Es señal de «alarma y máxima preocupación en relación con las actividades humanas que han provocado un incremento de 1,1 °C en las temperaturas hasta la fecha, los efectos del cual ya se aprecian en todas las regiones, y con que los presupuestos de carbono actuales destinados a alcanzar el objetivo de temperatura del Pacto de París son poco ambiciosos y se exceden rápidamente». Esta advertencia, contenida en la declaración final de la COP26 celebrada en Glasgow hace un año1, es otro recordatorio de la emergencia climática. La cuestión ya no es por qué se produce el calentamiento global -ya no hay dudas entre los expertos de que es antropogénico2-, sino cómo reducir las emisiones de gases de efecto invernadero lo antes posible para alcanzar el objetivo de la neutralidad del carbono a mediados de siglo. Sin embargo, puede ser útil volver a la raíz del problema: ¿cómo llegamos hasta aquí? Dado que el dedo señala al ser humano, una forma de abordar esta cuestión es mediante un enfoque antropológico. Como dice Jean Vioulac, «la cuestión es saber por qué y cómo un antropoide pudo poner en marcha un proceso de antropización de la naturaleza que hoy conduce a su devastación». La investigación antropológica así entendida es necesariamente histórica, ya que se sitúa en una historia de largo plazo, de la que sólo trataremos la última fase, aquella en la que la devastación de la naturaleza por parte del ser humano es cada vez más rápida: desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los múltiples indicadores que miden los impactos destructivos del hombre sobre la naturaleza han seguido curvas exponenciales. Esto se ha llamado, en la bibliografía especializada, «la Gran Aceleración»3. En este tenso contexto, es comprensible que la COP26 hable de una «década crítica» para la acción. ¿Cómo ha podido el ser humano encontrarse en una situación de peligro creciente para sí mismo y para otras especies? Esta cuestión aparece en la bibliografía sobre el Antropoceno, donde algunos autores se preguntan: ¿quién es el Anthropos que está en el origen del Antropoceno4? En otras palabras, ¿cómo se convirtió la especie humana en un agente geológico y biológico capaz de competir con las grandes fuerzas de la naturaleza, hasta el punto de alterar sus equilibrios fundamentales? Este controvertido concepto del «Antropoceno» -la era del hombre- aún no ha sido validado por los organismos geológicos internacionales. Se le ha criticado por diluir la responsabilidad del calentamiento global en una humanidad anónima, ignorando las diferencias geográficas, económicas y políticas que son esenciales para entender el fenómeno. Por ello, se ha sustituido por una serie de «X-cenos» para especificarlo: el «Angloceno», el «Capitaloceno», el «Carboceno», el «Industrialoceno», el «Molismoceno», el «Occidentaloceno», el «Plantationoceno», el «Tecnoceno» y, más recientemente, el «Androceno» y el «PIBceno»5. El objetivo de este artículo no es discutir la pertinencia de estas nociones alternativas, sino aportar algunos elementos para una antropología del Antropoceno, con el fin de arrojar luz sobre los retos actuales de la emergencia climática.

¿Cómo se convirtió la especie humana en un agente geológico y biológico capaz de competir con las grandes fuerzas de la naturaleza, hasta el punto de alterar sus equilibrios fundamentales?

CHRISTOPHE BOUTON

Del Homo faber al Homo consumens

En La ideología alemana, que escribió con Engels, Marx sostiene que el hombre se diferencia del animal no en la conciencia de sí mismo ni en el pensamiento, sino en el hecho de que tiene que producir sus medios de existencia, que tiene que transformar la naturaleza para satisfacer sus necesidades vitales, para alimentarse, alojarse, vestirse, etc. El Homo sapiens es ante todo un Homo faber: «Los hombres tienen historia porque se ven obligados a producir su vida y deben, además, producirla de un determinado modo: esta necesidad está impuesta por su organización física»6. Marx retoma el mito de Epimeteo y Prometeo a su manera. La desnudez, la vulnerabilidad y la debilidad originales del cuerpo humano, el hecho de que no tenga protección contra el frío ni las heridas (como un pelaje o un caparazón), ni órganos eficaces para defenderse (como cuernos o garras), ni sentidos especializados (como la aguda vista de las aves de rapiña o el olfato altamente sensible de los felinos), o incluso los instintos para fabricar espontáneamente los medios de supervivencia (la tela de araña, el nido de los pájaros), todas esas carencias son compensadas por la inteligencia y la técnica, que permiten al hombre producir sus medios de subsistencia. El modo de vida de esta especie implica, pues, un determinado modelo de producción, que cambia a lo largo de su historia. ¿Por qué los humanos no han mantenido el mismo modelo de producción y la misma forma de vida? ¿Por qué no han seguido siendo siempre cazadores-recolectores que viven con las mismas herramientas, en armonía con su entorno natural? Sólo mencionaremos aquí dos respuestas sugeridas por Marx. Por un lado, el crecimiento demográfico aumentó la cantidad de necesidades a satisfacer, por otro lado, la satisfacción de las primeras necesidades dio lugar a otras nuevas: «la primera necesidad una vez satisfecha, la acción de satisfacerla y el instrumento ya adquirido de esta satisfacción empujan a nuevas necesidades, – y esta producción de nuevas necesidades es el primer hecho histórico»7. Sin entrar en la historia de los sucesivos modos de producción distinguidos por Marx -asiático, antiguo, feudal y capitalista-, subrayemos que es este último el que resulta obviamente decisivo para entender el Antropoceno. Pues la carrera por la productividad inherente al capitalismo no sólo transforma al Homo faber en un «animal laborans», según la fórmula de Hannah Arendt8, sino que también conduce al desarrollo del maquinismo y a la extracción de cantidades cada vez mayores de combustibles fósiles, que ahora sabemos que son los principales causantes del calentamiento global. De ahí la innegable relevancia del concepto «Capitaloceno»9.

Richard Allenby-Pratt, ‘saadiytat pylons-6-6’, consumption. «A partir de 2011, pasé varios años fotografiando el entorno cambiante de los Emiratos Árabes Unidos. Investigué este proyecto utilizando imágenes de satélite, buscando los lugares en los que el desarrollo humano, tanto urbano como industrial, estaba afectando al antiguo paisaje. Lo llamo «antiguo» porque gran parte del paisaje nunca ha sido utilizado por el ser humano, con la posible excepción del pastoreo de cabras en las montañas y de camellos en el desierto». Richard Allenby-Pratt

En el transcurso del siglo XX, la crítica del capitalismo se extendió al consumo, que había sido menos estudiado por Marx, a pesar de ser una parte indispensable del modelo de producción capitalista, ya que rige lo que sucede una vez que las mercancías salen de la fábrica. Así, Erich Fromm, miembro de la primera generación de la Escuela de Fráncfort, acuñó en los años sesenta el concepto de Homo consumens, que es la otra cara del Homo laborans: «El Homo consumens es el hombre cuyo principal objetivo no es poseer cosas, sino consumir más y más, y así compensar su vacío interior, su pasividad, su soledad y su ansiedad»10. No hay consumo sin producción, pero lo contrario también es cierto. Sin el frenesí del consumo que caracteriza a las sociedades occidentales modernas, cuyos símbolos son sin duda los centros comerciales o los gigantescos malls estadounidenses, la máquina capitalista y su productivismo se agarrotarían rápidamente.

Homo colossus

La denuncia de la «sociedad de consumo» es un conocido leitmotiv de la segunda mitad del siglo XX. Lleva a interpretar el Antropoceno no sólo como el «Capitaloceno», sino también como el «Molismoceno», la «era de la contaminación», si es cierto que el consumismo provoca una cantidad colosal de desechos que contribuyen a la devastación de la naturaleza, como muestra la imagen del séptimo continente de plásticos que se ha formado en medio del Pacífico. Lo que me interesa en particular es señalar que el problema del consumo ha dado lugar a una tesis antropológica específica, que apareció en el pensamiento ecológico unos años antes de los debates sobre el calentamiento global y el Antropoceno: el Homo colossus. La noción fue propuesta por el sociólogo medioambiental William R. Catton en 1980, en su libro pionero Overshoot. The Ecological Basis of Revolutionary Change. Señala la tendencia del ser humano, desde el descubrimiento de los combustibles fósiles a principios del siglo XIX, a producir y consumir una cantidad de energía cada vez mayor, una cantidad totalmente desproporcionada con respecto a su tamaño y sus necesidades: «Cuando se descubrieron los recursos minerales y de combustibles fósiles de la Tierra, el Homo sapiens aún no estaba preparado por la evolución para aprovecharlos. Tan pronto como la tecnología permitió a la humanidad hacerlo, la gente pasó rápidamente (y sin prever las consecuencias finales) a un estilo de vida con un alto nivel de consumo de energía. El hombre se ha convertido en un detritívoro, un Homo colossus. Nuestra especie ha florecido y ahora debemos esperar, de un modo u otro, un choque como consecuencia natural de tal desarrollo”11. El Homo colossus es un «detritívoro», porque los combustibles fósiles de los que se alimenta son residuos naturales (carbón, gas, petróleo). Se trata, obviamente, de una figura del hombre históricamente situada. En el capítulo 9, titulado «La naturaleza y la naturaleza del hombre», Catton retoma la concepción del Homo sapiens como Homo faber. El hombre es un animal capaz de dotarse, a través de la tecnología, de «órganos extraíbles», siendo las herramientas, en su opinión, sólo prótesis del cuerpo humano. A continuación, esboza la «trágica historia del éxito humano». A través de las herramientas y luego de la tecnología, los seres humanos han creado muchos nichos ambientales, y finalmente, un único nicho: el mundo entero. Pudieron hacerlo porque fueron capaces de transformar su hábitat aumentando cada vez más la «capacidad de carga» de su entorno12. La tecnología les ha permitido prosperar a un ritmo mucho mayor que la evolución biológica. Catton ilustra este punto con una anécdota. Mientras circula detrás de un ciclista por una pequeña carretera de montaña, reflexiona que el ciclista sólo tardó unas horas en improvisar un espejo retrovisor en su bicicleta, ¡mientras que el conejo tardó decenas de miles de años en conseguir una vista que le permitiera ver ligeramente por detrás! 

El problema del consumo ha dado lugar a una tesis antropológica específica, que apareció en el pensamiento ecológico unos años antes de los debates sobre el calentamiento global y el Antropoceno: el Homo colossus.

CHRISTOPHE BOUTON

A partir de 1800, el modelo de vida agrario fue dejando paso a un modelo de vida industrial más rápido, basado en el uso intensivo de combustibles fósiles. Fue entonces cuando el Homo sapiens se convirtió en Homo colossus, es decir, en un ser desproporcionado, un «gigante con prótesis» que necesitaba consumir cantidades de energía cada vez mayores. El Homo colossus es una consecuencia del Homo faber, ya que la fabricación, en el sentido de producir bienes, consume energía, y del Homo consumens, en la medida en que muchas actividades domésticas también utilizan energía: en primer lugar el transporte, pero también los electrodomésticos, la calefacción, etc. ¿Cómo no reconocer en esta figura del Homo colossus el antiguo tema de la hibris? Con la diferencia de que el castigo de Prometeo ya no es estar encadenado: es el riesgo de desaparecer. Catton aplica el motivo de la ironía de la historia a la «historia ecológica de la humanidad»: la tecnología, destinada a aumentar la capacidad de carga del entorno humano, se ha convertido finalmente en la causa de su «rebasamiento». El Homo Colossus es un gigante con pies de barro. Cuanto más crezca, más probable será que se derrumbe.

Richard Allenby-Pratt, ‘JA cars 3-4-4’, consumption

El Homo colossus encarna una de las causas de la aceleración técnica observada en Occidente desde la Revolución Industrial: el aumento de la velocidad de producción, del transporte y de la comunicación sólo ha sido posible gracias a un suministro de energía cada vez más considerable. Este concepto tiene probablemente el defecto de no diferenciar entre países. Debe situarse histórica y geográficamente. El Homo colossus se asentó principalmente en Europa y América del Norte hasta la década de 1960, antes de conquistar la India y China. Y sabemos que muchos países del Sur «en vías de desarrollo» -incluidos los países africanos donde se celebra la próxima COP27- se han quedado en una fase «precolosal», mientras sufren todas las consecuencias de los diversos impactos del Homo colossus en la naturaleza. A pesar de estas limitaciones, el concepto tiene el mérito de subrayar la importancia del problema energético en la relación entre el hombre y la naturaleza. Ya en 1972, el periodista estadounidense Richard Niel denunció el aumento exponencial del consumo de electricidad en Estados Unidos, que, de media, proporcionaba a cada individuo el equivalente a cuarenta esclavos13. Más recientemente, el historiador del medio ambiente John McNeil ha documentado lo que llama la «orgía energética» de las sociedades occidentales modernas14. Los cazadores-recolectores, cuyo modo de vida perduró durante decenas de miles de generaciones hasta la revolución agrícola de finales del Pleistoceno (hace unos 12 mil años), consumían aproximadamente el 2% de la energía diaria utilizada por los humanos del siglo XXI. Con la invención de la agricultura y la ganadería, el ser humano fue sextuplicando la cantidad de energía cosechada, y este nivel se estabilizó hasta finales del siglo XVIII, sin que la invención del molino de viento o de agua alterara significativamente estos datos. La era del carbón (de 1750 a 1950), y luego la del petróleo (de 1950 a la actualidad), marcaron un salto cualitativo en el consumo de energía, debido a la inmensa reserva de energía solar fosilizada acumulada durante 500 millones de años. La orgía energética a la que se refiere McNeil es el hecho de que, en un siglo, desde 1920 hasta el presente, la especie humana probablemente haya consumido más energía que en toda la historia de la humanidad, lo que, en retrospectiva, apoya la tesis del Homo colossus de Catton y la relaciona con el tema de la «Gran Aceleración»: «Los humanos han cambiado el medio ambiente, y el medio ambiente, al cambiar, ha cambiado a los humanos. Este abrazo es como siempre ha sido, salvo que últimamente ha adquirido una intensidad y una velocidad cada vez mayores, como un patinador artístico que gira en una espiral cada vez más cerrada”15.

El Homo continens

Está claro que la aproximación antropológica al Antropoceno no consiste en naturalizar las figuras humanas, que por el contrario son fundamentalmente históricas. Más bien, concibe al ser humano como una especie dotada de un conjunto indefinido de disposiciones que pueden desarrollarse o no en función de los contextos históricos, económicos y sociales. El Homo colossus apareció, pues, en un momento dado, con la Revolución Industrial, y es una criatura hipertrofiada del modo de producción capitalista. Precisamente porque es sólo una posibilidad entre otras de lo que puede llegar a ser la especie humana, esta figura puede ser modificada o sustituida por otra. Por eso la trágica historia de la humanidad que reconstruye Catton no termina con un catastrofismo que anuncie el fin de la historia (humana). Pide una «modestia ecológica» que reconozca el fin de la «era de la exuberancia y la abundancia» anunciada por la primera crisis del petróleo de 1973. La noción de «modestia», que recuerda a los discursos actuales de moda sobre la «sobriedad» y el «fin de la abundancia», significa para Catton que el ser humano debe vivir sin aumentar la capacidad de carga de su entorno, consumiendo los recursos a un ritmo que no supere el tiempo necesario para su renovación. La antropología del hombre como destructor de la naturaleza adquiere, pues, una dimensión normativa, que conduce a una ética de la sobriedad que parece inscribirse en la ética de la responsabilidad preconizada por Hans Jonas, quien al mismo tiempo denunciaba a «Prometeo definitivamente desatado, al que la ciencia confiere fuerzas nunca antes conocidas y la economía su impulso desenfrenado»16.

El Homo colossus apareció en un momento dado, con la Revolución Industrial, y es una criatura hipertrofiada del modo de producción capitalista. Precisamente porque es sólo una posibilidad entre otras de lo que puede llegar a ser la especie humana, esta figura puede ser modificada o sustituida por otra.

CHRISTOPHE BOUTON

Podríamos llamar «Homo sobrius» o, mejor aún, «Homo continens» a la figura del hombre que emerge en los debates actuales sobre el calentamiento global y la sobriedad energética. «Continens» en el sentido latino de la palabra: sobrio, moderado. Si el Homo consumens y el Homo colossus son conceptos descriptivos, teñidos de una normatividad crítica, el Homo continens es un concepto prescriptivo, que pretende romper con el imaginario consumista y productivista de las sociedades modernas. Designa un modelo de seres humanos que frenan su consumo (el verbo «contineo» significa contener, frenar), contienen los diversos impulsos de compra que suscita la omnipresencia de la publicidad y la lógica del reconocimiento social17. Llama, al modo de un nuevo ideal a alcanzar, al fin del Homo colossus, al que se le pide que baje, que vuelva a la tierra de cierta forma.

Richard Allenby-Pratt, ‘Palm JA 16-2-2, consumption

¿Es una nueva ironía de la historia?

En las medidas políticas para combatir el calentamiento global, la acción suele dirigirse a la producción, probablemente porque es más fácil de controlar que la demanda de los consumidores. Esto puede verse, por ejemplo, en las recomendaciones de la COP26 para detener o revertir la deforestación, reducir las emisiones de metano, abandonar el carbón, desarrollar un transporte ecológico de cero emisiones, acabar con la producción de vehículos de combustibles fósiles, etc. Pero el consumo doméstico es otra importante palanca de acción, ya que los consumidores tienen cierto poder de elección, pueden o no poner en práctica la ética de la sobriedad18. Sin embargo, este discurso encuentra al menos dos obstáculos. Si el imperativo de sobriedad se dirige a todos los individuos de forma indiscriminada, mientras una parte importante de la población de las sociedades occidentales y de los países del Sur vive por debajo del umbral de la pobreza, sólo puede ser percibido por ellos como una provocación. Por lo tanto, es necesario tener en cuenta las desigualdades económicas y sociales en este ámbito. Una segunda dificultad es que la responsabilización del consumidor, por muy útil que sea, tiende a hacer recaer sobre los hombros de los individuos la carga de los cambios en el estilo de vida a través de «pequeños gestos» que sólo son eficaces si van acompañados de decisiones políticas a mayor escala destinadas a combatir el productivismo y el consumismo. Algunos defensores del decrecimiento, como Timothée Parrique, que considera que la «obsesión por el crecimiento» es una «anomalía histórica y antropológica», abogan por la intervención de los gobiernos para «frenar» el consumo, como la prohibición de los anuncios de productos que consumen mucha energía, como los famosos vehículos SUV, o incluso toda la publicidad en los espacios públicos19

La ecología de guerra de Pierre Charbonnier, es, si no un ardid de la razón, al menos una nueva ironía de la historia, siempre que no acabe en una catástrofe nuclear civil o militar

CHRISTOPHE BOUTON 

Queda por ver si la cuestión de la sobriedad energética se pondrá sobre la mesa en la próxima COP y cómo. A la espera de decisiones hipotéticas, se han producido nuevos acontecimientos que podrían acelerar la implantación de la ética de la sobriedad. La guerra en Ucrania, al provocar una fuerte caída de las importaciones de gas y petróleo ruso a Europa, ha obligado a muchos países de la UE a elaborar a toda prisa «planes de sobriedad energética» a partir de este invierno. Esta ecología de guerra, según la expresión de Pierre Charbonnier, es, si no un ardid de la razón, al menos una nueva ironía de la historia, siempre que no acabe en una catástrofe nuclear civil o militar. En otro orden de cosas, las catástrofes naturales ocurridas este verano, sin precedentes por su magnitud y frecuencia -olas de calor, tormentas, inundaciones, incendios- pueden desencadenar una toma de conciencia sobre la necesidad de cambiar ya nuestro modo de vida, con la idea de que nadie es inmune a los efectos del calentamiento global, que ya son tangibles. Estamos ante un acortamiento de los plazos, una experiencia singular de aceleración de la historia. En la época en que Jonas la desarrolló, en los años 80, la ética de la responsabilidad se ocupaba del presente, que aún estaba lejos de las generaciones futuras. Luego se refería al futuro de las generaciones presentes en la década de 2000 y, finalmente, hoy, cuando se reformula en términos de una ética de la sobriedad, su imperativo de preservar el planeta se refiere también al presente de las generaciones presentes, nuestro presente.

Notas al pie
  1. Leer aquí.
  2. Véase la primera parte del sexto informe del IPCC publicado el 6 de agosto de 2021: Climate Change 2021: The Physical Science Basis.
  3. A este respecto, me gustaría remitirme a mi libro L’accélération de l’histoire. Des Lumières à l’Anthropocène, París, Seuil, 2022, capítulo VI.
  4. Me baso sobre todo en el artículo de Bronislaw Szerszynski, «The End of the End of Nature: The Anthropocene and the Fate of the Human», The Oxford Literary Review, 34.2, 2012, pp. 165-184.
  5. Cf. Adelaïde Bon, Sandrine Roudaut, Sandrine Rousseau, Par-delà l’androcène, París, Seuil, « Libelle », 2022; y Timothée Parrique, Ralentir ou périr : L’économie de la décroissance, París, Seuil, 2022.
  6. K. Marx, F. Engels, La ideología alemana, Wenceslao Roces (trad.), Grijalbo, Barcelona, 1968, p. 31, nota.
  7. Ibid.
  8. Cf. H. Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1998.
  9. Cf. por ejemplo, Andreas Malm, L’Anthropocène contre l’histoire. Le réchauffement climatique à l’ère du capital, Étienne Dobenesque (trad.), París,La Fabrique, 2017.
  10. Erich Fromm, «The Application of Humanist Psychoanalysis to Marx’s Theory», en Erich Fromm (ed.), Socialist Humanism: An International Symposium, Garden City, Nueva York, Doubleday, 1965, p. 214.
  11. William R. Catton, Overshoot: The Ecological Basis of Revolutionary Change, Urbana, University of Illinois Press, 1980, p. 170.
  12. Este concepto, derivado de la ecología de las poblaciones, se refiere al tamaño máximo de la población de un organismo que un entorno determinado puede soportar indefinidamente.
  13. G. Piel, The Acceleration of History, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1972, p. 40.
  14. «Energy, Population, and Environmental Change Since 1750: Entering the Anthropocene », en J. R. McNeill y Kenneth L Pomeranz (dir.), The Cambridge World History, vol. 7.1, Production, Destruction and Connection, 1750-Present. Part I: Structures, Spaces and Boundary Making, Cambridge, Cambridge University Press, 2015, pp. 51-82.
  15. Ibid., p. 80.
  16. H. Jonas, Le Principe Responsabilité. Une éthique pour la civilisation technologique (1979), Jean Greisch (trad.), París, Champ-Flammarion, 1998, p. 15.
  17. En Ralentir ou périr (op. cit., capítulo 6). T. Parrique distingue entre «frugalidad», que consiste en renunciar a actividades que consumen energía, como volar, y «sobriedad», que es sinónimo de moderación (ir menos lejos).
  18. Cabe señalar que en la tercera parte de su sexto informe, publicado el 4 de abril de 2022, el IPCC menciona acciones individuales para reducir el consumo de energía (reducción de los viajes en coche y en avión, disminución de las temperaturas de la calefacción, limitación del uso de aparatos eléctricos, etc.).
  19. Cf. Ralentir ou périr (op. cit. cap. 6).