Hoy y mañana publicamos en dos partes una amplia entrevista con uno de los filósofos franceses más importantes, Jacques Rancière. Este texto a profundidad, que probablemente explora por primera vez de manera tan exhaustiva su relación con la historia, los archivos y la historiografía, se debatirá el martes 26 de marzo en París, en la École normale supérieure con Patrick Boucheron, Geneviève Fraisse, Michelle Perrot y Jacques Rancière, entre otros. Puedes inscribirte aquí.

Me gustaría volver sobre su relación con los historiadores en general. En El método de la igualdad, usted afirma que sus relaciones con ellos nunca han sido muy buenas, con la excepción de Michelle Perrot.1 Pero me parece que esta afirmación es discutible, por varias razones. En primer lugar, varios historiadores de primera fila participaron en Révoltes Logiques, la revista que usted cofundó en 1975, entre ellos Arlette Farge, Geneviève Fraisse e Yves Cohen. También me parece que hubo un verdadero diálogo con los historiadores anglosajones: pienso en el debate en torno a «The Myth of The Artisan»,2que incluyó contribuciones de William Sewell, Nicholas Papayanis y Christopher Johnson. También es sorprendente constatar que La noche de los proletarios suscitó un número mucho mayor de reseñas en el Reino Unido y Norteamérica que en Francia.3Del mismo modo, a pesar de una incomprensión inicial por parte de algunos historiadores, Les Mots de l’histoire se ha convertido, junto con Tiempo y narración de Ricoeur, en una referencia imprescindible para cualquier investigación sobre la relación entre historia y relato.4Por último, usted es una referencia cada vez más evidente para la actual generación de historiadores: Déborah Cohen, Samuel Hayat, Laurent Jeanpierre, Sophie Wahnich y otros son sólo algunos ejemplos. ¿No sugieren todos estos factores que su relación con los historiadores no puede reducirse a la simple constatación de un encuentro fallido? ¿Cuál fue su relación con los historiadores anglosajones del movimiento obrero en particular?

En primer lugar, ¡los historiadores de las Révoltes logiques eran bastante especiales! Geneviève Fraisse siempre decía que ella no era historiadora, sino filósofa. Arlette Farge, en cambio, había estudiado derecho. En cuanto a Yves Cohen, le conocí como militante maoísta, ¡y se volvió historiador en la cárcel! Y en aquella época, no tenía absolutamente ningún lugar en la institución de la historia. Así que se trataba de personas que, en términos generales, se encontraban en la misma situación que yo en lo que respecta a la historia.

Sobre el segundo punto, la recepción de los historiadores, hay que entrar en detalle. Hubo juicios lapidarios, aunque no fueran vociferantes. Pienso en Maurice Agulhon, en el jurado de mi tesis, y luego en su reporte de lectura sobre el Gauny. Pienso, por supuesto, en Noiriel, que en aquella época representaba la ortodoxia de la historia social.

También estaba el debate sobre «The Myth of the Artisan», que fue mi contribución al coloquio y al libro Work in France iniciado por Steven Kaplan, que no era un historiador del movimiento obrero, ya que su campo era la historia del pan. Fue un debate agradable, pero muy breve. Después de aquello, no tuve más trato con historiadores sociales como tales. Tuve trato con historiadores, algunos de los cuales habían estado en el coloquio de Steven Kaplan, pero que pasaron a trabajar en cosas distintas de la historia de la clase obrera, como Joan Scott y William Reddy. Las reseñas que mencionas sobre La noche de los proletarios eran prácticamente desconocidas para mí, porque no me las mostraron. En consecuencia, no hubo un diálogo a largo plazo con los historiadores sociales estadounidenses, a pesar de que Donald Reid, que prologó la traducción del libro, me pidió mi opinión cuando escribió su libro sobre Lip.5Por otra parte, un historiador como Lynn Hunt, que inicialmente se había interesado en mi trabajo, escribió más tarde un artículo muy negativo sobre Les Mots de l’histoire.6

En Francia, los historiadores que me apoyaron o se interesaron en mi trabajo lo hicieron menos por mi contribución a la historia obrera que por mi forma de difuminar las fronteras entre campos. Michelle Perrot había sufrido el confinamiento de Labrousse al marco de la historia social y aspiraba a trabajar sobre un tema —la historia de las mujeres— que todavía no se consideraba serio. Madeleine Rebérioux, que me apreciaba, objetaba al mismo tiempo que la historia se ocupaba de lo que la gente hacía y no de lo que decía. Por el contrario, mi trabajo atrajo el interés de historiadores de las mentalidades y la cultura como Roger Chartier, con quien mantuve varias discusiones, y Alain Corbin, que me invitó a su seminario. Acogieron mi trabajo menos como una contribución factual a un campo histórico concreto que como una forma de cuestionar la práctica de la historia. Incluso llegó un momento en que los historiadores más interesados en lo que yo hacía eran los historiadores de la Antigüedad, gente como Nicole Loraux,7por ejemplo, como Vidal-Naquet, que estaban un poco en desacuerdo con los principios de explicación vigentes en las ciencias sociales o en la historia de las mentalidades.

Así que es cierto que, desde entonces, las cosas se han movido un poco en el mundo de los historiadores, y han llegado historiadores más jóvenes que se han inspirado en otras tradiciones, que han leído a Foucault, que han leído a antropólogos y han tenido una actitud diferente hacia mi trabajo.

La historiadora Arlette Farge era una de las participantes habituales en Révoltes Logiques. Es difícil leerlo a usted y no pensar en lo que escribió en Le Goût de l’archive. En el epílogo de la colección La Parole ouvrière, usted subraya que su objetivo al publicar esos textos era «transmitir la textura sensible de la toma de la palabra y, al mismo tiempo, construir un corpus de reflexiones y propuestas sobre el presente y el futuro de los trabajadores». De ahí la voluntad manifiesta de hacer visible y legible el archivo, tanto en sus colecciones de textos (La Parole ouvrière, El filósofo plebeyo) como en La noche de los proletarios o los artículos de Révoltes logiques, donde las citas son muy abundantes. ¿Puede hablarnos de su relación con el archivo, tanto desde un punto de vista «carnal» como teórico?

Lo fundamental es considerar que el archivo no es ante todo información; el archivo es ante todo palabras. Y no sólo palabras, sino palabras que están inscritas en un determinado soporte, y que utilizan un determinado léxico, una determinada retórica, una determinada ortografía… Hay una materialidad sensible en la palabra, y el archivo es ante todo eso. Para el tipo de archivo que me interesaba, y que también interesaba a Arlette, el archivo es el testimonio de actos de habla que marcan el desarraigo de una condición en la que se supone que la gente no debe hablar, o no se define a sí misma a través del habla. Y eso es lo que tenemos que hacer visible a través de la escritura, que presupone procedimientos un tanto complicados, en particular respetar una determinada ortografía, una determinada forma de hablar, sin presentar al mismo tiempo a esos individuos como personas incultas, etc. Así pues, es el acto de romper con un mundo mudo lo que ocupa el centro de la escena. Por supuesto, hay tipos de archivo que lo permiten en mayor o menor medida. Está claro que toma toda su fuerza en los libros de Arlette Farge, pienso en Bracelet de parchemin, que trata de esos pequeños trozos de papel que son todo lo que une una vida anónima, una vida que no cuenta nada, al mundo de la escritura. Yo no tenía esos elementos materiales en mis manos; tenía textos de la clase obrera que contaban eso, historias sobre pequeños trozos de papel que se encuentran en la calle, en los que hay, por ejemplo, dos versos de Atalía. Lo cuentan, ¡pero puede que se lo hayan inventado o lo hayan leído en otra parte! No tenía la materialidad de un soporte que fuera significativo en sí mismo. Pero sí intenté destacar la textura de esos escritos, el tipo de sintaxis en particular —la singularidad de la sintaxis de Gauny, por ejemplo— y subrayar ciertos elementos que indican la materialidad del acto de escribir. Por ejemplo, he comentado la hora, que se indica a menudo: escriben a medianoche, y por supuesto esto enlaza con el gran tema de La noche de los proletarios, de la noche ganada por la obligación de dormir. Esa es, para mí, la relación esencial con el archivo, es decir, el acto de hablar, que es un acto de emancipación frente a una condición.

Usted ha insistido en varias ocasiones en que su trabajo teórico consistía en intentar hablar a través de las palabras de otros. En algunos libros —El maestro ignorante en particular—, esta ambición se consigue mediante una operación de paráfrasis (también habla de «reformular» o de «poner en escena» el discurso archivado) en la que sus palabras se entremezclan con las de Jacotot, con el objetivo declarado de crear entre usted y su «objeto» el «plano de igualdad de un encuentro».8Déborah Cohen, en un artículo dedicado a la poética del conocimiento que implementa en sus escritos históricos, escribe al respecto: «en este contexto, habría que replantearse evidentemente el estatuto del texto de El maestro ignorante: ¿quién es ese Jacotot cuya voz, tan perfectamente imitada, suena a veces como la del propio Jacques Rancière?”.9La afirmación de igualdad intelectual que subyace a este dispositivo de escritura es perfectamente comprensible, pero ¿no implica un riesgo opuesto, a saber, el de usurpar la palabra del otro o, en todo caso, el de difuminar la distinción entre los discursos y hacer que la palabra archivada diga más de lo que dice ella misma?

En cualquier caso, prácticamente ningún historiador publica el archivo tal cual, ni siquiera en la colección «Archivos», donde había fragmentos de archivo y comentarios que los situaban. Los archivos siempre se utilizan para hacer algo con ellos. Lo que hacen los historiadores la mayoría de las veces es interpretarlo, es decir, ponerlo en una cuadrícula explicativa. Podría ser la cuadrícula de Labrousse, que todavía estaba muy vigente en la época de La noche de los proletarios: se empieza por lo económico y luego se va pasando por los distintos estratos hasta llegar al nivel ideológico. Podría ser la cuadrícula de la «historia de las mentalidades», al estilo de Le Roy Ladurie; Montaillou seguía siendo la gran referencia en aquella época para el uso del discurso «popular». Pensamos en un texto como el producto de una determinada tierra, de una determinada manera de vivir, de pensar, etc., una especie de conjunción de geografía en el sentido amplio del término y de psicología. El historiador se va a poner en la piel del tipejo de Montaillou que consigue conciliar las sutilezas teológicas de la herejía con su modo de vida bonachón. Esos dos marcos dominantes son dos prácticas reduccionistas que encajan una palabra o un movimiento que se desvía hacia los marcos existentes. Mi problema era que estaba tratando con un tipo de archivo que básicamente mostraba el movimiento de la gente para salirse de los marcos, para salirse de las cuadrículas dentro de las cuales estaba confinada. Mi problema, por tanto, era hacer lo contrario: no reducir regresando a categorías sociológicas ya existentes, sino crear una forma de amplificación: desnudar el acontecimiento del discurso en su singularidad, y luego amplificarlo por medio de la paráfrasis, es decir, ese movimiento por el que esos obreros intentaban salir de su mundo, ir hacia el mundo de los poetas, de los intelectuales, etc., yo traté de mostrar su alcance aislándolo y amplificándolo.

Lo fundamental es considerar que el archivo no es ante todo información; el archivo es ante todo palabras.

Jacques Rancière

En el caso de Gauny, se trataba de romper la barrera social por debajo de la cual el habla se considera en cualquier caso información, no discurso. En el caso de Jacotot, es un poco diferente: se trata de transmitir un discurso que tiene un marco de referencia muy anticuado, ya que hablaba en la década de 1820, pero dentro de un marco de referencia que es el de la Ilustración. Por consiguiente, las operaciones de mezclar mi voz con la suya tienen por objeto transmitir la fuerza heterodoxa del discurso de Jacotot en un tipo de retórica, e incluso en algún momento en un vocabulario simplemente comprensible para el público al que me dirijo. También en este caso se trata de una operación —paráfrasis, desplazamiento, amplificación— que pretende hacer resonar algo fuera de su propio tiempo y lugar.

Diría que he limitado extraordinariamente el riesgo de hablar en el lugar de los demás. En cierto modo, incluso me sorprendió: cuando leí los primeros textos descriptivos de Gauny, le inventé una filosofía a mi manera. Luego leí sus textos filosóficos y me di cuenta de que la filosofía que yo le había inventado era en realidad la suya propia (risas).

En una reseña por lo demás muy favorable del gran libro de William Sewell, Gens de métier et révolutions, usted cuestiona «una concepción voluntariamente globalista de la clase obrera y de su ‘voz'» que, en su opinión, lleva a Sewell a relacionar el discurso de los panfletos y periódicos obreros del periodo 1830-1848 «con una especie de sujeto global, sin plantear la cuestión de la situación de los productores de ese discurso, de las influencias específicas que sufrieron».10Esta insistencia en el hecho de que «no hay una voz del pueblo», sino «voces fragmentadas, polémicas, que dividen cada vez la identidad que presentan»11es crucial para su práctica histórica. ¿Cómo desarrolló este rechazo a adoptar una visión global de las voces de los trabajadores? ¿Es un efecto de su paso por la izquierda proletaria12y de la insistencia de Mao en las contradicciones?

Sí, podría decirse que hubo de eso, por supuesto. Dicho esto, ¡la insistencia de los militantes maoístas en las contradicciones en el seno del pueblo no era simplemente una idea tomada de Mao! Era la visión de lo que había ocurrido en el 68, la visión de la relación del Partido Comunista Francés con las diferentes formas de explosión obrera de la época, y luego, por supuesto, todo lo que había pasado por la historia del izquierdismo y de los grupúsculos, incluida la izquierda proletaria. Al principio, el modelo era el obrero «salvaje», pero al final fueron los obreros los que se consideraron como hombres del pueblo, sólidos, arraigados, etcétera. En uno de los últimos números de La Cause du peuple, había un grupo de obreros que eran así [¡se cruza de brazos pacientemente!], como los viejos obreros del PCF, y el titular era: «¡Van a limpiar Francia!». Así que incluso en los sectores más minoritarios, en los grupos más pequeños de gente que trabajaba con los obreros, había figuras completamente contradictorias del obrero: tanto los jóvenes obreros salvajes, como los dos viejos obreros del Norte, ¡uno de los cuales después fue acusado de ser confidente de la policía (risas)! Y luego estaban los obreros a los que se consideraba la vieja savia del pueblo de Francia, o algo así. Entonces las contradicciones que encontramos tenían una realidad objetiva. Luego estaba la realidad que encontré en la propia investigación. Yo partía de ideas bastante simplistas: voy a trabajar sobre los inicios del movimiento obrero, es decir, sobre la cuestión de los oficios, la cuestión de la modernización, la lucha contra la mecanización, las revueltas salvajes, las revueltas luditas; toda esa mitología me precedía. Y fue entonces cuando me topé con estos textos extremadamente razonables, que razonaban todo, que discutían los argumentos de los patrones y no dejaban de decir: «No somos rebeldes, no somos salvajes». Así que tuve que cuestionar toda la visión de la que había partido.

Hubo un segundo periodo en el que tuve la impresión, sobre todo en torno a la cuestión de los gremios en 1848, el gran proyecto de la unión de las asociaciones, de que había una especie de pensamiento obrero orgánico bien constituido que no tenía nada que ver con los obreros salvajes, ni tampoco con los utopistas; fue la época en que escribí el texto sobre los utopistas, burgueses y proletarios para marcar la distancia total entre el fourierismo —muy de moda en los años setenta— y la ideología obrera manifestada en una serie de panfletos. En este segundo momento, yo seguía teniendo la idea de que existía un pensamiento obrero identitario, sólo que ya no era en absoluto salvaje, sino que, por el contrario, era la racionalización de una práctica colectiva. Y luego hubo un tercer momento, trabajando en particular en los archivos de Saint-Simon y en los archivos de Gauny, en el que todo eso estalló. Lo que se me hizo evidente fue, por el contrario, el deseo de romper con la identidad obrera establecida, el papel de los intercambios con la burguesía, con los utopistas, con los poetas, con todo un mundo que era el mundo de los otros. Así que hubo una tercera fase en la que me interesé mucho por las cuestiones de las barreras, las fronteras, los cruces fronterizos, todos los préstamos que entran en lo que llamamos «pensamiento obrero», «movimiento obrero», etcétera. Efectivamente eso me hizo notar que todo aquello del pensamiento llamado “obrero” era en realidad dictado desde el exterior, por ejemplo, el gran periódico obrero, L’Atelier, era la doctrina de Buchez, aplicada al pie de la letra, ¡y no había salida! Del mismo modo, hacia 1867, los textos obreros sobre la familia y la mujer, en el marco de la Exposición Universal, ¡fueron tomados esencialmente de Jules Simon! Por último, me di cuenta de que, en primer lugar, muchas expresiones que se suponían obreras procedían en realidad de otra parte; en segundo lugar, que en la formación de la expresión obrera, todos esos intercambios con la otra parte desempeñaban un papel considerable; y, en tercer lugar, que la voluntad de encontrar una identidad obrera seguía siendo una forma de asignación que pretendía poner a los obreros en su lugar.

Siguiendo con la cuestión de las divisiones, me gustaría volver a sus «incursiones» en periodos distintos a 1830-1848. En El método de la igualdad, usted señala que su proyecto inicial era extremadamente ambicioso, partiendo de los orígenes del movimiento obrero francés para llegar hasta la creación del PCF.13Esto plantea una serie de preguntas: ¿por qué abandonó finalmente la historia en los años ochenta? ¿Cómo describiría esa bifurcación? El único indicio de respuesta—bastante alusivo— a esta pregunta se encuentra en el prefacio de Scènes du peuple, en el que usted escribe: «Si esta arqueología ha quedado en suspenso, no es sólo porque el tiempo es siempre demasiado corto para apetitos demasiado vastos, es también porque las cuestiones en juego no podían tratarse bajo la forma simple del conocimiento histórico». ¿Puede explicar el significado de este último pasaje? ¿Cuál fue el vínculo entre esta decisión y la llegada de los socialistas al poder (y, más ampliamente, el final de un cierto «momento 68» que había dado lugar al proyecto de Révoltes logiques)? Me parece que el principio de esas incursiones es siempre explorar cuestiones o momentos polémicos de la historia del movimiento obrero (el antifeminismo de los delegados obreros de 1867, la cuestión de la dictadura del proletariado en el seno del PCF, el compromiso de Dumoulin y otros en la década de 1940, etc.). Por el contrario, la Comuna de París está ausente,14al igual que los «tiempos heroicos» del sindicalismo revolucionario. ¿Podría volver sobre este punto?

En primer lugar, hablemos de la evolución de mi trabajo. Al principio, tenía esa especie de proyecto enciclopédico que mencionas. En un momento dado, me pareció un poco monstruoso, sobre todo para alguien que sentía que se ocupaba de un objeto particular sobre el que no podía trabajar con colegas. Existe este punto de imposibilidad que hace que, incluso para el periodo en el que me he concentrado, haya delimitado mi objeto: ¡no he hablado de todas las formas de pensamiento obrero entre 1830 y 1890! Más bien he trazado un cierto recorrido, a saber, el destino de una decisión inicial de ruptura con el pasado, desde el entusiasmo de los años 1830 hasta el momento de hacer balance.

En cuanto a las incursiones fuera de este esquema, me he centrado más particularmente en lo que me parecía problemático e incluso enigmático. No he hablado de la Comuna de París, porque ya había una masa de materia prima disponible y una masa de interpretaciones dadas por los actores de la Comuna. En cierto modo, no tenía mucho nuevo que encontrar. Por otra parte, nadie había trabajado sobre la historia de los discursos obreros en el marco de la Exposición Universal. Después, Madeleine Rebérioux dio un gran seminario sobre el tema. Pero antes de eso, la única persona que había trabajado al respecto era Alain Faure, y luego yo.

Había algunos puntos singulares que surgieron esencialmente como puntos de discusión: ¿qué significa ser obrero, pensar como obrero, afirmar una cierta forma de subjetividad o de identidad obrera? Muy pronto me di cuenta de que nunca haría una enciclopedia, en parte porque no tenía tiempo ni medios, y en parte porque ese no era mi propósito. Mi propósito era averiguar qué significaban el «movimiento obrero» y la «conciencia obrera». No hay que olvidar que mi punto de partida era una crítica de la idea de conciencia de clase en la tradición marxista, y ese era el trasfondo. Así que estudié puntos concretos, como los discursos pronunciados por los representantes de los trabajadores en la Comisión de la Exposición de 1867, o el periodo que precedió al nacimiento del PCF, o los artículos de los sindicalistas colaboradores. Para cada uno de estos puntos singulares, lo que me importaba era: ¿qué significa ser obrero, actuar consecuentemente como obrero, afirmar un pensamiento o un orgullo obreros? La cuestión cobraba toda su fuerza a través de esos puntos singulares en los que la afirmación de la idea adquiere un aspecto conflictivo, paradójico, incluso escandaloso, mientras que no podría tratarse en la forma enciclopédica que redistribuye los episodios, las situaciones y, en consecuencia, lo que está en juego.

El segundo punto es que, a partir de cierto momento, mis investigaciones me llevaron a plantearme cuestiones que podrían calificarse, de forma un tanto pomposa, de transhistóricas. Por ejemplo, ¿cuál es el núcleo de la experiencia del trabajo? El hecho de que el trabajo no se defina simplemente por ocupaciones técnicas, sino también —si no es que principalmente— por una determinada relación con el tiempo y el espacio. En eso trabajé entre La noche de los proletarios y El filósofo y sus pobres. Había toda una serie de cuestiones sobre el trabajo, sobre la identidad, sobre el intercambio de conocimientos, sobre la imposibilidad del ocio, que de inicio formaban grandes conjuntos sobre los que quería trabajar. Pero no tomó la forma de una enciclopedia, porque no tenía tiempo, y porque son siempre las singularidades las que permiten mostrar lo que está en juego. Así que, al final, la división del conocimiento se abordó en forma del caso Jacotot. Sobre la imposibilidad del ocio escribí uno o dos textos; no disponía de recursos para hacer toda una historia del ocio, el placer, el entretenimiento, etc., desde 1830 hasta nuestros días. Opté por centrar mi trabajo en historias singulares para las que había suficiente material: la historia del «teatro popular», por ejemplo, es un tema definido que puede seguirse a través de material definido durante un periodo determinado. ¡Uno puede perderse en la historia del ocio! Hubo un tiempo en que quise trabajar sobre los viajes, pero tuve que renunciar. Porque, en cualquier caso, no se trataba sólo de una cuestión de tiempo, sino que implicaba reflexionar sobre lo que más tarde llamé el reparto de lo sensible, es decir, el modo en que los cuerpos y las mentes se sitúan en una determinada distribución de lugares, actividades, identidades y formas de sensibilidad y pensamiento que están vinculadas a esos lugares e identidades… Todo eso estaba completamente fuera del alcance de lo que podía tratarse históricamente. A pesar de todo, la historia presupone que se puede decir: sé de lo que hablo cuando hago la historia de los trabajadores, del trabajo, del ocio, etc. Pero mi problema es precisamente saber de qué habló cuando hablo de eso. En consecuencia, ya no era posible hablar de ello como historiador con historiadores. Incluso noté que en Révoltes logiques, pasaban jóvenes historiadores de vez en cuando, pero nunca se quedaban mucho tiempo, porque no podían asentarse en ese tipo de cuestionamiento.

Y entonces me di cuenta de que siempre habría una barrera institucional. La vaga idea que pude tener al principio de convertirme en historiador fue rechazada por la profesión, que me dijo que me quedara donde estaba. No fue: «Eres un trabajador, quédate como estás», sino: «Eres un filósofo, quédate así». También estaba todo el contexto en torno a 1980-1981, es decir, por un lado, el triunfo de la unión de la izquierda, y por otro el hundimiento de todo lo que había querido ser otra izquierda. Estaba el final de Vincennes, el final de Révoltes Logiques, y luego la especie de gran entusiasmo y euforia que rodeaba a la unión de la izquierda. Lo que también significaba que muchos universitarios acudían en masa a la unión de la izquierda, ¡para conseguir el dinero prometido por las grandes ambiciones de Chevènement y su equipo! Llegó un momento en que supe que estaba fuera de juego. Révoltes Logiques se había terminado, Vincennes estaba acabado, todo un espacio teórico-político ya no existía. Tuve que entrar de profesor en el departamento de filosofía de una universidad desarraigada y exiliada. Tuve que arreglármelas con eso y con ese contexto que, bajo la apariencia del triunfo de la izquierda, era en realidad un contexto de poner en orden todo. Por consiguiente, me encontré realizando un trabajo indisciplinario por mi cuenta, manteniéndome dentro de mi identidad de filósofo —en algún momento con cursos sobre Platón y Aristóteles— mientras realizaba investigaciones que se desplazaban más hacia la cuestión general de lo que yo llamaba compartir lo sensible, o compartir el conocimiento, investigaciones que ya no podían basarse en la investigación de archivos sobre la historia de la clase obrera.

En varios textos,15usted vuelve sobre el tema del rechazo del trabajo. En «The Myth of The Artisan» (sección «The ambiguities of ‘love of work’»), usted subraya la ambigüedad de la relación entre el trabajo y ciertos militantes obreros, basándose en un caso emblemático, el de Agricol Perdiguier, autor del Livre du Compagnonnage, que debía representar el ejemplo típico de un obrero que aportaba a la lucha política la conciencia profesional específica del trabajo artesanal. Por otra parte, usted afirma que Perdiguier cantó las alabanzas del trabajo artesanal para escapar de él.16Del mismo modo, en sus memorias, Vinçard se refiere a los obreros que se volvieron sansimonianos con la esperanza de escapar a la condición obrera. ¿Qué dice, en su opinión, esta ambigüedad sobre la relación entre el trabajo y los militantes obreros de la época? ¿Y qué tiene que ver con ello su insistencia en los análisis operaísticos del rechazo del trabajo? También sugiere que, para algunos representantes del movimiento obrero, el deseo de escapar de la condición de clase trabajadora era una forma de ascenso social (término que no utiliza). ¿Cuál es la relación entre ese deseo (incluso en la forma más compatible con el orden social) y el deseo de emancipación?17

El deseo de escapar del modo de ser asignado al trabajador es algo distinto del deseo de ascenso social. Y no creo haber insinuado que este último fuera el secreto oculto del primero. Por otra parte, sí mencioné la forma en que el ascenso social puede funcionar como compensación por la promesa incumplida de un mundo nuevo, en el caso del tapicero sansimoniano que se convierte en patrón y filántropo. La propia noción de ascenso social es demasiado amplia, ya que abarca trayectorias muy diferentes y las asocia a estereotipos sociológicos y morales cuestionables. Mis comentarios sobre Perdiguier no pretendían juzgar sus motivaciones, sino poner de relieve el desfase entre las dos visiones que tiene del trabajo. Mi objetivo era cuestionar la visión del obrero militante como representante de una aristocracia obrera basada en la superioridad profesional. En este punto, no me dejé influir en absoluto por los análisis del «rechazo del trabajo», simplemente me limité a extraer las consecuencias de lo que los textos muestran: en primer lugar, la falta de correspondencia entre calidad profesional, emancipación intelectual y compromiso militante; en segundo lugar, la relación contradictoria que pueden tener los trabajadores con un trabajo del cual subrayan los aspectos valorizantes o desvalorizantes, simultánea o alternativamente.

Por último, no comparo las motivaciones de los icarianos con las de los buscadores de oro. Simplemente digo que la propaganda de las empresas californianas daba una imagen de América similar a la de la propaganda icariana. Las mismas propiedades —imaginarias— la convertían en un paraíso para los comunistas o para los buscadores de oro.

En Scènes du peuple, defiende una tesis fuerte sobre el nacimiento del PCF; afirma que el PCF «nació como el fideicomisario de quiebra de una cierta revolución, de la ideología obrera autónoma de la revolución», y que la «dictadura del proletariado» funcionaba como sustituto de la idea de emancipación autónoma de los trabajadores. En su opinión, el abandono de esta ideología obrera autónoma de la revolución es en sí mismo la consecuencia del fin de la creencia en la capacidad de las masas para hacer un mundo nuevo.18¿Cómo explica esta pérdida de creencia, según usted, definitiva? ¿Debemos verlo como la influencia del leninismo (Lenin escribió en Que faire? que «la historia de todos los países atestigua que, por sus propias fuerzas, la clase obrera sólo puede llegar a una conciencia sindicalista»)? ¿Una consecuencia de la Primera Guerra Mundial y de la incapacidad del movimiento obrero europeo para oponerse a su estallido?

También en este caso apliqué el método de caso, es decir, me centré en un punto concreto, en el momento del nacimiento del PCF. Me centré en el surgimiento de la idea de la dictadura del proletariado. ¿Por qué? Porque escribía en un momento en que el PCF abandonaba la dictadura del proletariado. Así que me centré en el principio de la historia a la que este abandono declaraba el fin, en los discursos que, al final de la guerra de 1914, habían fundado la idea de esa dictadura no sólo como una perspectiva para la revolución venidera, sino como la autoridad de la vanguardia sobre las propias masas proletarias. Comenté esto a partir de los textos de los sindicalistas revolucionarios y de los comunistas de línea dura al final de la Primera Guerra Mundial. En esos textos percibimos un punto de inflexión, el abandono de la fe que se había formulado tras el fracaso de 1848 y que había estado en el corazón de la Comuna de París, a saber, la idea de que la clase obrera llevaba en sí misma un mundo, lo que se llamó República socialista. Leyendo los textos que vuelven la vista atrás a la industria de guerra y comentan el estado de ánimo de los trabajadores en los años 1918-1920, da la impresión de que estamos asistiendo al colapso de la creencia de que la clase obrera llevaba dentro de sí, en sus propios valores, un mundo por venir.

El deseo de escapar del modo de ser asignado al trabajador es algo distinto del deseo de ascenso social.

Jacques Rancière

No creo que la crítica de Lenin al sindicalismo fuera decisiva. La adhesión al leninismo fue un efecto, más que una causa, de esta pérdida de creencia. También adoptó la forma opuesta. También fue la base del discurso reformista de Merrheim y de todos los sindicalistas que, a partir de entonces, colaboraron con Albert Thomas y adoptaron una lógica reformista. De lo que se trata no es simplemente de la influencia de lo que el leninismo llamaba sindicalismo. El sindicalismo presupone que la acción de los trabajadores está confinada a un campo de acción limitado, lo que no era el caso del sindicalismo revolucionario, ni tampoco del anarcosindicalismo. En consecuencia, no es sólo una cuestión de sindicalismo, es una cuestión de relación con el Estado, es una cuestión de adhesión a la guerra patriótica. El “fracaso” del movimiento obrero, su incapacidad para resistir a la guerra, no es sólo culpa del sindicalismo. También fue obra de marxistas como Jules Guesde, ¡que fue ministro durante la guerra! La mayoría de las personas más o menos formadas en el marxismo apoyaban a la Unión Sagrada tanto como los sindicalistas tradicionales. Así que hay algo ahí que es más que la consecuencia del sindicalismo; es la consecuencia del patriotismo, tal y como fue alimentado por la Tercera República en Francia, y tal y como fue alimentado, de forma diferente, en Alemania. Contra la idea de que los proletarios no tienen patria, la Tercera República arraigó realmente una patria en el proletariado francés, y los que creían poder oponerse a ella fueron barridos en 1914, ¡incluidos los que habían sido imbuidos de la doctrina marxista! Y si queremos entender lo que ocurrió en aquella época, también tenemos que pensar en lo que ocurrió después en la URSS, y en cómo la Gran Guerra patria fue también el triunfo del estalinismo.

La confrontación con el pensamiento marxista es una de las constantes en sus escritos históricos. Me parece que, desde este punto de vista, sus escritos de ese periodo tienen una doble ambición, más o menos lograda: en primer lugar, se trataba de recordar lo que el pensamiento de Marx debía al pensamiento obrero que le era contemporáneo, pero sobre todo de discutir toda una serie de presupuestos marxistas sobre la historia del movimiento obrero francés (por ejemplo, sobre la cuestión de la asociación, la religión, el papel de los artesanos, etc.), y en ese sentido estos textos prefiguran su explicación de Marx en El filósofo y sus pobres. Para decirlo brevemente, me parece que cuando usted profundizó en el archivo obrero, trataba todavía de enfrentarse a Marx, pero a través de un medio diferente: ¿qué piensa de ello?

Es cierto que mi inmersión en los archivos se basaba inicialmente en una idea bastante ingenua, a saber, que habíamos vivido con una idea de la conciencia obrera que se derivaba totalmente del marxismo. Pero en el 68 y en esa época vimos que no se ajustaba a la realidad. Así que quise hacer una especie de gran genealogía para, por un lado, redescubrir la «auténtica» tradición obrera y, por otro, situar el marxismo y su idea de la conciencia de clase en relación con ella. Esa era la idea inicial. En 1973, el asunto Lip fue decisivo para mí como lo fue para Révoltes logiques, es decir, obreros que realmente volvieron a poner en el orden del día ciertas formas de acción del pasado: obreros en lucha que decidieron tomar la fábrica y organizar ellos mismos la producción. Era el renacimiento de una tradición que se remontaba al menos a 1833, cuando los sastres en huelga habían creado un taller por su cuenta. Teníamos entonces la sensación de que estaba resurgiendo una vieja tradición obrera autónoma, y que debíamos estudiarla por sí misma, una tradición que estaba completamente separada de la tradición marxista y que, en el caso de Lip, podía incluso pretender ser cristiana… Me embarqué en esto con la idea de empezar de nuevo desde el mismo momento en que Marx conoció a los obreros parisinos y elaboró su visión de la explotación capitalista y de la condición de la clase obrera. Al principio de Révoltes logiques, habíamos planeado un seminario que se llamaría «El año 1844», el año en que Marx escribió los Manuscritos de 1844, para comparar sus tesis con las formas de actividad y pensamiento de la clase obrera en la misma época. Al principio, pues, la idea era comprender esta tradición particular de pensamiento y lucha de la clase obrera, y ver cómo el marxismo la había pasado por alto. Pero después de eso, las cosas cambiaron, porque vi explotar esa tradición obrera particular. Y lo que me interesó después fue la escisión interna de esa tradición obrera, y la forma en que el marxismo podía pensarse en relación con dicha escisión. Esto nos lleva a lo que decíamos antes: pensar la dictadura del proletariado como la respuesta del marxismo a las contradicciones de la acción y el pensamiento de la clase obrera.

¿Puede volver al funcionamiento de Révoltes Logiques? El trabajo de división que se produce en sus escritos sobre la historia del movimiento obrero parece atravesar la propia revista, con textos que a veces se responden entre sí.

Es importante saber que Révoltes Logiques no nació como un proyecto editorial, sino que fue una especie de grupo de investigación que surgió sin querer de mi trabajo sobre el archivo obrero, del trabajo de Geneviève Fraisse sobre el archivo feminista, y del trabajo de Patrice Vermeren y Stéphane Douailler sobre cuestiones de infancia y educación… Cada uno tenía su propio campo de investigación, y de vez en cuando nos hacíamos presentaciones que acabábamos discutiendo. Después, cuando nació la revista, todo eso se transformó en textos. La revista siempre ha existido sin consejo de redacción, sin dirección, sin jerarquía, etcétera. Todo el mundo hacía un poco de todo. El contenido de la revista eran esencialmente las charlas que nos dábamos entre nosotros o las personas a las que invitábamos a hablarnos. Había discusiones sobre cada charla, por supuesto, pero aun así no creo que la revista tuviera mucho de diálogo interno. Por supuesto, a veces había tensión. Geneviève y Lydia Elhadad habían escrito una reseña un tanto crítica de la publicación de Claire Démar y de la presentación de Valentin Pelosse.19Después, cuando Lydia Elhadad publicó el prefacio sobre Suzanne Voilquin, pensé que era una oportunidad para volver sobre ciertas cuestiones. Al mismo tiempo, Lydia había venido a dar una conferencia, pero no formaba parte del equipo de Révoltes Logiques. Yo respondí, Geneviève respondió…20

A veces también había ecos lejanos de desacuerdos. Recuerdo, en particular, que yo había adoptado una postura un tanto crítica con respecto a la ideología implícita en el texto de Jean Ruffet sobre los maestros-artesanos.21Hubo tensiones que acabaron manifestándose, pero no se puede decir que la revista estuviera formada por textos que se respondían unos a otros. Hubo uno o dos casos un poco específicos, en particular los que trataban de feminismo, porque implicaban a personas que tenían un pie dentro y otro fuera. Geneviève Fraisse era miembro de un grupo feminista activo, y estaba en Révoltes Logiques, donde no era la única feminista: ¡Christiane Dufrancatel estaba totalmente en contra de ella dentro del movimiento feminista! Pero los artículos que escribía Christiane Dufrancatel nunca respondían a los de Geneviève. En consecuencia, el aspecto de «diálogo interno» fue relativamente limitado.

No es posible retomar aquí todo el debate con Alain Cottereau sobre su largo e importante prefacio a Sublime de Denis Poulot.22Dos puntos me parecen importantes para la historia social. En primer lugar, usted critica la idea de que podemos simplemente darle la vuelta a la mirada burguesa de la época y leer en ella una estrategia de resistencia obrera.23Es más, me parece que es la propia noción de resistencia la que, en última instancia, le resulta bastante extraña: en el artículo «La Bergère au Goulag», sugiere que la resistencia por sí sola nunca se convierte en el principio para establecer un mundo nuevo. Un poco más adelante, escribe que «ese equilibrio entre poder y resistencia es la lógica ‘espontánea’ de los movimientos populares» y que «lo más serio queda por pensar sobre la resistencia».24Me parece que no ha vuelto realmente sobre el tema de la resistencia.

No volví a él porque nunca dejé de valorar el lado afirmativo de la emancipación y la asociación, frente al tema de la resistencia, que convertía la acción subversiva en una simple reacción a las estrategias del poder. En aquel momento, esta visión se basaba en el pensamiento foucaultiano sobre las tecnologías del poder, posiblemente en oposición a las «artes de hacer» de Michel de Certeau. Más tarde llegó la «infrapolítica» de James Scott, que revivió la idea de que la verdadera fuerza de la clase obrera no se encontraba en las formas espectaculares de lucha colectiva, sino en los actos individuales cotidianos de resistencia minúscula o en pequeños robos como el de la peluca indestructible.

En Révoltes logiques entrevistaron dos veces al escritor y obrero Georges Navel.25La segunda entrevista fue realizada por Jean Borreil, pero no se indica la identidad del entrevistador de la primera entrevista. ¿Lo conoció? ¿Qué recuerdos tiene de él y de su obra? El periodo de entreguerras fue uno de los puntos álgidos de la literatura obrera en la historia de Francia: ¿qué cree que hizo que las voces obreras del periodo 1830-1848 se distinguieran de las del periodo de entreguerras?

La principal diferencia es que en los años 1830-1848 asistimos a la creación de un mundo del discurso obrero que sencillamente no existía antes. Mientras que la literatura proletaria de los años 1920 y 1930 se basaba en la típica conciencia de clase, la teoría marxista y las divisiones ideológicas que ya existían. Como resultado, los obreros que escribían a veces estaban en línea con el PC, pero la mayoría de las veces se desviaban de formas que estaban ligadas a la herencia sindicalista-revolucionaria, y a todas las formas de disidencia en relación con la SFIO o el Partido Comunista. La principal diferencia es que, para ellos, hay un cierto número de puntos de referencia masivos que constituyen lo que se supone que es la identidad obrera, el pensamiento obrero… Así que los llamados escritores proletarios se situarán en relación con esto, hasta el punto de aparecer finalmente como los que expresan verdaderamente la experiencia obrera frente a los que teorizan sobre ella basándose en una doctrina «extranjera».

En cuanto al propio Navel, nunca lo he visto. En ambos casos, era Jean Borreil quien vio a Navel, quien había entrado en contacto con él no sé bien cómo. El principal contacto que tuve con uno de los escritores obreros de esa época fue con Maurice Lime,26¡que era de hecho un antiguo miembro del Partido Comunista que se había vuelto doriotista!

A veces se le ha criticado injustificadamente por no ser capaz de aceptar la idea de que el pueblo puede reproducir la dominación y la opresión en su interior. Usted ha respondido en varias ocasiones al respecto.27También podríamos señalar su insistencia en los puntos de fricción dentro del movimiento obrero (la relación con el trabajo de las mujeres, la colaboración de los sindicalistas con el orden petainista, la alusión al bonapartismo obrero bajo Napoleón).28Queda claro, por tanto, tomando prestadas sus propias palabras, que no hay «pueblo santo» en su obra. Por todo ello, y a pesar de las observaciones precedentes, no da la impresión de que la adhesión de los trabajadores a ideologías autoritarias o «reaccionarias» (bonapartismo, boulangismo, antidreyfusismo, petainismo, etc.), o incluso simplemente al orden establecido, sea realmente una cuestión para usted. En cierto modo, es casi lo contrario. Da la impresión de que no le interesa realmente. ¿Cómo entender o describir esa adhesión sin caer de nuevo en la denuncia de la «alienación», la «falsa conciencia» o el «deseo de servidumbre»?29En la entrevista a Michel Foucault en Révoltes logiques, una pregunta vuelve sobre este punto, subrayando que el tema del «deseo de fascismo de las masas» —tema freudomarxista por excelencia— nos impide comprender las «razones de la obediencia». Ahora bien, me parece que el artículo «De Pelloutier à Hitler : syndicalisme et collaboration» tiene el valor de ser quizás el único de sus escritos que plantea realmente esta cuestión. Además, usted habla, de manera voluntariamente reduccionista, de placer al explicar tales adhesiones vistas como paradójicas.30¿De dónde procede ese «placer»? ¿Cómo surge la pasión por la desigualdad?

No es que no me interese la cuestión, es que el interés que se suele mostrar por ella descansa, en mi opinión, en dos postulados muy cargados de presupuestos de desigualdad. El primer postulado es que la gente normalmente debe pensar y actuar de acuerdo con su condición. Los trabajadores no ganan mucho, están descontentos, son explotados, “así que” deberían ser revolucionarios o al menos votar por la izquierda. Al mismo tiempo, es un «privilegio» que dejemos a los trabajadores, que dejemos a los pobres. Por otro lado, nos sorprendemos mucho menos cuando los burgueses se vuelven revolucionarios o comunistas. Siempre existe esta presuposición fundamental de que hay gente que puede permitirse el lujo de separarse de su condición, y gente que no puede. Siempre he dicho que no hay ninguna razón en particular por la que un trabajador deba ser de izquierda, socialista o revolucionario. Cuando estaba en los años de propedéutico para la licenciatura, había un hijo de obrero en la clase que era un anticomunista fanático. Era hijo de un obrero de la CFTC, así que para él era realmente el enemigo dentro de la propia clase obrera, y cuando veía un número de L’Humanité, lo tiraba al suelo y lo pisoteaba, gritando «¡sucios comunistas, sucios comunistas!». Hay muchas razones por las que la gente se adhiere a una determinada posición política o ideológica. No se es socialista porque se gane poco. La gente es socialista, comunista o reaccionaria por muchas otras razones. Esa es la primera suposición que rechazo: la suposición de que hay personas que no pueden permitirse el lujo de no actuar de acuerdo al ethos de su clase.

Esto se ve reforzado por un segundo postulado, que es que, si no lo hacen, es obviamente porque no lo entienden. Les convendría adoptar tal o cual postura, pero como no son muy listos, no entienden su interés, y van a actuar en contra de ese interés. Así que existe esa doble presuposición enorme, una enorme en desigualdad inconsciente y autosatisfecha, que me pareció necesario cuestionar. También significa cuestionar el modelo económico que toma prestado la sociología, basado en la noción de interés: las personas actúan en función de un interés, de una inversión que pueden o no realizar. Y como la mayoría de las veces su comportamiento es aberrante en relación con ese supuesto interés, concluimos que son imbéciles, que son ignorantes, que no entienden. Lo que he tratado de decir, particularmente sobre las nuevas furias reaccionarias en torno a Trump, Bolsonaro y otros, es que las posiciones ideológicas o políticas que tomamos se definen mucho más en términos de pasiones que de intereses. Necesitamos pasar de una teoría de los intereses mal entendidos a una teoría de las pasiones. Una teoría de las pasiones, es decir, de las formas en que las personas experimentan una condición, pero también de la forma en que las personas forman un grupo, una sociedad o una comunidad. Si observamos el mundo contemporáneo, podemos ver claramente que existe un problema, que es el siguiente: en regímenes autoritarios como los que todos conocemos, en los que en última instancia el único acto «político» que se pide a la gente es un acto de renuncia individual en forma de papeleta electoral, ¿cómo puede la gente sentirse unida? Es un problema que no puede resolverse en absoluto en términos de intereses, que sólo puede resolverse en términos de pasiones: la gente necesita sentirse poderosa y unida, cuando está aislada e impotente. Y en relación con eso, todas las pasiones de odio, las pasiones que hacen que la gente se sienta superior a los demás, a los negros, a los inmigrantes, a las mujeres, a cualquier cosa que podamos imaginar, todas esas pasiones de desprecio y rechazo son mucho más eficaces que todas las demás, eso es lo que funciona actualmente. Creo que tenemos que pensar en esto en lugar de seguir diciendo que la gente vota por Trump porque son completamente estúpidos, que no entienden, con todo el discurso sobre las fake news, que siempre es la forma en la que los intelectuales se confirman a sí mismos que son inteligentes porque entienden lo que otros no entienden. Pero no, no se trata de entender, se trata de la forma de estar juntos: ¿cómo podemos estar juntos cuando estamos separados, y ser poderosos cuando no tenemos poder?

Lo que llama la atención de la lectura de La noche de los proletarios es la ausencia de referencias historiográficas en las notas a pie de página —el libro está lleno de ellas— y la ausencia de todo diálogo explícito con la historiografía del movimiento obrero. Por el contrario, el subtexto polémico respecto a ciertos filósofos —Glucksmann y Deleuze en particular— es relativamente transparente. Sin embargo, usted discute de manera crítica esa historiografía en varios artículos de la época.31¿Por qué esa elección?

Por un lado, hay un rechazo de las marcas externas de la cientificidad. Recuerdo que me impresionó en su momento la polémica de Jean Chesneaux contra los historiadores;32en particular, decía que las notas eran las muletas de los historiadores. En aquel momento me dije a mí mismo que no volvería a poner notas.

Siempre existe esta presuposición fundamental de que hay gente que puede permitirse el lujo de separarse de su condición, y gente que no puede.

Jacques Rancière

Pero hay algo más profundo. La forma habitual del discurso del historiador, con su aparato que contiene referencias a todos los demás trabajos, considera que existe un tema común al que todos colaboran de distintas maneras: el movimiento obrero, la historia obrera, el pensamiento obrero, etcétera. En consecuencia, nos situamos en un marco en el que somos varios trabajando en eso, nos dirigimos a los demás, aprobamos o discutimos sus trabajos. Pero yo tenía la sensación, quizá un poco megalómana, de que, en cierto modo, mi tema era uno que ningún otro historiador trataba. Mi tema era el acontecimiento de la palabra de personas que se supone que sólo existen para trabajar y posiblemente para luchar, pero no para pensar ni expresar ese pensamiento. Tenía la idea de que ese era mi tema y que no era de lo que hablaban los demás. Tenía como jurado a Maurice Agulhon, que había escrito un libro sobre la historia de los trabajadores de Toulon en la misma época,33pero tenía la sensación de que él no hablaba de lo que yo hablaba. De lo que yo hablaba, a saber, de esta escisión de la identidad obrera, era de un objeto singular, y para ese objeto singular necesitaba una forma que le fuera propia. No estaba haciendo un ejercicio académico diseñado para ser juzgado según una norma académica; estaba haciendo un libro para hacer justicia al surgimiento de un mundo singular de pensamiento y discurso al que no podía hacerse justicia en las formas tradicionales de conocimiento.

Creo que ése era el punto importante para mí. Normalmente mi caso se clasifica —como hizo más tarde Noiriel— en las preocupaciones religiosas y culturales de los trabajadores. Este modelo clásico con los diferentes niveles de realidad —desde el más material al más espiritual— era impensable para mí porque mataba mi objeto: la gente que piensa que no es lo que hacemos en su nivel de realidad. Este objeto exigía necesariamente un modo de tratamiento particular, es decir, que yo no remitiera todos esos discursos obreros a una realidad subyacente de la que serían la expresión, sino que construyera algo así como un plano de coherencia propio en el que todo encajara. De ahí la forma que adoptó, la de un libro impulsado por una especie de dialéctica interna. La primera parte pone de relieve la ruptura inicial («Me parece que no estoy cumpliendo mi vocación martillando hierro«). La segunda trata de la promesa dirigida a los obreros por los apóstoles sansimonianos («Muy pronto se romperán tus herramientas«). La tercera muestra cómo, a la inversa, la idea de una identidad y una voz propias para la colectividad obrera se solidifica, a costa de muchas grietas. De este modo, construí una totalidad cerrada en la que puede decirse que todos los elementos remiten los unos a los otros y no a una realidad exterior que habrían confirmado otros libros sobre el periodo.

La situación es completamente distinta cuando me piden que intervenga en un debate sobre historia social o laboral. Es entonces cuando expongo argumentos, critico otros métodos y termino justificando los míos. Pero en La noche de los proletarios, tenía que poner la noche en primer plano, todo lo que la noche significaba en términos de trastorno de una determinada manera de estar en el mundo. ¿Con quién puedo hablar de eso?

En cuanto a las breves referencias a la actualidad filosófica, no eran más que una especie de señal de despedida, una forma de anunciar en las primeras páginas un distanciamiento de la doxa de la época (la de los «nuevos filósofos») sobre los obreros, el trabajo y el comunismo.

En sus escritos sobre historia, encontramos un balance global bastante duro de la historiografía francesa sobre el movimiento obrero (balance que explica en Les Mots de l’histoire por la doble sospecha —política y científica— contra la que esa historiografía ha tenido que posicionarse).34A pesar de todo, usted «salva» algunas referencias que menciona en el epílogo de La Parole ouvrière: Les Ouvriers de Paris de Rémi Gossez, Les Ouvriers en grève de Michelle Perrot y, por supuesto, The Making of The English Working Class de Edward P. Thompson. ¿Puede hablarnos de lo que esos libros han significado para usted (y en particular sobre Thompson: me parece que la dimensión antropológica de su obra sólo es compatible en parte con su propia forma de hacer historia. Por ejemplo, si no me equivoco, nunca he visto que la noción de «economía moral» aparezca en sus escritos)?35

Cada uno de esos tres libros fue más allá de los estándares de la historia social a su manera. Michelle Perrot trató la huelga como un «hecho social total», la construcción de un mundo propio por parte de los trabajadores, y no como un conjunto de movimientos de protesta. Rémi Gossez sacó del olvido una militancia obrera autónoma que ya no podía tratarse como el producto combinado de las transformaciones de su condición y de la influencia de las teorías utópicas. Edward P. Thompson demostró que la «formación» de la clase obrera era el producto de la acción y el pensamiento de los trabajadores y no el de la «escuela de fábrica». Demostró que tal formación era una transformación global y que la acción y el pensamiento de la clase obrera no podían limitarse únicamente al ámbito de los conflictos laborales, separándolos de sus aspectos políticos, intelectuales y religiosos. Y afirmó con fuerza la voluntad de sacar la vida política e intelectual de los trabajadores del desprecio en que se la había tenido. Ese gesto inaugural, esa manera de tomar en serio todo un mundo de pensamiento y de sentimiento, despreciado por los mismos que honraban las virtudes del trabajo y de la lucha obrera, fue para mí un modelo. Me inspiré en él a mi manera, con un material diferente y un bagaje intelectual y militante distinto, pero eso es secundario frente al acuerdo sobre un gesto inaugural de subversión de la visión de «los de abajo».

Releyendo La noche de los proletarios, me sorprendió la importancia del tema del suicidio en el libro: Se trata de los jovencísimos aprendices que, según Gilland, preferían la muerte a la humillación del aprendizaje, del tornero de marfil que «cayó en la languidez al día siguiente de junio de 1848», de los relatos de suicidio que aparecen en Le Populaire bajo el epígrafe de «hechos de desorden social» y, por supuesto, del suicidio del tipógrafo Adolphe Boyer tras el fracaso de su libro, suicidio que dio lugar a encendidas polémicas sobre la «literatura obrera».36¿Cómo explica eso? ¿Significa que la emancipación obrera consiste no sólo, como en el caso de Gauny, en «[reivindicar] […] los placeres para los que se comprende que no han nacido sus semejantes», sino también en abrazar la «languidez ilusoria de la burguesía»?37

A pesar de todo, esos suicidios sólo ocupan unas cuantas páginas en La noche de los proletarios. Los mencioné porque, también en ese caso, era una forma de destruir la imagen convencional del hombre del delantal de cuero, del obrero robusto, etc., diciendo: los jóvenes obreros de aquella época son jóvenes que, en efecto, tienen fragilidades, languidecen… Las depresiones, los suicidios, etc. no son, como pensamos, el privilegio de la gente que tiene ocio, que tiene tiempo. Cuando hablaba de ellas, tenía en mente ese pequeño pasaje de Platón, que dice que cuando un trabajador está enfermo, ¡se purga y luego vuelve al trabajo! Tenía en mente esa idea preconcebida de que hay gente que no puede permitirse el lujo de ser nostálgica o melancólica, y menos aún el lujo de suicidarse. Esos trabajadores forman parte de la fragilidad general del ser humano, y posiblemente también de las ideologías y sensibilidades de la época. Pero no le di más importancia, aunque fuera un poco una provocación en comparación con la imagen normal del obrero en el discurso político y en la historia social.

En El filósofo plebeyo usted explica que la reelaboración por Gauny del pensamiento de Ballanche iba acompañada de la afirmación de «un vínculo entre el progreso de todos y la mejora individual». Y añade: «Ese fluido vital por el que [en Gauny] el alma impone su forma al cuerpo es también aquel por el que opera un vínculo de simpatía que transgrede el aislamiento de los átomos egoístas de la sociedad burguesa, así como la diferencia de rango». Usted menciona también la filia compartida entre Gauny y su amigo Jules Thierry.38¿Esa insistencia en la «simpatía» no era propia del movimiento obrero de aquellos años, quizá vinculada a la influencia cristiana en su seno? Me parece que, al contrario, gran parte del siglo XX se caracterizó por una apología de la «necesaria» dureza revolucionaria; pienso, por ejemplo, en el gran poema de Brecht, A los que vendrán después. ¿Y cuál es el vínculo entre esta forma de entender lo sensible —más cercana a la corriente de la historia de las sensibilidades— y su concepto de lo sensible?

El primer punto es que la simpatía no es en absoluto una idea cristiana. La simpatía, tal y como funcionaba en aquella época, se refería al gran tema dieciochesco de la gran cadena de los seres, la visión de que todas las formas de vida apuntaban hacia una misma realidad, todo ello amplificado por temas espiritistas, muy fuertes en aquella época, y no sólo entre la clase obrera. Esta idea de un vínculo profundo y enigmático entre todos los seres no es en absoluto católica. Por ejemplo, L’Atelier, que es el periódico católico de los obreros, ¡no quiere oír hablar de cosas así! Pero sí define una sensibilidad de la época en la que el problema, que está ligado a la esperanza revolucionaria, a las secuelas del 89, es pensar una forma de vínculo entre los seres que sea más que los vínculos definidos por la ley. Ese fue el problema del siglo XIX, de arriba abajo, desde los pensadores más académicos hasta los obreros: pensar la comunidad como una comunidad de los sentidos, del corazón, un vínculo vital que acabó tomando un aspecto un tanto panteísta. Era la gran época de «todo vive, todo conspira, todo simpatiza», ¡de la que Hugo era el poeta ejemplar!

Por el contrario, la expresión oficial del movimiento obrero y del marxismo en el siglo XX se basaba en la idea de que el corazón de la realidad social no era el vínculo entre los átomos, sino la violencia de la lucha. Esto define una retórica del «nos gustaría ser buenos, pero no podemos», que está efectivamente en el poema de Brecht, en El diablo y Dios de Sartre, en muchos textos de este tipo. Ha habido un cambio en la forma de concebir lo que está en el corazón de lo social, que ha llevado a una especie de disociación de fines y medios. La sensibilidad de la época de la que hablo se basa en la idea de que debe haber continuidad, de que debe haber coherencia entre fines y medios. Con la idea de la violencia en el centro de las relaciones sociales, surgió la idea de la disociación, es decir: ¡bueno, nos gusta la gente, queremos que sea feliz, pero mientras tanto vamos a imponer disciplina, y vamos a mandar a los campos a los que no anden bien, etcétera! Es una visión de las cosas que en sí misma ha fracasado. En cambio, si observamos todos los movimientos recientes, como los movimientos de las plazas ocupadas, nos encontramos mucho más cerca de la sensibilidad de los años 1830, más cerca de la idea de que no podemos disociar los grandes objetivos revolucionarios del futuro de las formas de vida actuales. A pesar de todo, volvemos a la idea de que son las formas de vida actuales, las maneras actuales de asociar formas de lucha y formas de vida, las que crean posibilidades para el futuro.

Cuando hablo de compartir lo sensible, no hablo de una dramaturgia de la oposición entre la sensibilidad y la razón fría, el corazón y la ciencia, etcétera. Para mí, lo sensible es el lugar donde confluyen sentido y significado, es decir, entre los datos de la sensación y los significados que se les atribuyen. La sensibilidad es eso, el lugar donde se anuda lo que sentimos, lo que nos afecta y el significado que podemos darle. Por supuesto, ¡esto no tiene nada que ver con el hecho de saber si hay que tener un buen corazón más que tener una línea recta pura y dura en el plano de la política (risas)!

En La noche de los proletarios, usted se centra en las religiones paralelas que florecieron entre los artesanos y obreros de las décadas de 1830 y 1840,39al tiempo que critica duramente cualquier explicación en términos de «mesianismo», «milenarismo» o «religiones seculares».40¿Fue el libro de E. P. Thompson una inspiración en este sentido? ¿Puede repasar la extraña relación entre esos trabajadores y el cristianismo, y explicar cómo, lejos de desempeñar el papel de «opio», el cristianismo pudo, por el contrario, tener un impacto político subversivo?41

Sin duda, el libro de Thompson me sorprendió. Lo leí, yo creo, hacia 1973; en cualquier caso, lo leí con suficiente antelación como para intentar encontrar el equivalente en Francia en la misma época. Pero fue una gran decepción. Thompson recurre a todas las formas del disenso, a toda la disidencia religiosa efectiva que desempeñó un papel considerable en la configuración de la acción y el pensamiento de la clase obrera en Inglaterra. Busqué el equivalente en Francia, pero tengo que decir que me decepcionó rápidamente. No fueron pequeñas sectas como la Iglesia francesa del abate Châtel las que inspiraron la acción militante. Había formas disidentes, en forma de lo que yo llamaba conocimiento herético en un texto,42pero no había una fuerte influencia de religiones paralelas. Hay, sin embargo, una fuerte influencia de una cierta idea de religiosidad. Hay que ver lo que representaba la religiosidad en la década de 1830. Ya no era el siglo XVIII; la crítica de la religión ya no consistía en denunciar a los sacerdotes que mentían o practicaban dobles verdades… En la época romántica, había una etimología más o menos aceptada: religio significa «lo que une». Así que la religión es la fuerza que une, es algo así como un tesoro común. Y esto lo percibimos incluso en Marx: cuando habla de la religión como el «opio del pueblo», no se refiere a la religión como engaño. Quiere decir que la religión es una forma de pensar el estar juntos, de simbolizar una riqueza común. En aquella época, Marx era lector de Feuerbach incluso más que la gente de la Ilustración, ¿y qué dice Feuerbach? Por supuesto, dice que la religión es una ilusión celestial, pero que lo que se ha proyectado en el cielo ilusorio es toda la riqueza de las relaciones entre los seres humanos. En consecuencia, los seres humanos necesitan recuperar de forma positiva lo que han proyectado en el cielo. Esto era algo muy fuerte en aquella época. Los sansimonianos se presentaban como una religión, no para engañar a la gente, sino porque en aquella época la religión contenía la idea de una riqueza sensible común que fundaba una manera de estar juntos más fuerte que el vínculo universal de la ley y de las instituciones políticas… ¡Esa era la idea de la religión en aquella época, que condujo a la gran apoteosis de 1848, cuando Cristo fue obrero y cuando religión y fraternidad se convirtieron más o menos en la misma cosa!

Cuando hablo de compartir lo sensible, no hablo de una dramaturgia de la oposición entre la sensibilidad y la razón fría.

Jacques Rancière

Usted escribe que, tras sus años de aprendizaje, Gauny «[inició], en la coacción de la vida obrera, una vida de libertad»: ¿cómo responde a quienes ven en ello una libertad meramente subjetiva? ¿O a quienes sostienen que su «economía cenobítica» no es más que una forma sublimada de hacer de la necesidad virtud? Debo señalar que algunos de los amigos de Gauny no dudan en expresar esta objeción, mientras que es fácil de imaginar viniendo de la pluma de un sociólogo crítico.43

En el fondo, se trata siempre del mismo problema, el problema de lo que significa «emancipación». ¿Es la emancipación una meta hacia la que avanzamos? ¿O es un punto de partida? La tesis de gente como Gauny es que es un punto de partida, es decir, que ya estamos empezando a cambiar el mundo cambiando nuestra forma de percibir, sentir y pensar. Y al final, eso es lo que nos da fuerza, incluida la fuerza de los luchadores. En la economía «cenobítica» de Gauny, no hay ningún elogio del quietismo. Al contrario, ¡existe la idea de que el régimen pitagórico es lo que forma a los atletas fuertes! Así que no se trata de hacer de la necesidad virtud, sino de ir precisamente más allá de esta relación, decidiendo no consumir lo que podemos porque de todos modos no podemos hacer otra cosa, sino consumir menos de lo que podríamos para depender menos de la lógica general del sistema económico. Es algo que en esa época podía provocar risas, se ve en las críticas de los amigos de Gauny, como Ponty… En la última versión del Filósofo plebeyo, añado un pequeño intercambio con su amigo Delente, que ya adopta la postura del tipo que dice: «¡Estoy aquí para curar a la humanidad, no para ser amable con ella! Y luego está la crítica de Vinçard de que Gauny no ha producido nada socialmente. De acuerdo, pero al mismo tiempo, su provocación tiene sentido en esta época en la que estamos redescubriendo que, si realmente queremos luchar contra el enemigo capitalista, tenemos que empezar por depender lo menos posible de lo que nos impone. En efecto, consumir menos no es resignarse al sistema, sino intentar escapar a su lógica. Así que aquí volvemos de nuevo a la cuestión de si podemos disociar fines y medios. En su momento, Gauny planteó una especie de provocación extrema, pero creo que esa provocación vuelve a tener sentido hoy. Estos días volvemos a ver a mucha gente que piensa que quien se prepara para el futuro no es France Insoumise, sino gente que empieza a intentar vivir de otra manera, a inventar otros circuitos económicos, otro tipo de relaciones sociales.

En La Parole ouvrière usted habla de las condiciones sociales y materiales de acceso a la palabra escrita.44Sin volver a la vieja división platónica, ¿no podemos decir que también hay condiciones materiales que hacen más o menos posible «mover la mirada y el cuerpo»? Usted se refiere a menudo al texto en el que Gauny adopta una mirada esteta sobre su trabajo de colocador de duela, un trabajo realizado sin supervisión directa. ¿Qué hay de la posibilidad de tales desplazamientos en un contexto fabril racionalizado como el que describe Simone Weil en La condición obrera, donde insiste explícitamente en la imposibilidad material de la ensoñación, imposibilidad impuesta por las condiciones de trabajo? ¿En qué medida esas condiciones hacen posible o imposible la voluntad de reapropiarse del tiempo que usted identifica en los obreros revolucionarios de 1830-1848?

Por supuesto, hay formas de trabajar que facilitan o dificultan liberarse de las coacciones. Pero, en primer lugar, no hay que pensar en esto en términos de «hubo un tiempo en que era posible, y luego hay un tiempo en que ya no es posible». Gauny ya estableció un paralelismo entre dos situaciones: el taller y el trabajador individual. Esto plantea la cuestión del tipo de trabajo que permite tomar distancia. El segundo punto es que esto se aplica a todos los tipos de distancia. Hablas de la gran era de la racionalización fabril: está claro que es un modelo de funcionamiento industrial que no deja mucho tiempo para la ensoñación, pero tampoco para la acción militante. Así que no se trata de «ahora no podemos divertirnos soñando despiertos, ¡tenemos que emprender una acción militante enérgica!”. Porque la propia acción militante enérgica también presupone una cierta huida de las restricciones laborales. En el apogeo de la fábrica fordista, no sólo era difícil soñar despierto. Los activistas obreros eran a menudo personas que estaban un poco al margen, que tenían posiciones relativamente privilegiadas en la fábrica, o que no trabajaban en la fábrica sino en pequeñas empresas, o incluso eran trabajadores de bistró. Convertirse en activista obrero también suele significar no trabajar en la cadena de montaje. Es una limitación general en este tipo de organización del trabajo. Recuerdo que cuando era activista maoísta, la fábrica de Citroën seguía abierta al final de la avenida, pero los activistas obreros que nos encontrábamos en la puerta de la fábrica no eran trabajadores de Citroën: eran trabajadores de una cooperativa obrera cercana, la AOIP. Así que siempre había que encontrar la manera de romper con las formas de trabajo que podían aplastarte: encontrar un trabajo más libre, encontrar nichos en los que tuvieras menos limitaciones, más tiempo, etcétera. Este fue el sello distintivo de la gran época fordista, pero está claro que hoy en día nos encontramos muy a menudo con situaciones que se parecen bastante a las de los trabajadores del siglo XIX, es decir, formas de trabajo fragmentadas, intermitentes, precarias, aunque sean aparentemente autónomas… Ahora está muy bien ser esclavo del capitalismo mientras se trabaja tranquilamente en casa detrás del ordenador.

Sabemos lo importante que es en su obra el vínculo entre estética y política. En su comentario sobre los textos de Gauny, menciona el hecho de que «para Gauny el filósofo cínico es en sí mismo una obra de arte viviente», e insiste en el vínculo que Gauny establece entre el perfeccionamiento individual y la emancipación colectiva. Del mismo modo, en Scènes du peuple, usted habla de una «estilización de la vida individual», así como de una «cuidado de sí plebeyo» (en el artículo «Savoirs hérétiques et émancipation du pauvre»),45nociones que remiten a la obra de Michel Foucault. Este «perfeccionismo» me parece algo muy importante en la historia del movimiento obrero (como demuestra la insistencia en ser autodidacta en los movimientos anarquistas y sindicalistas revolucionarios).46¿Cuál es el vínculo entre esa voluntad de superación personal y el deseo de emancipación? ¿Este perfeccionismo no tiene también algo que ver con el elitismo moral e intelectual47de la élite militante, y no condiciona una cierta relación —pesimista— con las masas que a veces se expresa de manera muy brutal, por ejemplo por parte de ciertos sindicalistas revolucionarios? Me parece que este tema de la «preocupación plebeya por uno mismo» ha seguido siendo una hipótesis para usted: ¿por qué la abandonó?

La idea misma de emancipación rechaza la visión que pondría de un lado el «perfeccionamiento individual» y de otro la preocupación por la comunidad. Como decía Gauny a su amigo Ponty: «Lánzate a una lectura terrible. Despertará pasiones en tu infeliz existencia, y el proletario las necesita para levantarse contra lo que está a punto de devorarlo». La pasión por la lectura y las pasiones que despierta la lectura no son una forma de perfeccionamiento individual, son el armamento intelectual del proletario que rechaza la forma de ser, de sentir y de pensar con la que el enemigo pretende esclavizarlo. La emancipación obrera es, ante todo, eso: no el objeto lejano de un deseo, sino el esfuerzo por el que los trabajadores se arrancan hic et nunc de la «naturaleza» obrera tal como es producida y reproducida por la explotación. Esta «naturaleza obrera» es aquella por la que los trabajadores colaboran en la explotación y la redoblan, sobre todo en forma de violencia ejercida por los «fuertes» sobre los «débiles». De ahí la importancia que tenía entonces denunciar la violencia de los obreros contra los aprendices. La solidaridad obrera significaba inventar otra forma de ser obrero. En términos más generales, hay que abandonar la oposición simplista que pone al individuo de un lado y al colectivo del otro. Más bien, hay solidaridad entre una forma de ser individuo y una forma de hacer comunidad. La autodidaxia ha sido indisolublemente una forma de aprender para uno mismo y una forma de construir una intelectualidad compartida.

No me detuve en el cuidado de sí plebeyo porque mi problema no era elaborar una historia de las mentalidades obreras, sino reflexionar sobre las formas de percepción y de inteligibilidad a través de las cuales percibimos a los de abajo, sobre la manera en que inscribimos sus actos y sus palabras en un reparto de lo sensible.

En varios de sus textos,48usted sostiene que la oposición entre colaboración y lucha no define todo el enfrentamiento entre las clases, y subraya la existencia de cierta manera de pensar la «igualdad de clase», tal como la expresa, por ejemplo, el sastre Grignon cuando reclama «una relación de igualdad e independencia» con los patrones. ¿Podría repasar esta idea de igualdad de clases y explicar en qué se diferencia del binomio «lucha de clases/colaboración de clases»? ¿Es este ideal específico del periodo 1830-1848 (caracterizado por una cierta porosidad entre las posiciones del patrón y del obrero)? Por último, ¿puede aclarar el vínculo entre esta idea de igualdad de clases y la dimensión republicana del pensamiento obrero en los años 1830-1848?

La idea de «colaboración de clases» implica ya un tipo de situación en la que existen organizaciones obreras y patronales bien estructuradas y representativas a escala nacional, y un Estado que se considera legislador en materia de organización del trabajo y árbitro de las relaciones entre clases. Evidentemente, esta situación no existía bajo la Monarquía de Julio. Lo que sí existía era un ideal republicano, renovado por las jornadas de julio de 1830, que implicaba la voluntad de regular el mundo del trabajo de acuerdo con las ideas de libertad e igualdad. Los obreros militantes de la década de 1830 no pretendían la abolición del trabajo asalariado ni la expropiación de los capitalistas. Reivindicaban el derecho a formar un colectivo reconocido para tratar con quienes los empleaban como iguales y hombres libres. A partir de ahí, hay varias etapas. La primera exigía que las relaciones entre empresarios y trabajadores fueran reconocidas como un asunto público común y no ya como un asunto privado entre un propietario y las personas a las que empleaba, o incluso como un simple asunto entre los patrones y una determinada corporación de trabajadores. Fue la época en que la huelga como acción pública de un grupo de trabajadores se separó de la antigua práctica de los gremios de compañeros, que ponían a tal o cual taller o ciudad bajo «condena». Esto implicaba que los trabajadores existían como colectivo bajo la nueva forma igualitaria de asociación. La segunda etapa, en 1848, vio surgir la idea de una república del trabajo en dos sentidos: una república democrática y social cuyas leyes de libertad e igualdad se extendían a las relaciones laborales; y también la constitución del mundo del trabajo como colectividad organizada que servía de modelo de comunidad republicana. Con el desengaño de la Segunda República, este mundo asociativo debía convertirse en la única verdadera república, la República Social, opuesta a las mentiras de las repúblicas políticas.

La autodidaxia ha sido indisolublemente una forma de aprender para uno mismo y una forma de construir una intelectualidad compartida.

Jacques Rancière

La cuestión del anacronismo se remonta a un problema muy presente en sus escritos de los años setenta, el de la contemporaneidad de los trabajos sobre la historia del movimiento obrero. Ahora bien, me parece que desde este punto de vista podemos observar un doble movimiento en sus trabajos; por un lado, se trataba en primer lugar de cuestionar la idea de «una buena tradición sindical, obrera y revolucionaria», opuesta a su captación marxista (éste es, en particular, el objetivo declarado de su artículo sobre la forma en que ciertos dirigentes del sindicalismo de acción directa se unieron a Pétain en los años cuarenta).49Pero, por otra parte, usted afirma su voluntad de hacer resonar las historias y las palabras del pasado en el contexto contemporáneo (como es el caso, por ejemplo, de la publicación de El maestro ignorante en el marco del debate sobre la educación en los años ochenta). En su reseña crítica del libro de Lydia Elhadad dedicado a la sansimoniana Suzanne Voilquin,50destaca también la ambigua relación de ciertos investigadores «militantes» (en sentido amplio) con figuras «percibidas como demasiado ajenas al espíritu de la época actual como para no ser, en última instancia, peligrosas para la causa que las invoca; remitidas a su época», y señalan que todos los investigadores (y esto es especialmente cierto cuando la «causa» que estudian es más o menos la suya propia) tienen que enfrentarse a la cuestión de qué es exactamente lo que invierten en su objeto de estudio. En «Deux ou trois choses que l’historien social ne veut pas savoir», un texto colectivo (pero que lleva su fuerte impronta), muy crítico con la historia social francesa de la época, Les Révoltes logiques51criticaban la postura apolítica (aunque de izquierda) que adoptó la revista Le Mouvement Social, pero está claro que este desacuerdo no puede reducirse a un desacuerdo político, y que el vínculo entre el activismo y el trabajo teórico no tenía nada que ver con una relación instrumental (poner la investigación al servicio de las luchas actuales). ¿Podría volver sobre este punto en lo que respecta a su propia relación con su investigación histórica y a la ceguera de la historia académica ante su propia política?52¿Y qué hay sobre el imperativo de neutralidad axiológica?

Empecemos por el primer punto, que es la dificultad que tienen los historiadores militantes para situarse en relación con formas de expresión militante del pasado que ya no corresponden a lo que hoy se considera una actitud progresista. De hecho, eso es lo que encontré por primera vez cuando me interesé en la historia obrera: los trabajadores de la década de 1830 eran mucho más razonables, razonados y, en última instancia, disciplinados que los rebeldes salvajes que podíamos imaginar retrospectivamente en la década de 1968. Está claro que los investigadores interesados en las mujeres sansimonianas de la época se enfrentaban al hecho de que tenían un discurso moralizante. Para una militante feminista de los años setenta, tener que enfrentarse a un discurso tan moralizante en un momento en que la gran batalla por el aborto libre se libraba sobre el tema de «nuestros cuerpos son nuestros» es un lenguaje difícil de aceptar. Creo que Lydia Elhadad tuvo problemas con eso. El gran mérito de Geneviève Fraisse es que no tuvo ningún problema, que entró en el moralismo de los discursos de las sansimonianas,53del mismo modo que yo entré en el moralismo de los obreros militantes de la década de 1830. No debemos tener miedo de enfrentarnos a formas de activismo que son a la vez modelos y contramodelos, porque no corresponden en absoluto a las ideas del activismo posterior a 1968. Ése es el primer punto.

Esta actitud implica liberarse de cualquier visión evolucionista, que era la visión tradicional de la historia obrera: están los pioneros que hacen lo que pueden y, después, el movimiento se hace cada vez más consciente, cada vez más científico. Desde el principio, me vi orillado a criticar el evolucionismo y también, al mismo tiempo, a criticar la búsqueda del primitivismo salvaje de las revueltas. Esto significaba que la relación entre el pasado y el presente no podía ser de transformación lineal, sino necesariamente de provocación. Hay que fijarse en las prácticas feministas de la década de 1830, o en las prácticas obreras de la misma época, por su función provocadora, tanto en relación con las formas de dominación de su tiempo como con las formas de liberación valoradas en nuestro tiempo. Por el mero hecho de que no hablan nuestro lenguaje, de que no encajan en los sistemas de valores en los que basamos nuestros juicios, constituyen una provocación en relación con todas las capas de valores y significados sedimentados en la historia social, en la historia de los movimientos sociales, el feminismo y otras formas de lucha. Así que, desde el principio, en Révoltes logiques existió la práctica de arrojar bloques del pasado al presente. Esto suponía una ruptura con el doble modelo clásico de la historia: en primer lugar, la evolución temporal lineal, y en segundo lugar, la idea de que las cosas pueden explicarse por su tiempo, y que deben permanecer en el tiempo en el que tienen sentido. Hubo esta práctica provocadora, que se manifestó en particular con el ladrillo de Jacotot, ¡arrojado al estanque del debate sobre la educación entre republicanos y sociólogos!

¿Y la famosa neutralidad axiológica? La «neutralidad axiológica» implica que hay datos, y que para interpretarlos hay que prescindir de las propias opciones políticas e ideológicas, etcétera. Todo eso está muy bien, pero obviamente tiene un límite, a saber, la cuestión de los propios datos. Todo mi trabajo se ha centrado en la cuestión de los datos. ¿Qué consideramos datos? ¿Cómo constituye el historiador su objeto? Puede decidir perfectamente no incluir sus creencias socialistas, comunistas, republicanas, radicales o lo que sea. Ok. Pero la cuestión es cómo constituye el objeto en sí. Y precisamente hay una política implicada en la constitución del objeto. Eso es lo que yo decía en el texto bastante desafortunado sobre Le Mouvement Social (bastante desafortunado porque era innecesariamente polémico, y probablemente se centraba demasiado en dos o tres artículos en los que la ideología del PCF era un poco pesada, mientras que creo que deberíamos haber tenido una visión un poco más generosa): Le Mouvement Social se da a sí mismo su objeto: ¡nos llamamos Le Mouvement Social porque trabajamos en el movimiento social! De eso se trata. Al principio, yo también trabajaba sobre el movimiento obrero. Y entonces mi trabajo consistía en preguntarme: ¿qué significa juntar estas dos palabras «movimiento» y «obrero»? Y cuando se trata de una pregunta así, ¡la idea de neutralidad axiológica no significa nada! Porque no es una cuestión de opinión política que debamos dejar de lado, es realmente una cuestión de política del conocimiento, que se traduce en una poética del conocimiento.

¿La noción de consenso en política tiene un equivalente en el campo de la investigación histórica? En el texto colectivo «Deux ou trois choses que l’historien social ne veut pas savoir», Révoltes logiques escribía que la división del trabajo académico daba lugar a la reproducción constante del déjà-su. ¿Deberíamos establecer una relación entre el consenso político (en el sentido tan preciso que usted le da) y el consenso científico (en el sentido corriente del término)?

Creo que, efectivamente, hay algo en común. ¿Qué es la idea de consenso? Es la idea de la objetividad de los datos. Es la idea de que podemos tener diferentes interpretaciones, pero que los datos están ahí, lo que también significa que hay una necesidad, y que reaccionamos ante una objetividad que adopta la forma de necesidad. Evidentemente, esta es una visión de las cosas que también está en el corazón de la práctica de la historia, porque el corazón del consenso es esa idea de necesidad objetiva. Y esa necesidad objetiva se concibe siempre como una necesidad nacida del propio tiempo. Ahora bien, puede decirse que la historia funciona esencialmente mediante el establecimiento de una necesidad de este tipo, con dos variantes que pueden en algún momento sustituirse entre sí. En primer lugar, la necesidad de evolución, la de una cadena causal: tal o cual acontecimiento es consecuencia de una situación, tal o cual situación producirá otra, y así sucesivamente. Existe esta forma de necesidad como secuencia, a menudo dirigida hacia un fin. Y luego está la otra forma de necesidad histórica, ya no ligada a la sucesión, sino por el contrario, a la contemporaneidad: es la idea que está en el corazón del pensamiento de los Annales. «Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres», lo que significa que un hecho dado, un tipo dado de pensamiento, sentimiento o práctica sólo puede existir en ese tiempo, y sólo puede explicarse por su tiempo. En efecto, la historia maneja dos modelos explicativos, que son los dos modelos de necesidad que se encuentran en el corazón del pensamiento consensual, que pretende eliminar todo conflicto político partiendo del principio de que cierta situación objetiva exige necesariamente cierta respuesta, y que toda respuesta inadecuada a la situación engendrará necesariamente una u otra catástrofe. En el trasfondo está siempre la creencia en la desigualdad de las inteligencias: la idea de que esa necesidad objetiva, hay personas que están inmersas en ella y que se ahogan en ella, y luego hay personas que la dominan y la comprenden.

En el mismo texto, la revista evocaba críticamente «el perpetuo vaivén de la historia social entre el archivo de las ideas (el anarquismo como catálogo de ideas) y el archivo de los hechos (el anarquismo como colección de individuos), que cada vez echa de menos la singularidad de una ideología, de una lucha, de un movimiento». Del mismo modo, en el prefacio de Scènes du peuple, usted subraya la dificultad de combinar «dos realidades distintas: por un lado, la crónica de estos innumerables combates, pero cada vez encerrados en la particularidad de sus protagonistas —de los fabricantes de alfileres de Rugles a los papeleros de Annonay o de los mineros de Anzin a los esquiladores de Lodève…—; por otro, la generalidad de estos panfletos y periódicos obreros, donde lo que se buscaba sí se expresaba, una palabra que afirmara una identidad obrera».54Su solución a este dilema fue proponer «una historia del pensamiento obrero» que se situaría «entre las historias de las doctrinas sociales» (Marx, Fourier, Proudhon, etc.), por un lado, y «las crónicas de la vida obrera» (es decir, la historia de la condición obrera), por otro.55¿Cómo concilia estos tres niveles en sus escritos?

No me he planteado esa pregunta porque es la propia dramaturgia de los niveles la que me parece sospechosa. Corresponde a un proyecto enciclopédico en el que se trata de construir una totalidad con modos de vida —cómo vivía una familia obrera en una época determinada—, formas de lucha —una huelga, una insurrección—, ideas sociales, etcétera. La mayoría de las ideas sociales de las Histoires du mouvement social fueron forjadas por personas que no eran obreras: Fourier no era obrero, Saint-Simon no era obrero, Cabet tampoco. No hay ninguna razón para querer hacer una historia global que incluya la historia de la vivienda obrera, las insurrecciones de 1948 o la Comuna, los textos de Gauny, las teorizaciones de Saint-Simon o de Fourier… Siempre hacemos historias parciales. Elegimos puntos de anclaje. Básicamente, ese es el método de Jacotot. Jacotot dice: aprende algo y relaciona todo lo demás con ello, que es lo contrario del método normal que dice: relaciona todo con todo lo demás, es decir, ¡insértalo en la enciclopedia, explícalo, hazlo desaparecer en la cadena de sus causas! Creo que empezamos a tocar algo sensible, en el sentido de subversivo, cuando abandonamos el proyecto enciclopédico. Por el contrario, todo lo que intenté fue seguir una cierta trayectoria: qué ocurre con los pensamientos que se forman por ensayo y error en la década de 1830, cómo pasan por una época, cómo pasan por periódicos, asociaciones de trabajadores, comunidades utópicas, océanos… Tenía un objeto e intenté seguir la lógica de ese objeto, es decir: hay personas que intentan salir del tipo de ser obrero al que están adscritas, pero salir de él afirmando otra subjetividad obrera, una identidad, un pensamiento y una aspiración obreros. Ésa era mi cuestión: no la difusión del sansimonismo entre los obreros, sino cómo la predicación de los sansimonianos, el modelo de comunidad sansimoniana y los temas que circulan en su seno, crean algo en torno a lo cual tomarán forma una determinada idea y práctica de la emancipación obrera.

En una entrevista para L’Humanité, usted afirmaba que «lo que se ha dado en llamar movimiento obrero no era un movimiento de toma de conciencia de los intereses históricos de una clase, sino ante todo el movimiento intelectual de aquellos que querían romper las barreras del mundo oscuro en el que se encontraban para ocuparse no sólo de sus propios asuntos, sino de los asuntos de la comunidad».56¿Cree que esta descripción se aplica de forma más general a la historia del movimiento obrero en Francia?

He subrayado la paradoja inicial, a saber, que fue un movimiento para desprenderse de una determinada forma de ser obrera el que creó los significantes de la identidad obrera. Después, una vez establecida esa identidad, las cosas cambiaron inevitablemente. Hablábamos antes de los años treinta, cuando ya había toda una serie de significados y símbolos que estaban absolutamente establecidos y que, por tanto, definían las posibilidades de la disidencia. Por lo que a mí respecta, no me he propuesto describir el movimiento obrero en general, he intentado señalar la paradoja que dio origen a la idea misma de movimiento obrero. Por supuesto, esto no va a ser una enciclopedia de cada forma de movimiento, huelga, revuelta, insurrección y organización obrera desde la década de 1830 hasta la década de 2020. No se trata de eso, sino de dar una orientación general a la investigación y a la narrativa. Nos enfrentamos a una realidad heterogénea. La cuestión es si respetamos esa heterogeneidad o si la reducimos de distintas maneras. Mi idea es que hay que respetar la heterogeneidad y, al mismo tiempo, tener ciertas pautas, ciertas orientaciones que no son verdades caídas del cielo. En un momento dado me pareció que podía extraer de mi material cierto tipo de orientación sobre lo que podría haber significado la constitución de una identidad obrera. Pero eso era todo. Lo importante es intentar mostrar cada vez que la idea del movimiento obrero es algo más que trabajadores luchando contra sus condiciones, que siempre es necesario incluir la dimensión de crear otro tipo de mundo. Y en segundo lugar, en el seno de estos movimientos, siempre existe la presencia de otra cosa: la República en el siglo XIX, el comunismo en el XX, que no es una invención específicamente obrera, pero que da una fuerza de atracción al movimiento y que, a su vez, inventa una versión obrera. Eso es lo que podría decir. No, por supuesto, no cubre todas las situaciones. En todo caso, si quieres abarcar todas las situaciones, todo lo que dices son generalidades vacías.

No me he propuesto describir el movimiento obrero en general, he intentado señalar la paradoja que dio origen a la idea misma de movimiento obrero.

Jacques Rancière

Al leerlo, me parece que podemos distinguir tres secuencias relativamente coherentes en la historia del movimiento obrero francés: 1830-1848,571848-1914 (o 1919) y, por último, la posguerra, con las dos grandes rupturas de la revolución de 1848, en la que se escinde el ideal republicano y se reconfiguran las esperanzas republicanas, y la Gran Guerra, que lleva al hundimiento de una cierta idea de revolución y a la integración del movimiento sindical en el Estado. Los criterios de esta expansión serían: la relación con la República, la relación con el Estado y el estado de la creencia de las élites militantes en la capacidad de la clase obrera para hacer surgir un mundo nuevo. ¿Qué opina de este tipo de presentación? ¿No fue este distanciamiento del Estado lo que acabó diferenciando el periodo 1848-1914 (aunque, por supuesto, tal orientación no se aplicó a todas las tendencias del movimiento obrero)? Usted parece insinuar que el nacimiento del PCF y la nueva orientación de la CGT en la posguerra constituyen un cierre decisivo en la historia del movimiento obrero francés.

Sí, en términos generales, esa descripción sería correcta. Hubo un periodo en el que podríamos decir que el horizonte del pensamiento obrero era una República ampliada, una idea ampliada de la República que se extendería también al mundo del trabajo. Esto es lo que se desprende de los textos reunidos en La Parole ouvrière. Está este primer momento, y luego está la ruptura de 1848, de junio de 1848 y la represión que siguió: está entonces el momento de desdoblamiento de la República, y la idea de que la República del trabajo es un mundo aparte, que la República del trabajo, o la República socialista, es una forma de mundo basada en el trabajo y el intercambio, que debe sustituir al mundo parasitario del gobierno político. No se trataba de una idea puramente obrera, sino que también la expresaban los teóricos burgueses de la época: la idea de una disociación entre la vida autónoma de la sociedad y el Estado. Esto fue algo que Marx asumió por completo. El texto de Marx sobre la Comuna, sobre el parasitismo del Estado, está completamente en línea con esta visión. Y luego está la ruptura de la Primera Guerra Mundial y la posguerra, cuando se hace evidente que la clase obrera no estuvo a la altura de su visión del mundo por venir. Al mismo tiempo, quedó claro que este tipo de ideal ya no era posible en las nuevas condiciones de la industria, en el mundo de la industria fordista, etcétera. Esto también lo confirma la adopción de Lenin del modelo fordista: se basaba en la idea de que la visión de un futuro llevado adelante por la comunidad de la clase obrera como tal ya no era posible, y que el futuro tenía que ser construido por una dirección, por una organización que viniera de arriba.

Notas al pie
  1. Jacques Rancière, La Méthode de l’égalité : Entretien avec Laurent Jeanpierre et Dork Zabunyan, Montrouge, Bayard, 2012, p. 53. La reseña de Michelle Perrot sobre La Nuit des prolétaires puede consultarse en Histoire de l’Éducation, nº 13, 1981, pp. 80-83.
  2. «The Myth of the Artisan: Critical Reflections on a Category of Social History», International Labor and Working-Class History, No. 24 (otoño, 1983), pp. 1-16, retomado en Work in France. Representations, meaning, organization and practice, eds. Steven L. Kaplan y Cynthia Koepp, Cornell University Press, 1986.
  3. Véanse en particular las reseñas de Bryan Palmer, Christopher Johnson, Donald Reid, Gary Gerstle, etc. Este desequilibrio puede considerarse como un signo del distanciamiento entre la historiografía francesa y la inglesa a partir de mediados de los años ochenta, lo que explica que «los historiadores franceses del mundo obrero no participaran en los tumultuosos debates provocados por los trabajos de Gareth Stedman Jones, Patrick Joyce, Neville Kirk o Geoff Eley sobre el desciframiento de la cultura obrera, que llenaron las columnas de Social History y de History Workshop Journal (y en menor medida de Past & Present) en en la década de 1990″, y que «cuando el equipo de History Workshop buscaba un punto de vista sobre la historiografía del mundo obrero en Francia, recurrió a Jacques Rancière». Véase Philippe Minard, «Eric J. Hobsbawm, un parcours d’historien dans le siècle. Lectures trans-manche», Revue d’histoire moderne & contemporaine, 2006/5 (nº 53-4bis), pp. 5-12.
  4. Ver en especial el capítulo «L’histoire s’écrit» en Antoine Prost, Douze leçons sur l’histoire, París, Seuil, col. Points, 1996, pp. 263-282; y Roger Chartier, Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétude, Albin Michel, 1998, pp. 104-105.
  5. Donald Reid, L’affaire Lip, 1968-1981, Presses universitaires de Rennes, 2020.
  6. Lynn Hunt, «The Names of History: On the Poetics of Knowledge by Jacques Rancière and translated by Hassan Melehy with a foreword by Hayden White», Contemporary Sociology, vol. 25, n°1, (enero 1996), p. 129.
  7. Ver en especial Nicole Loraux, «Éloge de l’anachronisme en histoire», Le Genre humain, 1993/1 (n° 27), pp. 23-39.
  8. Louis-Gabriel Gauny, Le Philosophe plébéien, París, La Fabrique, 2017 (1a ed. 1985), p. 9.
  9. Déborah Cohen, «Jacques Rancière et les mots de l’archive», Cahiers critiques de philosophie, 2018/2 (n°20), pp. 171-184.
  10. «De l’Encyclopédie au Chant des ouvriers» (sobre Travailleurs et Révolutions le concept de travail de l’Ancien Régime à 1848, de W. Sewell», La Quinzaine littéraire, n° 398, 1983, pp. 22-23. Notaremos que en «The Myth of The Artisan» (sección «The ruse of numbers and the ruse of words»), Rancière hace el mismo reproche a sus propios trabajos (sobre todo a La Parole ouvrière).
  11. Jacques Rancière, Les Scènes du peuple : (Les Révoltes logiques, 1975-1985), Lyon, Horlieu, 2003, p. 11. La misma idea se expresa en «The Myth Of The Artisan» : «In many cases, we have a tendency to interpret as collective practice or class «ethos» political statements which are in fact highly individualized. We attach too much importance to the collectivity of workers and not enough to its divisions; we look too much at worker culture and not enough at its encounters with other cultures». Subrayado nuestro.
  12. Jacques Rancière un tiempo fue militante.
  13. Jacques Rancière, La méthode…, op.cit., p. 52, al igual que el postfacio de La Parole ouvrière, 1830-1851 : textes rassemblés et présentés, con Alain Faure, París, La Fabrique Éditions, 2007 (1a ed. 1976).
  14. Rancière recuerda, sin embargo, que el título Révoltes logiques afirmaba, a través de la referencia a Rimbaud, «una fidelidad a la Comuna de París, que era el arquetipo mismo de la revuelta» (véase el prefacio a Scènes du peuple, p. 10). Sobre la cuestión del antifeminismo obrero, véase también la última parte del artículo «Utopistes, bourgeois et prolétaires», L’Homme et la Société, nº 37-38, 1975, pp. 87-98.
  15. Sobre todo La Nuit des prolétaires. Archives du rêve ouvrier, París, Fayard, 1981 (pp. 66-69), «The Myth of the Artisan», «Le Prolétaire et son double ou Le philosophe inconnu». Este último texto, reproducido en Les Scènes du peuple, es una transcripción de la presentación de la tesis de Rancière. Véase también el debate colectivo con Alain Cottereau en el número 12 de Révoltes logiques.
  16. Rancière se basa aquí en la Biographie de l’auteur du Livre du compagnonnage, sobre el cual plantea, en «The Myth of The Artisan», la siguiente pregunta : «If he takes up his pen to sing the glories of the work of the compagnons and to rebuke them for their quarrels, is it not also in order to escape this «glorious» work himself ? One is tempted to say yes, especially in light of his Biographie de l’auteur du Livre du compagnonnage which is rather like the dark side of his two famous books. In it, the methodical accounting he presents of the splinters that have entered his body, the falling wood that has injured him, the lung diseases caught breathing sawdust and, finally, his suicidal thoughts, all of this allows us to see the hatred he felt for this work, whose hero and eulogist he has come to be in the eyes of posterity».
  17. El mismo tipo de incertidumbre puede encontrarse en el breve artículo titulado «L’Or du Sacramento» (incluido en Les Scenes du peuple), en el que la América de los buscadores de oro parece fundirse con la de los militantes icarianos.
  18. Ver el artículo «Les maillons de la chaîne. Prolétaires et dictatures» en Les Scènes du peuple.
  19. Lydia Elhadad y Geneviève Fraisse, «‘L’affranchissement de notre sexe’ : À propos des textes de Claire Démar réédités par Valentin Pelosse», Les Révoltes logiques, París, n° 2, pp. 105-120, primavera-verano 1976.
  20. Ver Jacques Rancière, «Une femme encombrante (à propos de Suzanne Voilquin)» y Geneviève Fraisse, «Des femmes présentes», Les Révoltes logiques, nos. 8/9, invierno 1979.
  21. Jean Ruffet, «La liquidation des instituteurs-artisans», Révoltes logiques, n° 3, otoño 1976, pp. 61-76.
  22. «Au Sublime ouvrier. Entretien avec Alain Cottereau», Révoltes logiques, n°12, verano 1980, pp. 31-45. Sobre Sublime de Denis Poulot, ver también «The Myth of The Artisan».
  23. Ibid, páginas 35 y 38. Sobre la cuestión de la vida privada, la estrategia de Alain Cottereau es fácil de entender; no se trata de validar la percepción burguesa de las relaciones de género en el seno de los hogares proletarios, que hace de la mujer la «mártir» del trabajador. Sin embargo, según Rancière, esa estrategia no está exenta de dificultades (véase su pregunta a Cottereau en la página 35 del número 12).
  24. La Bergère au Goulag», retomado en Les Scènes du peuple… op.cit., pp. 323-325.
  25. En el primer número (invierno de 1975), y en los números 14-15 (verano de 1981).
  26. Sobre Maurice Lime, ver la nota biográfica de Le Maitron (en francés).
  27. Ver recientemente Jacques Rancière, «Le peuple est une construction», entrevista publicada en el no. 3 de la revista Ballast, 2017.
  28. Véanse los artículos de Révoltes logiques «En allant à l’expo : l’ouvrier, sa femme et les machines», «De Pelloutier à Hitler : syndicalisme et collaboration», agrupados en Scènes du peuple. Sobre el bonapartismo obrero, véase la alusión al caso de Savinien Lapointe en La Parole ouvrière, op.cit. pp. 157-158.
  29. Véase L’Anti-Œdipe – Capitalisme et schizophrénie, en colaboración con Félix Guattari, París, Les Éditions de Minuit, serie «Critique», 1972, pp. 38-39. El tema de la «servidumbre voluntaria», actualizado por Deleuze, es objeto de una crítica rápida pero clara por parte de Rancière en sus obras históricas: véase el prefacio a Scènes du peuple, así como los artículos «De Pelloutier à Hitler: syndicalisme et collaboration» y «La bergère au Goulag».
  30. Por ejemplo, sobre los partidarios de Trump: «Siempre hablamos del papel de las fake news, pero quienes se adhieren a ellas no lo hacen por ignorancia; no lo hacen, como siempre decimos, porque sean pobres perdedores sin rumbo; lo hacen porque les da placer oírlas, porque quieren que lo que dicen sea verdad y, al acreditarlas, comparten el sentimiento de pertenecer, por miserables que sean, a una comunidad superior», en «Un conflit de mondes plutôt qu’un conflit de forces». Entretien avec Jacques Rancière, Contretemps, 19 de junio de 2023. Rancière hace el mismo comentario sobre los negacionistas: «[…] el negacionismo es todo lo contrario de un escepticismo que afirma la indistinguibilidad entre realidad y ficción. Sus argumentos se basan en una visión ultra dogmática de la historia, según la cual la «diferencia» nazi no puede existir dentro del capitalismo. Y sólo les creen quienes tienen interés o placer en creerles —los mismos que creen en los Protocolos de los Sabios de Sion— por razones que nada tienen que ver con la certeza o la incertidumbre de los métodos históricos» («De la vérité des récits au partage des âmes», Critique, 2011/6, n° 769-770, p. 476). Subrayado nuestro.
  31. Ver en particular «The Myth of the Artisan» y «“le social” : the lost tradition in French labour history», en Raphael Samuel (ed.), People’s History and Socialist Theory, Londres, Routledge, 1981, pp. 267-272.
  32. Jean Chesneaux, Du passé, faisons table rase ? À propos de l’histoire et des historiens, Maspero, 1976.
  33. Maurice Agulhon, Une ville ouvrière au temps du socialisme utopique. Toulon de 1815 à 1851, París-La Haye, Mouton, 1970.
  34. Los historiadores han devuelto a veces el favor. Así es como los Annales comentaban en 1977 el tercer número de la revista Les Révoltes logiques: «Análisis sólidamente marcados con el sello de la ideología que a veces tienen el encanto de las tiras cómicas, pero un gusto muy sano por los documentos y las buenas pistas de investigación, sobre el trabajo infantil en el siglo XIX y los maestros-artesanos enfrentados a la política de Guizot». Annales, Économie, Sociétés, Civilisations, 1977, volumen 32, p. 4.
  35. Sobre la recepción de Thompson en Francia, véase Michel Rapoport, «Quand les cultural studies traversent la Manche. Richard Hoggart, Edward Palmer Thompson et la réception de leurs œuvres dans les revues françaises», en Françoise Albertini, Nicolas Pélissier (eds.), Les sciences de l’information et de la communication à la rencontre des cultural studies, París, L’Harmattan, 2009, p. 77, así como el prefacio de François Jarrige («Edward P. Thompson, l’historien radical») a la edición francesa de La Formation de la classe ouvrière anglaise. También hay que señalar que Thompson y Rancière comparten una crítica común del althusserismo. Véase Jacques Rancière, La leçon d’Althusser, París, La Fabrique, 2011 (1ª ed. 1975) y Edward P. Thompson, The Poverty of Theory and Other Essays, Londres, Merlin Press, 1978.
  36. Éliane Le Port habla de este último caso en la introducción de su excelente libro sobre el testimonio de los trabajadores en la posguerra: Éliane Le Port, Écrire sa vie, devenir auteur. Le témoignage ouvrier depuis 1945, París, Éd. de l’EHESS, col. En temps & lieux, 2021, pp. 11-14.
  37. Es lo que sugiere Rancière en La Nuit des prolétaires, op.cit. (p. 29), a partir de esta cita de un artículo de Gauny publicado en La Ruche Populaire: «Hay desgracias tan nobles y tan bien cantadas que brillan en el cielo de la imaginación como estrellas apocalípticas cuyas llamas nos hacen olvidar nuestras penas vulgares, que, perdidas en los barrancos del mundo, ya no parecen más que puntos falaces. Child-Harold, Oberman, René, cuéntenos con franqueza el aroma de vuestra angustia. Respóndanos. ¿No fueron felices en sus bellas melancolías?».
  38. Le Philosophe plébéien, op.cit. p 15. Jacques Rancière subraya la compleja relación de Gauny con el helenismo. Véase también este comentario en la página 181: para Gauny, «la red militante es ante todo una sociedad de amigos, una escuela mutua donde se comparten las iniciaciones».
  39. Sobre este tema, véase Frank Paul Bowman, Le Christ des barricades, 1789-1848, Ed. du Cerf, 1987, p. 364. Sobre la relación de Gauny con el cristianismo, véase La Nuit des prolétaires, op.cit. pp. 128-129.
  40. Del mismo modo, en su prefacio a L’éternité par les astres de Blanqui, Rancière escribe: «Digan lo que digan los apresurados teóricos de la ‘secularización’, los pensadores de la transformación radical se cuidan de no transferir las promesas de salvación religiosa al progreso histórico» («Préface» a L’éternité par les astres de Auguste Blanqui, Les impressions nouvelles, 2012, p. 12).
  41. Rancière también toca este punto cuando evoca el papel de los militantes cristianos en la lucha de los obreros de Lip (véase «La Bergère au Goulag», en Les Scènes du peuple, op.cit., p. 328).
  42. «Savoirs hérétiques et émancipation du pauvre», en Les Sauvages dans la cité : auto-émancipation du peuple et instruction des prolétaires au XIXe siècle, Jean Borreil (dir.), París, Champ Vallon, 1985, col. «Milieux», pp. 34-53. Este texto se retomó en Les Scènes du peuple.
  43. Ver La Nuit des prolétaires, op.cit., pp. 94-95.
  44. «La acumulación de represiones, la falta de educación, de dinero y de libertad limitaban a quienes podían escribir, ser publicados y distribuidos entre una pequeña élite de militantes, vanguardistas o marginados de su clase, beneficiándose de antecedentes políticos o de apoyos literarios» (La Parole ouvrière, op.cit., p. 16).
  45. Véase también este pasaje del artículo «La scène révolutionnaire et l’ouvrier émancipé (1830-1848)», Tumultes, n°20, «Révolution, entre tradition et horizon», mayo de 2003, p. 59: «La persona emancipada no es ante todo alguien que milita por una causa; es ante todo alguien que cambia su forma de ser, que estiliza su comportamiento«. Cf. también este pasaje de La Méthode de l’égalité, op. cit. pp 208-209: «Sabemos hasta qué punto el movimiento obrero anarquista ha estado ligado a toda una serie de movimientos naturistas y gimnásticos. Creo que hay toda una tradición de trabajo sobre uno mismo como parte integrante del trabajo de emancipación que he intentado mostrar en relación con todas las dimensiones colectivas».
  46. Cf. Jacques Julliard, «Fernand Pelloutier et les origines du syndicalisme d’action directe», Le Mouvement social, n°75, «Non-Conformistes» des Années 90 (abril-junio, 1971), pp. 3-32.
  47. Elitismo moral e intelectual que se encuentra desde Corbon hasta Merrheim, como nos recuerda Rancière en su respuesta al debate sobre «The Myth of The Artisan» («A Reply», International Labor and Working-Class History, 1984, No. 25 (primavera, 1984), pp. 42-46).
  48. Ver La Parole ouvrière… op.cit. (p. 11), Les Scènes du peuple, op.cit. (p. 128) o el artículo «La scène révolutionnaire et l’ouvrier émancipé».
  49. Jacques Rancière, «De Pelloutier à Hitler. Syndicalisme et collaboration», Révoltes logiques, n°4, invierno 1977. Ver también al respecto la entrevista «Déconstruire la logique égalitaire» en Et tant pis pour les gens fatigués : Entretiens, París, Éditions Amsterdam, 2009, pp. 646-647.
  50. Jacques Rancière, «Une femme encombrante (à propos de Suzanne Voilquin)», Les Révoltes logiques, nos 8/9, invierno 1979.
  51. Collectif Révoltes logiques, «Deux ou trois choses que l’historien social ne veut pas savoir», Le Mouvement social, n°100, 1977, pp. 21-30. Sobre Révoltes logiques, ver los trabajos de Vincent Chambarlhac, en especial el artículo «‘Nous aurons la philosophie féroce’. Les Révoltes logiques, 1975-1981», La Revue des revues, 2013/1 N° 49, pp. 30-43.
  52. En particular, el artículo denuncia lo que denomina «la pretensión de extraterritorialidad de la práctica universitaria». Este tema se repite, pero aplicado a la historia de la sociología en Francia, en el artículo «L’éthique de la sociologie» (reimpreso en Les Scènes du peuple).
  53. Geneviève Fraisse, «Les femmes libres de 1848 : Moralisme et féminisme», Les Révoltes logiques, n°1, invierno 1975, pp. 23-50.
  54. Ver el prefacio de Scènes du peuple, op.cit., p. 22.
  55. Ver La Parole ouvrière, op.cit., pp. 16-17.
  56. Et tant pis pour les gens fatigués, op. cit., p. 116.
  57. Rancière insiste, sin embargo, en que 1830 no es un comienzo (véase La Parole ouvrière, op. cit., p. 8).