La creencia de que la trayectoria de nuestra sociedad se encamina hacia un colapso ecosocial se ha instalado con mucha fuerza, tanto en los imaginarios del ecologismo político como del conjunto de la sociedad. En los círculos ecologistas se multiplican las voces que nos advierten sobre el carácter irreversible de la autodestrucción ecológica de la modernidad. Hoy es posible encontrar este discurso en muchos idiomas. Hay una franquicia de las distintas formas del colapsismo en cada país occidental: del movimiento de adaptación profunda al estoicismo ecologismo de Scranton y su Aprender a morir en el Antropoceno; de la teoría de Olduvai del supremacista Richard Duncan a la colapsología de Servigne y Stevens. Este ánimo aciago del ecologismo tiene vasos comunicantes con los imaginarios de una sociedad cada vez más nihilista, cínica y descreída de cualquier posibilidad de un futuro mejor. 

Sin duda, no se trata de un discurso gratuito. La evolución trágica de la crisis ecológica le otorga verosimilitud. El verano del 2023, en el que la combinación de la crisis climática con el fenómeno meteorológico de El Niño ha pulido todos los récords de temperaturas extremas es un claro ejemplo de una experiencia social que, casi de modo espontáneo, nos invita a confundir la realidad con la catástrofe. En el pico de la cuarta ola de calor que ha golpeado España en 2023, es fácil y comprensible dejarse llevar por la tentación de que estamos asistiendo a una suerte de apocalipsis en fascículos. Pero aunque los peores escenarios ecológicos son perfectamente posibles, las posibilidades de transformación ecosocial siguen abiertas. Sin embargo, esta idea, que es el núcleo fundacional del ecologismo político, está siendo crecientemente cuestionada desde dentro del mismo ecologismo por una corriente en auge que concibe cualquier cambio hacia la sostenibilidad como un proceso necesariamente mediado por un gran fracaso colectivo, que se proyecta bajo la categoría de colapso. 

En un libro recientemente publicado por Arpa, Contra el mito del colapso ecológico realizo una crítica a estas posiciones ideológicas, que he agrupado bajo la categoría de “colapsismo”, y que están ganando el corazón del ecologismo político. El hilo conductor del libro no es solo constatar que el colapsismo es políticamente muy poco útil para evitar que se cumplan los peores escenarios. Quizá lo más novedoso de la investigación que lo respalda es el desmontaje crítico de los errores de diagnóstico y las inconsistencias teóricas que alimentan la tentación colapsista. Es decir, el problema del colapsismo no estaría solo en sus efectos políticos nefastos, sino en sus cimientos intelectuales: una recopilación parcial de los datos científicos, y, sobre todo, la aplicación de una mala teoría social. 

Pero, ¿realmente existe el colapsismo?

Muchas de las voces que dentro del ecologismo han convertido el colapso en el epicentro de su perspectiva rechazan el término “colapsismo”. Consideran que es una etiqueta que no respeta matices, que tiene una connotación pública negativa, que abre debates contraproducentes o sencillamente un fantasma inexistente. 

El problema del colapsismo no estaría solo en sus efectos políticos nefastos, sino en sus cimientos intelectuales.

EMILIO SANTIAGO

Probablemente, que el grueso del debate se haya dado a través de redes sociales como Twitter, algorítmicamente programadas para generar cámaras de eco y caricaturas polarizadoras, no ha ayudado a que las formas de esta polémica fueran las más amables. A pesar de ello, conviene desdramatizar. La unanimidad es directamente proporcional al anquilosamiento de un movimiento transformador. Cualquier propuesta viva de cambio social alberga posiciones diferentes que friccionan. Y en comparación con otros tiempos pasados, sin duda estas disputas se llevan hoy con un nivel de civilidad comparativa impresionante. A su vez, salvo para fanáticos e integristas, es evidente que diferentes corrientes del ecologismo, más colapsistas o más posibilistas, compartimos lo suficiente como para que podamos y debamos encontrarnos y colaborar en luchas y objetivos concretos. Apostar por una transformación ecologista de nuestra economía que sea justa, en principio, ofrece tanto o más posibilidades para la cooperación que para el desencuentro.   

Aunque no es el tema de este texto, dos de las críticas que el colapsismo esgrime para evitar ser pensado como un fenómeno ideológico coherente merecen una respuesta. La primera, es la que considera el colapsismo una parodia para desprestigiar las posiciones decrecentistas. Esta reacción defensiva es un disparate porque decrecimiento no es colapsismo. De hecho, el grueso del movimiento decrecentista internacional no es colapsista, aunque en España se solapen notablemente. Jason Hickel, uno de los grandes gurús del decrecimiento defendía, hace en unas semanas, la idoneidad de un Green New Deal radicalizado, una posición que muchos defendemos y que es profundamente incompatible con la mirada colapsista.

La segunda crítica que debe ser respondida es aquella que afirma que el colapsismo no existe, que se trataría de un hombre de paja. Esta afirmación me resulta especialmente dadaísta e inverosímil. Yo milité en primera persona en los círculos colapsistas fundados alrededor de la hipótesis del pico del petróleo casi 15 años de mi vida. De hecho, el libro de Contra el mito del colapso ecológico tiene mucho de autocrítica, de distancia respecto a posiciones intelectuales con las que he estado profundamente comprometido, que sigo respetando aunque discrepe de ellas y que creo que conozco bastante bien. Lo suficiente no solo para saber que el colapsismo existe, sino también que la etiqueta no es tan desacertada. Al fin a y al cabo, dentro de este microuniverso social, el término “colapsista” es de uso identificativo común. Por ejemplo, en España existe una suerte de jerga que divide este espacio ideológico en dos sensibilidades, los “mo-cos” –moderadamente colapsistas- y los “co-cos” –completamente colapsistas. 

Un Green New Deal radicalizado es profundamente incompatible con la mirada colapsista.

EMILIO SANTIAGO

Por si había alguna duda, emplear la categoría colapsismo no es un ataque que denigre unas posiciones. Al revés. Es el reconocimiento de una coherencia analítica e ideológica colectiva suficientemente potente como para que merezca la pena tener con ella un debate sobre asuntos en juego que son importantes. En cuanto a la cuestión del decrecimiento, aunque la etiqueta me genera problemas por su inmadurez política, en mi caso afirmo que he abandonado el ecologismo colapsista, pero no el objetivo decrecentista. Si por decrecimiento entendemos la necesaria reducción de muchas dimensiones materiales de nuestra economía para reintegrarlas dentro de los límites planetarios, unido a una crítica a la acumulación de capital como sujeto automático (Marx) y una denuncia a la equiparación falaz de productivismo, consumismo y bienestar, me considero netamente decrecentista. Es más, defiendo que si crees en la justicia social y los derechos humanos en el siglo XXI, probablemente solo puedas ser decrecentista, aunque no te convenza esa bandera, al menos tal y como hoy se formula. 

Delimitando el fenómeno ideológico “colapsismo”

Hechas estas aclaraciones, ¿qué podemos entender por colapsismo? Una corriente ideológica en formación dentro del ecologismo que considera que algo que se decide llamar “colapso ecosocial” es un destino, o bien un suceso muy probable. Y que además es suficientemente inminente, en términos históricos, como para condicionar las estrategias políticas del presente.  

A este primer rasgo definitorio se le añaden otros, que no comparten todas las voces del colapsismo pero sí una parte importante de ellas. Esencialmente, un paquete de especulaciones sobre la sociedad post-colapso, que estaría caracterizada por un descenso importante de la población, un notable retroceso tecnológico, un ascenso del mundo rural y del sector primario frente a la decadencia de lo urbano-industrial y una descomposición de las grandes instituciones de la modernidad en un orden más simplificado, fragmentario y descentralizado. Por último, el colapsismo sería incomprensible sin atender a su letra pequeña política: aunque ningún colapsista busca intencionalmente provocar el colapso –no existe, hasta donde yo conozco, un aceleracionismo colapsista–, muchos de ellos entienden que además de la tragedia que le será inherente el colapso ofrecerá una oportunidad que puede tener rendimiento político. Especialmente para propuestas de signo anarquista o libertario. 

Redefiniendo el colapso para hacer el concepto operativo

En mi definición de colapsismo he matizado que los colapsistas consideran inevitable un evento, acontecimiento o proceso “que deciden llamar colapso”  porque uno de los primeros problemas teóricos importantes del colapsismo es la vaguedad del término. En no pocas ocasiones se usa la palabra “colapso” con mucha gratuidad: realmente, la parte más inteligente del colapsismo proyecta un horizonte de futuro peor que irá evolucionando en unos plazos de tiempo dilatados. Lo que es incongruente con el imaginario del colapso, al menos, por dos razones. La primera, porque el hecho de que el futuro será ecológicamente difícil es innegable y aporta poco a un análisis de ecología política. La segunda, porque la conversión del colapso en un largo proceso de degeneración, que pueda durar décadas o incluso siglos, es incoherente con apuesta semántica. Y, mucho más importante, porque desactiva la hipótesis política del colapsismo, que es la primacía, en el corto plazo, de la acción autogestionaria de pequeñas comunidades que ocupan el hueco de un Estado y un Mercado en vías de derrumbe. 

El hecho de que el futuro será ecológicamente difícil es innegable y aporta poco a un análisis de ecología política.

EMILIO SANTIAGO

La definición de colapso más coherente que manejan los discursos colapsistas es, siguiendo a Tainter, una pérdida drástica de la complejidad social. El problema de esta definición es que la complejidad social es una categoría tan difícil de definir como de medir. Mi propuesta es entender el colapso ecosocial como un fallo muy destructivo, rápido y relativamente irreversible de la capacidad de regulación del Estado (que incluye el mercado, en tanto que todos nuestros mercados funcionan en simbiosis inseparable con el Estado moderno) provocado por un shock o golpe que se origina en la crisis ecológica (escasez energética o de recursos, evento climático extremo, pandemia originada en un proceso de zoonosis). Un escenario de disrupción rápida de la estabilidad reproductiva del orden moderno cuyo derrumbe ofrecería una posibilidad para que estrategias políticas con un fuerte perfil anarquista o autónomo, y con un marcado carácter revolucionario y a la vez local y comunitario, pudiesen triunfar. 

El colapsismo ante el examen de los hechos: el pico de Hubbert 

En el libro de Contra el mito del colapso ecológico se desglosan con cierto nivel de detalle distintos argumentos que problematizan el esquema base del pensamiento colapsista: desde una revisión actualizada de las evidencias científicas que el colapsismo emplea, y que en algunos campos como la energía admiten importantes matices e interpretaciones alternativas, hasta un cuestionamiento de la viabilidad política de sus ilusiones anarquistas, pasando por un análisis pormenorizado de la arquitectura teórica que sostiene su argumentario. Una arquitectura teórica que, por cierto, presenta unos paralelismos impresionantes al catastrofismo marxista previo a la Primera Guerra Mundial. 

Como resumen simplificador, por norma general el colapsismo combina ciencia-natural valiosa, aunque sujeta a muchas incertidumbres, con chapuza sociológica. El resultado es una intervención política problemática, que en el plano de la ciudadanía afianza el clima de nihilismo, resignación y parálisis preexistente. Y en el caso del ecologismo activista, lo desengancha de las demandas y los malestares de las capas populares para lanzarlo a un aventurismo político fantasioso (y que tiene mucho de neoliberalismo inconsciente en tanto que aceptación del mantra ideológico del “no hay alternativa” y la asunción de la impotencia de la política institucional para transformar la sociedad).   

La arquitectura teórica del colapsismo presenta unos paralelismos impresionantes al catastrofismo marxista previo a la Primera Guerra Mundial. 

EMILIO SANTIAGO

La primera década del nuevo milenio estuvo marcada por un intenso debate energético a partir de la publicación de un célebre artículo de Campbell y Laherrère en el año 1998, El fin del petróleo barato1. En dicho artículo se utilizaba la metodología de Hubbert para proyectar un pico global del petróleo en la primera década del siglo XXI, a partir del cual su producción declinaría irreversiblemente. En base a esta proyección, y debido al impresionante carácter petrocéntrico del mundo contemporáneo (80% de combustibles fósiles en su matriz energética, y un cuasi monopolio del petróleo en sectores como el transporte o la agricultura industrial), se generó una escuela colapsista que entendía que la conclusión lógica de este cruce de datos era la inmediata condena a muerte de la sociedad industrial tal y como la conocíamos. La complejidad moderna no podría sostenerse en un contexto de declive irreversible de la disponibilidad energética, lo que auguraba un proceso traumático de simplificación social. Esto es, un colapso. Los acontecimientos de la primera década del 2000 (la invasión de Irak, el incremento espectacular de los precios del crudo dentro del superciclo de las materias primas empujado por el desarrollo chino, la crisis financiera de 2008) contribuyeron mucho a conformar la narrativa del peak oil como una mirada novedosa que articulaba los sucesos de aquella década con una coherencia explicativa muy potente. 

De aquel magma discursivo surgió una red internacional conectada a través de toda una serie de páginas web, blogs y foros de discusión online (que en España lideró la web Crisis Energética, que hizo un impresionante trabajo tanto de traducción como de producción propia de pensamiento alrededor del peak oil). Se trató (y aun se trata) de una red híbrida, en parte conformada por científicos preocupados por el agotamiento de los combustibles fósiles y en parte por ciudadanos que, una vez iniciados en un conocimiento enormemente disruptivo para sus vidas, o bien trataban de profundizar en él y contribuir a su desarrollo o bien mostraban alguna vocación adaptativa de muy diversas formas. Como constata Mathew Schneider-Mayerson, y no es casual sino una consecuencia lógica de los esquemas colapsistas, la mayoría de estas reacciones fueron estrictamente individuales2. De hecho, la iniciación en el peak oil en EEUU supuso un importante desencadenante de giros biográficos –mudanzas, cambios de trabajo-, y en algunos casos, la puerta de entrada a la subcultura preparacionista. Otras respuestas, más minoritarias, adquirieron un carácter más colectivo, como ocurrió con el movimiento de Ciudades en Transición, que surgió en el mundo anglosajón. O con la recepción de la tesis del peak oil por parte de movimientos sociales como el ecologismo o el anarquismo en España. Lo que unía todo este conglomerado de iniciativas y voces era la proyección de una enorme ruptura civilizatoria, que tendría impactos inminentes en la normalidad capitalista, y que era tan segura y contrastada que hasta se podía fechar con relativa exactitud algunos de sus efectos. 

La red colapsista es híbrida, en parte conformada por científicos preocupados por el agotamiento de los combustibles fósiles y en parte por ciudadanos que, una vez iniciados en un conocimiento enormemente disruptivo para sus vidas, o bien trataban de profundizar en él y contribuir a su desarrollo o bien mostraban alguna vocación adaptativa de muy diversas formas.

EMILIO SANTIAGO

A continuación, un ejemplo de estos pronósticos que eran comunes en aquel momento. En el editorial del número cero de la revista colapsista ibérica 15/15\15, un ejercicio de literatura ficción que se colocaba retrospectivamente en el año 2030, puede leerse la siguiente predicción que da nombre a la publicación: “Se había calculado que en tan sólo 15 años a partir de aquel 2015, no quedaría más que el 15% de la energía con la que el petróleo había venido sosteniendo la Civilización del Crecimiento”. Este enfoque de abrupta escasez energética daba continuidad al trabajo pionero de gente como Pedro Prieto con la mencionaba web Crisis energética o como Ramón Fernández Durán, quién publicó en 2008 el libro El crepúsculo de la era trágica del petróleo, uno de los primeros libros que trabajó este tema en España, donde pueden leerse interpretaciones de los informes de la Agencia Internacional de la Energía en las que se concluye “al ritmo actual del crecimiento de la demanda de petróleo en el mundo, en el 2012 esa demanda ya no podrá ser satisfecha, o quizás antes”. 

Una alteración en el terreno energético

Sin embargo, hacia el año 2019 resultaba evidente que el relato del peak oil no cuadraba con la realidad. Como yo mismo apuntaba aquel año, en el primer texto en el que tomé cierta distancia respecto a los que por entonces eran mis compañeros de militancia: “Dos son las realidades que vuelven nuestro discurso especialmente contraintuitivo a ojos de las mayorías: (a) el precio del petróleo está relativamente bajo, en comparación con las cifras estratosféricas de antes de 2014, y (b) la economía mundial sigue creciendo, aunque lo haga a costa de acumular contradicciones en una demencial huida financiera hacia delante”. 

Un poco más adelante el artículo ponía el acento en el que era el núcleo de experiencia cotidiana que contradecía nuestras creencias colapsistas: “en 2004, cuando supimos gracias a una charla de Pedro Prieto del peak oil y los planteamientos de Hubbert, nos parecía imposible llegar a 2019 con este nivel de continuidad esencial en la forma de vida moderna”. 

Sin duda la década de los diez había sido turbulenta. La crisis financiera puso contra las cuerdas el supuesto fin de la historia neoliberal. Su gestión austericida, especialmente integrista en Europa, provocó un ejercicio de tortura sádico e innecesariamente doloroso sobre el cuerpo social. Revueltas y estallidos populares cambiaron el mapa político del mundo. Pero hacia mediados de década, era evidente, al menos en Occidente, pero también en China y en muchos países emergentes, que el suministro energético, el orden público o la seguridad alimentaria no se habían visto sustancialmente alterados. Al menos no a la escala que preveíamos. También resultaba poco discutible que la producción de petróleo había continuado incrementándose gracias a la revolución tecnológica del fracking en EEUU, aunque esto implicara nuevos problemas técnicos y financieros de diverso tipo. O que la percepción de riesgo de escasez energética, que había sido notable entre las élites durante los años 2000, había disminuido radicalmente. Un auténtico “change game” al que se le puede seguir la pista en el cambio de posiciones de algunos autores que habían ayudado mucho a consolidar el discurso del peak oil, como el español Mariano Marzo o el italiano Ugo Bardi.  

Hacia mediados de década, era evidente, al menos en Occidente, pero también en China y en muchos países emergentes, que el suministro energético, el orden público o la seguridad alimentaria no se habían visto sustancialmente alterados.

EMILIO SANTIAGO

A día de hoy, en los círculos de especialistas energéticos, el sentimiento predominante es que el momento peak oil fue una falsa alarma. O al menos, un problema parcialmente pospuesto –aunque no definitivamente resuelto–. Como ejemplo, una de las figuras más importantes del pensamiento energético en España, Antxón Olabe, asesor del Ministerio de Transición Ecológica entre los años 2018 y 2020, y uno de los cerebros del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (la hoja de ruta oficial del gobierno español para la descarbonización del país), se refería en su último libro a la cuestión del peak oil con estas palabras, de las que extraigo algunos fragmentos relevantes:

“Los defensores de dicha hipótesis se equivocaron. En los casos ideológicamente más extremos, se construyó toda una narrativa sobre el inevitable colapso ecosocial y civilizador, cuya causa principal sería la incapacidad del sistema energético para bombear petróleo barato a la economía (…). Pues bien, una década y media después, el sistema energético mundial, lejos de enfrentar un problema de escasez de oferta de crudo, dispone, como hemos dicho, de reservas de petróleo equivalentes a cincuenta años de la producción actual (…). 

Y después de enumerar las diferentes innovaciones en curso que están surgiendo para enfrentar la crisis climática (despliegue de renovables, movilidad eléctrica), Olabe concluye afirmando que “el auténtico problema del sistema energético en general, y del sector del petróleo en particular sea, a medio y largo plazo, el de encontrarse con una ingente cantidad de activos varados”. 

Que la hipótesis del peak oil, tal y como se enunciaba en la primera década de los 2000, no se haya cumplido, no significa que no enfrentemos problemas energéticos serios. Los descubrimientos de nuevos yacimientos presentan una curva descendente desde hace décadas. La concentración de recursos rentables en algunos territorios sigue siendo una fuente peligrosa de vulnerabilidad, como nos ha demostrado la invasión rusa de Ucrania, lo que nos recuerda que el suministro energético seguirá siendo la principal fuente de tensión de la geopolítica contemporánea. Los petróleos no convencionales que nos ofreció el boom del esquisto en los EEUU son más caros, más difíciles de extraer, menos versátiles y mucho más contaminantes. No es descartable además que se trate de un respiro energético relativamente corto en términos históricos. Además, la petrodependencia extrema de la sociedad moderna augura que la transición a una economía descarbonizada será una tarea titánica y llena de riesgos, salpicada de turbulencias y con altas posibilidades de cometer graves errores colectivos. Pero este escenario de rendimientos energéticos decrecientes y problemas sociopolíticos asociados a ellos no asegura, en ningún caso, el derrumbe de la civilización industrial. Como tampoco es verdad que las energías renovables no puedan sustentar un cambio en la matriz energética de una sociedad industrial (aunque el debate de su capacidad está abierto y no hay consenso, la mayoría de los estudios apuntan a que sociedad moderna –con cambios importantes– y renovables son fenómenos perfectamente compatibles). Este es el tipo de saltos argumentativos exagerados que la ideología colapsista favorece, y que desorientan, y comprometen para mal, las estrategias del ecologismo transformador.

Descifrando la fórmula del error colapsista

¿Cómo podemos explicar el error de la hipótesis colapsista con el peak oil? Los mecanismos mentales y argumentativos que alimentan el colapsismo son muchos. Los hay de tipo psicológico, los hay relacionados con inercias culturales e imaginarias monopolizadas por la distopía, los hay que tienen que ver con cuestiones microsociológicas y también con la adecuación de la teoría a ciertos axiomas políticos, como ocurrió con el caso de su celebrada recepción anarquista. Expongo, de manera muy simplificada, cinco elementos recurrentes de tipo epistemológico y teórico que ayudan a entender qué falló en las proyecciones de los círculos del peak oil, y que forman parte  del sustrato intelectual del pensamiento colapsista:

  • Un cierto nivel de sesgo de confirmación científica, priorizando siempre aquellas perspectivas o datos que, en debates académicos muy complejos y llenos de incertidumbres, se adecuaban más al relato general.  
  • Un acusado reduccionismo, como si el petróleo y su declive pudieran abarcar el conjunto de los fenómenos de la historia reciente, obviando las muchas otras dimensiones de los acontecimientos, en muchos casos con un poder explicativo mayor (como ocurre en estos círculos con la crisis financiera del 2008).  
  • Un notable mecanicismo, que sistemáticamente ha minusvalorado el dinamismo abierto de lo social y su capacidad adaptativa en muchos frentes, desde la innovación tecnológica hasta la posibilidad de diferentes arreglos económicos y políticos. Dos factores que han ido modulando el estrés energético del siglo XXI desobedeciendo el guion prestablecido por la teoría. 
  • Un enfoque determinista, en el que la energía se entiende del mismo modo que entendía el marxismo más vulgar la economía: como la base infraestructural de la que depende el comportamiento evolutivo de la sociedad.  
  • Un cierto abuso del concepto de sistema, que facilita una confusión constante de las escalas macro y micro, difuminar lo particular de las coyunturas en un esquema explicativo general, y apostar demasiado a una noción de crisis gobernada bajo la idea de efecto dominó. 

El Reino de la Libertad no está clausurado

Este tipo de errores teóricos serían irrelevantes si quedaran dentro del campo de la experimentación académica. Pero cristalizan en narrativas simplificadas, mitos e ideas fuertes con una influencia creciente en el debate y en la acción del movimiento ecologista. Los cuadros políticos ecologistas que están llamados a ejercer un liderazgo esencial en las próximas décadas hoy se socializan en ambientes ideológicos que invitan a todo tipo de confusiones peligrosas. Por ejemplo, llevándole la contraria el grueso del trabajo académico al respecto, que las energías renovables son un apéndice de los combustibles fósiles. Un espejismo energético por el que no merece la pena apostar ya que todo futuro sostenible pasa por aproximarnos a una realidad metabólica de signo preindustrial. Por cierto, que las energías renovables puedan sostener una civilización industrial, aunque sea transformada en parámetros importantes como la alimentación o la movilidad, no elimina los problemas y las violencias de su implementación bajo una gramática económica capitalista. Pero este es otro debate: el de la necesidad del ecosocialismo. Otra confusión peligrosa que promueve el colapsismo es  pensar que desentenderse del Estado es una opción científicamente respaldada por la supuesta descomposición irreversible de nuestros niveles de complejidad social. 

Los errores teóricos cristalizan en narrativas simplificadas, mitos e ideas fuertes con una influencia creciente en el debate y en la acción del movimiento ecologista.

EMILIO SANTIAGO

Como estamos viendo en Francia estos días con la antidemocrática ilegalización del movimiento Lés Soulèvements de la Terre, no hace falta que un gobierno de extrema derecha explícita llegue al poder para que el ecologismo sufra procesos represivos profundamente desarticuladores. Y este pulso, aunque tendrá que jugarse en la calle, no se ganará solo en la calle. Se ganará en el Estado, en una guerra de posiciones ardua e intermitente (Gramsci) por construir mayorías sociales con capacidad de gobierno. Y la primera premisa para la victoria pasa por no obviar que ese es el terreno de juego que ningún colapso repentino nos va a ahorrar. 

Que el pico del petróleo, tal y como se concebía a principios de los 2000, haya resultado una falsa alarma no significa que no enfrentemos problemas ecológicos existenciales. Riesgos que ponen en peligro la vida social tal y como la conocemos. Un siglo XXII habitable sigue sin estar asegurado. Si la energía nos está dando una tregua, lo está haciendo a costa de agravar y acelerar el desastre climático en curso, un frente donde las malas noticias se están acelerando, tal y como hemos podido comprobar en primera persona del plural en el pasado verano terrible. La hecatombe de la biodiversidad sigue comprometiendo peligrosamente el futuro. Pero en ambos casos tenemos aún margen de maniobra temporal para impulsar las transformaciones estructurales que necesitamos, en parte tecnológicas pero sobre todo socioeconómicas y políticas. Y a diferencia de lo que planteaba la hipótesis del peak oil, que con su descenso energético drástico comprometía también nuestra capacidad de reacción, estas alternativas son pensables y ejecutables desde un cierto nivel de continuidad material (que no económica, que debe ser transformada radicalmente) con los fundamentos de la vida moderna. Lo que despeja el horizonte de cambio y lo torna factible. 

Que el pico del petróleo, tal y como se concebía a principios de los 2000, haya resultado una falsa alarma no significa que no enfrentemos problemas ecológicos existenciales.

EMILIO SANTIAGO

Por supuesto, la solución a la crisis ecológica pasa por una contracción selectiva de muchos sectores productivos para resituarlos dentro de unos límites ecológicos seguros, que hoy han sido peligrosamente violados (ese objetivo que el decrecimiento apunta, aunque todavía esté lejos de ser una idea políticamente funcional). También, y de modo más profundo pero más complejo, la sostenibilidad exige desactivar la maldición autómata de la bulimia capitalista, transitando hacia un orden económico racional, que facilite la planificación democrática de una producción ecológicamente viable en el tiempo, redistribuyendo riqueza y garantizando el acceso universal a la seguridad material. Un proyecto que muchos seguimos pensando en términos ecosocialistas. 

Que el colapsismo, al menos en su vertiente energética, se esté demostrando, a la luz de los hechos, una mitología basada en errores científicos y teóricos, es para los ecosocialistas, una buenísima noticia: nos anima a pensar que el bien mayor, el proyecto emancipador que Marx llamó el Reino de la Libertad, no está clausurado. Su consecución pasa, sin duda, por superponer su construcción paulatina con la tarea prioritaria de nuestra generación, que es evitar el mal mayor: una trayectoria Tierra Invernadero que impida la vida humana civilizada en nuestro planeta. Para quienes dimos durante muchos años al colapso de la sociedad industrial la categoría de un destino, descubrir que no estábamos en lo cierto supone una fuente de alegría política que el conjunto del ecologismo transformador se merece disfrutar.  

Notas al pie
  1. Colin J. Campbell, Jean H. Laherrère, « The End of Cheap Oil », Scientific American, vol. 278, no. 3, 1998, p. 78–83.
  2. Matthew Schneider-Mayerson, Peak Oil : Apocalyptic Environmentalism and Libertarian Political Culture, Chicago, University of Chicago Press, 2015.