Guerra

La extraña ficción premonitoria de Vladislav Surkov

Un pueblo sin cielo, una guerra silenciosa, hombres bidimensionales. En una parábola tan cautivadora como escalofriante, escrita en 2014, el ideólogo de Putin, Vladislav Surkov, era extrañamente profético sobre el mundo que se abrió con la invasión de Ucrania.

Autor
Giuliano da Empoli
Trad.
Ana Inés Fernández
Portada
© AP PHOTO/FELIPE DANA

Entre las filas más bien grises de los personajes que han contribuido a la construcción del poder de Putin, destaca Vladislav Surkov. Antiguo alumno de la academia de arte dramático de Moscú, el hombre que fue el principal vocero del Kremlin durante casi veinte años importó los métodos del teatro de vanguardia a la política y moldeó su propia realidad en lugar de limitarse a comunicar la realidad existente.

Desde principios de la década de 2000, Surkov dio vida a falsos partidos de la oposición, creados para contener la ira de una parte de la opinión pública y desacreditar al mismo tiempo a los opositores del régimen, así como a verdaderas formaciones pro-Putin, como Nachi (Los Nuestros), un movimiento ultranacionalista fundado tras la «Revolución Naranja» ucraniana para interceptar la energía de la juventud rusa antes de que se volviera contra el amo del Kremlin.

Conocido alternativamente como «el cardenal gris», «el Maquiavelo ruso» o «el Rasputín de Putin» en virtud de su gusto por la intriga y la manipulación, Surkov vio cómo su carrera como asesor del presidente llegaba a su fin en la primavera de 2021, cuando fue despedido repentinamente de su puesto. Sobre este episodio, declaró al Financial Times que le enseñó «el verdadero significado de la palabra serenidad».El presente texto fue publicado en mayo de 2014 bajo el nombre de Natan Dubovitsky, el seudónimo que Surkov utiliza para firmar sus textos de ficción, entre ellos la novela de gángsters Okolonolya (Cerca de cero) y varias canciones del grupo de rock gótico Agata Kristi.

No había cielo sobre nuestro pueblo. Por eso fuimos a ver la luna y los pájaros a la ciudad, al otro lado del río. La gente de la ciudad no nos tomó en serio, pero no nos puso trabas. Incluso nos instalaron una torre de observación en una de las colinas donde estaba la iglesia de ladrillo. Como, por alguna razón, pensaron que éramos unos borrachos, también montaron una pequeña taberna junto a las bancas y un telescopio de pago… Así como una comisaría.

Podemos entenderlos. Habían sufrido mucho la ira y los celos de los recién llegados. Aunque nos sentíamos insultados por el hecho de que nosotros, sus vecinos más cercanos, fuéramos considerados extraños, podíamos entenderlos. Al fin y al cabo, ellos mismos nos entendieron: no nos echaron. Dijeran lo que dijeran en sus páginas web, no nos ahuyentaron.

De hecho, todo el mundo podía ver que no era culpa nuestra que nos privaran del cielo. Al contrario, fue un gran honor para nosotros, en cierto modo. Después de todo, fue nuestro cielo el que los mariscales de las cuatro coaliciones habían elegido para su batalla decisiva, porque nuestro cielo era simplemente el mejor del mundo. Regular, sin nubes, con mucho sol fluyendo en un suave río. Lo recuerdo muy bien, el sol, el cielo. Como era de esperar, los mariscales habían encontrado el lugar ideal para su batalla final.

En el momento de la publicación de este texto, Rusia acababa de anexionarse Crimea y de ocupar parte de la región del Donbas. Tras un breve periodo de desgracia, a raíz de su ambigua actitud ante las grandes protestas anti-Putin de 2012, Surkov volvió a la carga como asesor especial para Ucrania, lo que le llevó a ser incluido, el 17 de marzo de 2014, en la primera lista de las once personas sancionadas por el presidente estadounidense Barack Obama. Surkov respondió a esta medida diciendo: «Lo único que me interesa de Estados Unidos son Tupac Shakur, Allen Ginsberg y Jackson Pollock. No necesito una visa para acceder a sus obras”.

En esa época, todos los ejércitos se transportaban por aire. Pero aquí no había ninguna nubosidad ni turbulencia alguna: todo era perfecto en nuestro cielo.

Fue la primera guerra no lineal. En las guerras primitivas del siglo XIX, del siglo XX y de otras épocas medievales, solía haber dos bandos: dos naciones o dos aliados temporales. Ahora eran cuatro coaliciones entre sí, no dos contra dos, o tres contra uno, sino todos contra todos.

¡Y qué coaliciones! Nada que ver con las anteriores. Rara vez los Estados se unían a ellas en bloque. A veces, ciertas provincias se pasaron a un bando o a otro; a veces, toda una ciudad, una generación, un sexo o incluso una comunidad profesional del mismo Estado se decantó por un tercer bando. Y aun así podían cambiar de posición más tarde, unirse a cualquier coalición, a veces incluso en el momento más álgido de la batalla.

Este pasaje es el que mejor expresa la concepción no lineal que tiene Surkov de la política y su extensión a través de los medios de la guerra como un escenario teatral de vanguardia en el que los papeles cambian constantemente. «Es una estrategia de poder basada en la confusión permanente de toda oposición, un cambio incesante que es imposible de detener porque es indefinible.»1

En 2014, la primera fase de la invasión del Donbas, con los «hombrecillos verdes» prorrusos apareciendo de la nada, los motoristas de los «Lobos Nocturnos» en el frente y el Kremlin negando cualquier participación, siguió precisamente este patrón, cuidadosamente coreografiado por Surkov.

Los objetivos de las partes implicadas eran muy diversos. Cada uno tenía lo suyo, por así decirlo: la toma de territorios en disputa; el establecimiento de una nueva religión por la fuerza; el aumento de las tasas y las cotizaciones; la experimentación de nuevos aviones o láseres de guerra; la prohibición definitiva de la división entre hombres y mujeres, basada en la idea de que la diferenciación sexual debilita la unidad de la nación, etc.

Los ingeniosos estrategas del pasado se esforzaban por conseguir la victoria. No puede decirse que lo hicieran tontamente, aunque algunos de ellos, sin duda, siguieran apegados a sus viejos reflejos y se esforzaran por exhumar de los archivos brumosos conjuros del tipo: «¡La victoria es nuestra!». Funcionó en algunas partes. Sin embargo, en general, entendieron la guerra como un proceso. Más precisamente: como parte de un proceso, su fase más aguda, pero quizás no la más esencial.

El propio Surkov nunca dio la impresión de estar interesado en la victoria militar rusa en el Donbas. Su concepción de la ocupación de 2014, reflejada en los documentos obtenidos en 2016 por los hackers ucranianos, los «Surkov leks», hace hincapié no en la conquista territorial en sí, sino en la obtención de una medida de presión —y un factor de desestabilización— para el Gobierno ucraniano. Esta visión táctica y psicológica de la ocupación del Donbas ha sido superada, por supuesto, por los últimos acontecimientos.

Algunos pueblos entraron a la guerra específicamente con el objetivo de la derrota. Se inspiraron en el florecimiento de Alemania y Francia tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Pero resultó que una derrota de ese tipo no era más fácil de conseguir que la propia victoria. Requería mucha determinación y sacrificio, una extraordinaria concentración de todas las fuerzas y, al mismo tiempo, flexibilidad, frialdad y capacidad para sacar lo mejor de la propia cobardía y estupidez.

Todo esto ha sido perfectamente establecido y analizado por historiadores y economistas. Luego vino la guerra. La Quinta Guerra Mundial, algo bastante aterrador… Yo tenía seis años. Todos teníamos seis años. Todos los que formamos la Sociedad hoy tenemos treinta y seis años. Recordamos las cuatro armadas que llegan desde las cuatro esquinas de nuestro cielo. No eran máquinas voladoras que ululaban, silbaban y rugían como en los viejos tiempos, aquéllas que solíamos ver en video en los archivos. Por primera vez se utilizó una tecnología de punta, absolutamente silenciosa, con sistemas nunca vistos de absorción total del ruido. Durante todo el día, cientos de miles de aviones, helicópteros y cohetes se lanzaron en un silencio mortal. Incluso cuando cayeron, permanecieron en silencio. De vez en cuando, se oían los gritos de los pilotos moribundos, pero esto era muy raro, ya que la mayoría de las máquinas no tenían piloto. Hay que decir que en aquella época la automatización estaba de moda en todos los campos. No sólo en el transporte: han surgido hoteles sin gerentes, tiendas sin dependientes, casas sin propietarios, empresas financieras e industriales sin directores. Las revoluciones democráticas habían llevado incluso a la formación de algunos Estados sin gobierno. Entonces, ¿qué otra cosa eran sino aviones sin pilotos?

La ironía con la que el autor se refiere a los gobiernos «sin piloto» creados como resultado de las «revoluciones democráticas» puede relacionarse con la doctrina Putin del «control manual», según la cual el jefe del ejecutivo debe poder intervenir en cualquier momento en cualquier caso particular de manera directa, saltándose los procedimientos y jerarquías ordinarios si es necesario.

“Y así, no había nadie para gritar mientras se estrellaban contra los tejados, puentes y monumentos. Sólo nuestras casas crujieron y se agrietaron bajo el granizo de los escombros. Se derrumbaron sin hacer demasiado ruido. Los sistemas de insonorización funcionaron durante la mayor parte de la batalla.

Nuestros padres intentaron refugiarnos en la ciudad. Tenía un cielo perfectamente despejado, pero los residentes habían cerrado las puertas. Nuestros padres los arengaban, les pedían ayuda desde nuestra orilla, les imploraban que al menos aceptaran a los niños. O, al menos, a los menores de diez años, o de siete, o de tres, o de uno, o sólo a las niñas, etc. Pero la gente de la ciudad no abrió sus puertas. Podríamos entender a la gente de la ciudad. Y nuestros padres también. Empezando por los míos…

Mi padre dijo: ‘Si no abren, tenemos que enterrarnos’. En un minuto, parece que estábamos enterrados en la arena de la orilla del río. Todos, incluso los más grandes y viejos. El ser humano se conoce muy mal a sí mismo. Curiosamente, somos mucho más ágiles e inteligentes que los gusanos. Sólo un detalle: era pleno invierno. Estaba helado, la arena se había endurecido.

Mamá y papá se escondieron conmigo. Eran cálidos y suaves. Cuando salimos de casa, papá, un hombre fino y risueño, había llenado uno de sus bolsillos con mis caramelos favoritos. Mi madre había traído mi tablero de juegos, lo que hizo que mi estancia en la madriguera fuera más entretenida y brillante. Me la estaba pasando muy bien, hasta que la cola de un avión se estrelló junto a nosotros.

Los cazas de la Coalición del Norte eran ligeros como cualquier cosa, hechos de materiales casi celestiales. Aunque un avión así hubiera caído entero sobre nosotros, no nos habría causado tanto daño, sobre todo porque papá nos había enterrado profundamente.

Pronto, nuestro refugio fue golpeado por la parte trasera de un segundo avión: por desgracia, esta vez era un avión de ataque de la Liga del Sureste. Una de esas máquinas viejas, lentas y pesadas. Pero nuestra madriguera no era tan profunda, y la cola del avión era muy pesada. La arena que nos cubría estaba congelada, helada, pero seguía siendo arena. Ni concreto, ni acero, ni velo de la Virgen: arena. Y la arena no es acero. Lo aprendí en el acto, de una vez por todas. Incluso hoy, si me despiertan en medio del sueño y me preguntan si la arena es acero, responderé ‘¡No!’ al instante, sin pensarlo un segundo, sin el menor atisbo de duda: ‘No’.

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Estaba acostado entre mamá y papá. No escuché el impacto. Tal vez mi padre graznó de una manera rara cuando fue aplastado por ese peso inimaginable, tal vez gritó una palabrota, ya lo había hecho alguna vez delante de mí y me había asustado. Quizás mamá también hizo algún ruido, quizás no. Ni siquiera estoy seguro de que haya tenido tiempo de dedicarnos esa sonrisa culpable que siempre tenía cuando nos pasaba algo desagradable a papá o a mí. Espero que no hayan sufrido.

Esta escena de gran violencia evoca los orígenes familiares de Surkov, que en sí mismos están llenos de misterio. Según su biografía oficial, nació en el pueblo de Chaplyguin, a 500 kilómetros al sureste de Moscú, de donde procedía su madre, Zoia Surkova, profesora. Pero otras fuentes afirman que nació en Duba-Yurt, a 30 kilómetros de Grozni (Chechenia), y que se llamó Aslambek Dudáiev hasta los 5 años. A partir de entonces, en cualquier caso, no hubo rastro del padre checheno, Andarbek Dudáiev.

Fueron asesinados. Yo no. La muerte se hundió en sus cuerpos sin penetrar en el mío. Mi cerebro fue simplemente barrido por su negro hedor. Algo estalló en él, se evaporó de él. Era la tercera dimensión, la altura.

Por la mañana temprano me desenterraron. Me quedé helada porque mis padres se habían congelado de repente, se convirtieron en arena. Entonces se me apareció el mundo en dos dimensiones. Un mundo infinito en longitud, en anchura, pero sin altura. Un mundo sin cielo. ‘¿A dónde se fue?’, pregunté. ‘Bueno, ahí está’, me dijeron. ‘¡No lo veo, no lo veo!’. Estaba aterrorizado.

Recibí tratamiento, pero nunca me curé. No hay cura para esta terrible conmoción. La cola del avión aplastó mi conciencia como a un pastel. Se convirtió en algo plano, simple. ¿Qué veo en lugar del cielo sobre el pueblo? Nada. ¿Qué aspecto tiene? ¿A qué se parece? A nada. No en el sentido de que sea algo indecible, incomunicable. No, es que no hay nada, nada en absoluto.

Después de la guerra, había unos cien lisiados como yo. Resultó que todos los seres bidimensionales tenemos la misma edad. Nadie supo nunca por qué. Los científicos de la ciudad escarbaron en nuestras mentes durante un tiempo, escribieron algunos tratados, nos arrastraron a coloquios y talk-shows. Se crearon varias fundaciones para apoyarnos. Promulgaron una ley especial que prohibía burlarse de nuestra condición. Nos construyeron una torre de observación y una taberna de caridad. Luego pasamos de moda. Los aburrimos, nos olvidaron.

Si simplemente no viéramos el cielo sobre el pueblo, no sería gran cosa. El problema es que todos nuestros pensamientos perdieron el sentido de la altura. Ellos también se volvieron bidimensionales. Sólo entendíamos ‘sí’ y ‘no’, ‘blanco’ y ‘negro’. Sin ambigüedades, sin medias tintas, sin vacilaciones saludables: ya no sabíamos mentir, lo tomábamos todo al pie de la letra. Así que quedamos completamente inadaptados, impotentes, indefensos. Necesitábamos cuidados constantes y estábamos abandonados. Nos negaron el trabajo, nos negaron la pensión por invalidez. Muchos de nosotros nos deterioramos, desaparecimos, perecimos. Los que se mantuvieron a flote se organizaron entre ellos, para salvarse o morir juntos.

Fundamos la Sociedad. Preparamos la insurrección de los seres simples y bidimensionales contra los complejos y los astutos, contra los que no se conforman con decir ‘negro’ o ‘blanco’, sino que conocen una tercera palabra. Muchas, muchas terceras palabras. Palabras huecas y engañosas, que enturbian las aguas y oscurecen la verdad. Es toda la fealdad del mundo la que se esconde y se ramifica en esas tinieblas, en esas telarañas, en esas complejidades imaginarias. Son la morada de Satanás, donde se fabrican dinero y bombas, diciendo: «Aquí hay dinero para el bien de la gente honesta; aquí hay bombas para la defensa del amor».

La insurrección de los hombres bidimensionales que ven el mundo en blanco y negro contra «los complejos y astutos» que practican los matices es quizá la parte más profética de la parábola de Surkov. La guerra de Vladimir Putin hace menos de un mes ha polarizado a la opinión pública internacional y ha dado paso a una fase de censura y represión que retrotrae a Rusia a los días más oscuros de la Unión Soviética. Ante el desencadenamiento de la violencia desnuda, las manipulaciones sutiles y la propia noción de «guerra de la información» ya no están en la agenda del Kremlin. Por eso, personajes como Surkov fueron apartadas y el antiguo «cardenal gris» puede contarse entre los grandes perdedores de esta fase de endurecimiento y oposición frontal entre hombres bidimensionales.

Mañana entraremos en acción. Ganaremos o moriremos. No hay una tercera vía.

Notas al pie
  1. Putin’s Rasputin, Peter Pomerantsev, London Review of Books, 20 de octubre de 2011.
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