Economía

Draghi: Europa en las fracturas de la globalización 

«Nuestro modelo de globalización tenía una debilidad fundamental». En una conferencia que acaba de pronunciar en Washington, el antiguo banquero central propone un análisis y un diagnóstico. «En Europa, también podemos ir más lejos financiando más inversiones colectivamente a escala de la Unión». La traducimos por primera vez al español.

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El Grand Continent
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© CECILIA FABIANO/LAPRESSE/SHUTTERSTOCK

Publicamos íntegro el discurso pronunciado por Mario Draghi el 15 de febrero en la Policy Conference 2024 de la National Association for Business Economics en Washington. En él, el antiguo banquero central europeo expone una tesis en dos partes: 1°) el paradigma de la globalización económica se ha transformado totalmente y seguimos viviendo en medio de esta transformación 2°) en el interregno, la política económica deberá apoyarse más en medidas presupuestarias que monetarias. 

Frente a las transiciones, las democracias deben volver a su vocación fundamental: proteger a los ciudadanos de los efectos económicos que provocan en sus vidas los choques externos –desde la geopolítica hasta el clima–. El más urgente de estos efectos es la inflación. Para hacerle frente, Draghi está desarrollando un enfoque original basado en la articulación entre la política monetaria y la política presupuestaria y en la cooperación entre agencias: «En los próximos años, la política monetaria se enfrentará a un entorno difícil, en el que tendrá que distinguir más que nunca entre la inflación temporal y la permanente, entre los repuntes del crecimiento salarial y las espirales autocumplidas, y entre las consecuencias inflacionistas de un gasto público bueno o malo.»

No hace mucho, todos los gobiernos tenían grandes expectativas puestas en la globalización –entendida como la integración dinámica de la economía mundial–.

Se pensaba que la globalización aumentaría el crecimiento y la prosperidad mundiales al organizar los recursos del mundo de forma más eficiente. A medida que los países se hicieran más ricos, más abiertos y más orientados al mercado, los valores democráticos se extenderían, al igual que el Estado de Derecho. Todo ello habría hecho que las economías emergentes fueran más productivas dentro de las instituciones multilaterales, dando mayor legitimidad al orden mundial.

La mentalidad imperante fue bien captada por George H. W. Bush en 1991, cuando declaró que «ninguna nación de la Tierra ha descubierto aún la forma de importar bienes y servicios de todo el mundo deteniendo las ideas en la frontera».

Este círculo virtuoso también habría conducido a la «igualdad por defecto», en el sentido de que no habría sido necesaria ninguna política gubernamental específica para alcanzarla. Más bien, habría sido una convergencia armoniosa hacia niveles de vida más altos, valores universales y un Estado de Derecho internacional. 

No cabe duda de que algunas de estas expectativas se han cumplido.

La apertura de los mercados mundiales ha permitido a decenas de países entrar en la economía global y a millones de personas salir de la pobreza –800 millones sólo en China en los últimos 40 años–. Ha generado la mayor y más rápida mejora de la calidad de vida de la historia.

Pero nuestro modelo de globalización también tenía una debilidad fundamental.

La continuidad del libre comercio entre países requiere reglas internacionales y un sistema de solución de diferencias aceptado por todos los países participantes. Pero en este nuevo mundo globalizado, el compromiso de algunos grandes socios comerciales de respetar las reglas fue ambiguo desde el principio. A diferencia del mercado único de la Unión, en el que el cumplimiento de las reglas es inherente y está garantizado por el Tribunal de Justicia Europeo, las organizaciones internacionales creadas para garantizar un comercio mundial justo nunca han estado dotadas de una independencia y unas competencias equivalentes.

En consecuencia, el orden comercial mundial globalizado siempre ha sido vulnerable a la situación en la que un país o un grupo de países deciden que el cumplimiento de las reglas no redunda en su interés a corto plazo.

Por poner sólo un ejemplo, en los primeros 15 años de su pertenencia a la Organización Mundial del Comercio (OMC), China no notificó a la OMC ninguna subvención del gobierno autónomo, a pesar de que la mayoría de las subvenciones las conceden los gobiernos provinciales y locales. Este fracaso se conoce desde hace años: ya en 2003 se señaló que los esfuerzos de China por aplicar las reglas de la OMC habían «perdido un impulso considerable». Pero prevaleció la indiferencia y no se hizo nada concreto para remediar la situación.

Las consecuencias de este incumplimiento de las reglas comunes han sido económicas, sociales y políticas.

La globalización ha provocado importantes desequilibrios comerciales, y los responsables políticos han tardado en reconocer sus consecuencias. Estos desequilibrios se deben en parte al hecho de que el comercio se ha abierto entre países con niveles de desarrollo muy diferentes, lo que ha limitado la capacidad de los países pobres para absorber las importaciones de los países ricos y les ha animado a proteger las industrias nacientes nacionales de la competencia extranjera.

Pero también reflejan decisiones políticas deliberadas en muchas partes del mundo para acumular excedentes comerciales y limitar el ajuste del mercado. Tras la crisis de 1997, las economías de Asia Oriental utilizaron los superávits comerciales para acumular grandes reservas de divisas y autoasegurarse contra las perturbaciones de la balanza de pagos, principalmente evitando la apreciación del tipo de cambio, mientras que China siguió una estrategia deliberada a largo plazo para liberarse de la dependencia hacia Occidente en materia de bienes de capital y tecnología.

Tras la crisis de la zona del euro de 2011, Europa también siguió una política de acumulación deliberada de superávits por cuenta corriente, aunque en este caso lo hizo a través de políticas presupuestarias procíclicas erróneas inscritas en nuestras reglas que deprimieron la demanda interna y los costes laborales. En una situación en la que los mecanismos de solidaridad de la Unión fueran limitados, esta postura aún podría haber sido comprensible para los países dependientes de la financiación exterior. Pero incluso aquellos con una fuerte posición exterior, como Alemania, siguieron esta tendencia. Gracias a estas políticas, la balanza por cuenta corriente de la eurozona pasó de un equilibrio sustancial antes de la crisis a un máximo de más del 3% del PIB en 2017. En ese momento, era, en términos absolutos, el mayor superávit por cuenta corriente del mundo. En porcentaje del PIB mundial, sólo China en 2007-2008 y Japón en 1986 registraron superávits mayores.

La acumulación de superávits ha dado lugar a un aumento del ahorro mundial excedentario y a una caída de los tipos de interés reales mundiales, un fenómeno que ya observó Ben Bernanke en 2005. Sin embargo, esta tendencia no ha ido acompañada de un aumento de la demanda de inversión. La inversión pública cayó casi dos puntos porcentuales en los países del G7 entre 1990 y 2010, mientras que la inversión del sector privado se paralizó cuando las empresas redujeron su deuda tras la gran crisis financiera.

Esta caída de los tipos de interés reales contribuyó en gran medida a los retos a los que se enfrentó la política monetaria en la década de 2010, cuando los tipos de interés nominales tocaron fondo. La política monetaria siguió siendo capaz de crear empleo a través de medidas no convencionales y produjo mejores resultados de lo que muchos esperaban. Pero estas medidas no bastaron para eliminar por completo la ralentización del mercado laboral. Las consecuencias sociales se han manifestado en una pérdida histórica de poder de negociación en las economías avanzadas: puestos de trabajo desplazados por la deslocalización y demandas salariales contenidas por la amenaza de la deslocalización. En las economías del G7, las exportaciones e importaciones totales de bienes aumentaron en torno a un 9% entre principios de los años ochenta y la gran crisis financiera, mientras que la parte de las rentas del trabajo cayó en torno a un 6% durante el mismo periodo. Esta fue la mayor caída desde que se empezaron a recopilar datos sobre estas economías en 1950.

Por supuesto, ha habido consecuencias políticas. Ante la atonía de los mercados de trabajo, la caída de la inversión pública, la disminución de la población activa y la deslocalización de puestos de trabajo, amplios sectores de la opinión pública de los países occidentales se sintieron, con razón, «abandonados» por la globalización.

En consecuencia, contrariamente a las expectativas iniciales, la globalización no sólo no ha logrado difundir los valores liberales –porque la democracia y la libertad no viajan necesariamente con los bienes y servicios–, sino que además los ha debilitado en los países que eran sus más fervientes defensores, alimentando en su lugar el auge de fuerzas replegadas sobre sí mismas. La opinión pública occidental llegó a considerar que los ciudadanos comunes y corrientes jugaban un juego viciado que había costado millones de puestos de trabajo, mientras que los gobiernos y las empresas permanecían indiferentes.

En lugar de los cánones tradicionales de eficiencia y optimización de costes, la gente quería una distribución más justa de los beneficios de la globalización y una mayor atención a la seguridad económica. Para lograr estos resultados, se esperaba un uso más activo del «arte de gobernar» –ya fuera en forma de políticas comerciales asertivas, proteccionismo o redistribución–.

Posteriormente, una serie de acontecimientos reforzaron esta tendencia. 

En primer lugar, la pandemia puso de manifiesto los riesgos asociados a la ampliación de las cadenas mundiales de suministro de bienes esenciales como los productos farmacéuticos y los semiconductores. Esta toma de conciencia ha llevado a muchas economías occidentales a deslocalizar industrias estratégicas y a acercar las cadenas de suministro críticas. La guerra de agresión en Ucrania nos llevó entonces a reexaminar no sólo dónde compramos bienes, sino también a quién. Puso de relieve los peligros de una excesiva dependencia hacia socios comerciales grandes y poco fiables que amenazan nuestros valores. Hoy vemos en todas partes que la seguridad del suministro –de energía, tierras raras y metales– ocupa un lugar cada vez más destacado en la agenda política. Esto se refleja en la aparición de bloques de naciones definidos en gran medida por sus valores compartidos, y ya está provocando cambios significativos en los patrones de comercio e inversión mundiales. Desde la invasión de Ucrania, por ejemplo, el comercio entre aliados geopolíticos ha aumentado entre un 4 y un 6% más que el comercio con adversarios geopolíticos. La proporción de inversión extranjera directa entre países alineados geopolíticamente también está aumentando.

Mientras tanto, la urgencia de la lucha contra el cambio climático ha aumentado. Alcanzar el cero neto en un plazo cada vez más corto requiere planteamientos políticos radicales en los que se redefina el significado del comercio sostenible. Tanto la Ley de Reducción de la Inflación de Estados Unidos como, en el futuro, el Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono de la Unión Europea dan prioridad a los objetivos de seguridad climática frente a lo que antes se consideraban efectos distorsionadores del comercio.

Este periodo de profundos cambios en el orden económico mundial trae consigo retos igualmente profundos para la política económica.

En primer lugar, cambiará la naturaleza de los choques a los que están expuestas nuestras economías. En las tres últimas décadas, las principales fuentes de perturbación del crecimiento han sido los choques de la demanda, a menudo en forma de ciclos crediticios. La globalización ha producido un flujo constante de perturbaciones positivas de la oferta, añadiendo cada año decenas de millones de trabajadores al sector empresarial de las economías emergentes. Pero estos cambios han sido en su mayoría armoniosos y continuos.

Hoy en día, a medida que China asciende en la cadena de valor, no será sustituida por otro exportador en el mercado laboral mundial. Al contrario, es probable que se produzcan perturbaciones negativas de la oferta más frecuentes, más graves e incluso de mayor envergadura a medida que nuestras economías se adapten a este nuevo entorno.

Es probable que estos choques agraven no sólo las nuevas fricciones en la economía mundial –como los conflictos geopolíticos o las catástrofes naturales–, sino aún más nuestra respuesta política para mitigarlas. Para reestructurar las cadenas de suministro y descarbonizar nuestras economías, necesitamos invertir enormes sumas en un plazo relativamente corto, con el riesgo de que el capital se destruya más rápido de lo que puede ser reemplazado.

En muchos casos, estamos invirtiendo no tanto para aumentar el stock de capital como para reemplazar el capital que ha quedado obsoleto por un mundo cambiante. 

Para ilustrar este punto, podemos tomar el ejemplo de las terminales de GNL construidas en Europa en los dos últimos años para reducir la excesiva dependencia del gas ruso. Estas inversiones no pretenden aumentar el flujo de energía en la economía, sino mantenerlo.

Las inversiones en descarbonización y cadenas de suministro deberían aumentar la productividad a largo plazo, especialmente si conducen a una mayor adopción de las tecnologías. 

El segundo cambio clave en el panorama macroeconómico es que la política presupuestaria tendrá que desempeñar un papel más importante, lo que significa –y así lo espero– déficits públicos cada vez mayores. El papel de la política presupuestaria se divide clásicamente en tres: asignación, distribución y estabilización. En los tres frentes, es probable que aumenten las exigencias en materia de gasto público.

La política presupuestaria tenderá a aumentar la inversión pública para hacer frente a las nuevas necesidades de inversión. Los gobiernos tendrán que hacer frente a las desigualdades de riqueza e ingresos. En un mundo de choques de oferta, esta política tendrá probablemente que desempeñar un mayor papel estabilizador, papel que hasta ahora habíamos atribuido principalmente a la política monetaria.

Asignamos este papel a la política monetaria precisamente porque nos enfrentábamos a choques de demanda que los bancos centrales pueden gestionar. Pero un mundo de choques de oferta hace que la estabilización monetaria sea mucho más difícil. Los plazos de esta política suelen ser demasiado largos para frenar la inflación inducida por la oferta o para compensar la contracción económica resultante –lo que significa que la política monetaria puede, como mucho, concentrarse en limitar los efectos secundarios–.

Por consiguiente, la política presupuestaria deberá desempeñar naturalmente un papel más importante en la estabilización de la economía, ya que podrá amortiguar mejor los efectos de los choques de oferta sobre el PIB, con un tiempo de transmisión más corto. Ya lo hemos visto durante la crisis energética en Europa, donde las subvenciones permitieron a los hogares compensar alrededor de un tercio de su pérdida de bienestar –en algunos países de la Unión, como Italia, compensaron hasta el 90% de la pérdida de poder adquisitivo de los hogares más pobres–.

En conjunto, estos cambios apuntan a un crecimiento potencial más débil a medida que se desarrollen los procesos de ajuste y a unas perspectivas de inflación más volátiles, con nuevas presiones al alza derivadas de las transiciones económicas y los persistentes déficits presupuestarios. 

Estamos asistiendo a un tercer cambio: si entramos en una era de mayor rivalidad geopolítica y relaciones económicas internacionales más transaccionales, los modelos económicos basados en grandes superávits comerciales pueden dejar de ser políticamente viables. Los países que quieran seguir exportando bienes quizá tengan que estar más dispuestos a importar otros bienes o servicios para ganarse ese derecho, o enfrentarse a un aumento de las medidas de retorsión.

Este cambio en las relaciones internacionales afectará a la oferta mundial de ahorro, que tendrá que reasignarse a la inversión interna o reducirse por una caída del PIB. En cualquier caso, la presión a la baja sobre los tipos de interés reales mundiales que ha caracterizado la mayor parte de la era de la globalización debería invertirse.

Las consecuencias de estos cambios para nuestras economías son aún muy inciertas. La arquitectura de nuestras políticas macroeconómicas es uno de los ámbitos que probablemente cambiará.

Para estabilizar el potencial de crecimiento y reducir la volatilidad de la inflación, tendremos que cambiar nuestra estrategia política general, centrándonos tanto en completar las transiciones en curso por el lado de la oferta como en impulsar el crecimiento de la productividad –a lo que podría contribuir la adopción generalizada de la inteligencia artificial–.

Para lograrlo rápidamente será necesaria una combinación adecuada de políticas: un coste del capital suficientemente bajo para estimular el gasto en inversión, una regulación financiera que fomente la reasignación de capital y la innovación, y una política de competencia que facilite las ayudas estatales cuando estén justificadas.

Una consecuencia de esta estrategia es que es probable que la política presupuestaria se vincule más estrechamente a la política monetaria. A corto plazo, las posibilidades de que la política presupuestaria alcance sus diversos objetivos dependerán de las funciones de reacción de los bancos centrales. En el futuro, si el crecimiento potencial sigue siendo bajo y la deuda pública se mantiene en niveles históricos, la dinámica de la deuda se verá influida mecánicamente por el mayor nivel de los tipos de interés reales.

Esto significa que es probable que aumente la demanda de coordinación de las políticas económicas –algo que no está implícito en la actual arquitectura de la política macroeconómica–. De hecho, esta arquitectura ha confiado deliberadamente varias funciones importantes de política a organismos independientes, que operan con independencia respecto a los gobiernos, para estar aislados de las presiones políticas –lo que sin duda ha contribuido a la estabilidad macroeconómica a largo plazo–. Sin embargo, es importante recordar que independencia no es necesariamente sinónimo de separación y que distintas autoridades pueden aunar esfuerzos para aumentar el espacio político sin comprometer sus propios mandatos. Lo vimos durante la pandemia, cuando las autoridades monetarias, fiscales y de supervisión bancaria unieron sus fuerzas para limitar los daños económicos de los bloques y evitar un colapso deflacionista. Esta combinación de políticas permitió a ambas autoridades alcanzar sus objetivos con mayor eficacia.

Del mismo modo, en las condiciones actuales, una estrategia política coherente debe incluir al menos dos elementos.

En primer lugar, debe existir una senda presupuestaria clara y creíble que se centre en la inversión y, en nuestro caso, preserve los valores sociales europeos. Esto daría a los bancos centrales una mayor confianza en que el gasto público actual, al aumentar la capacidad de oferta, conducirá a una menor inflación en el futuro.

En Europa, donde las políticas fiscales están descentralizadas, también podemos ir más lejos financiando más inversiones colectivamente a escala de la Unión. La emisión de deuda común para financiar la inversión aumentaría nuestro margen de maniobra presupuestaria colectivo y aliviaría la presión sobre los presupuestos nacionales. Al mismo tiempo, dado que los gastos de la Unión son más programáticos –a menudo se extiende a lo largo de varios años– la inversión a este nivel garantizaría un compromiso más firme con una política presupuestaria no inflacionista, que los bancos centrales podrían reflejar en sus perspectivas de inflación a medio plazo.

En segundo lugar, si las autoridades presupuestarias establecieran trayectorias presupuestarias creíbles de este modo, los bancos centrales tendrían que asegurarse de que el objetivo principal de sus decisiones fueran la anticipación de la inflación. En los próximos años, la política monetaria se enfrentará a un entorno difícil, en el que tendrá que distinguir más que nunca entre la inflación temporal y la permanente, entre las rachas de crecimiento salarial y las espirales autocumplidas, y entre las consecuencias inflacionistas de un gasto público bueno o malo.

En este contexto, una medición precisa y una atención meticulosa a las expectativas de inflación es la mejor manera de garantizar que los bancos centrales puedan contribuir a una estrategia política global sin comprometer la estabilidad de los precios ni su independencia. Este objetivo permite distinguir con precisión entre las perturbaciones temporales al alza de los precios –como los cambios en los precios relativos entre sectores o las subidas de los precios de las materias primas vinculadas al aumento de la inversión– y los riesgos persistentes de inflación. 

Necesitamos espacio político para invertir en transiciones y aumentar el crecimiento de la productividad. Las políticas económicas deben ser coherentes con una estrategia y un conjunto de objetivos comunes. Pero no será fácil encontrar el camino hacia este alineamiento político. Las transiciones emprendidas por nuestras sociedades, ya sea dictadas por nuestra opción de proteger el clima o por las amenazas de autócratas nostálgicos, o por nuestra indiferencia ante las consecuencias sociales de la globalización, son profundas. Y las diferencias entre los posibles resultados de nuestras acciones nunca han sido mayores.

Pero la gente conoce el valor de nuestra democracia y lo que nos ha dado en los últimos 80 años. Quieren preservarla. Quieren ser incluidos y valorados en ella. Corresponde a los líderes y a los políticos escuchar, comprender y actuar juntos para dar forma a nuestro futuro común.

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