Arte

¡Hazte asesino, permanece humano!

A principios del verano, el escritor letón Jānis Joņevs fue a Kiev, la "capital del mundo". De su estancia en Ucrania, en los relieves incandescentes de la guerra, extrae este poderoso texto escrito con su estilo único.

Autor
Nicolas Auzanneau
Trad.
Gabriela Panaget
Portada
© AP PHOTO/VADIM GHIRDA

Jānis Joņevs (1980) ocupa un lugar central en la escena literaria letona. La publicación en 2013 de su primera novela Jelgava 94 (ediciones Mansards, publicada en español con el título Jelgava en Abismos casa editorial) dio lugar a un fenómeno sin igual en Letonia. Éxito comercial y de crítica inmediato y «libro de culto», esta autoficción en forma de novela de aprendizaje ha sido traducida a una docena de idiomas. Ha abierto un filón de literatura rock que no existía antes en Letonia, movilizando una amplia gama de registros lingüísticos, centrándose en los márgenes, el fracaso, la desilusión y el humor. Joņevs publica bastante poco, trabaja para el teatro o el cine, prueba experimentos. Joņevs representa a Letonia en la antología de literatura europea Le Grand Tour (Grasset, 2022). La publicación de su nueva «novela sin ficción», Decembris (Diciembre), está anunciada para otoño de 2022 por Ascendum. En ella, revisa un caso de asesino en serie que aterrorizó a Riga en el invierno de 1997.

El texto «Hazte asesino, permanece humano» es el relato de un viaje a Ucrania en junio de 2022. Voluntario desde marzo de 2022 en una asociación letona que recoge artículos de primera necesidad y equipos paramilitares para la resistencia ucraniana, Jānis Joņevs se unió a un convoy de entrega que salió de Riga.

La canción era dinámica y contemporánea, ritmo electrónico, chunda chunda chunda. Había voces también. El cachondo del músico tuvo la idea de añadirle un ruido de sirena, una especie de aullido ascendente y descendente. Quedaba bastante bien en la canción, aun así a mi parecer el resultado era de muy mal gusto. Pero bueno, no estaba seguro de que fuese apropiado hablar mal del músico sabiendo que tras las ventanas del coche desfilaba Kiev, la capital del mundo –así que era esto nuestra época-. Tenía todas las razones de pensar que la sirena no estaba en la canción, pero más bien del otro lado de la ventana. Miraba atentamente hacia fuera, había habitantes de Kiev, haciendo su vida, llevando algo o alguien por la mano, como si nadie se preocupara de la sirenala alerta aérea-. Verles así no me tranquilizaba en absoluto, ya que esa gente actuaba exactamente de la misma forma aun cuando no cabía duda de que lo que sonaba era una sirena. Lo mismo con mis compañeros de viaje –yo ya sabía que no solían reaccionar mucho más en caso de alarma-. Por eso no conseguía saber cuál debía ser mi estado de ánimo –si morirme de miedo o dejarme llevar, lo que no suponía ninguna diferencia para el mundo que desfilaba delante de mí, ahí metido en el asiento trasero del coche-. Lo único que quedaba era esperar a que aquella horrible matraca pop cesara y aguzar el oído para ver si la sirena paraba simultáneamente. Ya está, la dinámica disminuye, el final de la composición llega, solo queda un chunda chunda, y la sirena, ya está, chunda chunda, la canción acaba, pero la sirena sigue. Empieza la canción siguiente.

Sabiendo que antes habíamos estado en Dnipró y que ahí la sirena no podía confundirse con otra cosa, sonando por todos lados y durante horas. Nadie, literalmente nadie, corría para encontrar un lugar donde refugiarse. A la hora de la cena, la gente que nos acogía nos sirvió carne y huevos y el vino ya estaba servido. En cuanto a esto último, el pintor Andris Eglitis había dicho poco tiempo antes: “Es justamente en tiempos de guerra que se celebran las mejores fiestas”. Hacía lo que podía para saborear el vino a pesar de la alarma, pero bueno… En el hostal, entraba y salía todo tipo de gente. El recepcionista nos impidió fumar en el vestíbulo ya que unos huéspedes habían tendido ahí la ropa.  Nada de fumar – ni siquiera intentarlo. Nos conformamos con bebernos el vino, brindar e intercambiar impresiones. Salieron del fondo del hostal dos chicas que se sentaron justo delante de la ropa tendida, y casi metidas dentro, se pusieron a fumar. Se fumaron su pito hasta el final y luego se encendieron otro. Se quedaron ahí sentadas un buen rato, envolviendo la ropa de humo. Igual, pensaba yo, mañana se quejaría el propietario al recepcionista, y éste contestaría: “¡Vaya por Dios! ¡Mira que lo dije, que no fumaran!”. Pero eso sería mañana – bueno, al menos eso deseábamos, sabiendo que, en aquel preciso instante, mientras el vino caía y el humo ahumaba, la sirena no paraba de sonar. Salimos – nosotros también teníamos que fumar – y ahí se oía mucho mejor. Algo estaba haciendo un relámpago en el cielo – y pensé: “Vaya, ¿es un rayo? ¿una tormenta?” “Pues no” dijeron varios de mis compañeros de viaje más experimentados “eso de ahí es la defensa antiaérea que está ahí para defendernos”.

Atraídos por la cruz roja sobre nuestra camioneta, la gente venía a hablarnos. Que si volvíamos de las zonas de conflicto, que si sabíamos la situación en Zaporiyia, que si llevaban tres días sin noticias de su familia… No, no sabemos nada de Zaporiyia.

Lo único que habíamos visto, era un furgón que venía de por ahí con el numero “200”1 pintado a los lados. Tan cargado que iba tambaleando de un lado.

En nuestra habitación, había una pareja de Jersón. Nos contaron cómo habían huido y cómo habían acabado metidos ahí, y me hubiese encantado participar en la conversación, pero me caía de sueño. Me desperté en mitad de la noche, todo el mundo dormía, y aun sonaban las sirenas. ¿Qué hacer? Me volví a dormir en plena alerta, nunca me hubiese creído capaz de tal cosa.

Y antes de eso, fue lo de Járkiv. Habíamos conducido por la noche como Apollinaire en el “cochecito” – aunque supongo que el nuestro era más grande que el suyo. Cada uno de nosotros tenía su grupo sanguíneo marcado con rotulador en el cuello, un torniquete en el bolsillo del pantalón, y fui el primero el ponerme un chaleco antibalas. Bueno, ¡el primero, no! Los militares que estaban en el coche de delante se los habían puesto antes, así que juzgué que nosotros también podíamos ponérnoslos. Para cambiarme un poco las ideas, pensé en sacar el móvil, mandar algunos mensajes. Pero ni hablar. Cuando se pasa por ahí de noche, hay que apagar el teléfono. Todo noche alrededor – nada de abrir un libro. Intercambiamos unas palabras. Sobre los porros, sobre la vida en el campo. Y después seguimos conduciendo sin decir nada. De vez en cuando, en la radio, algunas palabras de los otros miembros del grupo. Estaban nuestras dos camionetas, el camión militar y Ioulia en la berlina. En un momento dado, se oyó en la radio: “…Ioulia, cuando estemos llegando a Járkiv, corre delante – en caso de que haya un problema, no tendrán el coche delante…”. Detrás de las ventanas estaba muy oscuro. ¿Nos miraba alguien desde allí? ¿Podría vernos alguien? Oscuridad y más oscuridad, y de repente luz tras las ventanas. Paramos a fumar. Un ruiseñor. Járkiv estaba cerca.

Un día, hace ya un tiempo, fui hasta Tallin para asistir a una versión muy especial del Rey Lear – ¡lo que no inventaremos para ocupar nuestro tiempo! No es muy importante, pero estaba en el bus un director de teatro que nadie conocía, pero muy engreído. Hablaba muchísimo, contaba sin parar historias ininteresantes, pero, como pasa a veces, una de ellas se me quedo grabada en la memoria. Contó que había dirigido El Idiota y que, para eso, tuvo que contratar una actriz hermosa – con una belleza autentica, universal. Su solución fue ir a buscar una bailarina, ya que – es una regla de la naturaleza – todas las bailarinas son bellas. Su teoría me gustó en su momento, apreciaba su audacia, su integridad. Por supuesto, su fiabilidad podía ser discutida – ¿las bailarinas eran realmente las más bellas? Durante un tiempo me inclinaba por las camareras, y luego, por las becarias en las agencias de publicidad. Un tiempo después, dejé de creer y llegué a la conclusión de que todo era una tontería, y que lo que realmente importaba era el alma de la persona. Pero ahí, en esa mañana de Járkiv, ya no cabía duda alguna: las más hermosas, eran las soldados.

Y efectivamente, había dos de ellas entre nuestros guardias. Ahí que salen del coche, que estiran las piernas. Las contemplo satisfecho diciéndome a mí mismo: “Con qué vivo, ¿eh? ¡Wow!” Era por la mañana, estábamos contentos. Habíamos pasado la noche, el momento más peligroso del día, en el que el poder del mal es el más fuerte. “No cambia nada, todavía se nos pueden echar encima en cualquier momento», advierte un soldado, «¡no os quitéis los chalecos antibalas!”. Un pastor de Járkiv nos acogió en su casa. A las cuatro de la mañana descubría nuestra existencia y quince minutos más tarde ya estábamos en su casa. Para el desayuno (¿la cena?), preparó salchichón, queso, pan, conservas y té. Nuestro anfitrión nos dijo que la casa en la que nos encontrábamos había sido recientemente alcanzada por una bomba de racimo, pero que el cohete no había explotado. Yo ponía salchichón sobre el queso pensando en aquel viejo refrán de guerra que dice que una bomba nunca cae dos veces en el mismo sitio, y que entonces, si así era, estábamos en lugar seguro. ¿Pero, podía aplicarse aquella regla a los proyectiles que no habían explotado? El hijo de la casa había querido a toda costa una lucerna en su habitación: «¡La quería, pues ya la tiene!” dijo nuestro anfitrión partiéndose de la risa. La iglesia que estaba a ocho kilómetros de ahí estaba a salvo. El pastor acogía a una multitud de personas bajo su techo. Para nuestros guías, que solían ser bastante recelosos, ese pastor era el más fiable de todos nuestros contactos, su favorito. «¡Ese tipo habla normalmente! Sí, eso es, habla normalmente.”

Tres horas de sueño después, nos pusimos de nuevo en marcha para entregar el contenido de nuestro cargamento. Debía ser repartido en distintos emplazamientos, y acabamos recorriendo hileras de edificios negros calcinados, tratando de llegar a un pueblo llamado «Novaya Rogan». Ya no estábamos muy lejos. Carros de combate calcinados, ya habíamos visto algunos en los alrededores de Kiev. Cuando la gente pasaba por delante, se hacían selfies. Irpin estaba justo al lado, había que atravesarla. Visión espantosa delante del puesto de control: un maniquí de mujer con una mascara antigás y un hato de mendigo colgando del brazo. No era raro ver en los puestos de control maniquíes, como esculturas de soldados. Trampas para engañar al enemigo. Sin embargo, nunca había visto uno como ése. Se recogían los escombros, la gente se hacía cargo, reparando lo que podía ser reparado. La guerra se había alejado. En Novaya Rogan, se acercaba de nuevo. Ruinas recientes, agujeros, escombros. Era – lo sigue siendo – un pueblo, una zona habitada. El ejército ruso había entrado ahí el 25 de febrero. Los habían echado, pero no lo suficientemente lejos. En la calle principal, los militares circulaban con chalecos antibalas, y con el casco puesto – pero a dos pasos de ahí, los lugareños vestidos humildemente arreglaban su tejado, se ocupaban del jardín. En un patio, una señora ordenaba botes de verdura en conserva. Reconocí en un edificio lo que quedaba de una iglesia – todo estaba en ruinas, pero el icono de la Virgen seguía en su sitio. 

Los soldados nos acompañaron un poco más cerca. Una fábrica de juguetes – destruida. Allí era, un poco antes, donde estaba la línea de frente. Los rusos se habían instalado en ese lugar y habían bombardeado la carretera. Se veía el rastro que habían dejado: una bota, un gorro, una chaqueta acolchada, un saco donde ponía “Armiya Rossii” – ejército ruso. Un carro de combate chamuscado. Más lejos, otro: la explosión de la munición había hecho saltar la torreta a un lado. Nuestro Agnis empezó enseguida su inspección haciendo comentarios. Más lejos, de nuevo otro carro de combate. Y de nuevo otro, y otro. Con una pala, un tío de por ahí raspaba la tierra mientras explicaba a los soldados que en uno de los carros de combate había obviamente un cadáver: olía fatal. 

Aun así, hacia un día soleado, treinta grados, un maravilloso cielo ucraniano encima de nosotros.

De vez en cuando, nuestros compañeros decían: “¿Has oído? ¡Algo ha explotado! “ No he oído nada. Un soldado pregunto: “Al llegar, a vuestra izquierda, no habéis visto las nubes de humo? Ahora es ahí donde nos enfrentamos” No me había fijado, ¿qué me estaban contando?” Exploré los sitios donde habíamos combatido – estaba como en un museo. Aquel disparo, efectivamente sí que lo oí muy bien. Otra vez, y otra. “¿A qué distancia?” le pregunté a Dmitry. A quince kilómetros del museo de la batalla, la verdadera batalla se libraba. “¿Son los nuestros los que disparan?” preguntó Agnis. “Los nuestros, los suyos” respondió el soldado. Después volvimos a oír algo, muy, muy cerca. “Helicópteros” dijo el soldado echándole un vistazo a su teléfono. “Los nuestros. Los dos son nuestros.” En efecto, eso era, dos helicópteros volaban a baja altura, «hacia el cañoneo», como recordaba haber leído en un libro.

«¿Os parece bien que los llamemos ‘orcos’?», preguntó de repente Dmitry al pasar por delante de una enésima unidad quemada. A nosotros nos parecía bien.

El soldado con el que más hablé fue Iaroslav, de las «Teroboronas», las unidades de defensa civil. Antes de la guerra, Iaroslav era abogado. Estaba pensando en cambiar de oficio. ¡Para que veas!

Nació y creció en Donetsk. «A partir de 2014, para mí, ya todo estaba jodido.” Y la guerra no les pillo por sorpresa. Llevaban un año esperándola. Cuando reconocieron la independencia de las «repúblicas populares», todo quedó claro como el agua. Aquella mañana, Iaroslav miraba por la ventana en dirección a Kiev cuando, de repente: «¡fiu-fiu-fiu! No entendió inmediatamente de qué se trataba. Después, las explosiones.

El ejército ruso entró en Kiev como si fuera un desfile, seguido de cerca por las fuerzas del orden con sus porras. Toda esta gente estaba atascada en la autopista. Luego, por la misma autopista tan perfectamente expuesta a los disparos, vinieron los siguientes. Y luego los siguientes.

Cuando Boutcha fue liberada, la gente señaló a uno de los habitantes: había participado en el saqueo junto a los orcos. Iaroslav y algunos tíos fueron a su casa, bajaron al sótano. Y allí, ¡oh! Una colección de televisores y otros cachivaches. «¿Qué iba a hacer con todo eso? preguntó Iaroslav sorprendido ¿De verdad se creía que los orcos se iban a instalar definitivamente?” Supongo que eso era lo que pensaba.

Uno de nosotros preguntó inmediatamente: «Y a los ladrones, ¿os los cargáis? Estamos dispuestos a escuchar la dura realidad de la guerra». “No, nos los cargamos», respondió Iaroslav. “Si alguien ha robado comida, le dejaremos en paz. Si se ha llevado objetos con cierto valor, le daremos una paliza. Sin embargo, en los casos realmente difíciles, no es imposible que tengamos que ocuparnos del caso de alguno que otro.” ¿Podría ser que nos hayamos pasado de la raya con nuestra pregunta o que haya intentado endulzar las cosas?

Lo que para mí fue una sorpresa – cuando en realidad parece evidente – fue ver que aquel soldado continuaba la lucha en internet. Cuando Iaroslav soltaba su arma, se metía en su ordenador donde se enfrentaba a combatientes rusos sentados en su sofá al otro lado de la pantalla. Empleaba su intelecto jurídico, sembraba confusión en sus espíritus analizando las informaciones de procedencia rusa. Tenia en mente todas las cifras, pero como no puedo ser tan preciso como él, no me aventuraré a repetirlas.

Le pregunté qué pensaba de Oleksiy Arestovytch: era un tipo que nos caía bien en Letonia. Para Iaroslav, había cumplido al evitar que cundiera el pánico. Pero las personas bien informadas prefieren no escucharle: «kto v tyèmé, yégo nie slouchaïét». La promesa de que la guerra «terminaría en dos o tres semanas» se ha convertido en un meme en Ucrania; mira, por ejemplo, esa imagen de la chica triste que pregunta: «¿Cuándo me voy a casar?” Y junto a ella, Arestovich responde: «¡En dos o tres semanas!”.

Iaroslav era de Donetsk y era rusoparlante. Había oído lo que se decía en todas partes: a los rusoparlantes de Ucrania no les importa esta guerra. Al decir eso, por primera vez le invadió la emoción. En su familia eran casi todos rusoparlantes. Pero él luchaba contra Rusia. Y en Donetsk, los batallones rusos de «Svobodnaya Rossiya» también luchaban contra los rusos.

Ahora los orcos ya no se acercan por aquí a desfilar. Su ejército del aire no hace nada, todo es absurdo, como toda su táctica. Ahora sabemos el número de muertos: «Creo que del lado ucraniano es un poco menos.” Sin ayuda externa, la situación no sería la misma, pero para nada. Su gratitud hacia todos es inmensa, incluidos nosotros. Artūrs, el líder de nuestro grupo, le pregunta a Iaroslav: «¿Pero por qué crees que los letones hacemos todo esto?». Iaroslav responde: «Ese es el tipo de preguntas que ya no me hago. Para la gente decente, todo está claro.”

Andis Surgunts tenía un poema así, donde cada verso, cada palabra estaba tachada. Poético. Imposible descifrar una sola letra. En Ucrania, se ven poemas de este tipo al lado de la carretera. Se trata de las señales de tráfico, las grandes azules donde se indica el kilometraje hasta las grandes ciudades, dónde girar, etc. Las señales se diseñaron para ayudar a los visitantes. Pero en cuanto los visitantes dejan de ser bienvenidos, toda la información relevante se borra, normalmente con pintura negra. Es imposible adivinar nada. La información de los carteles ha sido borrada. Me pregunto qué surge semiótica y semánticamente, como diría nuestra profesora de la Academia Daina Teters. El signo ha sido despojado de su significado, y en el proceso ha adquirido un significado completamente diferente, poderoso y mudo.

El anuncio ha desaparecido de las grandes vallas publicitarias, donde ahora se puede leer:

«¡Rezad! Dios los escucha».

«¡Apoyad a las fuerzas armadas ucranianas!

«¡Confiad en Dios!

«¡Hazte asesino, permanece humano!”

En los puestos de control se pueden leer textos expresivos, como: «¡Stop! ¡Están matando!” Pero el que más se ve es el eslogan sobre el barco ruso, pintado con spray en el hormigón, cuya última palabra suele ser objeto de autocensura. Me hubiera gustado hacerles unas cuantas fotos, pero estaba prohibido.

Y en general, ¿qué se consigue?

Lo que más me sorprendió fue que nada era tan sorprendente, cómo la gente se comportaba normalmente. En Lviv, en las calles, hay chicas jóvenes, patinetes eléctricos, gatos desaparecidos en carteles2. En la terraza de un restaurante, un trompetista toca la melodía de «El Padrino». Innovación: un mendigo se acerca, extiende su cuenco y grita «¡Gloria a Ucrania! Gloria a los héroes», una empresa que funciona a pleno rendimiento.

También en Kiev están desapareciendo los gatos. El restaurante «Mimino» está funcionando. De hecho, en todas las mesas sólo se habla de la guerra, y en la nuestra también. 

En una calle de Kiev, presencié la siguiente escena: un niño arrodillado frente a una niña para atarle la sandalia. En algún lugar, a tiro de piedra, varios miles de orcos se dirigen a matarlos, pero los chicos de Kiev se arrodillan ante las chicas para abrocharles las sandalias. Así es, ¡nada que hacer! Rápidamente, a escondidas, quiero hacer la foto. Si la chica me ve, creo que se va a enfadar, ¡pero no! Me sonríe y se arregla el pelo.

Pensaba: voy a ver a la gente cantando el himno nacional, a los voluntarios yendo al frente. He visto cómo abrochar una sandalia.

Lo que sí es cierto es que en Kiev sólo se puede comprar alcohol hasta las 16:00 horas, lo que supone una gran diferencia. 

Lo cierto es que beben vino incluso en medio de un ataque aéreo -el ejemplo de Dnipro-.

Están demasiado relajados, dice Yaroslav.

En Kharkiv, los bombardeos y las explosiones continúan, la gente evita las reuniones e intenta no dejar sus coches en la calle, pero aparte de eso, los pepinos crecen, los perros corretean y las chicas hacen rebajas en la tienda “Pantalones clásicos”.

Quería ver el coraje de estas personas. No son los santos los que se enfrentan al mal, sino la gente común y corriente. Aunque sean términos difíciles de manejar. 

No hay tantas banderas azules y amarillas como en Letonia. No creen en la victoria con tanta fuerza como nosotros. No dicen «cuando ganemos», sino «si acaso ganamos». Pregunté a los soldados: ¿son buenas las noticias? Por el momento, todas son malas. El ejército bielorruso se está concentrando en la frontera. En este momento faltan armas.

No he visto ningún retrato de Bandera. No he escuchado la canción fascista «Moskalei po lageriam» -¡Moscovitas en el Lager!- Nadie dice que todo esto sea culpa de Estados Unidos.

Así son las cosas.

Unas palabras ahora sobre las personas que me acompañaron en este viaje: Artūrs, nuestro jefe de expedición, es un especialista en logística, que en estos momentos está volcando todas sus fuerzas en el asunto ucraniano. Māris practica tiro con arco, organiza viajes por el río y campamentos de la Edad de Piedra. En el equipo, es nuestro especialista en primeros auxilios. Sabe cómo detener una hemorragia -en el minibús le oí explicar a alguien cómo realizar una punción pleural, mientras jugaba con una aguja-. Artūrs y Ēriks son los menos habladores del grupo, y este viaje a Ucrania no es ni el primero ni el último. Agnis lo sabe todo sobre coches, armas y, en general, sobre cualquier cosa que contenga chatarra. Lo sabe todo sobre los sistemas de localización, y eso nos resultó muy útil.

Durante el viaje, nadie habló de los valores liberales -y menos de los conservadores-.

Cuando llegamos a Lutsk, Agnis apenas podía contener su emoción. Fue la sede de la «Lutskyï Avtomobilnyï Zavod» o LUAZ, la famosa fábrica de automóviles soviética especializada en vehículos todoterreno. Necesitaba piezas para su colección de anfibios LUAZ. Buen momento, tenemos tiempo, tenemos que esperar al segundo autobús. Preguntamos en una estación de servicio: «Bueno», dice Agnis, «¿dónde podemos encontrar piezas para un LUAZ anfibio?” Muestra fotos del vehículo en su teléfono. Nos envían a una tienda, donde nos envían al mercado. Caminamos a paso ligero hacia el mercado, cruzando la calle como de costumbre. Un auto de policía se detiene. «¡Es para nosotros!» me río, soy el especialista de este tipo de bromas. Una mujer policía -tan bella como una militar- sale del auto. Y también un policía, que inmediatamente vuelve a entrar, y enseguida sale, ametralladora al hombro, y ahí están, corriendo hacia nosotros. Cruzamos la calle por el lugar equivocado. El paso de peatones, lo vemps, estaba justo al lado. Pero somos de Letonia. ¿Sí? ¿Así que en Letonia se puede cruzar la calle por cualquier sitio? ¡Sus pasaportes! Sospecho que nuestro aspecto deportivo y nuestros pantalones de faena también han contribuido a su curiosidad.

Controlan nuestros pasaportes. En el mío encuentran un visado para Bielorrusia, en el de Agnis para Rusia. Cada pregunta lleva a otra.

– ¡Fue para el campeonato de hockey! 

– ¿Son jugadores de hockey?

– ¿Cuál es su ruta? 

– Lutsk-Lviv-Kyiv-Kharkiv-Dnipro-Rivna-Lutsk. ¡Y ahora nos vamos a casa!

– ¡Enséñenme sus teléfonos! Todo: WhatsApp, Telegram, llamadas, fotos.

Las últimas fotos que tomé eran sólo vistas de los puestos de control -fotos sin militares visibles, por lo que no debería haber problema, pero dado el tono de los intercambios, la conversación podría fácilmente calentarse-. Mientras Agnis enseña las suyas, yo actúo como un tipo que busca algo, y aprovecho para borrar mis últimas fotos. Cuando llega mi turno, la mujer policía descubre una puesta de sol sobre un hospital en ruinas. Inspecciona el WhatsApp. Un intercambio con algunos compañeros de Jelgava sobre «el esqueleto negro» y la foto que lo acompaña. Qué inapropiado parece todo esto.

Por el rabillo del ojo, veo que Agnis ya está mostrando al policía las fotos de su LUAZ anfibio y enumerando las piezas que le faltan. Agnis es inmejorable.

Los policías vuelven a comprobar nuestro historial de llamadas y nos piden que introduzcamos un código secreto en el teclado digital. Mientras intento averiguar qué es, la mujer policía ya ha tendido la mano para hacerlo por mí. Tiene las uñas largas, muy bonitas. ¿No le molesta eso en el manejo de las armas? No estoy en condiciones de saberlo. Ella teclea su código y yo veo en la pantalla de mi teléfono una información como nunca antes había visto. Le hace una foto. Lo siento, pero hay que entender que Ucrania se encuentra hoy en una posición un poco difícil. Lo entendemos. No hay multa para nosotros.

«Ahora van a rastrear nuestros teléfonos», explica Agnis con el gusto de un artesano. Volvemos al mercado. 

Y yo, ¿cómo me involucré en esto? Eso es todo. Poco después de que estallara la guerra, me ofrecí como voluntario en el centro de refugiados de Riga. Allí me di cuenta de que no sabía hacer nada. Así que aprendí a cargar cajas. Los particulares o las organizaciones traen sus donaciones, nosotros las descargamos, las clasificamos, las distribuimos entre los refugiados o cargamos algunas de ellas en camiones que parten hacia Ucrania. Las primeras semanas fueron muy emocionantes. Cuando estábamos cargando, había tres pares de manos en cada caja, todos estaban ansiosos por participar. El poeta Krišjānis Zeļģis dijo: «¡Este es nuestro purgatorio!» Que el rastro de mi mano llegue hasta Ucrania para que vean y sepan allí que no me quedé al margen, que no soy culpable.

Durante la primera oleada de donaciones, una pareja de jubilados llegó con una gran bolsa de plástico. «¿Qué es esto?», habíamos preguntado. «Mantas para perros». Y era cierto.

Más tarde supe que lo que más necesitaban los refugiados eran ollas, sartenes y productos higiénicos. En Ucrania también enviamos alimentos fáciles de consumir, comida enlatada, vendas y otros productos médicos. Poco a poco me di cuenta de que no era suficiente. También se necesitaba tecnología, se necesitaba armas.

Para ganar, se necesita artillería de largo alcance. Pero también se necesitan mantas para los perros. Quizá no tanto para ellos como para nosotros. 

En el centro hay muchos ucranianos que vienen a trabajar. Un día le pregunté a Irisa: «¿Te ayuda que en Riga haya banderas ucranianas por todas partes?” Me miró con los ojos tan grandes como Galicia y me contestó: «Por supuesto que me ayuda.”

El viejo Hegel dijo en algún lado algo así: lo que se piensa es lo que es. Lo que es depende de tu capacidad para pensarlo. No sé si eso es cierto. Me ha surgido una especie de hábito -pero quizá sea igual para todos-: cada vez que hago algo, me imagino haciendo otra cosa. Por ejemplo, estoy trabajando, pero estoy pensando en salir a tomar algo con los amigos; estoy bebiendo, y estoy pensando que debería ir a trabajar; estoy yendo a la iglesia, y me vienen a la cabeza pensamientos de sexo. Y así sucesivamente. Últimamente, como todo el mundo, la guerra se ha apoderado de mis pensamientos. Ya sea sentado o de pie, en el jardín o en la cama, pensamos siempre en la guerra. Pero cuando estás realmente en la guerra, ¿en qué piensas? Sólo he visto un poco de ella, pero cuando estás en ella, realmente no quieres pensar en ella. No quieres escuchar a Māris contándote historias de pulmones perforados, no quieres pensar en quién puede estar observándote en la oscuridad. Intentaba encontrar imágenes atractivas suficientemente potentes, pensaba en mujeres desnudas, en otros viajes, pero todos los pensamientos acababan por conducirme a Dios, a la eternidad. 

Ahora estoy de vuelta en Riga, estoy en casa, es de noche, duermo enterrado bajo gatos de todo tipo, no pienso en nada, duermo. De repente, suena una sirena. Los gatos, por supuesto, salen volando en todas direcciones. «¿Qué pasa?», me preguntan. Había instalado una aplicación ucraniana que proporciona información en directo sobre las alertas aéreas. Había quedado programada en Kharkiv -y la información que me llegaba sin saberlo  era que allá todo estaba ocurriendo de nuevo- era también que ese “todo” bien podía ocurrirle a sus casas, a sus gatos, a sus sandalias. Kharkiv volvía a aparecerme diciéndome: ¡piensa en nosotros! 

Notas al pie
  1. El “cargo 200″ o «200» es un término de la jerga militar que significa matado, muerto, fallecido, y se utiliza para referirse, en clave, al transporte del cuerpo de un soldado al lugar de su entierro. El número 200 también hace referencia al ataúd de zinc que contiene el cuerpo de un soldado muerto.
  2. Colecciono carteles de búsqueda de gatos perdidos, por ello soy sensible a este detalle.
Créditos
Este texto se publicó el 8 de julio de 2022 en Satori.lv, la principal revista cultural de Letonia.
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