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A diferencia de la ciudad o la aglomeración, lo que llamamos polis no se refiere a una concentración de personas en un territorio, sino a la asociación de ciudadanos bajo la égida de un derecho común, es decir, una sociedad política1. No basta con una «vida en común» para hacer sociedad. En su sentido jurídico original, tal como aparece en el año 533 en el Digesto, una sociedad surge de la intención de sus miembros de unir su destino en una empresa común, lo que en latín se llama affectio societatis2. De la misma manera, la polis logra una vasta mutualidad entre conciudadanos que se volvieron solidarios por la misma representación de la justicia3. La ciudadanía así entendida puede ejercerse a varios niveles: el de una comuna, una nación, un continente, incluso de una comunidad mundial como la de la “república de las letras”.

La » vida en común», en cambio, sólo se refiere a la coexistencia pacífica de los individuos que sólo velan por sus propios intereses. Esta expresión de moda fue adoptada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos para aceptar la prohibición del uso del velo integral en el espacio público4. Según el Tribunal, preservar las condiciones de la » vida en común» es un elemento de la «protección de los derechos y libertades de los demás», ya que toda persona tiene «derecho […] a evolucionar en un espacio de sociabilidad que facilite la vida en común»5. Esta reducción de un todo social a un montón de individuos corresponde a la ideología económica según la cual la humanidad es un conjunto de mónadas movidas por el cálculo de sus utilidades particulares6. Esta reducción puede ser apropiada para un rebaño de vacas, pero difícilmente capta la especificidad de las sociedades humanas. Como señaló Chesterton en broma hace casi un siglo: «Las vacas viven como puros economistas, y nada indica que se preocupen por otra cosa que no sea el pastoreo […] Tanto las ovejas como las cabras permanecen en el plano puramente económico: probablemente por eso encontramos pocas ovejas entre los héroes y fundadores de imperios; y las propias cabras, aunque sean cuadrúpedos más inquietos, siguen esperando a su Plutarco. Lejos de admitir que la economía es la clave de la historia de la humanidad, diremos que la historia comienza donde terminan los impulsos de las cabras, las ovejas y las vacas»7.

La ciudadanía así entendida puede ejercerse a varios niveles: el de una comuna, una nación, un continente, incluso de una comunidad mundial como la de la “república de las letras”.

alain supiot

Aristóteles no dijo otra cosa cuando relacionó la existencia de las ciudades con el hecho de que el hombre es un animal político «en mayor grado que la abeja o cualquier otro animal que viva en estado gregario», porque es el «único de todos los animales [que] posee el habla». Por eso, de todos los animales, es también «el único que tiene sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de otras nociones morales, y es la comunidad de estos sentimientos la que da origen a la familia y a la polis»8. Esta idea se encuentra en el siglo VI en una glosa de las Institutas de Justiniano9, popularizada en Francia a principios del siglo XVII por el ya famoso adagio jurídico: «Se ata a los bueyes por los cuernos y a los hombres por las palabras»10. Así, la ciudadanía se basa siempre en «asambleas discursivas» que permiten acordar una representación justa de lo que es o de lo que debería ser. Pero para que estas palabras cimenten la ciudad, hay que darles crédito. La degradación de la ciudadanía en una » vida en común» es un síntoma entre muchos del descrédito de las palabras, ya sean políticas, comerciales o científicas. Revisar la estructura normativa de estas asambleas discursivas nos permite captar las condiciones de la palabra verdadera en la ciudad y comprender las causas de ese descrédito y de la violencia que engendra.

© Gregor Sailer / Caters – (Sweden, Carson City)

Decir y prohibir: la estructura normativa de las asambleas discursivas

En cierta medida, la violencia ejercida por los hombres sobre sus semejantes es una herencia de la naturaleza altamente depredadora de la especie humana desde su época prehistórica11. Sin embargo, sería incorrecto reducir la violencia humana a una naturaleza biológica. Puede atribuirse a la pulsión de muerte, inherente a la psique humana, cuando esta pulsión se vuelca hacia el exterior12. De manera más general, está arraigada en la vida simbólica que es el sello de nuestra especie. Ya sea que se despliegue en el lenguaje, el arte o la tecnología, esta vida simbólica le permite al ser humano arrancarse del aquí y ahora de su ser biológico. Pero plantea un problema desconocido para el reino animal: el de poner en armonía el universo de sus representaciones mentales con las realidades físicas y sociales de su entorno vital. Establecer y mantener ese acuerdo es tarea de las instituciones que, al remitir a los hombres a una norma común, dan a su vida un sentido compartido y fundan así las sociedades humanas en su infinita diversidad13. Por lo tanto, para tener una relación efectiva con el mundo, los seres humanos deben formar parte de una comunidad de sentido, unida por esa referencia común. En otras palabras, el vínculo social siempre tiene una estructura ternaria, y no simplemente binaria.

Esta estructura ternaria es, en primer lugar, la del lenguaje, que es la primera de las instituciones humanas. A diferencia de las señales que se envían los animales entre sí, las lenguas no son, como los silbidos de las marmotas, conjuntos de pistas que señalan que sucederá un determinado acontecimiento, como la llegada de un depredador. Las palabras forman parte de una estructura simbólica a la que hay que remitirse para tener la posibilidad de entenderse14. Como dice el gran lingüista Emile Benveniste: «En la enunciación, el lenguaje sirve para expresar una determinada relación con el mundo. La condición misma de esta movilización y apropiación de la lengua es, por parte del hablante, la necesidad de referirse a través del discurso, y por parte del otro, la posibilidad de co-referirse idénticamente, en el consenso pragmático que hace de cada hablante un co-hablante. La referencia es una parte integral de la enunciación”15.

La historia comienza donde terminan los impulsos de las cabras, las ovejas y las vacas.

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Cuando el índice señala la presencia de un objeto natural, la lengua es un sistema de signos. La Referencia, en este sentido lingüístico, no designa pues que una imagen o un sonido remitan a una cosa, sino la sujeción de cada hablante a un sistema simbólico capaz de expresar cualquier tipo de experiencia, real o imaginaria.

Como condición del lenguaje, esta Referencia con R mayúscula no es obvia. O, dicho de otro modo, lo que garantiza el significado escapa a los sentidos. La comunicación lingüística presupone que los hablantes se refieran al mismo sistema simbólico. Esta ternariedad compromete a los hombres en lo que puede llamarse, en el sentido primario del término, una lógica de lo prohibido. Planteada por primera vez por Lacan16, esta grafía evocadora señala en toda interlocución la referencia a un tercero que, en un mismo movimiento, conecta y se interpone entre los hablantes, crea una distancia entre ellos que puede ser habitada por las palabras, y hace así posible la conversación17. Por tanto, la referencia es, en sentido propio, una fuente de prohibición.

La necesidad de una referencia común, que al mismo tiempo se impone a cada hablante y lo vuelve libre para comunicarse, explica la extraña ambivalencia de nuestro concepto de sujeto. Tanto si se trata del sujeto hablante como del sujeto jurídico, el sujeto designa al mismo tiempo al sometido, al que es «arrojado bajo», la referencia lingüística o jurídica (sub-jectum), y el que se afirma como un yo hablante o actuante. Pero esos dos lados son dos caras de la misma moneda porque no hay afirmación de la autonomía del sujeto sin el reconocimiento de su heteronomía constitutiva. Si nos cuesta reconocerlo, es principalmente por razones lingüísticas que, desde el surgimiento de las ciencias modernas, nos han llevado a identificar al sujeto con un soberano que gobierna el mundo de los objetos. Esto no ocurre en todas las lenguas y civilizaciones. Augustin Berque comparó el enunciado banal con el que uno se presenta en Japón y en Francia18. Donde los franceses dirían: «Je m’appelle René Descartes» (“Me llamo René Descartes”), los japoneses dirían «Nishida Kitarô to môshimasu«, o, más o menos, «Descartes René suis nommé» (“Descartes René soy llamado”). La persona que dice «me llamo» se plantea ante el mundo de forma autorreferencial, mientras que el hablante japonés se presenta como un ser que se define a sí mismo a través de, y no en oposición a, su entorno vital.

© Gregor Sailer / Caters – (Germany, Schnggersburg)

Por tanto, se entiende por qué las sociedades humanas no pueden reducirse a rebaños ni las comunidades políticas a una «vida en común». Como demuestra la experiencia de los niños salvajes, los hombres no pueden alcanzar la razón sin la sociedad, y no pueden formar una sociedad sin obedecer a esta lógica de lo prohibido. Al someterse a ella, cada ser humano adquiere la cualidad de sujeto (gramatical y político) y puede expresarse libremente e intercambiar palabras en lugar de golpes con sus semejantes.

La ciudadanía se basa siempre en «asambleas discursivas» que permiten acordar una representación justa de lo que es o de lo que debería ser. Pero para que estas palabras cimenten la ciudad, hay que darles crédito.

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Esta interposición de un tercer principio es característica del lenguaje y se encuentra en todas las instituciones. Todos necesitan esa piedra angular para mantener unida una comunidad de sentido. En otras palabras, el universo institucional es necesariamente tridimensional, no es reducible a la binariedad de los árboles lógicos; introduce en las relaciones entre cuerpos o entre cabezas una brecha sin la cual sólo existirían relaciones de fuerza. Paul Valéry, jurista de formación, lo explica de forma brillante en su prefacio a las Cartas persas, que acaba de reeditarse con motivo del tricentenario del best seller de Montesquieu19.

«Una sociedad se levanta de la brutalidad al orden. Como la barbarie es la edad de los hechos, es necesario, por tanto, que la edad del orden sea el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden en la mera restricción de los cuerpos por los cuerpos. Se requieren fuerzas ficticias.

El orden requiere, pues, la acción de la presencia de las cosas ausentes, y resulta del equilibrio de los instintos por los ideales.

Se desarrolla un sistema fiduciario o convencional que introduce entre los hombres conexiones y obstáculos imaginarios cuyos efectos son reales. Son esenciales para la sociedad.

Poco a poco lo sagrado, lo justo, lo legal, lo decente, lo digno de alabanza y sus contrarios toman forma en la mente de las personas y se cristalizan. El Templo, el Trono, el Tribunal, la Tribuna, el Teatro, monumentos de coordinación, y como señales geodésicas de orden, surgen a su vez.»

Valéry subraya aquí tanto la unidad como la variedad de instituciones que unen a una sociedad determinada. Unidad, porque la política, el derecho, la ciencia, la religión y las artes forman parte del mismo imaginario en un momento dado. Por ejemplo, en Occidente, a partir del Renacimiento, la representación del universo como un vasto mecanismo de relojería, con Dios como relojero. La invención de la soberanía estatal, la física clásica, el derecho natural, la mano invisible del mercado y la mecanización industrial, así como la invención de la perspectiva y el teatro clásico, formaron parte de este imaginario. No hay institución que pueda prescindir de las manifestaciones de comunión, movilizando rituales, música, danzas, poesía o emblemas20.

Pero Valéry también destaca la diversidad de las instituciones, cuyas referencias no son las mismas según sean religiosas, científicas, políticas, artísticas o económicas. La institución de un poder político presupone una autoridad cuya legitimidad es reconocida por aquellos sobre los que se ejerce ese poder, ya sea esta autoridad religiosa, hereditaria o electiva. La institución de un mercado presupone una asamblea de mercaderes, igualmente vinculados por la fuerza obligatoria de la palabra dada, que observan el mismo sistema de pesos y medidas y, sobre todo, reconocen en la misma moneda a un «tercero mediador»21 que autentifica el valor de sus intercambios. La institución de la investigación científica es la de una «república de las letras”22, cuyos miembros son eruditos movidos únicamente por la búsqueda de la verdad y obligados por los principios de la libertad académica y el debate contradictorio, independientemente de cualquier consideración política, económica o religiosa.

La institución de un poder político presupone una autoridad cuya legitimidad es reconocida por aquellos sobre los que se ejerce ese poder, ya sea esta autoridad religiosa, hereditaria o electiva. La institución de un mercado presupone una asamblea de mercaderes, igualmente vinculados por la fuerza obligatoria de la palabra dada.

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En mayor o menor medida, todas esas instituciones están ahora conformadas o moldeadas por el derecho. No es de extrañar, por tanto, que el carácter ternario del lenguaje se encuentre en las instituciones jurídicas que garantizan el crédito de la palabra dada. Como señaló Alexandre Kojève, «el derecho, cualquiera que sea, sólo puede existir cuando hay al menos tres personas: dos ‘sujetos de derecho’ […] y una ‘norma de derecho’ y, en consecuencia, una persona distinta de las otras dos, que o bien crea esa norma, o la aplica, o la ejecuta”23. Esta ternariedad es generalmente ignorada en las ciencias sociales. Esto lleva a malentendidos en el manejo de situaciones legales básicas, como los contratos o la propiedad. El contrato no es la relación necesariamente ternaria, pues implica a una referencia común de los dos contratantes a un derecho común que los obliga a respetar la palabra dada. Lo mismo ocurre con el derecho de propiedad, que no es un vínculo directo entre una persona y una cosa, ya que su capacidad de oponerse a terceros implica la posibilidad de recurrir a un tercero imparcial que controle su legalidad. En ningún lugar la propiedad está más amenazada que cuando la figura del tercero está ausente o es evanescente, lo que da rienda suelta a las relaciones de poder por sí solas24.

© Gregor Sailer / Caters – (USA, Junction City)

La primera figura de un tercero habrá sido para cada uno de nosotros la de nuestra madre o nuestro padre, que calmaba o resolvía nuestras disputas infantiles. Pero en la escala de la polis, la primera figura es la del juez, y la escena judicial es la primera de las asambleas discursivas destinadas a separar lo verdadero de lo falso y lo justo de lo injusto. Desde la Sentencia de Salomón hasta la sala del juicio de los atentados del 13 de noviembre de 2015, el arte del juicio se despliega en una disposición espacial que revela de inmediato su regla cardinal: Audi alteram partem, escuchar a la otra parte; lo que en derecho procesal se conoce como principio adversarial y que es la base de un sistema racional de administración de la justicia. En el núcleo atómico del derecho, el arte del juicio consiste en proceder racionalmente ante la incertidumbre. Ésa es la matriz de las asambleas discursivas basadas en una ética de la verdad, ya sea en el debate democrático o en la controversia científica.

La virtud cívica de decir la verdad

En la larga historia de los pobres humanos, la mayoría de las veces las prohibiciones han sido impuestas a la mayoría por la minoría, cuyo poder se basa en la religión, la tradición o la sumisión a un líder carismático. Es el caso de los regímenes aristocráticos, monárquicos o despóticos, que la ciencia política se ha esforzado en enumerar, desde Aristóteles hasta Montesquieu. En todos esos regímenes, las reglas de vida se atribuyen a dioses o a hombres que gozan de un estatus superior al de los demás.

La democracia surge de la práctica bastante rara de que los hombres libres de una sociedad determinada se reúnan para decidir sobre los asuntos comunes en igualdad de condiciones. La condición de ciudadano reconocida a cada miembro de esa asamblea significa su derecho a contribuir a la promulgación de la norma, contradiciendo de ser necesario el punto de vista de sus pares.

La invención de la democracia así concebida se atribuye con razón a las ciudades de la antigüedad griega. Pero la investigación comparativa de Marcel Detienne25 ha demostrado que la práctica democrática de las asambleas discursivas se encuentra en muchas otras civilizaciones26. Y en la propia Europa, fueron las asambleas religiosas las que primero transformaron la práctica de las asambleas democráticas en la Edad Media27 y dieron al modelo de deliberación democrática una generalidad y universalidad que no tenía entre los griegos28. Estas prácticas deliberativas eclesiásticas inspiraron posteriormente las de las ciudades mercantiles, liberadas del poder feudal. Más allá de su diversidad, todos estos casos presentan algunas constantes: la institución de un lugar de lo político, en donde la gente se reúne según procedimientos regulados para debatir en pie de igualdad cuestiones de interés común y tomar decisiones que se impondrán a todos. El gran helenista Jean-Pierre Vernant ha descrito en magníficas páginas la dimensión espacial del debate democrático así concebido en la ciudad griega29. Cuando se reúnen, los ciudadanos tienen el mismo derecho a hablar (isegoria). Simbolizado por un cetro, el poder se «sitúa en el centro» (en meso: también significa el medio y la medida) del círculo formado por sus semejantes (homoïoï). El que quiere hablar se adelanta al centro y toma el cetro, significando así el carácter público de las palabras que va a pronunciar; cuando termina, lo vuelve a dejar y ocupa de nuevo su lugar. Su discurso deja de ser público y vuelve a ser privado.

© Gregor Sailer / Caters – (Russia, Ufa Suzdal)

Esta igualdad de derecho a la palabra pública se refleja en la forma que se da a los lugares de deliberación. El pnyx ateniense, que podía albergar a miles de ciudadanos, estaba dispuesto en forma de hemiciclo, según un plan que muchos siglos después -en 1791- la Asamblea Nacional decidió adoptar para sus deliberaciones. Esto se hizo para que cada uno de sus miembros pudiera ser visto por todos los demás y no se viera obligado a gritar, ya que, como observó un diputado, «un hombre que grita se encuentra en un estado forzado, y por esa misma razón está dispuesto a ejercer la violencia […] la disposición en la que se encuentra, la comunica a los que están escuchando»30. Pero el hemiciclo no es la única disposición espacial que se presta al debate democrático. La Cámara de los Comunes es otra, con sus curules dispuestas frente a frente, más inmediatamente dispuesta a poner en juego el principio adversarial y semejante en ese respecto al escenario judicial. Esto no es sorprendente, ya que la figura del juez, y no la del legislador, es la principal figura del derecho en los países del common law.

Desde sus orígenes antiguos hasta el giro neoliberal, la democracia siempre se había pensado como una frágil construcción institucional, que tiene dos caras complementarias: una objetiva, las instituciones de la ciudad, y otra subjetiva, la institución de los ciudadanos.

En el plano objetivo, la democracia separa y articula cuidadosamente tres instituciones, cada una con sus propios lugares y reglas:

  • la asamblea política, esfera de deliberación del interés público;
  • el mercado, esfera de negociación de los intereses privados;
  • lo sagrado (religio en su sentido jurídico original), esfera de una referencia dogmática, que es a la vez fuente de sentido y garante del crédito de la palabra, ya sea comercial o política31.

Esta tercera dimensión -la dimensión religiosa- es evidente cuando se observa el trazado de las ciudades griegas o de las ciudades libres medievales, pero pasa desapercibida para la ciencia política contemporánea, según la cual la democracia va acompañada de una secularización de lo político. Pero la autonomía colectiva no puede constituirse independientemente de cualquier heteronomía32. El derecho igualitario a participar en la deliberación de las leyes se sitúa necesariamente bajo la égida de una Referencia que obliga a todos, lo que el Digesto llamará, para definir el derecho público, «cosas sagradas». De hecho, la Declaración de Independencia de Estados Unidos se abre con la afirmación de «verdades evidentes en sí mismas», es decir, sobre una base axiológica que une a un demos, es decir, a un pueblo de ciudadanos.

A nivel subjetivo, los ciudadanos deben tener tres cualidades, cada una de las cuales corresponde a las tres dimensiones política, económica y normativa de la democracia:

– una formación y educación que les enseñe a distinguir entre el interés público y sus intereses privados;

– una independencia económica a través del trabajo, para que los ciudadanos no estén separados por una desigualdad de riqueza demasiado grande ni sometidos unos a otros; 

– una ética de la verdad, esto es, la valentía de decir lo que se piensa y de enfrentarse al pensamiento de los demás, en asambleas discursivas que pretenden ponerse de acuerdo sobre lo que es y lo que debe ser.

Esta ética de la verdad es la que Foucault, interpretando el teatro clásico de los griegos, llamó la buena parresía, el decir honesto33. Foucault no fue el primero en destacar la importancia de esta dimensión subjetiva, de la dependencia del buen funcionamiento de las instituciones democráticas de su interiorización por parte de los hombres que tienen el valor de hacerlas vivir. Redescubrió el papel nodal de lo que toda una línea de juristas ha llamado las «virtudes cívicas» y cuya lista fue elaborada por Cicerón34.

© Gregor Sailer / Caters – (USA, Tiefort City)

Al igual que la parresía griega, la veritas latina es una de esas virtudes indispensables para el funcionamiento de las asambleas discursivas regidas por un derecho de palabra igual (isegoria), asambleas que son la sustancia de las instituciones democráticas. Hablar de virtud tiene el mérito de subrayar que los ciudadanos deben estar animados individual y colectivamente por el hablar honesto para que la democracia funcione. Animados, es decir, educados, instituidos en el respeto de la verdad y en la capacidad económica de expresarla.

Estas virtudes cívicas actualizan la adhesión de los miembros de una comunidad política a un destino común basado en una misma representación de los derechos y deberes de cada persona, es decir, en una misma representación de la justicia. Dado que el orden jurídico presupone por definición la presencia de un tercero imparcial y desinteresado capaz de encarnar y aplicar esta idea de justicia, no puede en modo alguno basarse en el orden económico35. Tampoco puede deducirse de la esfera política ni fusionarse con ella, pues ésta se basa en relaciones binarias del tipo «amigo-enemigo», «gobernante-gobernado» o «dominante-dominado»36. La incomprensión de esta ternariedad del orden jurídico es lo que ha llevado a los errores de la sociología cuando pretende reducir el derecho a un sistema de dominación, o a los del análisis económico cuando pretende basarlo en puros cálculos de utilidad37. En general, la incomprensión engendra el descrédito de la palabra y la desarticulación de la ciudad.

Los ciudadanos deben estar animados individual y colectivamente por el hablar honesto para que la democracia funcione.

alain supiot

La palabra desacreditada y la ciudad desinstituida

Los regímenes totalitarios del siglo XX ya se basaban en la reducción de las relaciones humanas a relaciones de poder «amigo-enemigo» entre grupos humanos identificados por la raza o la clase social. Uno de los rasgos comunes del fascismo y del comunismo era considerar el derecho y el Estado como puros medios para aplicar las «verdaderas leyes de la historia» reveladas por la biología racial o el socialismo científico. Tanto Stalin como Hitler sólo creían en el imperio de la fuerza y compartían un mismo desprecio por el derecho, tanto en el orden interno como en el internacional38.

El final de la Segunda Guerra Mundial estuvo marcado por lo que podría llamarse un «auge dogmático», es decir, por la toma de conciencia, a la luz de la catástrofe nazi, de que «es esencial que se protejan los derechos humanos por un régimen de derecho para que el hombre no se vea obligado, como último recurso, a rebelarse contra la tiranía y la opresión”39. Sobre esta base, se ha intentado basar el orden jurídico internacional en la cooperación, el multilateralismo y el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales junto a los derechos civiles y políticos. Pero este orden internacional se está rompiendo ante nuestros ojos.

Este «régimen de derecho» fue cuestionado cuando los regímenes comunistas se convirtieron a la economía de mercado. La conversión, que comenzó con las reformas de Deng Xiaoping a principios de los años ochenta, no supuso la victoria de las democracias occidentales sobre el comunismo, sino su hibridación40. El derecho, la democracia, el Estado y todos los marcos jurídicos a los que seguimos refiriéndonos, se han visto sacudidos desde entonces por el resurgimiento del viejo sueño occidental de la armonía calculadora. Reactivado por primera vez por el taylorismo y la planificación soviética, este proyecto cientificista toma ahora la forma de la gobernanza de los números, que se desarrolla bajo la égida de la globalización41. Impulsado por la revolución digital, este imaginario cibernético representa a la sociedad como un ser homeostático, donde la ley da paso al programa y la reglamentación a la regulación.

Este «régimen de derecho» fue cuestionado cuando los regímenes comunistas se convirtieron a la economía de mercado. La conversión, que comenzó con las reformas de Deng Xiaoping a principios de los años ochenta, no supuso la victoria de las democracias occidentales sobre el comunismo, sino su hibridación.

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Las dimensiones económicas y tecnológicas de este nuevo imaginario se combinan para descalificar la ternariedad inherente al orden institucional, en favor de un mundo regido por una lógica binaria, un mundo plano, como la Flatland descrita a finales del siglo XIX en el relato filosófico del matemático Edwin Abbott42. El éxito del blockchain y del bitcoin es una ilustración entre otras del desalojo de la figura vertical del tercero43. Cada individuo se encuentra «como pieza aislada en un tablero»44,  impulsado a instituirse él mismo movido por cálculos de utilidad, «libre» para consentir la voluntad del más fuerte45.

El liberalismo económico, tal y como se teorizó a partir del siglo XVIII, ya había convertido la búsqueda del enriquecimiento individual en el motor de la historia y, por tanto, había puesto en marcha un proceso revolucionario de un alcance sin precedentes46. Como escribió Karl Polanyi, «el proceso puesto en marcha por el motivo de la ganancia sólo puede compararse en sus efectos a la más violenta explosión de fervor religioso de la historia»47. Pero este liberalismo clásico seguía poniendo el cálculo de la utilidad bajo la égida del derecho, lo que permitió frenar lo que Durkheim llamaba el «desencadenamiento de los intereses económicos»48. Tal fue el propósito de la invención del Estado social, que sirvió para canalizar las fuerzas del mercado con el fin de preservar sus efectos beneficiosos y, al mismo tiempo, prevenir o reparar sus efectos sociales más destructivos. Se restableció así la articulación del orden jurídico entre el plano horizontal de los contratos, entregado al tiempo corto de los intercambios y de los cálculos de utilidad, y el plano vertical de la ley, entregado al tiempo largo de la vida humana y a los incalculables valores de interés común de los que el Estado es responsable, como el estatus y la seguridad de los individuos, o la preservación de su ecúmene.

© Gregor Sailer / Caters – (USA, Junction City)

Lo característico del neoliberalismo que se ha desplegado en los últimos cuarenta años es, por el contrario, pretender poner al derecho mismo bajo la égida del cálculo de utilidad. Así, se ha podido justificar la tortura, someter a los directivos de las empresas al único imperativo de crear valor para los accionistas, expedir «derechos a contaminar» o establecer un «mercado internacional del derecho» abierto a la competencia social, fiscal o ecológica. El orden normativo promovido sobre esta base está depurado de cualquier referencia a valores incalculables, es decir, de cualquier imperativo categórico.

En el plano económico, se ha impuesto así la idea de que la asignación óptima de los recursos económicos debe llevar a autorizar a un contratista a incumplir sus promesas cuando le resulte más ventajoso compensar a su cocontratante en lugar de aplicar el contrato49. El valor dogmático -y por tanto inestimable- de la palabra dada se sustituye así por la estimación monetaria del precio de su violación. Al sustituir la regla del Pacta sunt servanda por la regla de la maximización de las utilidades de las partes, se pretende vaciar el orden contractual de cualquier rastro de heteronomía y cerrarlo al universo del cálculo. Es ilusorio pensar que la supuesta objetividad del cálculo permitiría evitar el crédito que se puede dar a la palabra dada. La implosión financiera de 2008 causada por la crisis de subprimes mostró sus efectos devastadores50. Se pensó que, con la magia de la agregación estadística de los riesgos, ya no era necesario tener en cuenta la dimensión personal y subjetiva del crédito concedido a los deudores51.

Al sustituir la regla del Pacta sunt servanda por la regla de la maximización de las utilidades de las partes, se pretende vaciar el orden contractual de cualquier rastro de heteronomía y cerrarlo al universo del cálculo. Es ilusorio pensar que la supuesta objetividad del cálculo permitiría evitar el crédito que se puede dar a la palabra dada.

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En el plano científico, es la misma ilusión que domina hoy las políticas de investigación, que extienden a la investigación las recetas de la gobernanza de los números52. Tratar de «programar» a los académicos para que mejoren su «rendimiento», medido por indicadores numéricos de rendimiento bibliométrico o de recaudación de fondos, conduce a un aumento del fraude53, a la disminución del número de descubrimientos reales54 y a una pérdida de crédito de la palabra científica, que se sospecha que está al servicio de los poderes políticos o económicos. 

En el plano político, la eficacia de las asambleas discursivas se arruina en cuanto la democracia se vacía igualmente de toda referencia a la búsqueda de la verdad y del bien común, para asimilarse a un mercado de ideas. Esta asimilación fue planteada por primera vez por el llamado Premio Nobel de Economía Ronald Coase55, antes de ser consagrada por el Tribunal Supremo de Estados Unidos56, que en 2010 sacó todas las consecuencias lógicas en su sentencia Citizens United57. Estableciendo una equivalencia entre el valor de la palabra y el valor monetario, el Tribunal dictaminó que cualquier limitación al financiamiento de las campañas electorales por parte de las grandes empresas equivaldría a una limitación de la libertad de expresión58. Reducir así la democracia a un mercado de ideas ignora el estatuto específico de las palabras intercambiadas en un debate democrático, palabras públicas, que deben estar animadas por la parresía, por muy contradictorias que sean las representaciones de la verdad y la justicia defendidas por los oradores enfrentados. A partir de entonces, el objeto del debate político ya no es la definición del interés general, sino la conquista de «cuotas de mercado» electorales.

© Gregor Sailer / Caters – (Germany, Schnggersburg)

Los vínculos entre los dirigentes que creen tener el monopolio de la razón y un demos considerado ignorante y manipulable se conciben, por tanto, en términos de «comunicación» o «nudges», es decir, la aplicación de una versión particular de la publicidad al «mercado electoral». Pero el uso de técnicas publicitarias y conductuales no es suficiente para crear la affectio societatis, el horizonte común necesario para aglutinar una comunidad política en general y una democracia en particular. La desaparición de este horizonte devuelve el criterio schmittiano del amigo y el enemigo, de la lucha a muerte entre «ellos» y «nosotros». En muchos países, ya no es la promesa de progreso lo que impulsa la conquista o la conservación del poder, sino la designación del enemigo. El enemigo es siempre el «otro», ya sea el musulmán (identificado con el islamista), el inmigrante (identificado con el beneficiario de la asistencia pública), el funcionario (identificado con el parásito), el católico (identificado con el oscurantista), el conservador (identificado con un enfermo mental afectado por peligrosas «fobias»: xenofobia, homofobia, islamofobia, transfobia, etc.), el soberanista (identificado con el «populista» o demagogo), etc. Una vez que el enemigo ha sido sustancializado de esta manera, ya no tiene un lugar legítimo en el espacio público y queda excluido del círculo del debate democrático. Ya no se trata de respetar su libertad de expresión y oponerse a él con argumentos, sino de descalificarlo y silenciarlo.

Esta reducción de las relaciones jurídicas al ajuste de los cálculos de utilidad conduce a un mundo en el que no se puede confiar en la palabra de los demás. Un mundo así, que es el de la posverdad y las fake news, está condenado a la violencia porque ahí sólo se reconocen las relaciones de poder.

Notas al pie
  1. Cf. Francesco Paolo Adorno, « La Cité », Cités, no 1, 2000, pp. 221-228.
  2. El Digesto, XVII, 2, 31, Henri Hulot (trad.), edición bilingüe, Metz, Behmer et Lamort, 1803, libro XVII, p. 508).
  3. Cf. Émile Benveniste, « Deux modèles linguistiques de la cité », en Problèmes de linguistique générale, vol. II, París, Gallimard, 1974, pp. 272-280.
  4. “El Tribunal puede así aceptar que la barrera levantada contra los demás por un velo que oculte el rostro es percibida por el Estado demandado como una actitud que conculca el derecho de los otros a desenvolverse en un espacio de socialización que haga la vida en común más fácil” (Tribunal Europeo de Derechos Humanos-TEDH, 1 de julio de 2014, SAS c. Francia, nº 43835/11, § 122).
  5. TEDH, fallo citado, § 157.
  6. Cf. Louis Dumont, Homo aequalis, I. Genèse et épanouissement de l’ idéologie économique, París, Gallimard, 1977.
  7. Gilbert Keith Chesterton, The Everlasting Man [1925], L’Homme éternel, Martin Morin (trad.), 2004, pp. 144-145.
  8. Aristóteles, Política, 1253a.
  9. Cf. la glosa iuris vinculum de las Institutas de Justiniano, relativa al pronunciamiento de las palabras sacramentales de la estipulación: « ut enim boves funibus visualiter ligantur, sic homines verbis ligantur intellectualiter […] voce ligatur homo » (cf. François Spies, De l’observation des simples conventions en droit canonique, París, Recueil Sirey, 1928, p. 228 ; Jean Gaudemet, « Les débuts de l’“obligation” dans le droit de la Rome antique », Archives de philosophie du droit, París, Dalloz, 2000, pp. 19-32).
  10. Antoine Loysel, Institutes coutumières [1607], libro III, tomo I, § 357.
  11. André Leroi-Gourhan, Le Geste et la Parole, tomo II, La Mémoire et les Rythmes, París, Albin Michel, 1964, p. 259.
  12. Sigmund Freud, El malestar en la cultura [1930], París, PUF, 1997. Freud resumió esta tesis en su carta de 1932 a Albert Einstein, en respuesta a la pregunta de éste sobre la fatalidad de la guerra (correspondencia reproducida en Sigmund Freud, Propos d’actualité sur la guerre et sur la mort, Éric Blondel, Ole Hansen-Løve y Théo Leydenbach (trads.), París, Garnier-Flammarion, 2017, p. 115 y ss).
  13. Cf. Alain Supiot, Homo juridicus. Essai sur la fonction anthropologique du droit, París, Seuil, 2005.
  14. Cf. Charles S. Peirce, Écrits sur le signe, textes rassemblés, Gérard Deledalle (trad. y com.), París, 1978, Seuil; Émile Benveniste,Problèmes de linguistique générale, tomo II, París, Gallimard, 1974, p. 82 ; Dany-Robert Dufour, Les Mystères de la trinité, París, Gallimard, 1990 ; Terrence W. Deacon, The Symbolic Species. The co-evolution of language and the human brain, Nueva York, Londres, W. W. Norton, 1998.
  15. Émile Benveniste, Problèmes de linguistique générale, op. cit., p. 82. Sobre este punto, véase Dany-Robert Dufour, Les Mystères de la trinité, op. cit., en particular p. 73 y ss.
  16. Jacques Lacan, Séminaire, tomo XX, Encore, Jacques-Alain Miller (éd.), París, Seuil, 1975, p. 151.
  17. Cf. el sentido primigenio de « conversar »: permanecer, habitar un lugar (Alain Rey [dir.], Dictionnaire historique de la langue française, Le Robert, entrada « Converser »).
  18. Augustin Berque, Poétique de la Terre. Histoire naturelle et histoire humaine. Essai de mésologie, París, Belin, 2014, p. 30. Y ver Osamu Nishi-tani, «La formation du sujet au Japon », Cahiers Intersignes, nos 8-9, 1992.
  19. Montesquieu, Lettres persanes, edición del tricentenario, París, Points, 2021, pp. 373-385.
  20. Maurice Hauriou, « La théorie de l’institution et de la fondation », en Aux sources du droit. Le pouvoir, l’ordre et la liberté, París, Bloud et Gay, « Cahiers de la nouvelle journée », 1933, reimpreso por el Centre de philosophie politique et juridique de la universidad de Caen, 1986.
  21. Cf. André Orléan, L’Empire de la valeur, París, Seuil, 2011, p. 185.
  22. Hans Bots y Françoise Waquet, La République des Lettres, París, Bruselas, Belin-De Boeck, 1997.
  23. Alexandre Kojève, Esquisse d’une phénoménologie du droit [1943], Gallimard, 1982, p. 25. François Ost ha resumido en broma esta característica esencial del orden jurídico diciendo que el derecho sirve para contar hasta tres (François Ost, À quoi sert le droit? Usages, fonctions, finalités, Bruselas, Bruylant, 2016).
  24. Cf. Chris M. Hann, Property Relations: Renewing the Anthropological Tradition, Cambridge, Cambridge University Press, 1998.
  25. Cf. Marcel Detienne (dir.), Comparer l’ incomparable, Seuil, 2000, c. v, y, bajo dirección del mismo autor, Qui veut prendre la parole ?, París, Seuil, 2003.
  26. Así, en Etiopía (Marc Abelès, «Pouvoir et société chez les Ochollos d’Éthiopie méridionale à Demeke Dejasse et Salanon Wenjela», Cahiers d’études africaines, vol. 18, nº 71, 1978, pp. 293-310; «Revenir chez les Ochollos», en Marcel Detienne, Qui veut prendre la parole ?, p. 393 y ss.); en las comunidades monásticas de Japón (Pierre-François Souyri, en Marcel Detienne, ibíd., p. 85 y ss.); entre los guerreros cosacos de Ucrania en los siglos XVI y XVII o los habitantes de los atolones del Pacífico descritos por los primeros etnólogos que desembarcaron allí en el siglo XIX (Cf. Jean-Paul Latouche, en Marcel Detienne, ibíd., p. 303 y ss.).
  27. Cf. Léo Moulin, « Les origines religieuses des techniques électorales et délibératives modernes », Politix, vol. 11, no 43, 1998, p. 117-162 ; Luca Badini Confalonieri, Democracy in the Christian Church. An Historical, Theological and Political Case, Bloomsbury, 2012.
  28. En el pensamiento cristiano, el pueblo de los hijos de Dios, unido en pie de igualdad en la ecclesia (noción griega de la que deriva la noción de Iglesia), no puede equivocarse. Por lo tanto, la verdad de una proposición puede reconocerse por el hecho de que es reconocida por todos. Ese es el sentido del adagio Vox populi vox Dei, aparecido a principios del siglo III en Cipriano para justificar la elección de los obispos por la asamblea de los fieles, y que todavía se invocaría siete siglos después para justificar el apego de los ingleses a su monarca frente a la ocupación danesa (véase Alain Boureau, «L’adage vox populi, vox Dei et l’invention de la nation anglaise (viiie- xiie siècle)», Annales ESC, año 47, nos. 4-5, 1992, pp. 1071-1089).
  29. Jean-Pierre Vernant, « Espace et organisation politique en Grèce ancienne », Mythe et pensée chez les Grecs, tomo I, París, Maspero, 1965, pp. 207-229. Ver también Pierre Lévêque y Pierre Vidal-Naquet, Clisthène l’Athénien, París, Les Belles Lettres, 1964.
  30. Patrick Brasart, Paroles de la Révolution. Les Assemblées parlementaires 1789-1794, París, Minerve, 1988, citado por Marcel Detienne, en Comparer l’ incomparable, op. cit. pp. 111-112. Nietzsche, que no era muy aficionado a la democracia, hizo la misma observación: «Con una voz muy fuerte en la garganta, uno es casi incapaz de pensar cosas sutiles» (La gaya ciencia, José Jara (trad.), España, Ariel, 2019).
  31. El gran mérito de la obra de Pierre Legendre es haber puesto de relieve esta dimensión dogmática del vínculo social. Véase De la société comme texte. Linéaments d’une anthropologie dogmatique, París, Fayard, 2001.
  32. Esta tesis de una autonomía colectiva radical es defendida en particular por Cornelius Castoriadis, véase por ejemplo Les Carrefours du labyrinthe, III, Le Monde morcelé, París, Seuil, 1990, pp. 137-171.
  33. Cf. Michel Foucault, Le Gouvernement de soi et des autres. Cours au Collège de France, 1982-1983, París, EHESS, Gallimard, Seuil, 2008. Véase Maria Andrea Rojas, « Michel Foucault : la “parrêsia”, une éthique de la vérité », tesis de filosofía, universidad Paris-Est, 2012.
  34. Cicerón, « De inuentione », II, LIII, en Œuvres complètes de Cicéron con traducción al francés bajo la dirección de Désiré Nisard, París, Firmin Didot, tomo I, 1869 (modificamos la traducción de vindicatio, traducida imperfectamente como «venganza» en esta edición).
  35. Como observa Kojève, «la Justicia (incluso de equivalencia) y el Derecho no pueden obtenerse de la economía por un simple proceso de abstracción o «deducción», o incluso «análisis». […] El derecho es algo distinto a las interacciones económicas regidas por el derecho. Es una aplicación a estas interacciones de una determinada idea de justicia» (Alexandre Kojève, op. cit., pp. 199-200).
  36. Alexandre Kojève, ibid., p 203.
  37. Sobre esos errores, véase Alain Supiot, La Gouvernance par les nombres. Cours au Collège de France (2012-2014), París, Fayard, 2015, 2a ed., Pluriel, 2020, pp. 243-295.
  38. Cf. Ernst Fraenkel, The Dual State. A Contribution to the Theory of Dictatorship, Oxford, Oxford University Press 1941, reimpresión Lawbook Exchange Ltd, Clark, Nueva Jersey, 2006. Ver también Olivier Jouanjan, Justifier l’ injustifiable. L’ordre du discours juridique nazi, París, PUF, 2017.
  39. Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948).
  40. Cf. Alain Supiot, L’Esprit de Philadelphie. La justice sociale face au marché total, París, Seuil, 2010, Points, 2021.
  41. Cf. Alain Supiot, La Gouvernance par les nombres, op. cit.
  42. Edwin Abbott, Flatland. A Romance of Many Dimensions, by a Square, Londres, Seeley, 1884.
  43. Cf. Katrin Becker, « La technologie blockchain et la promesse crypto-divine d’en finir avec les tiers », Études digitales, no 6, Religiosité technologique, II, Classiques Garnier, 2019, pp. 33-52.
  44. Cf. Aristóteles, Política, libro I, 2, versión de Antonio Gómez Robledo, México, UNAM, 2018.
  45. Cf. Muriel Fabre-Magnan, L’Institution de la liberté, París, PUF, 2018.
  46. , Catherine Malamoud y Maurice Angeno (trads.), París, Gallimard, 1981.
  47. Karl Polanyi, La Grande Transformation, ibid., p. 24.
  48. Émile Durkheim, Leçons de sociologie, Paris, PUF, 2a ed., 1969, p. 51.
  49. Esta teoría del efficient breach of contract fue popularizada por el padre del análisis económico del derecho, Richard Posner, en Economic Analysis of Law, Wolters Kluwer, Aspen Casebook Series, 8ª ed., 2010; y por el mismo autor, «Let us never blame a contract breaker», Michigan Law Review, vol. II. 107, 2008-2009, pp. 1349-1363. Para una presentación crítica y una bibliografía detallada, véase Muriel Fabre-Magnan, Droit des obligations, I. Contrats et engagement unilatéral, París, PUF, 6ª ed. La llamada ordenanza «Macron» nº 2017-1387, de 22 de septiembre de 2017, aplicó esta teoría imponiendo la «baremación» de la indemnización debida al trabajador víctima de un despido sin causa real y grave. El objetivo de esta reforma era hacer calculable y previsible el costo de la violación de la ley, para permitir al empresario hacer la elección «racional» de su violación (véase «Licenciement et barème: prévoir et sécuriser?», estudios recogidos en Droit social, abril de 2019, pp. 280-333).
  50. Laurent Aynès y Philippe Stoffel-Munck, « Décembre 2004-juin 2005 : embellie pour la sécurité des affaires », Droit et patrimoine, no 141, octubre de 2005, p. 99.
  51. Los juristas que defendieron esta desregulación de las operaciones de titulización afirmaron que «la objetivación de la obligación permite organizar su explotación como si se tratara de un activo, lo que permite optimizar su valor; todo ello en un marco jurídico seguro porque responde más a las reglas de la mecánica que a inciertas consideraciones psicológicas» (Laurent Aynès y Philippe Stoffel-Munck, ibid., p. 99; el subrayado es nuestro).
  52. Cf. Alain Supiot, Le travail n’est pas une marchandise. Contenu et sens du travail au xxie siècle, París, Éditions du Collège de France, 2019; « Du bon gouvernement de la recherche », Philosophie World Democracy, 7 de julio de 2021 (en línea). 
  53. La tasa de retracción por fraude de artículos publicados en revistas biomédicas se multiplicó por diez entre 1975 y 2012 (cf. Ferric C. Fang, R. Grant Steen y Arturo Casadevall, «Misconduct accounts for the majority of retracted scientific publications», Proceedings of the National Academy of Science, 16 de octubre de 2012; 109 (42): 17028-17033).
  54. Donald Geman y Stuart Geman, « Science in the age of selfies », Proceedings of the National Academy of Sciences, 23 de agosto de 2016, 113 (34), pp. 9384-9387.
  55. Ronald Coase, « The Economics of the First Amendment. The Market for Goods and the Market for Ideas », American Economic Review, Papers and Proceedings, 1974, vol. 64, no 2, pp. 384-391.
  56. Ver sus fallos Buckley v. Valeo, 424 US 1, 1976, y First National Bank v. Bellotti, 435 US 765, 1978. Citizens United v. Federal Election Comm’n 558 US, 2010.
  57. Ibid.
  58. Cf. Timothy Kuhner, Capitalism v. Democracy: Money in Politics and the Free Market Constitution, Stanford, Stanford Law Books, 2014.
Créditos
Publicación original: « Le crédit de la parole », Le Visiteur n° 27, Paris, Société française des architectes et Infolio, 2022.

Las fotografías son de Gregor Sailer para su serie "The Potemkine Village".