su visión de la integración europea. Fue la columna vertebral de sus diez años en la Comisión. Jacques Delors era de los que creían que las ideas deben dirigir el mundo. Si rastreamos el hilo de su pensamiento sobre una Europa unida, encontramos una triple fuente: histórica, política e institucional. Las combinó para tejer la trama de su acción en Bruselas y Estrasburgo.
Jacques Delors resumió su pensamiento histórico, sobre todo en sus Memorias, con su famosa fórmula: «supervivencia o declive». Este enfoque, no exento de pesimismo, se debe principalmente a que pertenece a la generación que vivió la Segunda Guerra Mundial. Su padre fue gravemente herido en la Primera. Estos dos conflictos han inspirado siempre su pensamiento europeo, preocupado que los valores del continente a los que estaba ligado, y que el personalismo de Emmanuel Mounier formalizó para él, sigan encontrando su lugar en el futuro. Para decirlo claramente, para él, o hacíamos Europa y entonces sus valores –esta civilización, esta forma de vivir juntos– sobrevivirían, o no lo lográbamos y eran condenados por la Historia.
Delors no tenía una concepción atlantista de Europa. Su actitud prudente hacia Estados Unidos no respondía tanto a una tradición francesa voluntariamente crítica con Washington como a un profundo cuestionamiento de la seriedad con que Estados Unidos se tomaba el proyecto europeo y su originalidad. Después de cada uno de sus encuentros con un presidente estadounidense, esperaba haberle inculcado la idea de que Europa existía realmente y que sus intereses no eran los mismos que los de su interlocutor. Su actitud respondía a la concepción que hoy podría calificarse de geopolítica de Europa. Se basa en la afirmación de una identidad europea, cuya afirmación y propia supervivencia exigen la unión de los europeos.
Su concepción del proyecto europeo también puede apreciarse en su dimensión política. Jacques Delors situaba «su» Europa en la confluencia de la socialdemocracia y la democracia cristiana europeas, que durante mucho tiempo habían estructurado la política de posguerra en Europa Occidental. Lo que podría parecer una postura clásica en el panorama político europeo era en realidad una singularidad para un político que venía de Francia, que sólo contaba con un puñado de socialdemócratas o incluso de demócrata-cristianos, a diferencia de Alemania, Italia o Bélgica.
Sus concepciones económicas, sociales y políticas coincidían con lo más central de estas dos corrientes dominantes. Al igual que ellas, siempre consideró que no puede haber política social sin crecimiento económico, pero que un crecimiento socialmente desequilibrado no es sostenible. Requiere un cierto grado de planificación y regulación, así como un diálogo social entre interlocutores sociales responsables. Reconoció la eficacia de los mercados, pero la necesidad de corregirlos. Con este espíritu relanzó la aventura schumpeteriana de liberalización conocida como Mercado Interior, convencido de que una mayor competencia a escala europea permitiría lograr aumentos de productividad y, por tanto, generar más crecimiento y, por ende, mayor bienestar, pero acompañando al mismo tiempo este planteamiento con una política de diálogo social y de redistribución entre las regiones más ricas y más pobres a través del presupuesto de la Unión. Convocó a los empresarios y sindicatos europeos en Val-Duchesse, en Bruselas, para hablar de los «convenios colectivos europeos», y obtuvo de Alemania un aumento sustancial de su contribución a los «fondos estructurales» para amortiguar los efectos de la apertura a la competencia, en particular ayudando a los países del Sur a dotarse de las infraestructuras y cualificaciones necesarias. En resumen, Jacques Delors dio un impulso hacia la derecha por la competitividad y un impulso hacia la izquierda por la cohesión social y territorial.
Un poco más tarde, a principios de los años noventa, añadió una dimensión medioambiental a estas condiciones esenciales del crecimiento sostenible. Aunque sus orígenes en Correze le habían hecho desconfiar inicialmente del movimiento ecologista, la catástrofe de Chernóbil en 1986 y su participación en la Cumbre de la Tierra de Río en 1992 le convencieron, mucho antes que a muchos líderes políticos de su época, de la necesidad de incluir medidas para proteger el medio ambiente, el clima y la biodiversidad, junto a las destinadas a proteger la cohesión social y territorial.
Sobre Europa, su pensamiento es por último institucional. Lo resume su expresión «federación de Estados nacionales». Para los constitucionalistas, se trata más bien de un oxímoron que enuncia más un problema específico de Europa que su solución. En realidad, el concepto se acerca a Habermas, que prefiere el «Staatenbund» al «Bundesstaat». Para Jacques Delors, la yuxtaposición de estos dos conceptos opuestos, federación y Estado-nación, era, por el contrario, la solución al proyecto de una Europa unida. Coincidía con su propia posición, equidistante del federalismo a lo Spinelli y del nacionalismo a lo De Gaulle. Consideraba que los europeos debían estar unidos tanto por sus pueblos como por sus Estados. En su gestión prestó tanta atención a los Jefes de Estado y de Gobierno como al Parlamento Europeo. Fue el primer Presidente de la Comisión que trató realmente al Parlamento como un interlocutor serio y maduro, y que le reservó el anuncio de sus iniciativas más firmes. Del mismo modo, en su práctica institucional, siempre se situó en un triángulo que vinculaba al Consejo, concebido como un cuasi-Senado de los Estados miembros, al Parlamento, reconocido como la Cámara de los Pueblos, y a la Comisión, a la que se cuidaba de no identificar públicamente con un gobierno europeo para no exponerse a las reprimendas de las cancillerías.
Aunque se abstuvo de teorizar o explicar esta concepción de las instituciones, tuvo que asumir que había sido socavada en varias ocasiones. Especialmente durante la negociación del Tratado de Maastricht en 1991, cuando los planteamientos tradicionalmente soberanistas de los diplomáticos franceses y británicos, con la complicidad de algunos otros, impusieron que, junto al método comunitario, en el que la Comisión gozaba del monopolio de iniciativa para expresar el interés general europeo, las nuevas competencias se ejercieran según un método más intergubernamental que Jacques Delors consideraba menos eficaz. Su pensamiento institucional seguía fundamentalmente apegado al método comunitario, el mejor porque era el más eficaz y transparente a sus ojos: la Comisión propone, el Consejo decide y sólo puede modificar la propuesta de la Comisión por unanimidad sin su acuerdo, el Parlamento codecide y acuerda con el Consejo a través de la Comisión.
Es a través de estas tres dimensiones, histórica, política e institucional, combinadas entre sí, que proyectó la integración europea, vista como una necesidad ineludible por razones en última instancia tanto éticas como políticas. Pero esta reflexión sólo tiene sentido cuando se articula en acción política. Aquí es donde entra en juego el «método Delors».
El método Delors
A riesgo de simplificarlo en exceso, este método se asemeja a un itinerario cuidadosamente planificado y secuenciado, en el que cada etapa pone en marcha la siguiente, ajustándola en los márgenes si es necesario –lo que implica una atención constante a cualquier cosa del entorno que pudiera perturbar o dificultar el buen desarrollo de este itinerario–. En resumen, trazó una ruta a seguir, marcándola con radares. Éstos señalaban todos los obstáculos e imprevistos que, de no tenerse en cuenta, corrían el riesgo de conducir por una ruta equivocada o desviarse. En este sentido, el método Delors era bastante científico.
Se aplicó para crear el mercado interior. El objetivo del itinerario, fijado desde 1985, era suprimir las fronteras en 1992, una idea que era más popular entonces de lo que lo sería hoy. Este objetivo implicaba armonizar o reconocer mutuamente las normas y reglamentos, cuyas diferencias entre países habían justificado hasta entonces los controles fronterizos. Para lograrlo, había que transferir toda una serie de competencias comunitarias al ámbito del voto por mayoría. Como ya se ha dicho, esta apertura de la Unión exigía la dotación de fondos estructurales, lo que suponía un aumento sustancial de los recursos del presupuesto comunitario. El Acta Única de 1986 –con mucho, el mejor de los tratados europeos que nos sirven de Constitución- sentó las bases de todo ello–.
En la misma línea, el Mercado Interior exigía también que la Unión Económica y Monetaria garantizara que las devaluaciones nacionales dejaran de distorsionar la competencia. Jacques Delors lo lograría más tarde, en el momento de Maastricht. Cuando abandonó la Comisión, dejó tras de sí el «Libro Blanco», que marcaba un nuevo rumbo para los años venideros, incluida la necesidad –¡ya!– de dotar a la Unión Europea de infraestructuras digitales, lo que él llamó «autopistas de la información». E insistió en las cuestiones medioambientales, por las que se había esforzado desde el principio para que se integraran en las competencias comunitarias, a pesar de que su visionario proyecto de «impuesto sobre el carbono» de 1992 no había superado la prueba del Consejo Europeo, al tener que alcanzarse la unanimidad en materia de fiscalidad directa, como desgraciadamente sigue ocurriendo hoy.
El estilo Delors
Había, pues, un pensamiento acompañado de un método para actuar. Pero para comprender plenamente su superioridad sobre sus homólogos, hay que añadir un tercer elemento, el «estilo Delors». Este se manifestaba por una gran capacidad para hacer que los responsables de la toma de decisiones y la opinión pública compartieran su visión y sus convicciones.
Con los responsables políticos, combinando la cultura de la escucha y el compromiso heredada de su pasado sindical con una forma de astucia campesina que consistía en revelar sólo en el último momento, el más crucial del regateo, el «precio» que debían aceptar sus interlocutores para llegar a un acuerdo. Siempre un poco más alto que sus expectativas, pero no demasiado para no dar la impresión de intentar engañarlos desequilibrando más que marginalmente el edificio de las concesiones, a riesgo de perder su confianza. Por eso la Presidencia del Consejo Europeo recurría a menudo a él para encontrar una salida a un debate estancado, un escenario que había que preparar, entre otras cosas, lo que exigía un trabajo preparatorio agotador.
Jacques Delors sabía envolver sus proyectos en una narrativa a la que prestaba especial cuidado. Cuando enseñaba economía a sus compañeros sindicalistas y a sus socios del Commissariat au Plan, había aprendido a hacer accesibles los conceptos abstractos y a simplificar los mecanismos complicados. Por eso se sigue diciendo que «en tiempos de Delors, la gente entendía Europa». También aquí había una mezcla muy especial de trabajo duro, a la vez muy intelectual y casi artesanal, para obtener el «producto» adecuado, y también improvisaciones ante los medios de comunicación que hacían las delicias de los aficionados a las fórmulas sorprendentes y picantes, de las que no se sabía, ni siquiera entre sus colaboradores más cercanos, si era malicia o lapsus.
Recordar este pensamiento, este método y este estilo aplicados al avance de la integración europea debe significar también hacer balance, casi treinta años después. Jacques Delors hizo avanzar la unidad europea en muchos ámbitos, salvo en el de la defensa y la seguridad. Siempre consideró con prudencia que, en este ámbito, el camino sería mucho más largo que los utilizados para el mercado y la moneda. Estos últimos se basan más en la lógica racional, mientras que la idea de un «ejército europeo» también toca lo emocional y exigiría que los europeos compartieran los mismos sueños y las mismas pesadillas. Hay que compartir muchas emociones para arriesgar la vida de soldados.
Fragilidades y debilidades
En este momento de celebración de la obra del hombre, no se trata de enumerar todos los beneficios para Europa de los años Delors. Son bien conocidos. Lo que resulta más útil es tratar de identificar ciertas debilidades en el edificio que se ha construido, Inside The House That Jacques Built, por utilizar el título del ensayo del investigador británico Charles Grant (1994).
La principal fragilidad –política– es que la casa Delors se basa, como hemos dicho, en el equilibrio entre demócrata-cristianos y socialdemócratas. Su modelo depende históricamente de ello. Presupone que estas dos fuerzas siguen siendo dominantes y tienen un peso comparable. Así fue durante mucho tiempo en el Parlamento Europeo. En cuanto se rompió este equilibrio, también se rompió el equilibrio entre las cuestiones económicas, sociales y medioambientales. Se aumentó la eficacia de los mercados, sin regularlos más y con menos presión para amortiguar las consecuencias sociales. Una Europa «neoliberal» para muchos, que no era la Europa de Delors. Esta sigue siendo la cuestión hoy: un nuevo impulso a la derecha en el Parlamento en las elecciones de junio podría desequilibrar la coalición de centro-derecha izquierda-centrista en la que se ha apoyado la Comisión von der Leyen.
La casa contiene también una debilidad, la de una Europa insuficientemente constituida frente a las fuerzas de la globalización en marcha. Frente a un choque, como vimos durante la crisis financiera de 2008, la Unión no fue suficientemente resistente. Jacques Delors identificó esta debilidad al inicio de la Unión Económica y Monetaria, en el momento del Tratado de Maastricht. Señaló a los dirigentes europeos que habían conservado de sus propuestas una unión a fin de cuentas muy monetaria y demasiado poco económica. Europa se hacía adulta en ciertos ámbitos de regulación, pero no en otros.
Jacques Delors también compartía, como la mayoría en aquella época, una visión postwestfaliana, la de Jean Monnet. Desgraciadamente prematura, como dijo mucho más tarde Marcel Gauchet: «La Unión quedó absorbida por un proceso interno, mientras que la demanda de los pueblos, en este contexto de globalización, era con toda lógica una demanda de respuesta a la presión del exterior».
Más fundamentalmente, en aquella época nos faltaba perspectiva al apostar, con los padres fundadores, que la integración económica conduciría automáticamente a la integración política. Según esta alquimia medieval, el plomo económico debería haberse transformado en oro político. Se creía que existía un continuo entre el consumidor, trabajador o productor europeo y el ciudadano político, mientras que la barrera de la especie no puede franquearse impunemente. El historiador Elie Barnavi lo analizó bien en su ensayo L’Europe frigide (2008). Ser ciudadano implica pertenecer a una comunidad y realizar un esfuerzo colectivo, mientras que los trabajadores y los consumidores piensan en términos de oferta y demanda en una esfera que sigue siendo económica y racional. El «déficit democrático» denunciado a menudo a escala europea no es una cuestión de kratos, es decir, de estructuras institucionales de la Unión, sino de demos. Se trata de un déficit de pertenencia. Existe a otros niveles, pero no, o muy poco, a escala europea. A menudo, Europa parece clara para los no europeos, pero sigue sin estarlo para los europeos.
Jacques Delors, sin embargo, tuvo una intuición parcial de este déficit cultural –en el sentido alemán de la palabra «Kultur»– intrínseco al proyecto europeo cuando creó los «carrefours de la culture», que reunían a intelectuales, investigadores en ciencias sociales y artistas, empresa por la que sus sucesores han perdido interés.
Una Europa más necesaria y más difícil
Para concluir, expongamos esta obviedad, que se desprende de los numerosos homenajes de estos últimos días: la integración europea parece hoy más necesaria que en la época de Delors, pero más difícil. Es más necesaria si queremos ser más fuertes juntos frente a la fragmentación y el embrutecimiento del mundo, reflejados en el retorno de la guerra a Europa. Es más difícil porque el paso que debemos dar, el de la «autonomía estratégica», implica pasar de la unión de intereses económicos bien entendidos a la de la política, la unión de pasiones, valores, sueños y pesadillas ya mencionada. Esta fue la pasión que impulsaba a Jacques Delors, un hombre «who turned hope into history«, como leí ayer en una carta, una frase que creo que le habría encantado. Esperemos, en esta ocasión, que la esperanza que él encarnó para tantos de nosotros prevalezca sobre la nostalgia.
Notas al pie
- Esta pieza de doctrina es un sustancial aggiornamento de una nota publicada por el autor en 2019, « L’Europe selon Jacques Delors ».