Es difícil, si no imposible, concebir el desarrollo del Estado y del capitalismo sin considerar el papel decisivo del derecho en su construcción. La organización social, al igual que las instituciones privadas y públicas que aseguran el desarrollo regular de las relaciones comerciales, no son más que la expresión de esa infraestructura jurídica en la que se apoyan todas las naciones modernas y económicamente avanzadas. No parece excesivo decir, por tanto, que el derecho es el medio por el que una comunidad se organiza en un territorio determinado para convertirse en un Estado, es decir, en una entidad jurídicamente identificable —incluso antes de ser culturalmente identificable— que se rige por unos usos y costumbres propios que dan un rostro racional a lo que podrían haber sido meras afinidades étnicas, lingüísticas o culturales.

Esta dimensión evidentemente concreta del derecho esconde también su dimensión geopolítica, como sugiere Natalino Irti, uno de los juristas italianos más importantes y autor de numerosos volúmenes sobre las transformaciones del derecho, también desde una perspectiva filosófica, como L’età della decodificazione (1978), Nichilismo giuridico (2004) y Un diritto incalcolabile (2016). Al responder a nuestras preguntas, nos recuerda en primer lugar que: «El derecho siempre ha tenido, y sólo podía tener, un carácter ‘geopolítico’. La norma jurídica necesita un momento y un lugar (un ‘aquí’) para ser aplicada». Al mismo tiempo, este vínculo entre la norma y el lugar en el que se centra Irti es indicativo de la fuerza y los límites de la propia norma: la eficacia viene dada precisamente por el hecho de que existe un territorio circunscrito —y, por tanto, gobernable por una autoridad dotada de capacidad coercitiva-ejecutiva— en el que debe aplicarse, mientras que fuera de ese límite la norma se desvanece entre los distintos sistemas relativos a realidades muchas veces opuestas o, en todo caso, no plenamente coordinadas, en un marco de equilibrios geopolíticos que a menudo impiden el desarrollo de una regulación armónica y eficaz desde el principio.

La congelación de las relaciones internacionales demuestra esta cualidad intrínseca de la norma jurídica de forma muy clara: la forma en que la realidad de las sanciones económicas adoptadas tras la invasión rusa de Ucrania —bloqueo de importaciones y exportaciones, congelación de activos y reservas, expulsión de sujetos de los centros financieros— ha puesto en cuestión la narrativa, surgida sobre todo en los últimos treinta años, de la lex mercatoria, entendida como la (cuasi) codificación de las relaciones comerciales entre empresas en un mundo globalizado. A este respecto, Natalino Irti observa que «la lex mercatoria, si es ley, necesita garantías judiciales y coercitivas. De lo contrario, cae en el nivel de un simple acuerdo, confiado a la palabra y la promesa de las partes. Su ‘debilitamiento’ en tiempos oscuros revela su naturaleza profunda”. Otro síntoma del Zeitgeist de esta fase histórica, que refleja el debilitamiento de la lex mercatoria, es la deflagración de las normas de control de las inversiones extranjeras directas, como el Golden Power que se arroga el gobierno italiano para controlar o vetar las inversiones extranjeras, reforzado durante la pandemia para defender a las empresas estratégicas de posibles adquisiciones por parte de actores hostiles o poco fiables. A este respecto, Irti señala que «se trata de instrumentos puramente técnicos. Cuando la economía se derrumba, las empresas vuelven a descubrir e invocar la protección del Estado”. En este caso, se intuye el carácter geopolítico del instrumento técnico: la empresa, que puede adscribirse a un Estado determinado, goza de la protección de éste, que tiene poder sobre el territorio gobernado, en una relación entre norma y lugar que ilustra perfectamente lo dicho anteriormente. A través de este instrumento, el Estado puede, por ejemplo, impedir la adquisición de una empresa estratégica italiana por parte de una empresa china, a pesar de los principios de libre mercado consolidados a lo largo de los años y demostrando la actualidad de la máxima de Carl Schmitt de que, a fin de cuentas, «quien dice humanidad quiere engañar, quien dice poder quiere desenmascarar». Irti comenta con elegancia: «Las frases de Carl Schmitt son siempre agudas y contundentes. El derecho, como voluntad destinada a dirigir y regular otras voluntades, es un ejercicio de poder. Una ley sin poder, es decir, que no está garantizada por sanciones coercitivas, no es una verdadera norma de acción”.

La realidad de las sanciones económicas adoptadas tras la invasión rusa de Ucrania ha puesto en cuestión la narrativa de la lex mercatoria.

LUCA PICOTTI

Pero, ¿hasta qué punto es impotente la ley? En primer lugar, Irti sugiere que prestemos atención a la importancia de las sanciones coercitivas, haciéndonos conscientes, en lo que respecta a la lex mercatoria, de que en tiempos difíciles como los actuales, su debilitamiento es casi inevitable. Pero es recurriendo a las relaciones internacionales, y más concretamente a las relaciones de poder geopolíticas, que se pueden comprender los límites del propio derecho. Como hemos argumentado, la norma está vinculada a un lugar, que en la mayoría de los casos resulta ser el territorio de un Estado donde existe una autoridad con fuerza coercitiva para ejercer su poder sobre él. Pero, ¿qué ocurre a nivel internacional, donde —como nos enseñan las teorías realistas de las relaciones internacionales— las únicas piezas del tablero son los Estados? Son ellos los que tienen una fuerza jurídica propia, ejercida en su propio territorio. En el exterior, sólo hay un número limitado de sistemas de poder en conflicto que acostumbran colaborar o competir, llevarse bien o luchar entre sí, en una lógica de poder que pone plenamente de manifiesto que todo el panorama internacional es intrínsecamente anárquico, es decir, técnicamente no regulado y carente de normas jurídicas eficaces y eficientes. Esto sucede por una razón tan trivial como olvidada muy a menudo, que Theodore Roosevelt ya había identificado lúcidamente en sus discursos: «Hasta el día de hoy, no hay posibilidad de establecer ninguna potencia internacional […] capaz de impedir eficazmente los actos ilícitos, y en estas condiciones sería no sólo insensato sino también pernicioso que una gran nación libre se privara del poder de proteger sus propios intereses»; o «… sería un error fatal que los grandes pueblos libres se redujeran a la impotencia y permitieran despotismos y barbaridades armadas. No sería arriesgado hacerlo si existiera un sistema de policía internacional, pero en la actualidad ese sistema no existe»; por último, sus comentarios sobre la naciente Sociedad de Naciones son también emblemáticos: «Estoy a favor de esa Sociedad a condición de no esperar demasiado de ella […]. No quisiera representar el papel del que se burló incluso Esopo cuando escribió cómo los lobos y las ovejas se pusieron de acuerdo para deponer las armas, y cómo las ovejas, como garantía de su buena fe, rechazaron a los perros pastores y acabaron siendo inmediatamente devoradas por los lobos.» Se trata de un planteamiento realista, consciente de la impotencia del derecho internacional, que parte precisamente del supuesto de que el tablero global es un terreno anárquico sin una policía superior para los distintos actores (los Estados) que lo componen; una intuición que ya tenía Thomas Hobbes unos siglos antes, cuando afirmaba: «No necesito decir nada sobre los deberes de un soberano hacia otros soberanos, que están jurídicamente incluidos en lo que comúnmente se llama el derecho de gentes, porque el derecho de gentes y el derecho de la naturaleza son una y la misma cosa». Ante un sistema anárquico y en ausencia de una autoridad con poder coercitivo superior a las naciones individuales, el derecho internacional no puede hacer mucho y se convierte en una mera regulación de las relaciones mientras le convenga a una gran potencia cumplirlo. Al fin y al cabo, es la rama de la ciencia jurídica que quizás esté más en la frontera definitiva con la voluntad de poder político. Cuando se le pregunta a Natalino Irti si esto es un síntoma de su fragilidad inherente, como parecen sugerir el actual conflicto en Ucrania y la historia en general, el jurista responde con una imagen refinada, tan evocadora como oportuna: «Lo has dicho bien. El derecho internacional —y, en general, el derecho público— se encuentra en la última frontera y no puede escapar a las vicisitudes cambiantes del curso de la historia. Como el búho hegeliano de Minerva, se levantan al atardecer, cuando la realidad ya se recompuso en un nuevo orden”.

Es en esta encrucijada de derecho y geopolítica donde hay que captar la naturaleza íntima de la Unión Europea, una construcción intrínsecamente jurídico-económica obligada por las recientes turbulencias internacionales a cuestionarse a sí misma.

Es en esta encrucijada de derecho y geopolítica donde hay que captar la naturaleza íntima de la Unión Europea, una construcción intrínsecamente jurídico-económica obligada por las recientes turbulencias internacionales a cuestionarse a sí misma.

luca picotti

Incluso antes del estallido de la pandemia y de la guerra en Ucrania, el contexto mundial estaba sufriendo una serie de transformaciones en la dirección de un mayor proteccionismo, especialmente visible en el ámbito de la inversión extranjera directa. En efecto, la competencia cada vez mayor, sobre todo en el ámbito tecnológico, entre Estados Unidos y China, ha renovado la atención a la seguridad nacional y a los sectores estratégicos de la economía, con el fin de proteger las infraestructuras críticas, los conocimientos tecnológicos y el suministro mínimo de recursos energéticos y de bienes esenciales, incluso a costa de provocar ciertas rupturas con respecto a los principios del libre mercado, que se creía dominante hasta hace poco. De ahí la explosión de normativas protectoras, sobre todo a partir de la segunda mitad de la década de 2000 —por ejemplo, Estados Unidos con la ley sobre las inversiones extranjeras y la seguridad nacional de 2007, Francia con el Decreto nº 1739 del 30 de diciembre de 2005 sobre la regulación de las relaciones financieras con el extranjero y la aplicación del artículo L.151-3 del Código Monetario y Financiero, o Alemania con la modificación de la Außenwirtschaftsgesetz y la Außenwirtschaftsverordnung del 24 de abril de 2009— y un refuerzo más potente en los últimos años, sobre todo ante el desarrollo de las redes 5G. En general, el auge de los fondos soberanos y otras entidades vinculadas con Estados rivales, como China, en las empresas estratégicas había alarmado a las cancillerías occidentales y las había presionado a una mayor intervención del Estado para proteger los intereses nacionales, pensemos en el mencionado Golden Power italiano. La pandemia y la guerra, con su posterior crisis energética, no hicieron sino exacerbar estas tendencias, congelando aún más el panorama mundial y obligando a los distintos países a volver a las antiguas categorías geopolíticas, así como a replantearse el papel del Estado.

En este contexto, la Unión Europea se encontró desde el principio en dificultades en todos los frentes: desde el expediente energético hasta las cuestiones geopolíticas y el reto de la vuelta del Estado a la economía.

La razón principal de las dificultades de la Unión Europea es la ausencia de un centro político capaz de determinar una dirección unitaria para lo que sigue siendo, por el momento, una simple construcción jurídico-económica, compuesta por una pluralidad de intereses nacionales que se encuentran y chocan en su seno, en una búsqueda constante de equilibrio entre las diferentes relaciones de poder. Las disposiciones formales que, de vez en cuando, intentan identificar ciertos centros de poder dentro de la estructura no sirven de nada a este respecto: por ejemplo, la creación en 1993 de la PESC (Política Exterior y de Seguridad Común) es completamente irrelevante, ya que es un objeto vacío. No existe una política exterior común y todas las decisiones relevantes se delegan a los jefes de gobierno individuales, como es el caso del plan de recuperación, resultado de una reunión de diferentes intereses nacionales, ciertamente no un producto de la Comisión o del Parlamento Europeo.

La consecuencia de esa falta de unidad es que, desde el principio del proyecto europeo, se pretendió basar el equilibrio entre los distintos componentes en los principios, consagrados en los tratados, de competencia y libre mercado, así como de legalidad y buena administración, para crear un marco que pudiera contener los impulsos políticos de los distintos Estados miembros. La Unión se engañó a sí misma creyendo que podía operar en un mundo posthistórico siguiendo sus propios principios, relegando su deseo de poder político a los márgenes —por fuerza de las circunstancias, podría decirse, ya que nunca ha habido uno unificado— y confiando en la competencia y el mercado en las relaciones internas y en el derecho internacional, así como en la buena fe contractual, en las relaciones con los distintos actores globales.

La razón principal de las dificultades de la Unión Europea es la ausencia de un centro político capaz de determinar una dirección unitaria para lo que sigue siendo, por el momento, una simple construcción jurídico-económica, compuesta por una pluralidad de intereses nacionales que se encuentran y chocan en su seno, en una búsqueda constante de equilibrio entre las diferentes relaciones de poder.

LUCA PICOTTI

El problema es que, en una fase histórica caracterizada por un capitalismo político cada vez más feroz, donde las grandes potencias utilizan todos sus medios, públicos y privados, para la supremacía, incluso a costa de sacrificar el libre mercado, los tratados de la Unión Europea parecen, si no anacrónicos, al menos inadecuados para los retos actuales y futuros.

Hasta el punto de que, en los últimos años, incluso antes de la pandemia y del conflicto ucraniano, se había empezado a tomar conciencia de la fragilidad estructural de la Unión en las propias instituciones europeas. En este sentido, varios documentos publicados desde 2017 son edificantes. Entre ellos: COM(2017) 240, del 10 de mayo de 2017, Documento de reflexión sobre la gestión de la globalización; COM(2017) 494 final, del 13 de septiembre de 2017, Acoger la inversión extranjera directa protegiendo los intereses fundamentales; y la Decisión C(2017) 7866 final de la Comisión, del 29 de noviembre de 2017, por la que se crea un grupo de expertos sobre el seguimiento de la IED en la Unión. Otro ejemplo relevante se refiere a la tecnología 5G, para la cual, con la Recomendación 2019/534, la Comisión Europea tuvo que reconocer que el tradicional marco legislativo de la UE para las comunicaciones electrónicas —basado en la competencia, la protección del mercado interior y los intereses de los usuarios finales—, por muy sólido que fuera, ya no parecía adecuado para hacer frente al cambiante contexto global. En cuanto al control de las inversiones extranjeras, la Unión había decidido afrontar el nuevo contexto con la adopción del Reglamento 2019/452, con el objetivo de desarrollar un mercado único competitivo y, en cambio, trazar un perímetro de protección frente a los actores externos, especialmente China, para defender a sus propios «campeones» dentro de la Unión y sus sectores estratégicos.

Si los últimos años ya habían obligado a las instituciones comunitarias a cuestionarse a sí mismas, la llegada de la pandemia, primero, y de la guerra, después, mostraron casi definitivamente la insuficiencia de la construcción europea: un despertar forzoso del sueño posthistórico en el que siempre había vivido, adormecido por la ilusión de evolucionar en un contexto caracterizado por la ausencia de polemos, regido por el derecho internacional y la lex mercatoria, en el que podía planificar tecnocráticamente sus objetivos ecológicos, garantizando al mismo tiempo la competencia interna, las normas fiscales y la libre circulación de capitales. Con la pandemia, se desmantelaron todos los esquemas tradicionales. El pacto de estabilidad fue suspendido. Ha habido excepciones, explícitas e implícitas, a las normas sobre ayudas estatales. Del mismo modo, proliferaron las regulaciones restrictivas de los movimientos de capital a nivel nacional, a veces incompatibles con el derecho comunitario. La competencia dejó de ser la prioridad. En segundo lugar, la combinación de la crisis energética y la invasión de Ucrania ha echado por tierra lo que quedaba del planteamiento comunitario (y un posible tope en los precios del gas marcaría aún más esta ruptura con los principios originales de los tratados). El gasto militar de los Estados miembros ha aumentado. Los objetivos verdes se dejan de lado temporalmente, o al menos se reconfiguran.

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Cuando se le pregunta a Natalino Irti a dónde pueden llevar estos cambios a largo plazo, responde apartándose del discurso dominante de que estas crisis han reforzado la integración europea: «La Unión Europea es una comunidad jurídica, establecida por tratados. Me parece que la pandemia y la guerra de Ucrania han reintegrado a los Estados a su plena soberanía. Es necesario mirar más allá de las palabras, y captar la naturaleza intrínseca de los hechos».

Este es un punto especialmente interesante. Algunos ven esto como una oportunidad histórica para la Unión Europea. El hecho de que se haya adoptado un enfoque común ante la crisis ucraniana, a pesar de algunas diferencias —cada vez más importantes—, sería una clara señal de que hay una Europa unida. Del mismo modo, el plan de recuperación parecía haber suscitado grandes esperanzas. Al fin y al cabo, Europa se hace a través de las crisis, parafraseando a Jean Monnet. Pero, ¿puede una entidad salir fortalecida de dos crisis que sólo han puesto de manifiesto su inadecuación a la situación? De este modo, el Pacto de Estabilidad podría permanecer suspendido hasta finales de 2023, lo que supondría casi cinco años de excepción a las normas presupuestarias. Pero, ¿en qué momento una excepción se convierte en regla? La normalización de las emergencias es un tema de actualidad, pero el hecho es que el estado del aparato europeo está demostrando ser una anarquía de facto más que un terreno fértil para una mayor integración. Ante estas dos crisis, los Estados-nación simplemente se hicieron cargo y actuaron en consecuencia. Las instituciones europeas se han visto obligadas a reconocer esta realidad a posteriori, por ejemplo, haciendo las excepciones necesarias a los tratados: esto se debe precisamente a que toda la estructura europea es intrínsecamente inadecuada no sólo para el fenómeno de la crisis en sí, sino más generalmente para el contexto geopolítico actual, donde los capitalismos políticos (y militares) se enfrentan en un juego de poder. En lugar de una Europa unida, nos encontramos con actos de necesidad, a veces comunes debido a una convergencia de intereses, de los Estados miembros ante las crisis, a pesar de la rígida infraestructura europea, incluso antes de que se derogue en la ley, o, a lo sumo, se utilice cuando sea posible (monetariamente) para sus propios fines. Tanto es así que, aunque es ciertamente posible que esta coyuntura se traduzca en un impulso hacia una mayor integración, la cuestión de lo que viene después aparece de forma cada vez más amenazadora: ¿qué pasará con una infraestructura jurídica que ha perdido su legitimidad? ¿Se actualizará? ¿Se reformará? ¿Se superará? ¿O seguirá en el limbo actual, entre las derogaciones de facto y las concesiones de jure? Este es el gran reto que espera a los países europeos y sobre el que sería preferible reflexionar ahora, en lugar de plantear ideas demasiado ambiciosas para una defensa común. Sólo el plan de recuperación, que ha costado inmensos esfuerzos de negociación, corre ya el riesgo de ser anacrónico por el impacto de la crisis energética.

La estructura europea es intrínsecamente inadecuada no sólo para el fenómeno de la crisis en sí, sino más generalmente para el contexto geopolítico actual, donde los capitalismos políticos (y militares) se enfrentan en un juego de poder.

luca picotti

Y estos retos son tanto más difíciles de afrontar cuanto que los distintos Estados miembros se encaminan hacia equilibrios inestables. Francia, el único país europeo que nunca ha abandonado su visión geopolítica, encuentra en esta situación histórica —suspensión de las reglas fiscales, regreso del Estado a la economía— la oportunidad de forjarse una hegemonía en Europa. Macron está consciente de ello y aprovecha los dos puntos fuertes de Francia: el frente energético, donde gracias a una mezcla de energía nuclear y de renovables, Francia quiere convertirse en un centro continental; y el frente militar, al ser el único país europeo con energía atómica, por lo que cualquier idea de defensa común no podría prescindir de su liderazgo. Estas ambiciones también son posibles gracias al interregno de la Alemania post-Merkel, en estado de desorientación ante la (re)aparición de categorías geopolíticas en lugar de las categorías económicas con las que solía moverse. El aparente, aunque frágil, giro atlántico —sanciones contra Rusia, bloqueo del Nord Stream 2, mayor distanciamiento de China— representa un elemento en cierto modo inédito, al que se añade el significado histórico del rearme: Alemania se convertiría potencialmente en el tercer Estado del mundo en gasto militar, después de Estados Unidos y China, antes que Rusia y, sobre todo, antes que Francia; un cambio de paradigma histórico en relación con los equilibrios creados tras la Segunda Guerra Mundial, que influirá en gran medida en el destino de la Unión Europea. Por último, en el ámbito energético, se ve obligado a encontrar soluciones a su dependencia del gas ruso sin recurrir al carbón. Pero en el frente energético, Italia se enfrenta a dificultades similares, afrontando la crisis en su conjunto sin una estrategia a largo plazo, guiada a corto plazo por el atlantismo de Draghi —que desde luego no estaba llamado a ocuparse de la política exterior— y ya inmersa en las incógnitas de las próximas elecciones de 2023.

La crisis, al haber devuelto la soberanía de facto a los Estados, ha representado un cisne negro en la legitimidad de la infraestructura comunitaria: en los próximos años, las transformaciones que estamos viviendo, así como los diferentes intereses nacionales que se están consolidando, tendrán que encontrar una síntesis capaz de dar un rostro a la Unión Europea post-crisis. Esto, también a la luz de lo que se ha dicho anteriormente sobre los tres países más grandes, no parece ser una solución fácil. Tampoco se puede descartar que toda la infraestructura permanezca en su estado híbrido actual, por así decirlo.

En la escena internacional, la política ha vuelto a tomar el relevo, despertando a muchos países —sobre todo en Europa— de su letargo post-fin de la Historia. Los trastornos geopolíticos han obligado a los Estados a pensar en categorías diferentes, donde la lógica del poder es más importante que el producto interno bruto. Esto también ha debilitado las sirenas tecnocráticas, así como la ilusión de neutralizar el conflicto político bajo la apariencia de un gobierno técnico, sobre el que Irti concluye de forma bastante escueta diciéndonos que «el ‘gobierno técnico’ es un sinsentido. Si se trata de una cuestión de gobierno, es necesario definir objetivos colectivos, es decir, una ‘política’, que luego recurrirá a instrumentos técnicos». De hecho, con tantas crisis superpuestas e interdependientes, está claro que el enfoque técnico no puede ser suficiente. Los límites del derecho a nivel internacional son igualmente claros. La ilusión de ocultar la geopolítica bajo la alfombra neutra de la tecnología y el derecho se ha roto con las turbulencias de esta fase histórica. Estas transformaciones hacen y harán cada vez más necesario volver a pensar políticamente: un gran reto para la Unión Europea. En este sentido, la visión que nos ofrece Natalino Irti es un punto de partida válido para «mirar más allá de las palabras y acoger el acontecimiento que pesa en los hechos».