Cómo no maté a mi padre y cómo me arrepiento

A partir de hoy y hasta el sábado, publicamos cada día extractos de las cinco novelas finalistas del Premio Grand Continent, que se entregará el domingo 18 de diciembre en el 3466, en el corazón del macizo del Mont Blanc. Hoy, por primera vez en español, les ofrecemos fragmentos de la novela de Mateusz Pakuła, Cómo no maté a mi padre y cómo me arrepiento. Una novela sobre el dolor físico y la muerte en la Polonia contemporánea, pero también un texto sobre instituciones asistenciales en quiebra, una Iglesia que se derrumba, un servicio sanitario al borde del colapso -una historia de ternura e intimidad inundada de ira, impotencia, desesperación y rabia-.

Mateusz Pakuła, Jak nie zabiłem swojego ojca i jak bardzo tego żałuję, [Cómo no maté a mi padre y cómo me arrepiento], Varsovia, 2021, 222 páginas, ISBN 9788366599307

pp. 6-14

Capítulo 1

Noviembre-abril (2019-2020)

Papá estaba amarillo cuando llegué. Estaba sentado en la sala, todo amarillo, se sentía mal. Como acabábamos de montar Arma dura, mundo muerto en el Teatro Żeromski de Kielce, Zuzia, los chicos y yo pasamos la noche en casa de mis padres.

No, no es así. Todo sucede en presente.

Papá está amarillo cuando llego. Está sentado en la sala, todo amarillo, se siente mal. Para curarle la ictericia, mamá le prepara una manzana rallada y se pregunta en voz alta si debería ir a urgencias. Pocos días después se supo que tenía cáncer de páncreas. Un gran tumor maligno le creció en la parte posterior del páncreas y nos dice: Llámenme Pena de Muerte.

°

Así las cosas. Es noviembre, casi el fin del mundo. Papá está en urgencias el Día de la Independencia, tiene cincuenta y nueve años. Yo tengo treinta y seis. Estamos de vuelta en Cracovia, en la pizzería Il Calzone, cerca del Teatro Stary, cuando me entero de que tiene cáncer y de que los resultados no auguran nada bueno. Tengo a mamá al teléfono y lloro sobre mi pizza. Zuzia se une inmediatamente a mí y los dos lloramos, sin prestar atención a los meseros ni a los demás clientes, absortos en nuestros sollozos (debo señalar que en este libro se llora mucho, y si no mucho, sí terriblemente).

El 16 de noviembre, después de asistir al estreno de mis Tristes trópicos en el Teatro Polski, que intenta renacer en Breslavia, muy triste por la puesta en escena (no sé si el texto envejeció o si la puesta en escena era espantosamente mala), voy a Kielce, a ver a mi padre. Me siento a su lado, está muy débil y ansioso por la operación que le van a hacer, y debe ser la primera vez en treinta años que le tomo la mano.

Un momento después hablamos de qué hacer si muere. Sencillamente: nos preguntamos qué será del negocio, de la casa, si mamá podrá llevarla sola o si debería dejársela a Małgosia, mi hermana dos años menor que yo y con cuatro hijos.

En diciembre, cuando termino mi espectáculo sobre la evolución en el Teatro Stary, mamá lleva a papá a Varsovia para una operación. Como dicen los médicos, es una operación que salva vidas. Mientras Charles Darwin baila en mis ensayos, a papá le extirpan el cáncer junto con todo el páncreas y muchos tejidos adyacentes. Los cirujanos hicieron muy buen trabajo.

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Mis padres pasan Navidad y la semana anterior en el hospital, papá en el quirófano, mamá en el pasillo. Se queda un tiempo en el hotel, deambula un poco por las calles de la capital, pero de preferencia, vigila en el pasillo y les pide a todas las enfermeras que pasan que le digan a papá que ella, mamá, es decir, su esposa, está allí, muy cerca, al otro lado del muro. Visitar a un paciente en un estado tan grave, llevar bacterias, gérmenes y suciedad está, por supuesto, estrictamente prohibido. En toda esta impotencia ante el cáncer, la cirugía, la amenaza de muerte, ¡ni siquiera podemos darnos la mano! No sabemos si papá sobrevivirá, si se despertará de la anestesia, si su cuerpo resistirá. Por fin, al cabo de unos días, mamá puede verlo. En Nochebuena, tenemos una videoconferencia desde su casa a través de Messenger. Para mostrarle que todo funciona, que está bonito, que la mesa está puesta, con mucha comida, un montón de nietos, que estamos todos juntos por ellos, etc. Nos hacemos señas por el teléfono, todo el mundo agita las manos y solloza. La abuela Halina, que está totalmente sorda de un oído y medio sorda del otro, grita hacia la pantalla: ¡Regresa a casa! ¿Me oyes? ¡Regresa ya! 

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El doloroso postoperatorio, la convalecencia, todos tienen esperanzas, como suele decirse. Papá vuelve a casa, lo visito, le tomo la mano, me arrodillo a su lado. Me enseña su cicatriz, es sorprendentemente grande. Los cirujanos dijeron que estaban sorprendidos de la magnitud del daño, el maldito cáncer había tenido tiempo de extenderse durante las dos semanas que tuvo que esperar para la operación, que fue difícil y muy larga.

Pensamos que en febrero vendrá con mamá y unos amigos a ver mi Caos de primer nivel. Papá se deshizo en elogios hacia la decoración de Justyna. Pero entonces lo posponemos para otra fecha. En el calendario griego, pero aún no lo sabemos.

Antes de irme, le regalo a papá el excelente Guerras de las tribus modernas, de Michał Paweł Markowski. Hechos, no valores. ¡Hechos! Hablemos de hechos. Si seguimos divagando sobre los valores, corremos el riesgo de no entendernos.

Volviendo de Kielce a Cracovia, me siento ligero y feliz por un momento. Ya apareció el primer reportaje sobre el estreno en el Teatro Stary. La página web de Onet dice que mi programa es un éxito. La energía, la locura, etc. Inmediatamente después llegaron las críticas, incluso muy críticas. Entusiastas también, pero ya no estoy contento.

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Las esperanzas postoperatorias terminan unas semanas después. Llegó el momento de la quimioterapia recomendada con urgencia. Papá ya tiene metástasis por todas partes. El cáncer se ha extendido, todo el cuerpo de papá está iluminado por focos cancerosos, las luminarias cadavéricas de esas extrañas células que se duplican como locas en una locura suicida.

Le instalan un catéter, ahora puede navegar por el mar de la quimioterapia. Los primeros días después de la primera sesión, el efecto secundario es el hipo. Le hablo por teléfono, está de buen humor. Lajos, su amigo húngaro, le despliega una visión de futuras empresas, proyectos y logros en el extranjero. Mi amigo polaco Dominik Koza me invita a tomar una cerveza. Los dos nos reímos al imaginarnos a Marek Pakuła llamando por teléfono a la gente y diciendo: Te digo, qué mierda esta quimio, una auténtica carnicería, Saigón mismo. ¿Y sabes lo que consigo después? ¡Un maldito hipo!

Sí, pero después del hipo vienen otros efectos especiales, nada alegres. Y un simple hipo que se prolonga ininterrumpidamente durante días se convierte en algo infernal.

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De repente, como el maestro Shifu (el maestro Jan, es decir, Peszek), te sumerges en el zen. Porque llega el momento del coronavirus. Nuestro pequeño apocalipsis. En vista de las circunstancias, estamos pasando unos días bastante felices en casa. Muy felices. Estoy escribiendo la obra Stanisław Lem vs. Philip K. Dick, que un teatro me encargó hace seis meses. Zuzia ayuda a Wiktor con sus cursos en línea. Nuestra escuela Montessori es muy cool, así que todo cool. Comemos juntos todos los días, de vez en cuando yo hago las compras, y la tarde la pasamos con rompecabezas Mizieliński, Lego, dibujando cómics, lecturas, batallas, cabalgatas. Witek tiene el pelo hasta la cintura. Władziu está para morirse.

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Además de los innombrables Lem y Dick, leí el excelente Herejes, rebeldes, visionarios de Jałochowski, El tejido de la realidad de Deutsch, Mundos paralelos de Lamża, Después de la escritura de Dukaj, 1000 piezas de vanguardia de Koch, Las extraordinarias aventuras de Kavalier y Clay (que me regalaron en mi cumpleaños y que marca el inicio de mi amor por Michael Chabon), la brillante novela gráfica de Tomine, Los intrusos, dos volúmenes de relatos de ciencia ficción de Ted Chiang (un nuevo descubrimiento fantástico tras la trilogía de Cixin Liu), La casa de las hojas de Danielewski y los poemas de Ursula Le Guin en la magistral traducción de Bargielska y Jarniewicz. Vuelvo a sus poemas y me siento como en casa. Me instalo con placer en esos loverooms.

Después de Harari, gracias al cual comprendí que no tenía alma y entré en un nuevo círculo de ateísmo liberador, después de Steven Pinker (El triunfo de la Ilustración y Tabula rasa), cuyo humanismo y optimismo han aligerado un poco el oscuro espejo elaborado por Harari en su trilogía, el grupo de mis gurús intelectuales acoge a Sean Carroll, el autor de El gran todo. Sobre el origen de la vida, su significado y el universo mismo. Carroll es, como él mismo dice, un «realista poético», es decir, sigue siendo un satanista, un anticristo, una bestia que pisotea descaradamente los sentimientos religiosos y los valores cristianos que, admitámoslo, son incomparablemente más preciosos que cualquier montón de carne humana. ¿No?

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Sólo para fastidiar a todo este hot16challenge que me está empezando a molestar seriamente, mi mujer canta:

Paaaandemia.

Me da miedo la noche.

Cuando la vida se rompe.

La muerte se disfraza.

Me puse una máscara.

Allí, en mis dominios.

O en mi terraza.

Amaso la masa.

Veo zorros.

No los pongo en la punta de una lanza.

Disparos de rifle.

Es domingo, adelante.

En Wola Justowska, frente a nuestro edificio, hay zorros haciendo cachorritos (también vemos jabalíes y faisanes, los búhos se instalaron en el árbol que está frente a la ventana de nuestro cuarto), y uno de los vecinos les dispara de verdad de vez en cuando. El cabrón de los domingos.

°

Si la vida con un tumor no es de lo más espectacularmente alegre, la vida con un tumor en tiempos de pandemia es otra cosa. Papá está en oncología, totalmente agotado. Caminando con dificultad, abrigado de pies a cabeza, cubierto con mascarillas, guantes y batas, espera durante seis horas en una sala llena de personas que fueron a tomar su nueva dosis de quimio. Todos esperan más de lo habitual, sudando, gimiendo, apenas sosteniéndose en sus taburetes, porque un tipo sospechoso de tener Covid entró a la sala.

Llamo a mamá casi todos los días. Papá vomita, enflaca, pierde el pelo… todo. Hablamos cuando tiene fuerzas y ganas. Algunos días no quiere hablar. Con nadie. Cuando no quiere ver a nadie, no contesta el teléfono.

Sé por mamá que les prestaron una andadera y que caminan, que dan vueltas por el piso, en la planta baja. Marcin, mi hermano, quince años menor que yo, regresó a vivir con nuestros padres, porque la pandemia interrumpió sus estudios. Cada vez que se cruzan en el pasillo, papá con su andadera y él, se miran el uno al otro. Me conmueve terriblemente (sí, lloro terriblemente). También me emocionó mucho la propuesta de Janek Duerschlag, un colega de papá que apareció después de treinta años. Está tan apesadumbrado por lo de mi padre que me escribió un correo electrónico, y yo tenía siete años la última vez que lo vi, en Rybnik, comí pumpernickel en su casa. Jan estaba a punto de sobrevolar Kielce en su avión turístico. Y se ofreció a llevar a papá con él: despegarían en cuanto papá estuviera listo. Sobrevolarían los montes de la Santa Cruz, Nowiny, Chęciny, toda la ciudad de Kielce. Imagino el vuelo, a mi padre exhausto luchando por entrar en la cabina, y luego, aunque ese tipo de deporte nunca le atrajo, siente alegría y dicha de volar entre montones de nubes. Pero no estamos en Antes de partir. El tiempo no apremia, porque no sabemos cuánto tiempo nos queda. Y aunque el tiempo sea una incógnita, aunque se curva extrañamente con el espacio, aunque a uno le gustaría hacer esa bucket list, no la hace. Una lista de cosas que hacer antes de morir no tiene sentido. Papá está demasiado débil para abrir los ojos, asomarse a la ventana o ir a hacer pipí, así que qué tal un viaje alrededor del mundo, o incluso por el voivodato. La vida simplemente no es una película con Morgan Freeman. Puede que sea una película con Jack Nicholson, pero seguro no ésa.

°

¿Cómo escribir todo esto? Bueno, digamos que lo escribo como viene. Será un flujo de conciencia, si es que tal cosa existe. Porque pensamos de otra manera, en pulsaciones de algún tipo, en destellos, en devaneos, tenemos muchos pensamientos a la vez, algunos vagos, otros de colores chillones o caricaturescos. Pienso en mi padre moribundo casi todo el tiempo. Casi. A veces olvido que no debería olvidar que se está muriendo, y no pienso en él durante un rato, un cuarto de hora, una hora, una hora y media. Y entonces vuelve a mí, me entra un sentimiento de culpa, de remordimiento, y vuelvo a pensar en él. Lo veo como una película, un cómic, una sombra de mis recuerdos. No, no será un flujo de conciencia a lo estúpido, no sé lo que será ni cómo lo escribiré. Será en parte un diario, en parte un diario al revés, en parte un Mi lucha propia.

A mediados de mayo termino mi texto sobre Lem y Philip K. Dick. Pienso largo y tendido sobre si debería formar parte de este libro. Al final, creo que sí. Es el mejor registro de las emociones que me recorrieron en aquel momento.

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pp. 98-100

Una de las razones por las que se interrumpió la quimioterapia es que papá es incapaz de ir al baño solo. Al principio, no lo podía creer, pero es lo que dice mamá. Los médicos le dicen que no hay personal suficiente, que un paciente ingresado para quimioterapia tiene que poder ir al baño solo. No sé si es por la pandemia. Si no fuera así, ¿habría alguien todos los días para acompañar a papá a hacer pipí varias veces? Porque la caca es menos seguido. Ocurre, pero no todos los días. Tiene pañales, pero se avergüenza de ellos. Dicho esto, es sólo por casualidad. No quiere hacer pipí ni popó en el pañal. No puede hacerlo, tiene que ir al baño. 

El problema del pipí-popó está empeorando. Es una época terriblemente agotadora, tanto para papá como para nosotros, durante una semana, día tras día, todo el día, vamos al baño todo el tiempo. Y pasamos tres cuartas partes del tiempo cerca del escusado. El resto del día trotamos de un lado a otro. Papá se sienta en el escusado o se queda de pie junto a él, apoyado en el lavabo. En esa posición le duele menos.

La primera vez que lo sostengo en el baño, el hedor es insoportable, siento que voy a vomitar, a inundar de vómito todos esos tapetitos peludos. Apesta. (Fuera del retrete, papá huele muy bien. Nadie huele bien en el retrete, y menos una persona enferma). Yo lo acompañaba y me apartaba, levantaba el asiento, le ayudaba a sentarse y lo dejaba solo con su fisiología. Esperaba a que me llamara. Ahora no me salvo, aunque apenas puedo contener el vómito. No puedo huir, porque papá se me escapa de las manos. Tengo que sostenerlo, quedarme a su lado, dejar que apoye la cabeza contra mí. Me digo que el pipí-popó de los niños es una nimiedad (como diría papá). Este hedor adulto y mórbido es de otro calibre, es otro círculo del infierno. Sin embargo, al cabo de cierto tiempo, relativamente corto, máximo dos días, me acostumbro a la tortura y me siento completamente a gusto en ese círculo infernal, los olores no sólo dejan de irritarme, sino que se vuelven totalmente neutros. Ya nada me asusta, ya sea limpiar un culo adolorido, aplicar Sudocrem en las rozaduras (como seguimos haciendo de vez en cuando con Władziu), limpiar la mierda que gotea en el suelo, colocar la palangana entre las piernas o masajear la espalda del que gime y grita de dolor intentando sacar algo.

Cuando lo llevo de vuelta a la cama, es como si jugáramos al trenecito: papá me pone las manos en los hombros y yo, la locomotora, tiro de él despacio, pero no todo el camino hasta Varsovia. A veces, por el camino, el vagón me echa todo su peso encima de repente y se me cuelga; otras veces no sé si es un ataque de ternura o de debilidad. Lo meto en la cama, lo tapo con una manta, una colcha y luego más cobijas, porque sigue teniendo mucho frío. Y hablo con él, le digo lo que más me cuesta decir, lo que no quiere salir de mi boca, le digo lo que Zuzia dice que tengo que decirle, esforzarme y atreverme a decírselo. Y finalmente, le digo:

        -Te quiero, papá.

        -Yo también te quiero mucho -dice papá, cogiéndome las manos, con los ojos medio cerrados.

Y entonces veo que tiene las manos llenas de caca, y ya somos dos. Las manos cubiertas de mierda, embadurnadas con sus excrementos. Obviamente se tocó la entrepierna y no se dio cuenta. Yo tampoco noté nada. Y mientras nos damos la mano de mierda tras nuestra declaración de amor, me digo que no importa, que no me molesta en lo más mínimo.

°

Esta mierda hrabaliana, se podría decir, nos sorprenderá más de una vez. Al bañarlo, por ejemplo. Lo que me parece a la vez cómico y repulsivo. Absurdo y triste. Pero les ahorraré los detalles. Imagínenselos ustedes mismos si quieren. Baño del padre, descripción de la naturaleza. Me encontré este comentario en mis notas. De hecho, es casi como cuidar de un animal extraño, entumecido y torpe, o de una planta exótica en movimiento. Quitarle la ropa sucia, meterlo en la tina, lavarle la cabeza con una toalla húmeda, sacarlo de la tina, secarlo, secarle el pelo que le queda, ponerle unos calzones y unos pantalones limpios, envolverlo en las cobijas. La primera vez que lo baño (ayudo a mamá a bañarlo), no me canso de contemplar su cuerpo, que me fascina como un fenómeno natural, sus brazos, sus piernas y sobre todo sus muslos extremadamente delgados, su trasero en vías de extinción, su espalda que deja ver la columna vertebral y cada costilla. Tan sólo su barriga es grande como un tonel, y a veces también su brazo izquierdo que está lleno de agua por encima del codo debido a la perfusión, y por lo tanto no tan delgado.

Después nos diremos «Te quiero, papá» y «Te quiero, hijo» sorprendentemente a menudo.

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29 de junio

Vengo a Kielce para la primera vuelta de las elecciones. Pienso quedarme hasta el día siguiente e ir con mamá al hospital para intentar tener noticias de papá. Después de todo, lleva allí una semana.

Nuestra clínica se enorgullece de tener un enfoque holístico, una serenidad budista, una calidez ayurvédica. El apoyo psicológico al paciente y sus familiares es la norma aquí. Las conversaciones afectuosas y empáticas con los médicos son parte integral de la atención profesional al paciente. Hablando más en serio, en la página web del centro de cuidados paliativos de Kielce sí que se aseguran de promocionar el maldito acompañamiento psicológico, se nota que o bien mataron a alguien mientras no miraban o alguien se mató solo en un ataque de depresión.

«Creado en el año 2000, el servicio de medicina paliativa se ocupa de los pacientes en fase avanzada de la enfermedad tumoral. En la práctica clínica, proporciona una atención integral a los pacientes que ya no responden al tratamiento usual. El objetivo es aliviar los síntomas más duros, satisfacer las necesidades psicosociales y espirituales del paciente y proporcionar apoyo a la familia durante la enfermedad y la muerte de un ser querido. Los cuidados paliativos son un proceso multidisciplinar y continuo llevado a cabo por un grupo de médicos, enfermeras, psicólogos, religiosos, terapeutas, voluntarios, trabajadores sociales, etc.»

El jefe del departamento ni siquiera nos dirige la mirada cuando le preguntamos si podemos tener noticias sobre el paciente Marek Pakuła.

        -No.

Mamá se queda atónita.

Yo me quedo atónito.

        -Por favor, salgan.

        -Pero teníamos una cita, usted me dijo que viniera el lunes a las once, y hoy es…

        -¡No tengo tiempo, por favor, salgan!

Se me caen los brazos y siento que me empiezo a enojar. Estoy temblando de rabia. Voy a decirle a ese cabrón lo que pienso, me asomo a la puerta, voy a partirle la cara a ese idiota, pero, ay, mamá me retiene y cierra la puerta. Luego empieza a caminar sin rumbo por el pasillo.

        -No le digas nada, porque la tomará contra papá y no nos dirá nada.

        -De qué estás hablando, mamá…

        -Bueno, vamos a casa…

        -¡No lo dices en serio!

Vagamos sin rumbo por el pasillo, abordando a gente al azar. Mamá pone bolsas de caramelos en las manos de las enfermeras. Hay una desesperación en ese gesto que no había visto en mi vida. Una desesperación que me expone y me pone bajo una luz mala y cegadora, en una vil vergüenza. Esa forma de suplicar ayuda que despierta en mí imágenes extremas, imágenes de guerra: ¡tome, señora, aquí tiene un puñado de chocolates, dígame dónde está mi marido!

        -Se los daré a su marido -dijo la enfermera.

        -No, no, ¡son para usted, para todos ustedes, por sus buenos cuidados!

        -No los quiero.

        – Pero, ¿por qué? ¡Tome!

        – No, quédeselos…

Temblorosa, mamá le ruega a la enfermera que tome la bolsa de plástico arrugada donde metió una caja de chocolates. Por fin termina esa bochornosa escena, y yo lo siento, lo siento muchísimo, estoy muy avergonzado, avergonzado por mí, por mi lamentable madre y por esa enfermera. Que se aleja por el pasillo con la bolsa, murmurando que volverá y nos dará alguna información.

[…]

Salimos a un pseudo-patio, un pseudo-pasillo, un pseudo-jardín sin plantas, un pseudo-paseo para nadie. Esto es paliación, la gente está tumbada y muriéndose. Estamos en lo que no es ni un balcón ni un muro bajo, con una pequeña escalera. Estamos a dos o tres metros de una ventana por la que asoman unas señoras, y también papá en su cama, en posición semisentada.

Nunca había visto una cara así. Y menos en papá. Es el rostro de la incredulidad, el asombro, la desconfianza y el odio. Hacia el mundo entero, incluidos nosotros. Una cara obstinada y rota. Lloro tanto que no veo nada, miro a través de los charcos que ahogan mis ojos, charcos tan grandes como lagos, océanos.

        -Hola, cariño -dice mamá.

        -Hola, papá -digo yo.

        -¿Qué ocurre? -dice en voz tan baja que apenas podemos oírle.

        -¡Te queremos! -exclama mamá- ¡Te quiero! Te quiero, ¿me oyes?

        -Me abandonaron.

        -No, cariño, ¡qué idea!

        -Mamá viene todos los días, pero no la dejan entrar por la pandemia.

Sacude la cabeza.

        -¿Cómo te sientes?

Nos ve con cara de pocos amigos.    

        – ¿No te duele?

        – No.

        – ¿Duermes bien?

        – No.

        – ¿Necesitas algo?

        – ¿Se olvidaron de mí?

        – No, qué idea. No hay visitas por el coronavirus…

        – Estamos pensando en ti, mi amor, ¡te queremos!

        – No dejan entrar a nadie por la pandemia…

        – ¿Necesitas algo?

        – ¿Quieres que te traigamos algo?

        – Sáquenme de aquí.

        – ¡¿Qué?!

        – ¿¡De qué estás hablando!?

        – ¡Sáquenme de aquí!

        – Sí, papá, tan pronto como podamos, te sacaremos.

        – Sáquenme de aquí, por favor, se lo ruego.

        – Voy a volver a hablar con el médico…

        – Prométanme que harán todo lo posible para sacarme.

        – Por supuesto, papá.

        – Sáqueme de aquí, se lo ruego.

La enfermera lleva a papá al fondo de la habitación. Empapados en sudor, cubiertos de lágrimas y mocos, bajamos del balcón infernal y nos abrazamos, a falta de poder abrazar a papá.

De repente -como si una jirafa pasara por delante de nuestros ojos-, un sacerdote sale de la sala con paso alerta. ¡Un confesor! Un confesor puede entrar y quedarse con un enfermo, ¡pero no su mujer y su hijo! Un confesor que va por distintos hospitales y recoge montones de gérmenes puede entrar donde está mi padre, ¡pero yo no! ¡Y mi madre tampoco puede! ¡Estoy alucinando, carajo!

[…]

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Papá me abraza, me abraza fuerte. Después de la mano, las caricias y los besos en la mejilla (para dar las buenas noches, o antes de partir), es una nueva frontera física la que se cruza, o más exactamente, se suprime. Se queda dormido, acurrucado contra mí, como si él fuera mi hijo. O, más exactamente, mi pequeñito, Witek o Władek, o ambos a la vez. O los tres.

[…]

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Veo las espantosamente largas piernas de papá en mi sueño. De hecho, es un sueño erótico, quiero metérsela a Zuzia y, de repente, sus maravillosos muslos se conviertan en los de papá. No es que adelgacen y que de pronto mi mujer tenga las piernas más flacas, sino que, de repente, tiene piernas de hombre, las de papá en específico, piel sobre huesos. Dudo un momento, pero acabo diciéndome en sueños: bueno, no importa, lo haré de todos modos.

[…]

———————-

27 de julio

-¿Quiere que su marido muera en el hospital?

-¡No! -exclama mamá al teléfono.

-¿No? -el médico se sorprende

Vamos al hospital. El jefe de servicio dice que en esos casos se permiten las visitas.

-¿En qué casos?

-En casos en los que el paciente podría morir en cualquier momento. No puedo decirles cuándo, pero le doy un máximo de tres días. La orina de la bolsa es marrón oscura y viscosa, eso es muy malo.

Añado mi visita al departamento de medicina interna a mi colección de acontecimientos absolutamente hollywoodienses. Donde se cruzan imágenes de El resplandor y Beetlejuice, La caída del halcón negro y El joven manos de tijera.

El calor es implacable, la dama soldado no quiere dejarnos entrar, así que le explicamos que tenemos permiso del jefe de servicio. Ah, entonces está bien, pero de uno en uno. Mamá entra primero, durante un cuarto de hora, por supuesto. Una hora más tarde, me toca a mí. Me pongo una mascarilla, me desinfecto las manos, la dama soldado me toma la temperatura y me dice por dónde tengo que ir. De todos modos, no encuentro la habitación de papá. Me pierdo en un laberinto de pasillos, de elevadores que sólo van a los pisos pares o impares, o sólo de lado, o sólo hacia atrás, escaleras que llevan a misteriosos medios o cuartos de piso.

Todas las puertas están abiertas de par en par, cada habitación está llena de muertos vivientes, ancianos en agonía, rostros de madera, de cera, de plástico donde a veces aún tiembla un Último de los Mohicanos, un resto de músculo, un nervio. Una morgue, un asilo. Los helechos viejos se secaron bajo los edredones. Zombieland.

Encuentro a papá, me quedo un rato junto a su cama, hablo con él, no recuerdo qué. Él no dice casi nada. El calor es insoportable. Una ancianita grita que cierren la ventana porque entra el aire. Llegan las enfermeras.

        -¡Apúrese, por favor!

        -Acabo de llegar -dije, adivinando que iba dirigido a mí.

        -Son quince minutos, señor, no más, y además, ¿dónde están sus guantes, su bata, sus cubrezapatos?

        -No sabía que tenía que tenerlos puestos.

        -¿Quién lo dejó entrar?

        -La soldado.

        -¿La soldado?

        -La dama soldado.

        -¡¿Y lo dejó entrar así?!

        -Pues sí.

        -Está exagerando…

Papá está tranquilo y triste. Salgo en plena canícula.

°

Por la tarde, recibo una llamada de Irek. Quiere hablar conmigo en persona. ¿Podemos vernos? Es raro. No tengo ni idea de qué se trata. Nos vemos en los prados de las colinas detrás de la calle Bęczkowska.

        -Mira, no sé cómo decírtelo, así que lo diré sin rodeos: Marek me habló hace unas horas y me dijo que le gustaría que le practicaran la eutanasia.

Apagón.

Mis cronómetros se disparan, los kairómetros que no conocía se encienden.

        -¿De verdad?

        -Sí.

Me sorprende. Porque durante la mayor parte de junio (excepto, por supuesto, su estancia en cuidados paliativos) y la mayor parte de julio, siguió diciendo que quería recuperarse y volver a la quimioterapia. Pero lo más sorprendente es que se lo dijo a Irek, y no a mí. ¿Quizás porque es su cuñado y no su hijo?

        -Bueno, que se ha vuelto insoportable, y que tenemos que ayudarle. Que si volviera a ocurrir, preferiría acabar de una vez.

        -¿El dolor, las crisis?

        -Sí.

        -Pero eso es ilegal aquí.

        -Tenemos que encontrarle algo.

        -¿Sabes dónde?

        -No, no lo sé, tendríamos que buscar.

        -Bueno, probablemente haya un mercado negro.

        -Me dijo que te lo dijera y que encontráramos algo. Y que no deberías decírselo a tu madre.

        -No puedo no decírselo.

        -Bueno, Marek dijo que…

        -No podemos hacer nada sin decírselo.

En cuanto llego a casa, les cuento a mamá y a Marcin esta conversación. Nos tomamos una cerveza en la cocina. Es finales de julio, casi el fin del mundo, faltan pocos minutos para que anochezca.

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28 de julio

Papá recibe el alta del hospital. Estoy muy enojado, ¡no hay manera de que encuentre a esos estúpidos uniformados! Papá me llama por teléfono, dice que el médico se queja de nosotros, que nos pasamos, que andamos por la sala sin ropa protectora, su familia se pasa, eso dice. Bueno, carajo, ¡otro Rey Salomón! ¡Le está gritando a un moribundo porque su familia se pasa! ¡Porque entraron su mujer y su hijo y no llevaban el puto uniforme! ¡Jódete, imbécil! Devuelve tu blusa, si eres tan quisquilloso, vete a la mierda, apestas, ¡vete a la mierda, escoria! ¡Aaaaaaaaaah!

Por fin no necesito bata porque una enfermera razonable lleva a papá en silla de ruedas a la entrada principal.

Es una gran operación. Recliné el asiento del copiloto en el coche. Tardamos unos 15 minutos en subir a papá de la silla de ruedas al coche. Eso es, ahí está. Una almohada bajo su cabeza (esa triste almohada permanecerá en mi coche durante mucho tiempo). Irek se sube atrás y detiene a papá. También están Marcin y Maja, una prima, la hija de Bożenka e Irek. Vinieron con otro coche y nos sirven de escolta.

        -¿No te da miedo la muerte? -le pregunto a mi padre ya que llegamos, lo subimos y lo pusimos en la cama.

        -No.

        -Pero el dolor, ¿sí?

        -Pensé en comprarme una pistola y pegarme un tiro en la cara.

        -Nos habrías dado una gran sorpresa…

        -Me habría pegado un tiro y la cabeza…

        -Tu cabeza, sí, pero mamá podría haberse despedido del seguro. Y tendríamos que raspar tus sesos de las paredes.

        -¿Encontrarás algo?

        -Seguramente no un arma.

        -Algo que tenga a la mano, por si acaso, algún tipo de válvula de seguridad, un botón de seguridad, ya sabes.

        -Ya sé. Quiero decir, no, no sé. Pero lo entiendo.

        – ¿Encontrarás algo?

        -Lo intentaré.

        -Prométemelo.

        -Tenemos mucha morfina, preguntaré por ahí.

        -¡Si pudiera morir como un perro! ¡Como nuestro Morris! Si tan sólo pudiera irme, irme a dormir. ¿Por qué no puedo morir como un perro?

¡Los odio! ¡Los odio, estúpidos bastardos! Intento no odiarlos, ¡y no puedo! ¡Malditos obispos! ¡Son ellos, es su culpa, gordos de mierda! ¿Están bien, imbéciles sacrosantos? Les deseo a todos los que pontifican en contra de la eutanasia que estén postrados en cama durante meses gritando de dolor y pidiendo la muerte. Mi ira contra la Iglesia y toda la mierda religiosa que le sale del culo es tan demencial, tan enorme que me gustaría ver todas las iglesias arder, me imagino a toda esa comunidad catopatológica agonizando en medio de las llamas, ahogándose en las olas heladas, en todos los infiernos que excitan sus degenerados cerebros devotos. ¡Púdranse en un dolor atroz, cabrones! ¡Púdranse en un dolor atroz porque sus almas lo anhelan! Me importa un carajo la corrección política, no quiero abstenerme del discurso del odio, ¡viva el dios de la matanza! ¡Retuérzanse de dolor, sufran! Porque es ilegal aunque sea absurdo, porque tengo que devanarme los sesos, hacerle una promesa a papá, ¡matarlo yo mismo sin saber cómo! Porque mi padre no puede morir como una bestia, tiene que morir como un hombre, «como un ser humano», con un dolor atroz, porque ya viene. ¡Púdranse, bola de cabrones!

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-Déjenme ir por fin.

        -Todavía no. Danos un momento -dijo Irek, mientras salía de la habitación para luego volver inmediatamente.

[…]

Doscientos miligramos de morfina es una dosis letal, un comprimido de Sevredol contiene veinte miligramos, por lo que sólo hay que tragar diez.

        -Tenemos la solución, papá. Por si acaso, te daremos mucha morfina. Te dormirás y no despertarás.

        -Eso es lo que quiero.

        -Ajá.

        -¿Y tenemos suficiente?

        -Tenemos toda una montaña.

Podríamos matar fácilmente a tres personas. Excepto que papá tiene problemas para tragar pastillas.

        -No sé si serás capaz de tragar tantas a la vez.

        -Poco a poco.

        -Hm-hm.

        -Pero no se lo digas a Małgosia, me odiaría.

        -Por supuesto.

        -Me odiaría.

        -Probablemente lo entendería.

        -No se lo digas, te lo ruego.

¿Podré darle la morfina? Leí los efectos secundarios, los efectos indeseables y los muy indeseables. Y cada vez tengo más miedo. ¿Y si, al darle Sevredol, le inflijo una tortura aún mayor? ¿Sería capaz de asfixiarlo con una almohada? ¿Sería capaz de asesinarlo? ¿Se notaría? Irek dice que no. Nadie verá nada. A mí también me lo parece. Ah, ese conocimiento de las películas.

[…]

2 de agosto

La noche del 1 al 2 es horrible. El 2 de agosto es el día más doloroso desde hace mucho tiempo. Mamá no quiere oír hablar de dosis letales de morfina. Tiene miedo. Papá no se traga las pastillas, su estómago no tolera nada muy bien. Yo también tengo miedo.

Siento como si llevara años junto a la cama de papá, y él me pregunta si sigue siendo largo, por qué sigue siendo tan largo, cuánto tiempo más, por qué dura tanto, murmura que le duele el pelo, que le quema. Te lo ruego, Mateusz, ayúdame, por favor, te lo ruego.

        -Papá, perdóname por todo esto, perdóname si tarda tanto, estoy haciendo todo lo que está en mis manos, papá, estamos haciendo todo lo posible para aliviar tu sufrimiento.

        -Lo sé, papá -dice mi papá.

¿Lo asfixio con una almohada? ¿Lo asfixio con una almohada? Sí, estoy listo, seré el asesino de mi padre. Lo voy a hacer. Lo voy a hacer. Voy a asfixiarlo porque no aguanto más los gritos.

Papá grita: ¡Dulce Jesús! ¡Dulce Jesús!

La sonda está bloqueada. Me estoy volviendo loco, soy una ruina, un barco de vapor demente en las últimas.

He perdido la cabeza. Atravieso la desierta Kielce en el coche, es domingo, recorro las farmacias de guardia en busca de un catéter con plata coloidal y escucho a Taco Hemingway.

Papá llama: ¡Mamá, mamá, mamá!

Mamá llama a una enfermera para que le cambie el catéter, luego llama al médico porque el nuevo catéter parece mejorar las cosas, como un alivio por un momento, pero pronto resulta que no cambia nada, maldita sea, el alivio es sólo momentáneo, ¡al diablo con esta realidad, al diablo con todo, quiero la nada para papá! ¡Una nada iluminada, sin dolor, el derecho a la puta muerte!

Papá grita: ¡Dulce Jesúuuuuuuuuuus!

        -Papá, perdóname por todo esto, perdóname si tarda tanto, estoy haciendo todo lo que está en mis manos, papá, estamos haciendo todo lo posible para aliviar tu sufrimiento.

        -Lo sé, papá -dice mi papá.

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3 de agosto

[…]

¿Por qué lo hago, por qué lo hago? No tiene sentido, ¿por qué le doy fuerzas, Dios mío, para que sufra más?

Le ponemos parches de morfina.

        -¿Qué es lo que más te duele, papá?

        -¡Todo, Dios mío!

No puedo, me estoy hundiendo en el suelo, mis ojos apenas sobresalen de este mar de aceite, nada más que los ojos y los flecos, mis oídos están sumergidos bajo las olas. Estupor, apatía, aislamiento. Momentos de insensibilidad absoluta.

4 de agosto

Por fin lo logramos. Se le administran quince miligramos de hidroxizina y se le pulveriza Instanyl (en lugar de Sevredol) en las fosas nasales. También hay que tener en cuenta el efecto de Doltard, un comprimido de morfina de liberación sostenida, y de dos parches de morfina. Mamá y yo ya tenemos un doctorado honoris causa en morfina. Ella le unta Ibuprom Max Sprint en las piernas, que extrae de cápsulas translúcidas. Él duerme ocho horas seguidas en un sueño pesado y profundo, ronca. ¡Qué alivio! Una oleada de alivio me invade cuando oigo sus terribles ronquidos. ¡Sus maravillosos, fabulosos y hermosos ronquidos!

5 de agosto

[…]

Durante dos días papá no dice nada, sólo gemidos y balbuceos, al final del día dice una palabra clara: oigo. Y no son coros angelicales ni música de piano. Es que le enerva que la gente hable a sus espaldas.

Por la noche se traga la hidroxizina que le echo en la boca. Se asfixia y tose terriblemente, tengo el reflejo de salvarlo, lo levanto, le doy palmaditas en la espalda, funciona… ¡Y una mierda! ¡Y pensar que quería asfixiarlo con una almohada! ¿Cómo podría hacerlo, si mi cuerpo lo salva mecánicamente y no me permite hacer nada? Me echo a llorar.

A partir de ahora, lo ahogaré cada vez que lo haga beber. Y se hundirá intentando tragar los líquidos que le eche en la boca o simplemente su saliva.

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6 de agosto

Esto no tiene ninguna gracia, éste es el día en que estoy más enojado que nunca. Con papá. Conmigo mismo, porque soy impotente. Incapaz de matar. Con papá, porque se está muriendo. Con papá, porque no se muere. Con papá, porque es tan largo, tan terriblemente largo. Muérete ya, me digo, aunque llevo diez horas junto a su cama, aunque llevo tres meses con él. ¡Muérete ya! Estoy enojado. Con papá, porque me hizo prometer lo imposible. Con papá, porque complica las cosas. Que no me ayuda escupiendo, apretando los dientes, todo. Conmigo mismo, porque soy incapaz de matar. Con este maldito país que me mete en esta mierda. Con la abuela, porque es sorda y habla y llora demasiado fuerte por papá. Con mamá, porque dice que sale un rato y vuelve a las tres horas. Conmigo mismo, porque quiero alejarme de todo. Conmigo mismo, porque no puedo escapar. Con los obispos y los polacos, esos perros estúpidos. Estoy tan enojado que quiero destrozar esta casa. Estoy tan enojado que quiero agarrar un bidón de gasolina y prenderle fuego a la iglesia más cercana. Pero simplemente voy a la parte delantera del garaje con la espalda encorvada, me fumo tres cigarros y luego corro al baño y vomito en el escusado.

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8 de agosto

Papá gorgotea como si tuviera agua hirviendo en la garganta. Como si tuviera los pulmones llenos, los bronquios. Se le secan los ojos porque no cierra los párpados, no parpadea. Mira, pero es como si no pudiera ver. No puedo soportarlo, lo he defraudado, ¡lo he defraudado terriblemente! Debo matarlo, de inmediato, se lo prometí. Pero no puedo. Una voz me dice: Asfíxialo con una almohada, asfíxialo con una almohada, cabrón. ¡Se lo prometiste, cobarde! ¡Pero no puedo hacerlo! ¡Joder! ¡Lo siento, lo siento! ¡Mierda! Me pongo a su lado y lloro. Aún no sé si ésta es la última etapa.

[…]

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9 de agosto

Papá está muerto. Por fin.

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23 de agosto

Pido perdón todo el tiempo. Este libro es mi petición de perdón. También creo que su sufrimiento no habrá sido en vano, aunque sea lo más idiota que se pueda pensar. Pero lo creo de todos modos. Sí, creo que su sufrimiento no habrá sido en vano si escribo un libro (no sobre mi padre, sino sobre su sufrimiento) y ese libro provoca un debate sobre la legalización de la eutanasia. Hay que hacerlo. Debate y LEGALIZACIÓN (¡Ni hablar! ¿Qué sentido tiene?). Dar sentido al sufrimiento no tiene sentido. El sufrimiento de mi padre no tenía sentido y sigue sin tenerlo. Pero tengo que encontrarle sentido. Para no perder la cabeza. Entiendo por qué los hijos de enfermos de cáncer se dedican tan a menudo a ayudar a personas en su misma situación, a crear fundaciones, etc. Es para no perder la cabeza. Es para mantener la cordura.

Este libro no trata de mi padre, sino del sufrimiento. Si hubiera querido escribir un libro sobre mi padre, habría tenido que hablar mucho más extensamente de sus defectos, decir que podía ser un macho conservador engreído, que no sabía muy bien cómo hablar con sus hijos, incluso se podría decir que en este terreno era especialmente poco talentoso. O se callaba o monologaba. Hacía preguntas, pero no escuchaba las respuestas. Analizaba las situaciones familiares de forma categórica y, la mayoría de las veces, completamente equivocada, decía tonterías sobre ecología y mostraba su aversión por la cocina vegetariana. Era capaz de ser un monstruo para sí mismo, transformarse en piedra durante semanas enteras, para luego, de repente, despetrificar su cuerpo y su mente por alguna hazaña.

Sí, tenía defectos, pero no se merecía este «hermoso sufrimiento», maldita sea (el sufrimiento sublimado, ¡ah, el fundamento mismo del cristianismo! Si alguien se atreve a volver a hablarme de «hermoso sufrimiento», le daré un puñetazo en la cara). Merecía morir según su voluntad, ¡merecía morir como un perro! ¡Tengo un terrible sentimiento de culpa!

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29 de agosto

¿Cómo no maté a mi padre? No lo maté rápidamente y sin dolor, no lo asfixié con una almohada, no lo maté mientras dormía, no le di una dosis letal de morfina, no le corté las venas, no le disparé en la cabeza. ¿Cuánto me arrepiento? Soy incapaz de determinar el alcance de mi pena, la profundidad de este abismo.

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