A lo largo de las crisis de los últimos años, la evaluación crítica de la Unión se ha centrado en su eficacia. Ya se trate de medidas económicas, de gestión de fronteras, de adquisición de vacunas o de política exterior, quienes actúan en su nombre son juzgados por su capacidad de hacer que las cosas sucedan. Cuando no hay resultados positivos, los observadores lamentan la indecisión y la desunión. Cuando los funcionarios muestran resultados concretos, se habla de liderazgo y determinación. Algunos incluso llegan a hablar de «la buena crisis de Europa»1-para referirse a la secuencia de Covid como una época en la que la Unión cumplió-.

Este enfoque en los resultados es comprensible para una organización creada para resolver problemas. La Unión se ha vendido, desde el principio, como un medio para promover la eficiencia y las recompensas tangibles. Mientras que el Estado-nación, envuelto en la mitología, tiende a ser visto como un legado del pasado, aceptado porque existe, la Unión Europea aún se considera una opción política. Por así decirlo, no tenía que existir «necesariamente»: más bien, su razón de ser es mejorar lo que ya existía. Por ello, no es de extrañarse que se tienda a un criterio consecuencialista y que se juzgue, por lo mismo, su «valor añadido».

Sin embargo, el riesgo de evaluar algo únicamente en función de sus resultados implica restarle importancia a cómo se consiguen. Una de las características de la política europea de la última década y más allá ha sido la voluntad de los líderes de pasar por encima de las limitaciones legales y políticas en nombre de la consecución de objetivos. Ciertas acciones que van más allá de las normas y reglas, en relación con la soberanía, con el proceso democrático y la igualdad entre Estados, se han racionalizado como respuestas necesarias ante amenazas excepcionales y urgentes. Éste es el modelo de la política de la emergencia2, un modelo conocido desde hace tiempo en el contexto estatal y, ahora, visible en el ámbito transnacional. 

Las pautas de improvisación y excepcionalidad se han generalizado, desde la economía hasta la política migratoria, desde la política de salud hasta la geopolítica.

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A veces, estas acciones les dan poder a los de nivel supranacional. Pensemos en el auge del Banco Central Europeo en la década de 2010, facilitado por reinterpretaciones creativas de su mandato o en la aparición de formaciones ad hoc como la Troika, utilizada para superar la soberanía estatal en materia fiscal. Otras acciones les dan poder a los representantes nacionales que actúan de forma concertada, en foros como el Eurogrupo o el Consejo Europeo, y que están apenas vinculados con el método comunitario y con los tratados europeos. Estas pautas de improvisación y excepcionalidad se han generalizado, desde la economía hasta la política migratoria, desde la política de salud hasta la geopolítica.

Las medidas de emergencia tienen su lógica: pueden servir para poner orden en una situación inestable. A veces, puede ser tentador adoptarlas como herramienta para lograr objetivos progresivos. Las medidas de emergencia de los bancos centrales podrían haber contribuido a aflojar3 el control de las ideas neoliberales sobre la política macroeconómica en los últimos años. Las decisiones rápidas y flexibles sobre la política de refugiados convirtieron a la Unión en un destino relativamente acogedor para los inmigrantes ucranianos4 a principios de este año. En cuanto a la gestión del cambio climático, parece que también deja mucho espacio para medidas excepcionales: de hecho, ante la emergencia climática, uno llega a desear que autoridades como la Comisión estén un poco más dispuestas a tomar decisiones fuera de lo habitual para hacer el trabajo.

Sin embargo, incluso cuando los resultados políticos son favorables, el excepcionalismo no deja de ser un método dudoso. En principio, no puede considerarse fiable para un buen gobierno. En esos momentos, el poder se concentra en el sector ejecutivo, político y tecnocrático, a expensas de los parlamentos, los tribunales y del público en general. Se traslada a las figuras clave de la cúpula, que, muchas veces, actúan de manera informal, opaca y rápida. Se hace difícil discernir y cuestionar quién manda y qué criterios aplica. Los resultados dependen de la discreción de los individuos y de las redes que forman. Al mismo tiempo, puede ser difícil saber a quién responsabilizar5 por las decisiones y por las políticas que conducen a ellas –y a las (in)acciones que dan forma a la preparación para circunstancias extremas y, a veces, a su propia existencia.

Como cada episodio de política de la emergencia desplaza al anterior, el efecto es desalentar la evaluación crítica de las políticas de ayer. Apenas se adoptan, la atención se centra en la siguiente emergencia.

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Aunque la política de la emergencia puede alinearse con la opinión de la mayoría, rara vez, puede considerarse una expresión de la voluntad popular. Las medidas suelen adoptarse sin mucha justificación pública: el principio al que responden es la necesidad y no el consentimiento. Cuantas más políticas se hacen de esta manera, más reactivo y fragmentado parece el proceso de toma de decisiones. Y, como cada episodio de política de la emergencia desplaza al anterior, el efecto es desalentar la evaluación crítica de las políticas de ayer. Apenas se adoptan, la atención se centra en la siguiente emergencia.

El lado optimista de la historia es que la Unión ya está enmendando sus errores. La pandemia se gestionó de forma diferente a los trastornos de la década de 2010, al igual que la contención de Rusia. No hubo ningún acuerdo de emergencia de novo como el de la Troika. Y el paquete económico NextGenerationEU, acordado en 2020, ha sido aclamado por muchos como la semilla de una Unión más igualitaria y menos inclinada a enfatizar la condicionalidad como medio para forzar las reformas a los Estados reticentes. Por muy reales que sean estas diferencias, son, en parte, consecuencia de la resistencia a los métodos de la Unión Europea. Las denuncias de Syriza sobre los modos de gobierno «cesaristas» de la Unión, en 2015, habrán alimentado los cálculos sobre la mejor manera de actuar en 2020, lo que desalentó las medidas más provocadoras.

Sin embargo, sería un error considerar esto como una prueba de que la Unión ha pasado definitivamente la página de la política de emergencia. La secuencia de la pandemia se caracterizó por una gran informalidad y autonomía ejecutiva. A nivel supranacional, basta con considerar la actuación de la presidente de la Comisión, Ursula von der Leyen, en la negociación de un contrato de vacunas con Pfizer. Su «diplomacia del WhatsApp»6 dejó de lado a los equipos más amplios de funcionarios que le podrían haber dado forma a la política y proporcionar controles institucionales. En el ámbito de la migración, FRONTEX aprovechó la preocupación por la salud pública relacionada con la pandemia para intensificar7 su policía de fronteras y también se extiende en el aire mediante el uso de tecnología de drones8 para vigilar a los migrantes en el mar y evitar obligaciones de rescate. La improvisación en nombre de la respuesta ante la crisis ha sido demasiado visible durante este periodo.

En cualquier caso, la gestión de la pandemia puede decirnos poco sobre cómo se llevará a cabo la política en el futuro. El próximo episodio de la gestión de emergencias de la Unión podría parecerse más a los modelos de la década de 2010 o emplear métodos aún no explotados. El potencial positivo de las recientes innovaciones podría quedar sin explotar. Cualquier cambio de enfoque que no esté respaldado por una reforma estructural podría no ser seguro.

El potencial positivo de las recientes innovaciones podría quedar sin explotar. Cualquier cambio de enfoque que no esté respaldado por una reforma estructural podría no ser seguro.

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En muchos sentidos, el estado de emergencia es, ahora, un fenómeno global. En particular, tras el 11-S, los académicos estadounidenses9 han analizado la concentración de poder en figuras ejecutivas clave, con apelaciones a circunstancias excepcionales que sirven de licencia para métodos excepcionales. Las medidas de emergencia en la «guerra contra el terrorismo» nos han recordado que el excepcionalismo ha sido, durante mucho tiempo, una característica de la política en el Estado moderno. Otros10 también lo distinguen en instituciones internacionales como la Organización Mundial de la Salud y las Naciones Unidas.

¿Qué destaca,  entonces, el caso de la Unión Europea? Dos rasgos estructurales11 lo hacen especialmente vulnerable al excepcionalismo. La primera es su estructura constitucional flexible. Los procesos de coordinación de la Unión Europea se basan en convenios de consulta. Las normas importantes no están muy codificadas. Esto significa que hay poco para disuadir a los ejecutivos, individual o colectivamente, si pretenden desviarse del procedimiento. Mientras un número crítico de ellos esté de acuerdo con los fines, pueden doblar o burlar el marco de la Unión. Una segunda vulnerabilidad reside en la orientación tecnocrática de la Unión. Para los que están imbuidos de un espíritu de resolución de problemas, es probable que la principal preocupación sea lograr determinados resultados «cueste lo que cueste». El instrumentalismo está profundamente arraigado en las instituciones europeas, por lo que se tiende a darles más importancia a los fines que a los medios. Autoridades como la Comisión y el BCE tienen razones adicionales para ver las emergencias como oportunidades para mostrar su valía ante un público escéptico y para disipar las preocupaciones sobre el poder no elegido. 

La estructura de la Unión sirve, entonces, en otras palabras, para amplificar un problema mayor. También aumenta lo que está en juego porque, en este contexto, las medidas de emergencia suelen ser difíciles de revertir. Al contrario que en un Estado democrático, apenas se puede esperar un cambio de gobierno. Con tantos actores implicados, tanto nacionales como supranacionales, las medidas de emergencia tienden a persistir. Basta con pensar en las que se integraron al Mecanismo Europeo de Estabilidad, que se experimentaron, por primera vez, como acuerdos independientes y temporales. Para los que pretenden deshacer las políticas de emergencia, es difícil recrear, después de una crisis, el nivel de acuerdo que existía en el momento en el que se pusieron en marcha. Lo que vemos, entonces, son redistribuciones duraderas del poder.

¿Cómo podría ser una Unión mejor? Dado su uso de métodos irregulares en nombre de la respuesta ante la crisis, algunos sostienen que necesita reforzar su capacidad de socorrer en caso de imprevistos. Lo que necesitaría, según este punto de vista, sería un conjunto de procedimientos acordados para hacer frente a situaciones excepcionales: un guion que les permitiera a sus representantes actuar de forma rápida y eficaz y que hiciera sus acciones más predecibles y responsables. 

El antiguo Secretario General de la Comisión, Martin Selmayr, es uno de los que han defendido esta opinión. En una reflexión para el Groupe d’études géopolitiques sobre las experiencias de la Unión Europea desde la crisis de la eurozona hasta el Covid-19, observó: «Creo que sería útil que la Unión dispusiera de un mecanismo, listo para ser activado en tiempos de crisis, que le permitiera temporalmente tomar decisiones de forma más sencilla y rápida para responder ante las situaciones de crisis de forma decisiva… Quizás deberíamos permitir un cambio temporal a nivel europeo en situaciones de crisis. Por supuesto, el riesgo es que podamos tener razón o no, pero el mundo avanza demasiado rápido para tomar decisiones demasiado lentas».

Las medidas excepcionales son aceptables porque las circunstancias a las que responden son excepcionales. Las emergencias actuales, en la Unión y en general, suelen surgir de patologías a largo plazo de la política, del capitalismo y del clima, lo que les da un horizonte mucho más amplio.

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Por muy plausible que parezca, existe un riesgo real de que empeore la situación. Históricamente, los acuerdos racionalizados para tiempos difíciles se han basado en la idea de que las emergencias son de corta duración. La antigua institución romana de la «dictadura»12, utilizada principalmente en el contexto de la guerra, asumía la duración limitada de la temporada de la campaña militar. Las medidas excepcionales son aceptables porque las circunstancias a las que responden son excepcionales. Las emergencias actuales, en la Unión y en general, suelen surgir de patologías a largo plazo de la política, del capitalismo y del clima, lo que les da un horizonte mucho más amplio. Si no existe una frontera natural entre los tiempos normales y los anormales, se corre el riesgo de dar respuestas cortas y superficiales a problemas profundos o de establecer una política de emergencia permanente.

De hecho, la propia existencia de poderes de emergencia anima a las autoridades a dejar que los problemas se agraven. Sabiendo que pueden invocar poderes de respaldo cuando las cosas se pongan difíciles, tienen menos incentivos para perseguir decisiones difíciles y reformas que lleguen al corazón del asunto. Tienen una opción alternativa a la que pueden recurrir. ¿Por qué luchar contra el capitalismo financiero y sus regímenes de deuda si se pueden gestionar las crisis resultantes mediante intervenciones «de emergencia» para apuntalar sus instituciones y tranquilizar a los mercados? La política de emergencia siempre es, de cierta manera, el legado del fracaso de la política y, cuando ese fracaso puede ser subsanado con medidas excepcionales, es un poco más fácil de consentir. 

En lugar de diseñar un escenario de emergencia, la tarea más adecuada es diseñar un régimen «normal» que pueda hacer frente a circunstancias extremas de forma eficaz, pero aceptable también.

¿Cómo podría ser esto en la práctica? Muy diferente a la Unión tal y como está configurada hoy en día. Uno de los objetivos debería ser la simplificación de sus estructuras: la compleja difusión del poder obstaculiza la capacidad de acción al impedir la reacción ante los acontecimientos en el momento en el que se producen y, al mismo tiempo, afloja las limitaciones de las autoridades cuando actúan. Abolir13 el Consejo Europeo y el Eurogrupo y darle a la Comisión responsabilidades de gobierno sería parte de la solución. Un ejecutivo transnacional más integrado sería menos propenso a la informalidad y a la concentración de poder ad hoc. Si cayera más en la arbitrariedad, sería un blanco mucho más identificable para las críticas. 

La política de la emergencia siempre es, de cierta manera, el legado del fracaso de la política y, cuando ese fracaso puede ser subsanado con medidas excepcionales, es un poco más fácil de consentir. 

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Esto debería combinarse con el fortalecimiento del papel del Parlamento Europeo. El anclaje del ejecutivo en un sistema parlamentario le da una base más firme en la opinión pública y en el debate. Requiere que los responsables políticos justifiquen las medidas que adoptan en términos accesibles y no técnicos. Una de las lecciones del Covid-19 es que los países con sistemas parlamentarios fuertes han tendido a responder, al menos, tan bien como otros. El principio clave de las normas en circunstancias extremas no debe ser la rapidez, sino el consentimiento. Esto no sólo es más democrático, sino que aumenta las perspectivas de cumplimiento a corto plazo, por no mencionar el apoyo público para los cambios más profundos necesarios para hacer frente a futuras crisis. 

Es probable que cualquier transformación de este tipo se tope con mucha resistencia. Los que se resisten a la idea de una Unión federal tendrían mucho que objetar. Sin embargo, a diferencia de un supuesto escenario de emergencia temporal, lo que está en juego quedaría claro tras la promulgación. Esta reforma institucional sólo se aprobaría en la medida en que sus disposiciones fueran aceptables como nuevas características permanentes y no como desviaciones temporales de la normalidad.

La constitucionalización, en este sentido más profundo, reflejaría la realidad de que los retos políticos actuales no son una serie de emergencias fugaces, efímeras ni excepcionales, sino problemas duraderos de la política, la sociedad, el clima y de la economía que deben abordarse de manera fundamental y continua. Si, al final, se trata tanto de perspectivas como de instituciones (capaces de captar la naturaleza de los retos que se avecinan), las cuestiones constitucionales son cruciales. Los últimos acontecimientos apuntan a una Unión que aspira a ser más militarizada y económicamente asertiva: necesita una revisión constitucional a la altura. 

Notas al pie
  1. Daniel Gros, Europe good crisis, 7 de julio de 2020
  2. Jonathan White, Emergency Europe, 13 de septiembre de 2013
  3. Jens van’t Klooster, Technocratic Keynesianism: a paradigm shift without legislative change, 2021
  4. Eric Reidy, What the EU’s policy towards Ukrainians may mean for other refugees, 21 de abril de 2022
  5. Hilary Hogan, Confronting Emergency Politics, 11 de noviembre de 2022
  6. Jonathan White, WhatsApp Europe?, 2 de junio de 2022
  7. Judith Sunderland, Lorenzo Pezzani, EU’s Drone Is Another Threat to Migrants and Refugees, 1 de agosto de 2022
  8. Luisa Izuzquiza, Defund Frontex, Build a European Search and Rescue Programme, 24 de agosto de 2021
  9. Bruce Ackerman, Don’t Panic, 7 de febrero de 2022
  10. Christian Kreuder-Sonnen, Emergency Powers of International Organizations: Between Normalization and Containment, 2019
  11. Jonathan White, Politics of Last Resort Governing by Emergency in the European Union, 2019
  12. Andrew Lintott, The Constitution of the Roman Republic, 1999
  13. Jonathan White, Constitutionalizing the EU in an Age of Emergencies, 11 de septiembre de 2022
Créditos
Este artículo precede a una conferencia en el Colegio de Europa de Brujas.