El papa Benedicto XVI ha fallecido hoy, 31 de diciembre de 2022, a las 9.34 horas en el Vaticano, a la edad de 95 años. Fue el 265º pontífice de la Iglesia católica, desde el 19 de abril de 2005 hasta su renuncia voluntaria por razones de edad el 11 de febrero de 2013, en un gesto casi inédito en dos milenios de historia de la Iglesia. Con las próximas ceremonias fúnebres, se observará que, por primera vez, un papa puede ser enterrado por su sucesor, y que su muerte no será seguida inmediatamente por un cónclave. Elegido a los 78 años como papa de transición -la misma edad a la que ascendió a la cátedra de San Pedro otro de los llamados «papas de transición», Juan XXIII (1958-1963), que decidió abrir el Concilio Vaticano II, con consecuencias inversamente proporcionales a la duración de su pontificado-, Benedicto XVI tenía la inmensa tarea de suceder al importante pontificado de Juan Pablo II (1978-2005), de quien había sido mano derecha. El patrón que domina su papado parece ser una sucesión de desencuentros con el mundo mediático, que no era capaz de entender su modo de gobierno ad intra y reservado, un mundo mediático del que él mismo desconfiaba enormemente. 

El pontificado de Benedicto XVI ocupa sólo 8 años de su vida, mientras que durante 28 años fue obispo y cardenal, 25 años profesor de teología y 9 años tuvo el estatus sin precedentes y en muchos sentidos problemático de papa emeritus, papa emérito. Emblemático de su personalidad reservada, casi retraída, Benedicto XVI fue papa emérito durante más tiempo que pontífice en ejercicio. Para comprender mejor las grandes orientaciones de su pontificado, hay que comprender primero al hombre que fue durante 78 años de su vida, Joseph Ratzinger.

Joseph Ratzinger: la formación de un sacerdote 

Joseph Ratzinger nació la noche del 16 de abril de 1927 (un Sábado Santo, víspera de Pascua en el calendario litúrgico) en Martkl-am-Inn, un pueblecito de 600 habitantes de la Alta Baviera, que era el puesto de su padre, suboficial de gendarmería, como tercer y último hijo de unos padres ya muy entrados en años. Sus orígenes fueron más bien modestos: sus abuelos eran agricultores (por parte del padre) y panaderos (por parte de la madre), en familias muy numerosas; su madre, Maria (1884-1963), originaria del Tirol del Sur, ejerció de cocinera antes de casarse. Sus padres se conocieron a finales de 1920 a través de anuncios en un periódico católico, y ambos destacaban por su gran piedad; su padre (1877-1959), llamado Joseph como él, había intentado ingresar durante un tiempo a los capuchinos de Passau, aunque en su familia inmediata ya había cinco sacerdotes y dos monjas. Del mismo modo, su hermana mayor, Maria (1921-1991), que permaneció soltera, se hizo terciaria franciscana en 1941, y pasó toda su vida al servicio de sus dos hermanos, que a su vez ingresaron en las órdenes. En resumen, el mundo en el que nació Joseph Ratzinger era un mundo de cristianismo tradicional, donde la fe impregnaba todos los actos de la vida cotidiana1

El mundo en el que nació Joseph Ratzinger era un mundo de cristianismo tradicional, donde la fe impregnaba todos los actos de la vida cotidiana.

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Fue un niño delicado, casi sufriente, criado en una familia que se mudaba a menudo según los traslados de su padre, a Tittmoning (1929), cerca de la frontera austriaca, luego a Aschau-am-Inn (1932), donde cursó estudios primarios, y finalmente a Traunstein en 1935. Aprendió a tocar el armonio y el violín, y siguió siendo un melómano toda su vida, venerando en particular a Mozart y Beethoven. La pasó mal en el internado del Gymnasium de Traunstein, con su estricta disciplina y sus horas obligatorias de deporte, a pesar de que la escuela era moderna e innovadora en comparación con los estándares de la época. Recibió una educación clásica muy completa, basada en las lenguas antiguas, y descubrió la literatura alemana; él mismo escribió algo de poesía. En 1935, su hermano mayor Georg (1924-2020) ingresó al seminario menor diocesano de Traunstein; Joseph lo alcanzó ahí en 1939, aconsejado por su párroco, que había discernido en él una temprana vocación. 

Durante esa época, su familia observó con creciente preocupación la llegada al poder de los nazis, por los que sentían una antipatía ideológica visceral, tanto por identitarismo bávaro, que equiparaba todo pangermanismo al imperialismo prusiano, como por repugnancia a la demagogia plebeya y violenta del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán2. Aunque al principio se afilió al partido nazi por las comodidades que ofrecía, Joseph Ratzinger padre se jubiló anticipadamente en 1937. Las inclinaciones políticas de su familia eran mucho más favorables a la naciente democracia cristiana, sobre todo a través de su admiración por el canciller socialcristiano austriaco Ignaz Seipel (1876-1932). Del mismo modo, en la generación anterior, uno de sus tíos paternos, Georg Ratzinger, (1844-1889), había sido miembro del Reichstag por el Partido Patriota Bávaro, editor del periódico Münchner Wochenblatts, otra formación social católica, y alumno del profesor Ignaz von Döllinger (1799-1890), responsable del cisma católico antiguo de 1870 por su rechazo del dogma de la infalibilidad papal, camino que no siguió el tío abuelo del futuro papa. 

© AP Photo/Gregorio Borgia

Durante la Segunda Guerra Mundial, tras ser reclutado por las Juventudes Hitlerianas al cumplir 14 años, el joven Joseph Ratzinger fue enrolado en un campo de entrenamiento militar de las SS, al que se negó a ingresar porque quería ser sacerdote, poco después, fue movilizado como operador de radio y auxiliar de la Luftwaffe a partir de agosto de 1943, encargado de la detección de objetivos aéreos durante los bombardeos aliados. Luego, en septiembre de 1944, fue destinado al servicio de trabajos forzados del Reich para cavar trincheras antitanque en la frontera austro-húngara, después a la Wehrmacht en diciembre, donde fue declarado no apto para el servicio debido a una infección en el pulgar, y finalmente desertó en abril de 1945, pocos días antes de la rendición alemana. Tras la rendición, fue llevado cautivo durante 40 días por las tropas estadounidenses a un campo cerca de Ulm, donde, según algunos, jugó a los dados con Günter Grass antes de que le permitieran volver con sus padres. Su hermano Georg también fue reclutado por la Wehrmacht, herido e internado durante algún tiempo en Italia. La guerra causó una profunda impresión en el joven Ratzinger y durante mucho tiempo habló muy poco de ella. Aunque más tarde se le reprocharía haber hablado poco del nazismo y de la culpabilidad colectiva alemana, sus testimonios de la época no dejan ninguna ambigüedad sobre sus sentimientos hacia el poder totalitario, que se unirían a sus preguntas sobre el misterio del mal radical en la historia.

Tras la guerra, ingresó en el seminario mayor episcopal de Freising. Allí estudió filosofía, historia, psicología, Sagradas Escrituras, hebreo y derecho canónico (la única asignatura en la que tuvo alguna dificultad). Mientras su hermano, músico consumado, era apodado «Orgel-Ratz'» como organista del seminario, él se convirtió en «Bücher-Ratz'», el «Ratzinger de los libros». En aquella época, leía casi todo lo que caía en sus manos, desde literatura alemana (Kafka, Thomas Mann, Rilke, Hermann Hesse, que le interesaba como analista de la decadencia, y sus contemporáneos Gertrud von Le Fort, Annette Kolb, Elisabeth Langgässer, Franz Werfel y Erich Wiechert), pero también Dostoievski, Aldous Huxley y, entre sus autores franceses predilectos están Claudel, Mauriac y Bernanos. Sobre todo, lo sobrecogió el descubrimiento de las Confesiones de San Agustín en 1946. Desde el punto de vista filosófico, además del neotomismo que constituía entonces la base de su enseñanza, su formación estuvo marcada por diversas influencias, en particular el neoaristotelismo de Josef Pieper (1904-1997), la fenomenología de Max Scheler (1874-1948) y Edith Stein (1891-1942, que fue deportada a Auschwitz), el personalismo y el existencialismo cristiano de Theodor Steinbüchel (1888-1949) o Peter Wüst (1884-1940), a quien prefería antes que a Heidegger, e incluso el misticismo jasídico de Martin Buber. En el seminario ya se manifestaba su predilección por la teología y las cuestiones intelectuales más que por el trabajo pastoral, para el que creía tener poco talento debido a su timidez. 

Aunque más tarde se le reprocharía haber hablado poco del nazismo y de la culpabilidad colectiva alemana, sus testimonios de la época no dejan ninguna ambigüedad sobre sus sentimientos hacia el poder totalitario, que se unirían a sus preguntas sobre el misterio del mal radical en la historia.

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En mayo de 1948 fue tonsurado por el cardenal Faulhaber, arzobispo de Múnich-Freising, en la capilla arzobispal, y admitido en la clerecía; en otoño de 1949 ingresó en el Georgianum, el instituto de formación sacerdotal de la facultad de teología católica de la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich. En el Georgianum, donde estudió teología fundamental y dogmática, se vio influido por un estilo de enseñanza claramente progresista: le interesaban especialmente las conferencias de Friedrich Wilhelm Maier, profesor de Nuevo Testamento y exégeta de ideas avanzadas, que había tenido problemas con Roma e incluso se le había prohibido enseñar antes de la guerra; también le influyó August Adam, profesor de teología moral, criticado en la época por su laxismo en materia de moral sexual a causa de su libro sobre La primacía del amor. El director del Georgianum, Joseph Pascher, también superó su escepticismo inicial hacia el Movimiento Litúrgico, que promovía una mayor centralidad de la liturgia, a reformar y simplificar, en la piedad católica: Joseph Ratzinger leyó, admiró y conoció a uno de sus principales inspiradores, Romano Guardini (1885-1968), autor de El espíritu de la liturgia. Pero la influencia decisiva siguió siendo la de su supervisor de maestría, Gottlieb Söhngen (1892-1971), sacerdote hijo de una pareja interconfesional, muy implicado en los primeros pasos del ecumenismo, resueltamente partidario de la exégesis histórico-crítica y, por decirlo suavemente, bastante mal visto por la Curia de Pío XII. En 1949, Söhngen le propuso proseguir sus estudios de doctorado bajo su dirección, con una tesis sobre El pueblo y la casa de Dios en la doctrina eclesial de san Agustín, que se enmarcaba en los debates de la época sobre la Iglesia como «cuerpo místico»3. Ese trabajo, que defendió públicamente de manera brillante el 11 de julio de 1953 -obtuvo el premio de tesis de su facultad-, lo familiarizó con las corrientes de la renovación patrística y de la Nueva Teología, practicadas por Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar, con quienes se relacionaría más tarde. 

Profesor-Doctor Joseph Ratzinger: la audacia de un teólogo de renombre

Tras su ordenación diaconal (en otoño de 1950, cuando se comprometió al celibato) y un periodo de formación práctica de seis meses, Joseph Ratzinger fue ordenado sacerdote el 29 de junio de 1951 en la catedral de Freising por el cardenal Faulhaber, junto con otros 43 sacerdotes, entre ellos su hermano Georg. Se convirtió en vicario de la parroquia de la Preciosa Sangre de Bogenhausen, a las afueras de Múnich: sus tareas eran sobre todo pastorales, pero también docentes, con clases de religión en el Gymnasium y enseñanza en el seminario de Freising. Su hermano, también vicario parroquial, se dedicó cada vez más exclusivamente a la música litúrgica, y en 1964 se convirtió en director del Coro de Niños Cantores de la Catedral de Ratisbona, uno de los más prestigiosos del mundo. Pronto Joseph Ratzinger se vio inmerso en la enseñanza a tiempo completo: profesor de dogmática y teología fundamental en el seminario episcopal, a los 27 años ya era también privat-docent4 en la Universidad de Múnich y capellán de estudiantes. Söhngen lo animó a completar sus estudios con una tesis de habilitación que le permitiera reclamar la cátedra, esta vez con una asignatura de teología medieval: sería, según el título revisado de 1959, La teología de la historia de san Buenaventura. En los escritos del «Doctor Seráfico», un franciscano altamente especulativo del siglo XIII, Joseph Ratzinger trató de descubrir las influencias subterráneas de las ideas joaquinistas5, que, tras una lectura profética del Nuevo Testamento, anunciaban la llegada de una «era del Espíritu», o tercera era, dentro de la propia historia. Poco antes de su defensa, su coexaminador, Michael Schmaus (1897-1993), uno de los teólogos más reputados de la universidad, le anunció que la defensa no podía tener lugar porque su tesis no cumplía los requisitos científicos exigidos, ni en la forma ni en el contenido. De hecho, Schmaus sospechaba que era modernista, que hacía una «teología del sentimiento» subjetivista y que evitaba las definiciones precisas mediante una expresión refinada y poética. Al final, al joven teólogo se le permitió presentar una versión abreviada y reelaborada de su tesis, y se enfrentó a una tormentosa defensa en febrero de 1957, al término de la cual, no obstante, fue aceptado. Este episodio demuestra que Ratzinger pertenecía entonces a la joven guardia de una universidad que era a su vez conocida como bastión de la teología avanzada frente a la neoescolástica romana. A principios de 1958 fue nombrado profesor asociado de teología dogmática y fundamental en la Universidad de Freising. A los 30 años, era uno de los teólogos universitarios más jóvenes del mundo. 

Su artículo «Los nuevos paganos y la Iglesia», publicado al año siguiente en la revista Hochland, en el que abogaba por el fin de un «cristianismo sociológico» hecho de hábitos, y por la «desmundanización» de la Iglesia, que implicaría necesariamente una disminución numérica, contribuyó a clasificarlo como innovador, o incluso como «cristiano de izquierda», hasta tal punto que su jerarquía se inquietó. Finalmente encontró una salida en la cátedra de teología fundamental de la Universidad de Bonn, que aceptó en abril de 1959. Fue en la capital de la Alemania federal donde encontró la libertad intelectual de la que había carecido en Múnich, y donde se convirtió en un profesor muy apreciado por sus alumnos por su extrema erudición, su finura analítica, su modestia y su dedicación. 

© AP Photo/Gregorio Borgia

Allí conoció sobre todo al cardenal Joseph Frings (1887-1978), arzobispo de Colonia y presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, una de las figuras más destacadas de la Iglesia de posguerra. El viejo prelado, ya casi ciego, se percató de su competencia teológica y pronto lo empleó como escritor fantasma. Frings era miembro de la comisión preparatoria del Concilio que el nuevo papa Juan XXIII había anunciado el 25 de enero de 1959. De este modo, Ratzinger influyó en la redacción de algunos de los textos preparatorios de la asamblea episcopal, exigiendo nuevos plazos para criticarlos o modificarlos, especialmente en una conferencia pronunciada por Frings en Génova el 20 de noviembre de 1961 («El Concilio Vaticano II ante el pensamiento moderno»), que tuvo cierta repercusión. 

Cuando se inauguró el Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, estuvo presente en Roma junto al cardenal Frings, primero como asesor informal durante la primera sesión, con el gran historiador de la Iglesia Hubert Jedin, y luego, durante las tres sesiones siguientes, como peritus, el experto teológico oficial del arzobispo. Sin embargo, su contribución más notable a los trabajos del Concilio tuvo lugar cuando sólo era un hombre en la sombra, en relación con el primer esbozo preparatorio examinado por los padres conciliares, De fontibus Revelationis, “Sobre las fuentes de la Revelación”: para Joseph Ratzinger, en desacuerdo con las formulaciones tradicionales, sólo hay una fuente de la Revelación Cristiana, la propia Palabra de Dios, que hace de ella una realidad viva, que precede a todas sus atestaciones materiales en la Biblia o en la Tradición. Es este punto de vista el que triunfará y dará origen a una de las cuatro constituciones dogmáticas del Concilio, Dei Verbum («La Palabra de Dios»). 

A lo largo de los tres años del Concilio Vaticano II, del que Frings fue una de las grandes voces estratégicas (fue uno de los nueve presidentes de la asamblea de los padres conciliares de 2000, luego, uno de sus cuatro moderadores elegidos por el papa), Ratzinger figuró entre los teólogos escuchados por el ala progresista, que logró, a costa de retrocesos tácticos y textos de compromiso, imponer sus concepciones en las grandes orientaciones votadas por la asamblea de obispos. Entre los demás expertos, apreciaba al jesuita Karl Rahner (1904-1984), con quien ya estaba acostumbrado a colaborar intelectualmente6, aunque sus diferencias de opinión aumentarían más tarde. También entabló amistad con los grandes representantes franceses de la «Nueva Teología» que antes habían sido sospechosos o condenados en Roma, como el dominico Yves Congar7 o los jesuitas Jean Daniélou y Henri de Lubac, este último le presentó al arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, cuya formación estuvo marcada por la filosofía personalista. Por su juventud, uno no puede evitar compararlo con otro teólogo y perito de meteórica carrera, el suizo de habla alemana Hans Küng (1928-2021), con quien había trabado amistad, un año más joven que él y ya profesor en Tubinga; sin embargo, Küng aparecía como mucho más progresista, más divisivo y llamativo en su forma de dirigirse a los medios de comunicación, a los que intentaba transmitir su visión del Concilio Vaticano II como un acontecimiento revolucionario. Para él, el Concilio era ante todo una asamblea deliberativa (Concilium), una especie de Parlamento de la Iglesia que había recibido un mandato de los fieles para cambiar su «constitución», mientras que Ratzinger lo veía como una Communio, una asamblea eclesial unida por lazos ante todo espirituales y místicos. Tras el Concilio Vaticano II, sus caminos se separarían aún más, hasta el punto de representar dos visiones opuestas de la Iglesia católica y de su futuro: aunque en 1965 Ratzinger seguía formando parte del consejo de redacción de Concilium, la revista católica liberal creada en torno a Hans Küng y el belga Edward Schillebeeckx para defender el proyecto de reformas profundas en la Iglesia, luego se distanció claramente de ella; y en 1972, junto con Balthasar, Lubac y Daniélou, fundó su rival conservadora Communio, que representaba una línea moderada, comprometida con la interpretación del Vaticano II en la continuidad del magisterio anterior. También gracias a Communio, Ratzinger estrechó sus relaciones con el cardenal Wojtyla. 

Fue en la capital de la Alemania federal donde encontró la libertad intelectual de la que había carecido en Múnich, y donde se convirtió en un profesor muy apreciado por sus alumnos por su extrema erudición, su finura analítica, su modestia y su dedicación. 

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Fuera del interludio crucial de las sesiones conciliares, el ambiente académico de Bonn, marcado por vivas controversias y rivalidades individuales, se oscureció, sobre todo cuando Ratzinger pidió que se permitiera a dos de sus alumnos de fe ortodoxa doctorarse en la facultad católica, lo que entonces estaba prohibido. Por ello, decidió abandonar Bonn para dirigirse a la Universidad de Münster, más al norte, y a una cátedra de teología dogmática, donde permaneció de 1963 a 1965. Después, de 1966 a 1969, fue profesor de dogmática e historia del dogma en la Universidad de Tubinga, probablemente la facultad de teología más famosa de Alemania, gracias a la petición de su director, el propio Hans Küng: Ratzinger le había hecho, en efecto, un favor al contratar a su ayudante Walter Kasper8 para la cátedra de teología ecuménica de Münster.

Fue en Tubinga donde el profesor Ratzinger se vio más dolorosamente confrontado a la distancia entre la reforma de la Iglesia, tal como él la habría deseado y tal como la leía en los textos conciliares, y la realidad de una convulsión mucho más brutal (Pablo VI llegó a diagnosticar un proceso de «autodemolición de la Iglesia»9), en favor de la cual se invocaba el «Espíritu del Concilio», como para dejar obsoleta la letra. En particular, en nombre de la apertura de la teología a las ciencias sociales, la teoría marxista se utilizaba cada vez más como instrumento de análisis del mundo eclesial, lo que él percibía como un gran peligro para la fe. Poco a poco, también en Tubinga, la atmósfera parecía cada vez más irrespirable. En particular, padeció los disturbios estudiantiles de mayo de 1968, que aceleraron su distanciamiento de los sectores más abiertamente contestatarios de la Iglesia. Escandalizado por lo que consideraba compromisos demagógicos de sus colegas, renunció a su cátedra en Tubinga para ocupar otra en la nueva Universidad de Ratisbona, menos prestigiosa pero mucho más conservadora. 

Sin embargo, Peter Seewald ha demostrado que es falso y simplista presentar a Ratzinger como un audaz innovador que de repente se volvió reaccionario tras quedar traumado por la revuelta de sus alumnos. En realidad, ya desde el Concilio expresó grandes reservas ante las posturas más vanguardistas; y a la inversa, en 1970, firmó un memorándum dirigido a la Santa Sede con otros teólogos alemanes en el que se pedía el levantamiento de la obligación del celibato sacerdotal. Igualmente falsa es la leyenda, propagada en particular por Hans Küng, según la cual Pablo VI recibió en audiencia privada a los dos prometedores teólogos en los años sesenta y, tras enfrentarse a un incorruptible Küng, ofreció a Ratzinger puestos muy altos en la Iglesia a cambio de su sumisión a una línea más conservadora.

Su nomadismo académico, inusitado incluso para los estándares de las universidades de la época, si bien le permitió multiplicar los intercambios fructíferos, también le impidió arraigarse en una facultad, lo que no puede sino asombrar a sus biógrafos: este hombre, a quien unánimemente se describe como cortés y afable, modesto y reservado hasta la timidez, nunca pareció llevarse muy bien ni durante mucho tiempo con sus colegas inmediatos, y en muchas ocasiones mostró una intransigencia intelectual que le llevó a preferir marcharse antes que complacer a sus oponentes.

Sin embargo, 1968 dista mucho de ser un recuerdo puramente negativo para él: fue el año en que se publicó su Introducción al cristianismo (Einführung in das Christentum)10, un resumen de sus conferencias de Tubinga que hacía un gran esfuerzo por presentar la fe cristiana en un lenguaje claro y accesible: gran éxito editorial en Alemania (se vendieron 45 mil ejemplares en un año) y luego en el extranjero, la obra lo dio a conocer mucho más allá de los especialistas en teología como un intelectual que participaba en el debate público.

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Joseph, cardenal Ratzinger: mitos y realidades de un «gran inquisidor»

A pesar de todo, es innegable que se produjo un giro conservador gradual en el pensamiento de Joseph Ratzinger, quien en los años 1970 vio su cátedra más como una defensa e ilustración de la ortodoxia romana, en un momento en que los fundamentos de su fe parecían estar siendo atacados. Sus inquietudes ante el agravamiento de la crisis de la Iglesia eran básicamente las mismas que las de Pablo VI, que lo nombró miembro de la Comisión Teológica Internacional en 1970. A partir de entonces, tuvo el oído de los círculos romanos. 

En el ocaso de su pontificado, Pablo VI lo eligió para suceder al recientemente fallecido cardenal Döpfner (otra gran voz progresista en el Concilio) como arzobispo de Múnich: recibió la consagración episcopal el 28 de mayo de 1977 en la catedral de la ciudad; el 27 de junio del año siguiente, el papa lo hizo cardenal. Aunque adquirió visibilidad y autoridad internacional como miembro del Sacro Colegio (fue ponente en el Sínodo de los Obispos de 1980 y delegado del papa en diversos congresos misioneros), su breve episcopado en Múnich (cuatro años y medio) estuvo marcado básicamente por una gran continuidad con su predecesor y, a decir verdad, por pocas decisiones notables. En la capital bávara ya se percibía el hecho que muchos constataron cuando llegó a ser papa: no era un hombre de gobierno, sino más bien un profesor y un hombre de doctrina. Era reacio a tomar decisiones difíciles y demostrar autoridad. 

Se produjo un giro conservador gradual en el pensamiento de Joseph Ratzinger, quien en los años 1970 vio su cátedra más como una defensa e ilustración de la ortodoxia romana, en un momento en que los fundamentos de su fe parecían estar siendo atacados.

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Participó como elector en los dos cónclaves de 1978, que eligieron primero al efímero Juan Pablo I y luego, en octubre, al cardenal Wojtyla, que se convirtió en el papa Juan Pablo II. Con el pontífice polaco, el arzobispo de Múnich encontró a un hombre que conocía y que compartía en lo fundamental su análisis del Concilio y del periodo postconciliar. Por eso Juan Pablo II lo nombró prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) el 25 de noviembre de 1981. En febrero de 1982, el arzobispo Ratzinger renunció a la sede de Múnich y partió a Roma. La Congregación para la Doctrina de la Fe es sin duda el dicasterio11 más importante de la Curia romana: creada en 1965, sustituye al antiguo Santo Oficio, brazo disciplinario del poder papal, encargado de velar por la pureza de la doctrina y de las costumbres, heredero a su vez de la «Sagrada Congregación de la Inquisición Romana y Universal» creada en 1542 por el papa Pablo III. Es tanto más central cuanto que, hasta 1968, fue la única congregación romana que tuvo como prefecto al propio papa, y su jefe ejecutivo no es más que el «secretario» y luego «pro-prefecto» de la también llamada Suprema. Su finalidad es controlar la ortodoxia de la doctrina profesada por los miembros de la Iglesia y velar por la integridad de la fe: se pronuncia sobre los problemas teológicos y doctrinales del momento, y con frecuencia decide fuertes sanciones canónicas, que van desde la suspensión de la enseñanza hasta la excomunión. En materia de moralidad, también tiene potestad para imponer sanciones disciplinarias a los clérigos que cometan delicta graviora, los delitos más graves, incluidos los abusos sexuales. Así, fue nombrado para un cargo extremadamente delicado, que concentraba todas las críticas al centralismo romano en su aspecto represivo. 

Así, más que ningún otro, el cardenal Ratzinger iba a encarnar la recuperación disciplinaria de la Iglesia católica, el restablecimiento del orden deseado por Juan Pablo II tras las aperturas y turbulencias del periodo postconciliar. Durante 23 años, vio cara a cara al papa todos los martes a mediodía y los viernes por la tarde para tratar asuntos de actualidad, además de numerosos encuentros informales, hasta el punto de convertirse en uno de sus colaboradores más cercanos, quizá incluso el más cercano12. También desempeñó un papel importante como asesor, redactor y luego corrector de todos los textos magisteriales de Juan Pablo II (encíclicas, declaraciones, discursos en audiencias, etc.), hasta el punto de que los textos más importantes del pontificado, como las encíclicas Veritatis Splendor (1994, sobre teología moral) y Fides et Ratio (1998, sobre la fe y la razón), le deben mucho. Como cabeza de una congregación que cuenta con una veintena de cardenales y obispos como miembros, y varios teólogos de renombre como consultores, tiene la última palabra sobre la aplicación de medidas que a menudo se deciden colegiadamente, y también supervisa la actividad de sus oficinas. También es, ex officio, presidente de la Comisión Teológica Internacional y de la Pontificia Comisión Bíblica. 

Desde sus primeros años en ese cargo, dio la impresión de querer cerrar el paréntesis liberal del periodo postconciliar, marcado por la comprensión más que por la condena. Las sanciones canónicas llovieron sobre los teólogos más innovadores, que fueron despojados de su autorización para enseñar en las universidades católicas: el estadounidense Charles Curran en Washington, en 1986, por haber defendido la licitud de la contracepción; el alemán Eugen Drewermann en Paderborn, en 1991, por su interpretación psicoanalítica de la Biblia; el franciscano suizo Eugen Imbach, en 2002, en Lucerna, por haber negado la posibilidad de los milagros. Teólogos importantes del Vaticano II, como Edward Schillebeeckx, son convocados para ir a explicar y justificar sus posiciones en Roma. Y si Hans Küng fue perdonado por su excolega Ratzinger, fue sólo porque ya había perdido todas sus misiones canónicas en 1979.

Pero es sobre todo contra la teología de la liberación contra la que lucha el prefecto de la Suprema: según la corriente latinoamericana, que se inspira en los esquemas analíticos marxistas, el mensaje evangélico es ante todo una invitación a luchar contra las estructuras de opresión capitalistas y coloniales. Ratzinger vio en ello una politización intolerable del mensaje de Cristo: a la figura principal de la corriente, el franciscano brasileño Leonardo Boff, se le prohibió enseñar y publicar en 1985, y luego se le suspendió del sacerdocio en 1992; entonces dejó el sacerdocio y se casó. Los años de Ratzinger en la CDF también estuvieron marcados por un resurgimiento de la orden de los jesuitas, muchos de los cuales habían profesado posturas avanzadas bajo el generalato de su superior Pedro Arrupe (1965-1981).

Esta forma de intransigencia, aunque la figura mediática de Juan Pablo II gozara de gran popularidad hasta los años 1990, le valió muchas críticas: la prensa francesa lo apodó el Panzerkardinal, y fue muy cuestionado incluso dentro de la Iglesia alemana (por ejemplo, por la «Declaración de Colonia por un catolicismo abierto» de 1989). Sin embargo, para el movimiento conservador, es un maestro del pensamiento, y encarna una especie de vía media en la recepción del Concilio entre progresistas y tradicionalistas, que expresa en particular en su Informe sobre la fe de 198513. Para él, era urgente reafirmar los fundamentos intelectuales del catolicismo. Deploraba la insuficiencia de muchos catecismos postconciliares y, para remediarlo, fue el maestro del Catecismo de la Iglesia Católica publicado en 1992. Es sobre todo su crítica a la caótica aplicación de la reforma litúrgica, deseada por el Concilio Vaticano II pero impuesta hasta 1969, la que encuentra mayor eco en esos círculos: se queja de la pérdida del sentido de lo sagrado en las ceremonias eucarísticas y de la pobreza de muchas liturgias. En los años noventa, su tema principal fue la crítica a la «dictadura del relativismo» en las sociedades contemporáneas, que suprime la aspiración del hombre a la verdad. Para combatir ese relativismo, la CDF publicó en 2000 la declaración Dominus Jesus, «sobre la universalidad y unicidad de la salvación en Jesucristo y su Iglesia»: en contraste con los intentos ecuménicos y el diálogo interreligioso en los que Juan Pablo II se había comprometido resueltamente (en los años precedentes se habían firmado varias declaraciones conjuntas con las Iglesias protestante y ortodoxa), se reafirmó la pretensión de la Iglesia católica de ser el único camino de salvación: su recepción fue extremadamente controvertida en los sectores liberales de la Iglesia.

Esta forma de intransigencia, aunque la figura mediática de Juan Pablo II gozara de gran popularidad hasta los años 1990, le valió muchas críticas: la prensa francesa lo apodó el Panzerkardinal.

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El papel del cardenal Ratzinger aumentó aún más en los años 1990-2000, a medida que se agravaba la enfermedad de Juan Pablo II: tras alcanzar el rango protocolario de cardenal-obispo (1993), pasó a ser vicedecano (1998) y luego decano (2002) del Colegio Cardenalicio, mientras que numerosas distinciones recompensaban su carrera (doctorados honoris causa, elección como miembro extranjero de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia, etc.). La imagen de la mano derecha del papa es tanto más apropiada cuanto que Juan Pablo II también tuvo una mano izquierda en la persona de sus sucesivos secretarios de Estado, Agostino Casaroli (1979-1990) y Angelo Sodano (1990-2005), sin olvidar a influyentes cardenales como el francés Roger Etchegaray (1922-2016) o, al final, Giovanni-Battista Re (nacido en 1934), prefecto de la Congregación de Obispos: todas estas figuras encarnan una línea de apertura, o al menos más diplomática, que pretende ser el contrapunto a su intransigencia. Pero Ratzinger es desde entonces una figura clave: causó una fuerte impresión en el Vía Crucis de 2005, que presidió en lugar de un moribundo Juan Pablo II, con su discurso alarmista sobre el estado de la Iglesia, «la barca de San Pedro» que «hace agua por todos lados»14.

Tras la muerte de Juan Pablo II (2 de abril de 2005), se encargó de presidir sus funerales, en los que pronunció una notable homilía, y después, como cardenal decano, de organizar el nuevo cónclave. Debido a su edad, no se le consideraba papabile, sino un «gran elector» escuchado por sus pares. Pero muchos cardenales ajenos a las facciones constituidas, sobre todo no europeos, se sintieron pronto conmovidos por su atenta acogida, y pronto sumó todas las voces de los partidarios de la continuidad del papa polaco. Su principal competidor, para un campo progresista a su vez muy dividido, era un tal Jorge María Bergoglio, entonces de 64 años. Pero Bergoglio, según un diario anónimo del cónclave15, dejó claro a sus partidarios que no quería ser papa, y les pidió que votaran también por Ratzinger: en la cuarta ronda de votaciones, Ratzinger recibió 84 votos de 115, más de la mayoría canónica de dos tercios, tras sólo 24 horas de cónclave. La decisión de sus compañeros era clara e incuestionable.

Benedicto XVI: los malentendidos de un pontificado restaurador

El nombre «Benedicto XVI» elegido por el nuevo papa es una doble referencia a su predecesor Benedicto XV (papa de 1914 a 1922), conocido por sus intentos de paz durante la Primera Guerra Mundial, y a San Benedicto de Nursia (480-547), fundador del monacato occidental y copatrón de Europa. De este modo, el papa Ratzinger pretende volver a una forma de continuidad y moderación: llamarse «Juan Pablo III» habría parecido demasiado pretencioso, «Juan XXIV» o «Pablo VII» demasiado progresista, «Pío XIII» demasiado reaccionario. 

Desde el principio, siguió los pasos de Juan Pablo II y utilizó los mismos códigos en sus apariciones públicas, pero existía un gran contraste entre la personalidad eminentemente carismática del papa polaco y su propia personalidad introvertida y tímida, que se presentaba en el balcón de San Pedro como un «humilde trabajador de la viña del Señor». Sus primeras apariciones desconciertan tanto más a los comentaristas de los medios de comunicación cuanto que hay poca sustancia política en sus discursos, que son ante todo espirituales y llaman a volver a centrarse en Cristo. Uno no puede evitar hacer una comparación con Juan Pablo II en su perjuicio. No pudo mantener su ritmo casi frenético de viajes internacionales (Benedicto XVI realizó 25 en ocho años, sin contar los 30 desplazamientos en Italia), por lo que renunció a viajar para presidir beatificaciones, aunque la mayoría de sus viajes al extranjero fueron un éxito. Las multitudes católicas aprendieron a quererlo, como demostraron las Jornadas Mundiales de la Juventud en Colonia en 2005, Sídney en 2008 y Madrid en 2011, así como el viaje a Francia en 2008. Pero poco a poco se fue instalando un malestar difuso y una incomprensión mutua entre un papa mal comunicado y torpe y un mundo mediático muy ignorante de la Iglesia católica y, a priori, bastante hostil a ella. Por ello, su pontificado se analiza a menudo como una sucesión de crisis mediáticas mal gestionadas, todas las cuales empeoraron la imagen de la Iglesia católica en la opinión mundial. Si la figura de Benedicto XVI no puede reducirse a éstas, sería igualmente inútil ignorarlas. 

Sus primeras apariciones desconciertan tanto más a los comentaristas de los medios de comunicación cuanto que hay poca sustancia política en sus discursos, que son ante todo espirituales y llaman a volver a centrarse en Cristo.

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En primer lugar, en septiembre de 2006, el discurso de Ratisbona, en el que citó al emperador bizantino Manuel Paleólogo sobre la violencia intrínseca de la conquista islámica, causó indignación en el mundo musulmán y frenó el diálogo con el Islam, a pesar de sus esfuerzos por disipar cualquier malentendido. 

Luego estaba el vasto tema de las relaciones con el mundo tradicionalista, hacia el que Benedicto XVI dio un paso decisivo en el verano de 2007 con el motu proprio (decreto) Summorum Pontificum16, que liberalizaba el uso de la misa tradicional vigente antes de la reforma litúrgica de 1969, en adelante llamada «Forma Extraordinaria del Rito Romano». Se trata de una traducción práctica de una de sus ideas clave, la «hermenéutica de la continuidad», que interpreta el Vaticano II como un concilio en la línea del magisterio preexistente, que debía permitir el retorno a una tradición auténtica y viva, pero sin grandes sobresaltos. Tanto los progresistas como los tradicionalistas de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X lo ven más bien como un concilio de ruptura; respecto a estos últimos, Benedicto XVI no quiere quedarse en el amargo fracaso del protocolo de acuerdo que había firmado en 1988 como prefecto de la CDF con su líder, el arzobispo Marcel Lefebvre (1905-1991), antes de que el prelado retirara su firma y fuera excomulgado por haber consagrado a 4 obispos sin mandato de Roma: en enero de 2009, levantó la excomunión a los cuatro obispos de la FSSPX, preludio de las conversaciones doctrinales. Entre esos obispos, el británico Richard Williamson era conocido por sus declaraciones negacionistas y conspiracionistas, que provocaron un escándalo mundial y dañaron la imagen del papa, muy implicado en un exigente diálogo intelectual con el judaísmo. Las discusiones doctrinales con vistas a conceder a la FSSPX el estatuto canónico no tuvieron éxito.

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Unos meses más tarde, el «asunto del preservativo» durante su viaje a África, cuando declaró que la distribución de preservativos «aumenta el problema» del sida, provocó la indignación de las organizaciones que luchan contra esa pandemia. En un libro-entrevista con su amigo, el periodista bávaro Peter Seewald, en 2010, parece volver sobre esa idea, y aceptar que en ciertos casos el uso del preservativo constituye un primer paso hacia una «humanización de la sexualidad».

Finalmente, el último y más sonado escándalo surgido durante su pontificado fue el de los abusos sexuales a menores, en 2010 y los años siguientes. Benedicto XVI estaba familiarizado desde hace tiempo con esta cuestión: como exprefecto de la CDF, responsable de los delicta graviora, ya se ocupaba de esas cuestiones y de las sanciones contra los autores. Aunque al principio tardó en tomar la medida de la amplitud del fenómeno, más tarde abogó ante Juan Pablo II por una línea más intransigente en el tratamiento de la pedocriminalidad (la carta De delictis gravioribus, de 2001, que exigía a los obispos denunciar todos los casos a Roma), pero sólo en contadas ocasiones ganó la partida al cardenal Sodano, seguidor del viejo método de desplazar discretamente al culpable. No fue hasta la muerte del pontífice polaco cuando pudo adoptar sanciones canónicas y avanzar en la investigación penal contra el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel (1920-2008), que había cometido un espantoso número de delitos. Una vez convertido en papa, no se desvió de la línea de «tolerancia cero» y, en particular, convocó a los obispos de Irlanda (uno de los países donde los casos son más sonados) al Vaticano en 2010, al tiempo que escribía una carta pastoral a las víctimas. Pero no pudo evitar que en la opinión pública occidental se extendiera la idea de que la Santa Sede estaba desbordada por los escándalos, o incluso, en el peor de los casos, que era cómplice. 

En cuanto a su obra magisterial, Benedicto XVI publicó tres encíclicas, y escribió una cuarta, Lumen fidei, que fue publicada por el papa Francisco poco después de su renuncia; su tema son las tres virtudes teologales: la caridad (Deus caritas est, 2006), la esperanza (Spe salvi, 2006) y la fe (Lumen fidei, 2013); Caritas in veritate (2009) fue considerada la «encíclica social» del papa, y en ella ya se abordan notablemente las cuestiones medioambientales, pero hay que decir que sigue siendo la obra de un teólogo menos adelantado que su sucesor en estos temas, como si le costara hablar de la sociedad como tal y no de Dios. De ahí la impresión de un discurso sobre todo teológico ad intra; en este ámbito, algunos escritos del papa serán sin embargo éxitos públicos, como su trilogía sobre Jesús de Nazaret (2007, 2011, 2012), que lleva la doble firma «Joseph Ratzinger-Benedicto XVI», signo de una escritura más personal. 

Sobre todo, es en el gobierno de la Iglesia donde Benedicto XVI tiene sus problemas más graves. Este intelectual parece tener dificultades para elegir hombres de confianza: para suceder al omnipotente cardenal Sodano, que se jubiló en 2006, eligió como secretario de Estado al arzobispo de Génova, Tarcisio Bertone (nacido en 1934), que ya había sido su número dos como secretario de la CDF. Bertone era un prelado sin experiencia diplomática, que pronto acumuló descontento a su alrededor con sus iniciativas intempestivas. Del mismo modo, la reforma de la Curia, planeada desde hace tiempo, ha dado lugar a pocos cambios notables, salvo la creación en 2011 del Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización -otro tema querido por el papa, que ha tenido en cuenta las especificidades del anuncio de la fe cristiana en sociedades occidentales tan secularizadas-. El estancamiento resultante está en el origen de muchos fallos de comunicación, los más graves de los cuales degenerarán a su vez en escándalos. 

Es en el gobierno de la Iglesia donde Benedicto XVI tiene sus problemas más graves. Este intelectual parece tener dificultades para elegir hombres de confianza.

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Así, en 2012, estalló el asunto Vatileaks tras la filtración a la televisión italiana de documentos de la Santa Sede emanados de la correspondencia del papa con el nuncio en Washington, el arzobispo Carlo Vigano (que durante el pontificado de Francisco se volcó francamente en una delirante conspiración, pero que entonces era un respetado diplomático), queriendo este último desempeñar el papel de «delator» sobre las disfunciones de la Curia. El autor de las filtraciones no es otro que el propio mayordomo del papa, Paolo Gabriele, que también está convencido de actuar por el bien de la Iglesia, pero sus probables padrinos dentro de la Curia romana no fueron desenmascarados, a pesar de que se creó una comisión cardenalicia para seguir la pista de sus cómplices. Tampoco está claro cuáles son los vínculos exactos entre el escándalo Vatileaks y las turbulencias experimentadas bajo Benedicto XVI por los servicios financieros del Vaticano, como el Instituto de Obras Religiosas, que llevaron a la dimisión de su director Ettore Gotti Tedeschi ese mismo año. 

Sea como fuere, lo cierto es que fue la sensación de estancamiento en la Curia, así como los achaques de un hombre de 85 años al que ya le costaba trabajo moverse y que había observado de cerca las dificultades de gobierno asociadas a la enfermedad de Juan Pablo II, lo que llevó a Benedicto XVI a tomar su decisión más llamativa: la de su renuncia voluntaria al trono de San Pedro el 11 de febrero de 2013, como anunció en latín ese día a los cardenales reunidos en consistorio. Su resolución parecía haber sido tomada el verano anterior, y se expresó en un antecedente que no se comprendió en su momento: durante su visita a la ciudad de L’Aquila (Abruzos), devastada por un terremoto, Benedicto XVI depositó su pallium de arzobispo de Roma sobre la tumba de uno de sus predecesores del siglo XIII, Celestino V (1210-1296). Ese papa, un santo ermitaño que fue impulsado casi por casualidad al trono de Pedro en 1294 y canonizado poco después de su muerte, fue el último en renunciar voluntariamente a la cátedra de San Pedro al cabo de unos meses, superado por las intrigas de las facciones romanas. Tenía entonces la misma edad que su lejano sucesor cuando tuvo que tomar la misma decisión.

Al hacerlo, Benedicto XVI pareció indicar claramente el modo en que vivió su propio pontificado: un cargo nunca deseado17, aceptado por deber pero del que se sentía indigno y, en última instancia, demasiado pesado para sus fuerzas, a pesar del respeto, el apego y a menudo la ternura que se ganó de los fieles católicos, del mismo modo que finalmente se había ganado la consideración del mundo intelectual multiconfesional. Corresponderá a los historiadores del pontificado decir si esta impresión de incompletitud y fracaso estaba justificada. 

Benedicto XVI, papa emérito: las ambigüedades de un estatus sin precedentes

Tras su renuncia, que se hizo efectiva el 28 de febrero de 2013, Benedicto XVI se retiró durante un tiempo a la residencia de Castel Gandolfo, lugar de vacaciones papales, para no parecer que interfería con su mera presencia en la elección de su sucesor. Allí recibió la visita del papa Francisco el 23 de marzo. Después se trasladó al monasterio Mater Ecclesiae, en los jardines vaticanos, a poca distancia de Santa Marta, una casa de huéspedes donde Francisco decidió residir, renunciando al Palacio Apostólico oficial. 

Si los casos de renuncia al trono pontificio están previstos por el derecho canónico y, por tanto, no plantean problemas formales de legalidad, la cuestión de su oportunidad se plantea inmediatamente y suscita vivos debates en el mundo católico. El sentimiento predominante parecía ser de respeto y comprensión por una decisión que sólo le correspondía a él, pero se oyeron algunas voces discrepantes, que expresaban abiertamente que la renuncia era catastrófica para la Iglesia, en la medida en que parecía una admisión de fracaso. Benedicto XVI recibió entonces el estatus sin precedentes (los otros papas que habían tenido que renunciar a la tiara habían vuelto a ser cardenales) de papa emérito, del mismo modo que todos los obispos diocesanos se convierten en obispos eméritos al cumplir los 75 años. Conserva la sotana blanca propia del pontífice romano, pero abandona otros ornamentos (como el anillo del Pescador) que sólo pertenecen al papa en ejercicio. No obstante, algunos canonistas y teólogos han señalado el carácter inquietante, incluso irregular, de ese estatus, que es fuente de confusión. Según algunas voces, Benedicto XVI debería haber retomado su nombre de Joseph Ratzinger con sotana negra y haber asumido en su lugar el título de arzobispo u obispo emérito de Roma18 para disipar cualquier ambigüedad: en buena teología católica, si por su consagración episcopal en 1977 recibió efectivamente el más alto grado de sacerdocio, que le confiere un carácter sagrado inamisible (ligado al «poder de orden»), el primado papal depende, por otra parte, del poder de jurisdicción universal, que ciertamente está ligado al cargo de obispo de Roma, pero al que se puede renunciar. En otras palabras, Benedicto XVI sigue siendo obispo de por vida, pero ya no debe llevar el título de papa -ni siquiera «emérito»-, que depende de una jurisdicción que ya no tiene19.

Sin embargo, la jubilación del papa emérito no es total: siguió asistiendo, hasta 2016, a algunos actos públicos solemnes junto a su sucesor, como los consistorios de cardenales, la apertura del Año de la Misericordia (2015) o la ceremonia de canonización de sus predecesores Juan XIII y Juan Pablo II (apodada la «misa de los cuatro papas»). Su último viaje fuera del Vaticano fue en junio de 2020, a Ratisbona para visitar a su hermano Georg, moribundo. 

El papa Francisco lo visitaba con frecuencia, y la buena sintonía entre los dos hombres de blanco era muy exhibida por la comunicación vaticana, como para ofrecer una especie de patente de continuidad a Francisco a través de la garantía de su predecesor.

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El papa Francisco lo visitaba con frecuencia, y la buena sintonía entre los dos hombres de blanco era muy exhibida por la comunicación vaticana, como para ofrecer una especie de patente de continuidad a Francisco a través de la garantía de su predecesor. Sobre todo, vigilado por su secretario particular monseñor Gänswein -que siguió siendo prefecto de la Casa Pontificia bajo Francisco-, Benedicto XVI sigue recibiendo otras muchas visitas, sobre todo de sus compatriotas bávaros, y honores (doctorados honoris causa); además, mantuvo una actividad intelectual contra viento y marea: una correspondencia bastante extensa (también sobre el tema de los abusos sexuales), e incluso publicó un último libro-entrevista con Peter Seewald en 201620. También aceptó participar en dos libros del cardenal guineano Robert Sarah (nacido en 1945), como prologuista y luego como coautor21. Este exprefecto de la Congregación para el Culto Divino es muy destacado en los círculos de fieles conservadores opuestos al papa Francisco, por haber criticado sus orientaciones a favor de una relajación de la disciplina eclesiástica: algunos incluso sueñan con él como un papa sustituto, que echaría por tierra las medidas progresistas del pontífice argentino. Por ejemplo, uno de los libros en coautoría con el papa emérito defiende firmemente el celibato sacerdotal. Con ello, Benedicto XVI corre el riesgo de ser instrumentalizado, contra su voluntad expresa22, como mascarón de proa de la oposición a Francisco, y ciertos partidarios del actual papa ya no dudan en pedirle que respete una verdadera cura de silencio mediático23. Al final, fue el progresivo debilitamiento de sus fuerzas debido a la edad lo que lo obligó a dejar de hablar y aceptar visitas. 

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Con la muerte del papa emérito, probablemente el más anciano de la historia de la Iglesia24, fallece también el último cardenal creado por Pablo VI y, probablemente, el último experto que participó en el Concilio Vaticano II. Más fundamentalmente, también una cierta experiencia del catolicismo y de Europa muere con él. Joseph Ratzinger creció aún en una sociedad cristiana, donde la religión estaba profundamente imbricada en las actividades sociales, enmarcando cada momento de la vida; experimentó al mismo tiempo el embrollo en un régimen totalitario, que representaba tanto la negación como una caricatura de este viejo cristianismo. Entonces percibió los rápidos cambios y la profunda secularización provocados por la entrada en la sociedad de consumo. Si primero trató de acompañarlos con el aggiornamento del Concilio, que modificó el lenguaje con el que la Iglesia hablaba al mundo, después trató de salvaguardar el patrimonio intelectual de la Iglesia, especialmente en sus vínculos con la búsqueda de la razón, tal como se ve en la historia de la filosofía occidental. De este modo, su pontificado restaurador, aunque de alcance mundial, era inseparable de una determinada concepción de «Occidente» (aunque paradójicamente hubiera renunciado en 2006 al tradicional título pontificio de «Patriarca de Occidente»), y de un proyecto europeo inspirado sobre todo en sus «raíces cristianas», en el sentido de que las raíces siguen siendo fuente de savia. A este respecto, es muy significativo su discurso en el Collège des Bernardins durante su visita a Francia en septiembre de 200825: Benedicto XVI ensalza la creación de las universidades de la Europa medieval como una admirable búsqueda de la Sabiduría, que habría conferido una forma de singularidad a la historia occidental y una identidad en el continente europeo, que debería tomarse como modelo. Sin embargo, su pontificado se ha topado con la realidad de la desafiliación religiosa contemporánea, el aumento sin precedentes del poder de quienes no profesan ninguna religión en la sociedad, que ha suscitado una inquietante preocupación por el futuro de la fe cristiana26.

Fides quaerens intellectum (“la fe busca la inteligencia”): esta frase de Anselmo de Canterbury, el inventor del argumento ontológico en el siglo XI, parece resumir su trayectoria intelectual, en pos de las razones de la creencia, así como de las causas de la incredulidad. Con el papa bávaro desaparece una cierta idea de Europa, así como una cierta imagen de la Iglesia.

Notas al pie
  1. Como él mismo dijo: «La vida campesina estaba todavía en sólida simbiosis con la fe de la Iglesia, el nacimiento y la muerte, el matrimonio y la enfermedad, la siembra y la cosecha, todo estaba unificado en la fe»; y también «Crecí en un mundo muy distinto del de hoy», Peter Seewald, Benoît XVI, une vie, ed. Chora, 2021 t. I p. 60 et 78.
  2. «Gracias a la fe de mis padres, tuve la confirmación de que el catolicismo era un baluarte de la verdad y la justicia contra el imperio del ateísmo y la mentira que representaba el nacionalsocialismo», citado por P. Seewald, op. cit., p. 64.
  3. A raíz de la encíclica Mystici Corporis Christi de Pío XII, que recuperó esta antiquísima expresión, mientras que se había adoptado la costumbre de denominar jurídicamente a la Iglesia societas perfecta, «sociedad perfecta».
  4. Es decir, el equivalente de un maestro de conferencias, en el sistema francés.
  5. Del nombre del abad calabrés Joaquín de Fiore (c. 1335-1202), cuyas concepciones de la historia y del fin de los tiempos tendrían una influencia duradera en las corrientes milenaristas, según H. de Lubac, La Posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, Ediciones Encuentro, 2011.
  6. Ya había publicado con él en 1961 el libro Episcopado y primado, que trata del ejercicio de la colegialidad en la Iglesia y su relación con la primacía papal, otro tema muy debatido en el Vaticano II; Rahner y Ratzinger también escribieron juntos su versión revisada del esquema De fontibus revelationis.
  7. Congar señala con elogio en su Diario del Concilio que Ratzinger parece «razonable, modesto, imparcial y muy servicial».
  8. Nació en 1933. Futuro cardenal (2001), secretario y luego presidente del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos (1999-2010), y gran figura de un progresismo que permanecería dentro de las estructuras de la Iglesia; el papa Francisco lo reconoció como uno de sus maestros e inspiradores.
  9. Discurso del 8 de diciembre de 1968.
  10. Múnich, Kösel-Verlag, 1968.
  11. Para la Santa Sede, departamento o servicio equivalente a un ministerio; puede ser una congregación romana, o un Consejo Pontificio, de institución más reciente, o un tribunal de la Santa Sede.
  12. Además de monseñor Stanislaw Dziwicz (nacido en 1939), secretario particular de Juan Pablo II, cuyo papel no puede subestimarse.
  13. Libro de entrevistas con Vittorio Messori, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1986, conocido en el mundo anglosajón como el Informe Ratzinger.
  14. Meditación del 25 de marzo de 2005 durante el Vía Crucis en el Coliseo: https://www.vatican.va/news_services/liturgy/2005/documents/ns_lit_doc_20050325_via-crucis-present_fr.html.
  15. Según la reconstrucción propuesta por un «diario del cónclave» anónimo de un cardenal elector (quizás Attilio Nicora), confiado por éste al cardenal Achille Silvestrini, no elector, y luego por este último a la revista geopolítica italiana Limes.
  16. El papa Francisco revirtió estos avances en julio de 2021 con el decreto Traditionis Custodes, una vuelta al statu quo ante que convierte a los obispos en los «guardianes (o «carceleros», ¿otra posible traducción?) de la Tradición».
  17. Había planeado regresar a Baviera tras el cónclave de 2005, y había empezado a trasladar su enorme biblioteca.
  18. Es significativo que la noche de su elección, el papa Francisco se refiriera a sí mismo sólo como obispo de Roma, y pidiera oraciones por Benedicto XVI como «nuestro obispo emérito».
  19. Es interesante ver que teólogos progresistas y conservadores están de acuerdo en este punto: a las críticas de Andrea Grillo, profesor de liturgia en el Pontificio Ateneo de San Anselmo, se unen por una vez las del conservador Roberto de Mattei, en particular aquí http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/135086875af.html?fr=y.
  20. Últimas conversaciones, España, Mensajero, 2016.
  21. Prefacio a La Fuerza del silencio, Madrid, Palabra, 2017, luego coeditor de Desde lo más hondo de nuestros corazones, Madrid, Palabra, 2020.
  22. Durante el Sínodo sobre la Familia, algunos prelados conservadores, alarmados por el deseo del papa Francisco de introducir cambios disciplinarios, acudieron a él para pedirle consejo: «¡Basta, yo no soy el papa!», contestó Ratzinger.
  23. Como el mismo Andrea Grillo: http://www.cittadellaeditrice.com/munera/una-postfazione-senza-discrezione-ratzinger-si-ostina-a-raccomandare-sarah/https://www.adista.it/articolo/57240?utm_campaign=shareaholic&utm_medium=facebook&utm_source=socialnetwork;
  24. Superó a León XIII, que murió a los 93 años en 1903; durante el siglo VII, se dice que Agatón, papa de 678 a 681, murió a los 104 años, lo cual es inverificable.
  25. https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/fr/speeches/2008/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20080912_parigi-cultura.html.
  26. Guillaume Cuchet, “La montée des sans-religion en Occident. Une révolution silencieuse des nones”, Études, 2019/9 (septiembre), pp. 72-92.