La breve campaña electoral para las elecciones españolas, convocadas de manera anticipada luego de la severa derrota del bloque progresista en las últimas municipales y autonómicas, se desarrolló bajo una certeza generalizada: que la derecha del Partido Popular (PP) ganaría los comicios. Que, como decía el spot del PP, en referencia a una popular serie de televisión de los años 80, el verano sería azul para la derecha.

La duda era por cuánto. En el mejor de los casos, logrando más de 150 diputados y tratando de conseguir las abstenciones necesarias para conformar gobierno en soledad como “fuerza más votada”; en el peor, juntando fuerzas con la extrema derecha de Vox. Esa sensación se reforzó tras el debate del 10 de julio, en el que el candidato conservador Alberto Núñez Feijóo se mostró ultraofensivo frente a un Pedro Sánchez sorprendentemente dubitativo y a la defensiva. Tras ese cara a cara, reinó la euforia en las filas del PP. La Moncloa parecía al alcance de la mano y la ola, imparable; solo había que surfearla.

Pero ninguno de estos escenarios se dio el domingo en la noche. Por eso, aunque obtuvo más votos y más parlamentarios, la comparecencia de Núñez Feijóo frente a la sede partidaria en la calle Génova, en Madrid, intentó proyectar una alegría impostada que cubriera la decepción, y la tensión, reinantes: ni siquiera sumando a los ultras de Vox los populares lograron llegar al número mágico de 176 diputados. 

Aunque entre 2019 y 2023 el PP pasó de 89 a 136 bancas, este crecimiento fue en gran medida a costa de Vox, y de Ciudadanos, que desapareció. El bloque de derecha y extrema derecha ya no tiene chances de buscar más aliados en ninguna parte. Por eso, frente a militantes y dirigentes partidarios, Núñez Feijóo pidió que “lo dejen gobernar” por haber obtenido la mayoría de votos y de parlamentarios, como si España fuera un régimen presidencialista. Pero España es una monarquía constitucional con régimen parlamentario, lo que implica que gobierna quien construye mayorías en el Congreso de los Diputados y no quien tiene individualmente más votos, aunque esto sea lo habitual en el Estado; no en las regiones.

Por ello, mientras que el PP ganó perdiendo, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) perdió ganando, con 122 diputados. Con la derecha sin mayoría, Sánchez queda en condiciones de repetir el gobierno progresista con Sumar, de Yolanda Díaz, si logra salir airoso de un complicado ajedrez político que no solo involucra ideología sino geopolítica interna: la llave de un nuevo gobierno socialista quedó en manos de los independentistas catalanes, quienes ya anunciaron que cobrarán caro su eventual apoyo o abstención. Si en la primera vuelta de la investidura nadie llega a la mayoría absoluta, en una segunda votación basta con una mayoría relativa, es decir que los síes a la investidura superen los noes. En caso de no lograrse, se repetirán las elecciones.

¿Qué pasó?

Parte de los resultados pueden explicarse por lo ocurrido la semana previa a las elecciones, cuando los socialistas sintieron que estaban logrando una remontada, producto de la movilización de los votantes progresistas contra un posible gobierno de derecha y extrema derecha. Los socialistas y Sumar buscaron instalar a Feijóo como un mentiroso, que en el debate con Sánchez no dudó en apelar a medias verdades, mentiras y acusaciones sin fundamento. El candidato conservador trastabilló en varias entrevistas y se negó a participar del debate a cuatro, donde la izquierda le habló entonces a Santiago Abascal, de Vox, como si fuera un representante de Núñez Feijóo. Sobre el final de la campaña, volvió a aparecer una antigua e incómoda foto del presidente de Galicia con un narcotraficante navegando al sol, relajadamente, en la década de 1990. La respuesta de Feijóo de que en ese entonces no había Google para saber quién era Marcial Dorado terminó erosionando su victoria en el debate. Al mismo tiempo, Yolanda Díaz, ella misma gallega, logró un ataque más eficaz contra Feijóo que el propio PSOE.

Mientras que el PP ganó perdiendo, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) perdió ganando, con 122 diputados.

pablo stefanoni

La estrategia de Sánchez funcionó: al adelantar radicalmente las elecciones, la campaña electoral coincidió con la conformación de los gobiernos autonómicos surgidos de los comicios del 28 de mayo. Tanto en alcaldías como en comunidades autónomas (como Valencia, Baleares o Extremadura) el PP pactó con Vox para conseguir mayorías. Y eso tuvo sus costos: Vox ha votado contra la ley contra la violencia machista, busca quitar las banderas LGBT de los municipios, puso lonas de campaña donde llamaba a tirar a la basura las banderas catalana y LGBT, junto con los símbolos feministas, y quedó involucrado en acusaciones de censura cultural. Por ejemplo, el partido ultra rechazó, argumentando cuestiones presupuestarias, que una obra de Virginia Woolf sobre el papel de la mujer en la historia se represente en Valdemorillo, un ayuntamiento de la Comunidad de Madrid.

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El PSOE basó su campaña en impedir que el “bloque involucionista” PP-VOX llegue al poder y Núñez Feijóo debió responder en cada entrevista a la pregunta de si repetiría en España las alianzas locales con la extrema derecha. Aunque el líder popular buscó una y otra vez escapar a la respuesta, la matemática electoral no dejaba dudas: el único aliado posible del PP era Vox. 

En la campaña socialista fue importante también el papel del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, quien salió a defender al bloque progresista, y a atacar al conservador, con una energía y precisión discursiva tal que muchos en la izquierda dejaron de lado que el movimiento de los indignados fue en gran medida contra él y lo erigieron en un referente del combate de la hora actual.

Para evitar fuga de votos hacia la extrema derecha, el PP radicalizó su discurso, y Feijóo dejó atrás su imagen de moderado presidente de la comunidad de Galicia. Su agresiva campaña, llamó a “derogar el sanchismo”, al que denuncia como ajeno a la tradición moderada del PSOE y poco menos que bolivariano. Al mismo tiempo, acusaba machaconamente a Sánchez de gobernar con los “enemigos de España” -debido a los pactos del PSOE con Esquerra Republicana de Catalunya y Bildu, a los indultos a los líderes del procés independentista catalán y la derogación del delito de sedición-. Y, de manera oportunista, se aprovechó de la fallida ley del “solo sí es sí”, impulsada por el Ministerio de Igualdad, en manos de Podemos, que al cambiar las penas máximas y mínimas permitió la liberación anticipada de algunos condenados por delitos sexuales. Aunque la ley fue “subsanada”, con el voto del PSOE y el PP y el rechazo de Podemos, Núñez Feijóo acusó sin descanso a Sánchez de permitir la liberación “masiva” de violadores mientras dice defender a las mujeres y acusa a la derecha de machista. El PP, abandonando cualquier moderación, terminó considerando a Sánchez una especie de okupa de la Moncloa, un gobierno ilegítimo.

El eslogan “[Sánchez] Que te vote Txapote”, en referencia a un dirigente independentista de ETA condenado por diversos crímenes, buscó instalar, en lenguaje de troleo y con mucho éxito, la imagen de que Sánchez era amigo de los enemigos de España. Y, pese a las protestas de varias víctimas de ETA por esta utilización frívola y desconsiderada de la memoria histórica, el “Que te vote Txapote” se cantaba en mítines del PP y hasta en fiestas con mayoría de asistentes “pijos”. Entretanto, el PSOE buscó instalar en la campaña la discusión económica y social: freno a la inflación, reforma laboral impulsada por la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo Yolanda Díaz, ayudas durante la pandemia, disminución de la tarifa eléctrica mediante la “excepción ibérica”…

Para evitar fuga de votos hacia la extrema derecha, el PP radicalizó su discurso, y Feijóo dejó atrás su imagen de moderado presidente de la comunidad de Galicia.

pablo stefanoni

Pero los resultados se explican también por la geopolítica de ese Estado, en la práctica plurinacional, llamado España. La campaña furibundamente anti-identidad catalana y vasca debilitó al extremo el voto del PP en ambas comunidades al tiempo que subió el del PSOE. En Cataluña, los socialistas, tras sus políticas de indultos y de rebaja de la tensión sobre la cuestión independentista, arrasaron el 23J, y también quedaron en primer lugar en Euskadi.

En Cataluña, se pudo ver un retroceso de las diversas fracciones del independentismo (incluso la más radical de la CUP), mientras que en el País Vasco, se asistió al sorpasso de Bildu (independentismo de izquierda) sobre el Partido Nacionalista vasco (democristiano), en un caso interesante de transición exitosa de la lucha armada a la política democrática-electoral, con puntos de contacto con la experiencia del Sinn Féin irlandés. Bildu ha combinado su discurso sobre la “cuestión nacional” vasca con un discurso social de izquierdas que ha ampliado su electorado y se han posicionado con claridad sobre la política en el Estado español: su objetivo, ha dicho, es evitar que el bloque reaccionario llegue a la Moncloa. “No seremos equidistantes”, declaró su líder Arnaldo Otegi el domingo en la noche.

Al mismo tiempo, el independentismo catalán sí busca poner un precio. Una posición maximalista sería la exigencia de convocar un referéndum de independencia, lo que cerraría cualquier negociación. Pero esa opción, que circuló en campaña, no fue mencionada por el referente de Esquerra Republicana Gabriel Rufián. La llave quedó en manos de Junts per Catalunya, el nacionalismo burgués catalán, cuyo líder Carles Puigdemont sigue exiliado en Bélgica tras la fallida independencia de 2017. La duda es si Junts y Esquerra pondrán el precio juntos o separados. Para que Sánchez llegue a la mayoría relativa, Junts debe al menos abstenerse en la segunda vuelta de la investidura.

¿Progresismo a destiempo?

La llegada al gobierno de Pedro Sánchez en 2018 implicó un giro político del PSOE, tradicionalmente reacio a pactar con el espacio ubicado a su izquierda. Tras la resistencia de sus bases a un pacto con Ciudadanos (una fugaz fuerza de centro), el PSOE constituyó un gobierno progresista con Podemos, surgido del movimiento de los indignados de 2011. Así, el PSOE -para alergia de figuras como el expresidente Felipe González- pactó con Podemos; y Podemos pactó con el partido que, en las campañas previas, consideraba parte de la “casta”.

Pero, como analizó el sociólogo Ignacio Sánchez-Cuenca, “La coalición de Gobierno entre el PSOE y Unidas Podemos se produjo muy tarde, cuando el país ya había iniciado un cambio de ciclo político, social y cultural que ha afectado negativamente a la izquierda en general y a la izquierda del PSOE en especial. Desde 2018, a pesar de estar las izquierdas en el Gobierno central y en muchas de las comunidades autónomas, estas fuerzas no han conseguido neutralizar o revertir dicho cambio de ciclo”.

Así, el gobierno PSOE-Podemos navegó entre buenos resultados socioeconómicos -en el marco de un contexto difícil: pandemia, guerra en Ucrania- con una especie de ola político-cultural en contra. A eso se sumaron los problemas a la izquierda de la socialdemocracia. La crisis de Podemos -replegado en una retórica radicalizada- y la complicadísima transición hacia Sumar, fuerza gelatinosa liderada por Yolanda Díaz, resultó traumática para la izquierda radical y generó diversas tensiones, entre ellas respecto de la guerra de Ucrania. Mientras que la vicepresidenta, proveniente del PCE, defendió el apoyo a Ucrania, Pablo Iglesias, ex-líder de Podemos, acusó a esa izquierda de “otanista”, y el podemismo considera que Sumar se construyó sobre vetos y proscripciones a sus figuras, sobre todo a la ministra de Igualdad Irene Montero y dando más peso al “errejonismo” -por Íñigo Errejón, quien formó parte del Podemos inicial y luego rompió y conformó el movimiento Más País, denunciado por los podemistas como una izquierda excesivamente blanda-.

Sea como sea, la izquierda resistió -y en un contexto de crisis interna suturada a último momento y derrotas recientes como la de la alcaldesa de Barcelona Ada Colau- consiguió 31 diputados, cuatro menos que en 2019, cuando ya había caído con fuerza, y quedó levemente por debajo de Vox según los primeros resultados. El apoyo de Yolanda Díaz es empero crucial para la repetición del gobierno progresista.

El bloque reaccionario

Si el PP pudo festejar, forzadamente, su primer lugar en la elección, aunque sin chances de formar gobierno, la extrema derecha de Vox no tuvo nada que celebrar, y se vio en los tonos y los gestos de Santiago Abascal, su principal dirigente. La extrema derecha cayó de 52 a 33 diputados. Abascal se quejó con amargura de que la estrategia del PP, se tratar de diferenciarse de la extrema derecha, presionado por la izquierda globalista, abrió las puertas a que Sánchez pueda ser nuevamente “investido con apoyo de comunistas, independentistas golpistas y terroristas”; todo por culpa del PP.

En realidad, Vox se encontró con un límite que no tienen otras extremas derechas europeas: la resiliencia de los conservadores, que en España se ubican con claridad en la derecha. Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, es una representante de su ala “populista de derecha”: el propio domingo, mientras Feijóo hablaba ante los militantes, muchos de ellos coreaban el nombre de Ayuso y no pocos esperan que la líder madrileña intente dar el salto y aprovechar el paso en falso electoral para lanzarse a la política nacional.

La buena noticia para el progresismo es que Vox sufrió un fuerte golpe en las urnas; la mala es que eso ocurrió porque el PP se apropió de parte de su discurso y sus formas. Pero aún así, sumados, quedaron lejos de la esperada mayoría absoluta. 

Vox se encontró con un límite que no tienen otras extremas derechas europeas: la resiliencia de los conservadores, que en España se ubican con claridad en la derecha.

pablo stefanoni

En caída desde hace tiempo, la fortaleza de Vox residía en que era una pieza necesaria para el PP en los gobiernos locales, y cobró caro ese apoyo, a menudo pidiendo las vicepresidencias, como en Castilla y León. Ahora, Vox se quedó con menos votos y sin ningún papel en la próxima conformación de gobierno. Vuelve así a la pura “rebeldía de derechas” con sus nostalgias hispanistas, su conspiranoia antiAgenda 2030 y sus obsesiones de género (que incluyen un minoritario pero visible apoyo de algunos gays que no quieren que los colectivos les digan autoritariamente “cómo ser homosexual”). 

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Ni el apoyo explícito, en perfecto español, enviado por la primera ministra de Italia Giorgia Meloni, ni el aliento del polaco Mateusz Morawiecki y del húngaro Viktor Orbán alcanzaron; un aviso a los análisis que sobredimensionan el papel de la “internacional reaccionaria” en las políticas nacionales.

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Las elecciones españolas volvieron a enfrentar a las dos Españas, aquellas que alguna vez se enzarzaron en una cruenta guerra civil cuyo epílogo se sigue escribiendo. No casualmente la memoria histórica está en el centro del debate político, y la derecha quiere derogar leyes que considera sesgadas hacia el bando republicano. En cualquier caso, los resultados, más allá del complejo tablero político que abren, con posibilidades ciertas de bloqueo político, han frenado la ola reaccionaria que se proyectaba sobre el país europeo ubicado hoy más a la izquierda. Si el domingo era casi seguro un gobierno de derecha-extrema derecha, hoy las dos alternativas son o bien la continuidad de Sánchez, en un gobierno progresista sin mayoría absoluta, o bien la repetición de elecciones. 

La distribución de desánimo y festejos el domingo a la noche da cuenta de que, al final, la política se compone en esencia de expectativas y estas dibujaron una amarga victoria de la derecha y una dulce derrota de la izquierda, reflejadas ambas en los rostros, y los gestos, de Feijóo y Sánchez ante sus seguidores. Y en el hecho de que el PSOE pudiera poner, a todo volumen, y silbar, la música pegadiza de Verano Azul y burlarse de sus adversarios.